Ponencia presentada en el 3er. Congreso de Historiadores Latinoamericanistas (ADHILAC), Pontevedra. 2002.

La ausencia de la Historia Argentina en el cine nacional.

por  José Fuster Retali

La necesidad del hombre de narrar su pasado y transmitirlo a las generaciones futuras lo ha acompañado desde los inicios de la Humanidad. En la época gloriosa de Grecia, Heredoto daba su visión académica del devenir de la civilización egea, mientras que Homero mezclaba historia y leyenda, dioses, héroes y hombres comunes en sus poemas inmortales contando la destrucción de Troya y el laborioso regreso de Ulises a su Itaca amada. Eslabonado perfectamente con el rapsoda griego, el romano Virgilio describía en la “Eneida” el largo peregrinar de Eneas desde Troya hasta las costas italianas, y glosaba los orígenes del mundo latino y la epopeya de la fundación de Roma. Paralelamente, Tito Livio escribía la crónica del Imperio Romano en su época de esplendor. En la Europa medieval, los cantares de gesta y los romances enriquecían la tradición oral cantando, por ejemplo, las luchas de los reinos españoles en la reconquista de su territorio ocupado por los moros, e iluminando con la riqueza de su contenido poético el oscurantismo del período.

Los citados son sólo algunos ejemplos de la importancia que los relatos sobre el pasado histórico han tenido en la evolución cultural de los pueblos y en el establecimiento de su identidad. El conocimiento de sus raíces étnicas y lingüísticas, y la memoria de sus luchas fundacionales ha permitido a los países desarrollados crecer e integrarse en un mundo cada vez más complejo sin perder sus rasgos característicos. Desde su aparición, a comienzos del siglo XX, el cine se transformó en uno de los medios más idóneos, dada la masividad de sus auditorios y la celeridad de su difusión, para que el grueso de la población conociera los hechos fundamentales ocurridos siglos atrás. El papel de los antiguos juglares y pregoneros fue rápidamente ocupado por las películas, las que en muchos casos pudieron suplir, con la fuerza de sus imágenes, lagunas en la alfabetización o la instrucción de los espectadores. Esto supo ser aprovechado especialmente en los Estados Unidos, cuya formidable industria cinematográfica permitió que el resto del mundo se familiarizara con la historia norteamericana y se sintiera afectivamente ligado a sus héroes como a viejos conocidos. En efecto, luego de El Nacimiento de una nación (The birth of a nation, 1915, David W. Griffith) y de Lo que el viento se llevó (Gone with the wind, 1939, Víctor Fleming), es evidente que ningún cinéfilo puede ignorar la existencia de la Guerra de Secesión que dividió a los Estados Unidos entre 1861 y 1865. Poco importa que el primer filme adoptara la posición sudista y fuera una apología del Ku-Klux-Klan como defensores de la “pureza racial” y de la “civilización”, y que el segundo presentara una visión idílica del Sur, soslayando las crueldades del régimen de esclavitud al que estaban sometidos los negros. Ambas fueron en su momento “políticamente correctas” y alcanzaron holgadamente su objetivo de difusión ideológica. Lo mismo ocurriría con las películas prosoviéticas de comienzos de la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos y Rusia eran aliados contra el enemigo común alemán: La Estrella del Norte (The North Star, 1943, Lewis Milestone) o Sombras de la nieve (Song of Russia, 1943, Gregory Rattoff) complicaron luego a guionistas, intérpretes y realizadores en la tristemente célebre “caza de brujas” iniciada por el senador Joseph Mc Carthy, mientras el cine se dedicaba a difundir libelos anticomunistas en los que los rusos eran capaces de las peores villanías, en películas tales como El Danubio Rojo (The Red Danube, 1950, George Sydney) o Traicionado (I married a comunist, 1950, Robert Stevenson). Desde otra perspectiva, películas como Juicio en Nuremberg (Judgement at Nuremberg, 1961, Stanley Kramer) o la más reciente La lista de Schlinder (Schlinder’s list, 1992, Steven Spielberg), permitieron que el mundo no olvidara los horrores del nazismo y la dimensión del Holocausto. Más allá de ejemplos puntuales, generaciones enteras de espectadores crecieron identificándose fácilmente con nombres tales como George Washington, Abraham Lincoln, el General Custer, Buffalo Bill, la Princesa Pocahontas y tantos otros. En la mayoría de los casos, estos retratos histórico-biográficos fueron simplistas, basados en el criterio de los polos opuestos del “héroe” (el personaje retratado) y el “villano” (sus adversarios). Como los describe Roman Gubern, “el héroe” es un personaje simpático y físicamente atractivo, mientras el “villano” –suma y compendio de todos los males- es físicamente desagradable. La diferenciación llega a tal extremo que con su sola imagen puede identificarse quiénes son el protagonista y el antagonista de una película”.[1] Sólo en las últimas décadas, sobre todo luego de la guerra de Vietnam, comenzó a surgir una visión crítica de la sociedad y la política norteamericanas, en films como Regreso a casa (Coming Home, 1978, Hal Ashby), sobre el retorno y la reinserción social de los veteranos de guerra, M.A.S.H (ídem, 1970, Robert Altman), o Trampa 22 (Catch 22, 1970, Mike Nichols).

Con las restricciones propias de sus industrias, también otros países aprovecharon las pantallas cinematográficas para difundir episodios de su historia lejana o reciente. Francia  presentaba en 1908 El asesinato del Duque de Guisa (L’assassinat du Duc de Guise, dirigida por Laffitte) y en 1927 Abel Gance mosraba su obra magna Napoleón (Napoleón vu par Abel Gance, 1923-1927) en la que había trabajado durante cuatro años, y en la que experimentaba con las dimensiones y la multiplicidad de las pantallas, décadas antes de la aparición de los sistemas anamórficos como el Cinemascope o el Cinerama. En épocas más recientes, Sacha Guitry en Si Versailles contara... (Si Versailles m’avait raconté, 1954) ofreció una cabalgata entre histórica y vodevilesca de las intimidades en el palacio de la época de los Luises, y Gance retomó la figura de Napoleón en Austerlitz (1960). Por su parte, Italia comenzó en el período mudo a divulgar la historia de Roma y los primeros tiempos del Cristianismo con films monumentales, al estilo hollywoodense, tales como Cabiria (1913, Piero Fosco) o ¿Quo vadis? (1912, Guazzoni). Al respecto es interesante señalar la postura del Papa Pío X, quien en 1913 “prohíbe el empleo del cine en la enseñanza religiosa y critica la frivolidad con que se utilizan los temas sagrados en la pantalla”.[2] Desde un punto de vista más contemporáneo, Luchino Visconti presentó dos imponentes frescos históricos, Livia, un amor desesperado (Senso, 1954), sobre la invasión austriaca en Italia y la defensa del territorio por parte de intelectuales y campesinos; y El Gatopardo (idem,  1963) sobre la novela de Giuseppe Tomassi de Lampedusa, que describe la decadencia de la aristocracia siciliana junto con el avance de las tropas garibaldinas, y la instalación de un nuevo orden político y social, así como una visión delirante e iconoclasta del Rey Loco de Baviera en Ludwig (ídem, 1972) .

También Rusia supo difundir aspectos de su historia, principalmente con las obras de Serguei Eisenstein, uno de los cineastas más creativos en la cinematografía mundial: El acorazado Potemkin (Bronenosez Potemkin, 1925) narró el motín en la nave de ese nombre, ocurrido en 1905, el apoyo de las poblaciones y su brutal represión. La escena de la muchedumbre en las escalinatas de Odessa sigue siendo antológica, por el sentido dramático de su montaje y la fuerza expresiva de los rostros; y Octubre (Oktiabr, 1927) es una dramática narración sobre la revolución bolchevique de 1917. Como paradoja de la historia, es interesante recordar que Eisenstein fue una víctima de esa misma revolución, pues fue perseguido y cayó en el ostracismo durante el período de Stalin, y su obra sólo fue revalorada luego de la caída de éste.

Esta reseña, que no intenta ser exhaustiva, sirve para introducirnos en lo que será la pregunta básica de nuestro trabajo,  ¿Por qué razón la cinematografía argentina, que fuera tan poderosa como industria entre los años 30 y 60 del siglo pasado, y que alcanzara a vastos auditorios, tanto en su propio país como en el resto de América Latina, ha sido y es sistemáticamente reacia a presentar su historia como argumento de sus películas? Esto llama poderosamente la atención, sobre todo por tratarse de un país donde el sentimiento de la nacionalidad pareciera estar tan arraigado en el discurso cotidiano, en el que se apologiza a los símbolos patrios (la bandera, el escudo, el himno), se celebran las efemérides independentistas rodeándolas de la máxima solemnidad, y se festeja cualquier tipo de triunfo logrado por representantes del país en el exterior, ya sea éste deportivo (la obtención de campeonatos mundiales de fútbol), artístico (premios logrados por películas o actores en festivales internacionales) o incluso frívolos (modelos femeninas y masculinos colocados en los lugares más alto de lo “fashion”). Claro, no ocurre lo mismo cuando el galardón obtenido es un Premio Nobel: Adolfo Pérez Esquivel,  Premio Nobel de la Paz 1980, fue denostado por parte de la población, quien lo tildó de “subversivo”, y cargó de intencionalidad política la recompensa (no olvidar que en la Argentina se atravesaba el aciago Proceso de Reorganización Nacional y que Pérez Esquivel era un encendido defensor de los Derechos Humanos que había estado preso desde abril de 1977 a mayo del 78); César Milstein, Premio Nobel de Medicina 1984, debió continuar sus investigaciones en el exterior, en el Reino Unido, y Luis Federico Leloir, Nobel de Química 1970, quien permaneció en Argentina, trabajaba en un pequeño laboratorio cuya silla estaba atada con alambres. Luces y sombras del ser argentino, acaso sin explicación racional.

Este podría ser un comienzo de respuesta a la pregunta planteada. Quizás el mencionado discurso sea más declamado que real y tal vez, el mestizaje ocurrido en nuestro país luego de las grandes corrientes inmigratorias de fines del siglo XIX y comienzos del XX haya impedido el desarrollo de verdaderas raíces nacionales, lo cual se trasuntaría en un desinterés por indagar en nuestro pasado. Sin embargo, no pareció ser ésta la situación en los inicios de la actividad cinematográfica argentina.

“El cine argentino comenzó a dibujar una realidad tímida y humilde, inadvertida por muchos y apenas informada en los diarios, pero con posibilidades de continuar. Su primera época, hasta 1909, fue similar a la del cine universal, sólo que un poco más extendida en el tiempo: la del noticiero breve (...)”.[3] En este período, la historia pareció ser cantero fructífero para extraer de él inspiración para los primeros filmes. En 1909, Mario Gallo filma El fusilamiento de Dorrego, estrenada al año siguiente, en la que, según palabras del director Leopoldo Torres Ríos “el público se enteraba de que había tal fusilamiento porque así lo decía el título”.[4] En la filmografía de Gallo se anotan luego los cortos La Revolución de Mayo, La Batalla de Maipú, Güemes y sus gauchos, La Batalla de San Lorenzo y La creación del Himno, en un período que va desde 1909 a 1913. Pocos años más tarde se filman, bajo la dirección del dramaturgo Enrique García Velloso, Amalia (1914) sobre la novela de José Mármol ambientada en la época de Rosas, y Mariano Moreno y la Revolución de Mayo (1915) que intenta una semblanza biográfica de uno de los pensadores más progresistas que propiciara el movimiento revolucionario de mayo de 1810, y que fuera secretario de la Primera Junta, a la cual renunciaría meses más tarde por sus enfrentamientos con Cornelio Saavedra, presidente de la misma. El peruano Ricardo Villarán filmó en Argentina en 1925 Manuelita Rosas, biografía de la hija del Restaurador, con la entonces insigne actriz teatral Blanca Podestá, y, como detalle curioso, es interesante el aporte del vasco Julián de Ajuria, quien, como agradecimiento a la fortuna lograda en nuestro país quiso rendirle homenaje con una película histórica sobre la gesta de Mayo. Llegó a la conclusión de que los medios técnicos no lo hacían posible en el país, por lo que se filmó en Hollywood, en los estudios Fox, con el astro norteamericano Francis Bushmann en el papel de ¡Manuel Belgrano! El film se llamó Una nueva y gloriosa nación (1927).

La aparición del cine sonoro en Argentina, en 1933, con el estreno casi simultáneo de Tango de Luis Moglia Barth, el 27 de abril, y de Los tres berretines de Enrique Telémaco Susini el 19 de mayo, coincidió con una complejización del panorama político y social del país. El gobierno se encontraba entonces en manos de Agustín P. Justo, quien sucediera al general José Felix Uriburu, luego del golpe militar que derrocara el 6 de setiembre de 1930 al presidente Hipólito Irigoyen. Por lo tanto el país estaba viviendo una democracia acotada y el ejército se perfilaba como el importante polo de decisión que pasaría a ser décadas más tarde. Esto coincidía con la crisis económica que repetía en nuestro territorio las dificultades surgidas en los Estados Unidos a partir del “crack” de Wall Street en 1929, y que nuestra música popular sintetizaba con el Dónde hay un mango, viejo Gómez que tan famoso se haría en la voz de Tita Merello y otros intérpretes.  Sin embargo, el cine concitaba multitudes. “Las matinés del sábado y el domingo en el Centro o en los barrios se convirtieron en institución para la pequeña burguesía, en momentos para estrenar ropas o sombreros y coincidir en saludos, noviazgos e invitaciones (...) la pequeña burguesía agrupa a la gran masa en ascenso social y económico, que no deja de crecer y mantenerse abierta a quienes ingresen a ella. Esta burguesía escalonada no tardó en ser motivo de los argumentos cinematográficos que, sin preocupaciones sociologistas, retrataban lo que parecía identificatorio de un modo presente de vivir”.[5] Es decir que la vertiente histórica, que fuera frecuentaba asiduamente durante el período silente, fue dejada de lado en beneficio de retratos costumbristas y por lo común ambientados en época contemporánea. Es el momento en el que alcanzan éxito multitudinario las películas que Libertad Lamarque, estrella del tango, filmara con el “Negro” José Agustín Ferreira, Ayúdame a vivir (1936), Besos brujos (1937)  y La ley que olvidaron (1938), argumentos sencillos, casi elementales, de segura llegada al auditorio femenino; o los primeros filmes de Luis Sandrini, por ejemplo Riachuelo (1934, Luis Moglia Barth), La muchachada de a bordo (1936, Manuel Romero), El cañonero de Giles (1937, Romero), ya que este cómico se había transformado, a partir de Tango en un auténtico ídolo popular, categoría que mantuvo hasta su muerte en 1980.

La historia sólo tiene, en este período, acercamientos tangenciales, como la segunda versión de Amalia (1936, Moglia Barth), que si bien posee un fuerte contenido antirrosista, limita su crítica a los lineamientos de una historia de amor de final trágico, o una semblanza del general José de San Martín, nuestro héroe máximo. Nuestra tierra de paz (1939, Arturo S. Mom), producida por el francés Henri Martinent, y donde ya se perfila el esquematismo y el acartonamiento que caracterizarían a la gran mayoría de las biografías históricas argentinas. De ella dijeron los críticos en su momento “San Martín habla desde el pedestal. No lo vemos nunca postrado, si no es para morir”.[6] La época de Rosas, riquísima desde sus contradicciones ideológicas y del enfrentamiento que dividió en dos facciones al pueblo argentino, volvió a ser tocada de soslayo en Bajo la Santa Federación (1935, Daniel Tinayre) y en Ponchos Azules (1942, Luis Moglia Barth), pero en ambos casos el contexto histórico sólo sirvió de pretexto para narrar folletines románticos sobre amores contrariados. Sería necesario que transcurrieran décadas para que una película argentina se atreviera a centrar su argumento en la vida del “Restaurador de las Leyes”, en Juan Manuel de Rosas (1972, Manuel Antín), filmada durante la última época del gobierno de facto del general Alejandro A. Lanusse, previa al regreso de Perón  al país y al gobierno, luego de 18 años de exilio, momento en que estaba de moda el revisionismo histórico. La película despertó polémicas, señal de que las diferentes posiciones ideológicas al respecto no se habían superado, pero no tuvo éxito de público. La publicidad previa a su estreno “amparaba al film de los reproches con un argumento curioso, si se lo vincula a un realizador como Antín: “El pueblo la aplaude, la crítica la ataca, pero ya Rosas lo dijo: ‘Los leídos no comprenden al país”.[7]

Sin duda el gran tema relacionado con la época rosista que podía impactar con mayor fuerza en los auditorios cinematográficos es el del romance, huida y posterior fusilamiento de Camila O’Gorman y el sacerdote Uladislao Gutiérrez, ocurrido en 1848. Camila era una joven de la alta sociedad porteña, de familia rosista y amiga personal de la hija del Restaurador, Manuelita Rosas, y Gutiérrez un joven sacerdote, sobrino del obispo de Tucumán. Sus amores, y la audacia que implicaba consumarlos, escandalizaron a la sociedad de la época, llegando a convertirse en un caso paradigmático. Para Rosas representaba la necesidad de castigarlos de forma ejemplar como una manera de reafirmar su autoridad absoluta. Irónicamente, los adversarios del régimen, exiliados en países vecinos como Chile y Uruguay, también reclamaban la punición, pues para ellos significaba la prueba de la corrupción imperante bajo la Federación. Se dio así el caso de que unos y otros se aliaran para lograr que los amantes fueses fusilados sin juicio, pese a que Camila aguardaba un hijo y las leyes vigentes prohibían el fusilamiento de una embarazada. El episodio atrajo a los cineastas desde el período mudo: el 1910 el ya citado Mario Gallo dirigió una Camila O’Gorman con Blanca Podestá; ya en el período sonoro, durante la época peronista de los años ’50 hubo un intento de Luis César Amadori por filmar la historia, con Zully Moreno –estrella máxima de la época- como protagonista, pero por diversos factores no se llevó a cabo. En 1970, Juan Batlle Planas la incluyó como uno de los dos episodios de El Destino –el restante trataba sobre el fusilamiento de Manuel Dorrego, otro momento oscuro de la lucha fratricida en la historia argentina- pero no pasó de ser una ilustración superficial y sin alma de los hechos narrados. Recién en 1984, María Luisa Bemberg logra con Camila una obra que combina la emoción con la rigurosidad histórica y la alta calidad fílmica, y consigue un formidable éxito de crítica y público. Camila fue vista por más de 2.100.000 espectadores, fue candidata al “Oscar” a la mejor película extranjera de 1984, y sin duda, a ello ayudó el hecho de que “fue uno de los filmes más importantes estrenados en los primeros tiempos de la presidencia de Raúl Alfonsín. Críticos y espectadores coincidieron, por ejemplo, en ver a Camila como una metáfora clara sobre la tremenda represión ejercida por la muy reciente dictadura militar”.[8] Una breve secuencia al principio de la película puede servir para ilustrar esta asociación. Camila y su hermano descubren que una gata de la casa ha tenido cría; juegan con los cachorritos pero son sorprendidos por su padre, símbolo de la autoridad represiva; el momento siguiente muestra a un criado negro llevando a los gatitos en una bolsa a la que carga con piedras a la orilla del río. Luego se interna en el agua y arroja la bolsa, que se hunde inmediatamente. La audiencia, sensibilizada por los horrores cotidianos que estaban saliendo a la luz, no pudo evitar relacionar el episodio con los detenidos-desaparecidos que eran arrojados al mar desde aviones durante el Proceso de Reorganización Nacional (1976-1983).

Contrariamente a lo que podría suponerse, la presencia en el poder de gobiernos militares, varias veces reiterada entre 1930 y 1983, no alentó excepto en casos muy puntuales la filmación de argumentos que exaltaran hechos heroicos o definitorios del pasado histórico argentino, sino que prefirió centrar sus esfuerzos en producciones apologéticas de las propias instituciones castrenses. Tales los ejemplos de La muchachada de a bordo, sobre la vida de los marineros, filmada en Puerto Belgrano y con la flota en maniobras; Cadetes de San Martín (1937, Mario Sóffici), una alabanza de la hidalguía, la camaradería y el sentido del deber y la subordinación entre los cadetes del Colegio Militar; Alas de mi patria (1939, Carlos Borcosque) sobre la Fuerza Aérea, y Fragata Sarmiento (1940, Borcosque), otra apología de la vida de los marinos, esta vez con el marco del famoso buque-escuela. Estas obras fueron filmadas durante la década de gobiernos pro-militaristas que siguieran al golpe del general Uriburu. Dentro de la misma línea puede ubicarse a Crisol de Hombres (1954, Augusto Gemmiti), un muestrario falaz de la camaradería y la solidaridad entre conscriptos y oficiales del Ejército, muy alejada de las vejaciones y arbitrariedades que se sufrían en la realidad, y La última escuadrilla (1951, Julio Saraceni) sobre la Escuela de Aviación, rodadas durante el primer período peronista; y Mi amigo Luis (1972, Carlos Rinaldi) una nueva vuelta de tuerca, falsa y sentimentaloide, sobre la vida en el Colegio Militar, plagada de nobles sentimientos y grandes palabras, que pertenece al período de gobierno de facto del general Lanusse. Esta misma ausencia de la historia, con sus héroes conocidos o ignorados, hace que tuviera mayor trascendencia la filmación de La guerra gaucha y de Su mejor alumno.

La guerra gaucha (1942, Lucas Demare) “fue la versión de los relatos de Leopoldo Lugones sobre la lucha de los gauchos salteños que defendieron la frontera septentrional del país durante el período de la guerra de la independencia en que no hubo allí un ejército nacional organizado para pelear contra los españoles”.[9] Según palabras del mismo autor “La guerra gaucha trasmitió con contagiosa vibración el fervor de la lucha por la libertad, puso en la pantalla un patriotismo electrizante y exaltó las virtudes humanas que exigen las horas supremas: valor, generosidad, sacrificio, integridad”.[10] Esta película se convirtió en un clásico del cine argentino, y en un paradigma al hablar de cine épico. Sin embargo, el riquísimo tema que representaba la guerra de guerrillas llevada a cabo por Güemes y sus montoneros en el norte del país, sólo volvió a ser encarado en Güemes, la tierra en armas (1972, Leopoldo Torre Nilsson). La película se filmó con generoso despliegue de medios materiales, elenco multiestelar y fue bien recibida por crítica y público. Lamentablemente, la fácil asociación entre los “montoneros” de Güemes y la organización armada “Montoneros”, grupo de ultraderecha nacionalista que acababa de reconocerse responsable del secuestro y asesinato del teniente general Pedro Eugenio Aramburu (mayo de 1970), uno de los jefes de la Revolución Libertadora que derrocara a Perón en 1955, perjudicó su posterior difusión.[11]

El caso de Su mejor alumno puede ser leído, además del contenido cinematográfico, a la luz de los criterios de la historia oficial. Desde la particular tendencia a la antinomia que parece ser una de las características de la identidad nacional –civilización contra barbarie, peronistas contra antiperonistas, Capital Federal contra provincias, River contra Boca, etc.- Rosas representaba en los textos de estudio y en el imaginario popular la figura del tirano cruel y despiadado, y Sarmiento, su enemigo acérrimo, la voz de la libertad y el progreso. Aun sin desconocer los innegables excesos cometidos por Rosas en el ejercicio del poder –“La Mazorca” es un antecedente insoslayable del accionar de las fuerzas parapoliciales que asolaron a la ciudadanía indefensa en tiempos de la “Triple A” de José López Rega y durante el Proceso de 1976-83- una lectura imparcial de la historia hubiera debido aceptar que también en el prócer sanjuanino, a fuer de ser humano, existieron contradicciones y zonas oscuras; él fue, por ejemplo, uno de los que desde el exilio exigió el fusilamiento de Camila O’Gorman. Pero lo que en uno era atribuible a crueldad y falta de sentimientos, se excusaba en el otro por su carácter impulsivo y su valor inclaudicable. Era, pues, perentorio que, dentro de ese marco ideológico, se filmara la biografía de Sarmiento.

Su mejor alumno (1944, Lucas Demare) toma su título de la relación de Sarmiento con su hijo adoptivo Dominguito, la cual representó una de las líneas argumentales del film, tomándolo desde sus días de estudiante hasta su muerte en la batalla de Curupaytí. Junto a este Sarmiento íntimo se desarrolló el otro aspecto de su personalidad, que sería la columna vertebral del argumento: su vida pública. El período escogido abarcó desde su llegada a Buenos Aires,  a los 44 años, para luchar por la creación de escuelas, su carrera como senador, ministro, gobernador de San Juan, embajador en Washington, hasta su elección como presidente de la Nación (1868-1874); en el final “luego de ser investido de la primera magistratura y mientras escucha la ovación de los que siempre lo admiraron y  los que antes lo vilipendiaron, un rayo de sol desciende sobre él como un anticipo de gloria”.[12] Como se puede apreciar, la sintaxis cinematográfica coincidía a la perfección con el mensaje instituido por la historia oficial.

Salvo la ya mencionada Nuestra tierra de paz, Su mejor alumno representó la primera vez que el cine nacional afrontaba la tarea de presentar la vida de un personaje histórico trascendente. Más allá de sus calidades formales, fue evidente el estilo en que estas biografías debían desarrollarse. Los héroes debían serlo en todo momento: los defectos y vacilaciones humanas les estaban vedadas, debían actuar siempre con nobleza y propiedad, hablar con palabras altisonantes, como si ya estuviesen seguros de su destino histórico. Incluso su intimidad debía ser cuidadosamente soslayada. Esto fue evidente en El Santo de la espada (1970, Leopoldo Torre Nilsson). Mónica Martín narra en su biografía del realizador: “El Instituto Nacional Sanmartiniano tenía, y tiene, poder absoluto obre todo lo que se haga sobre el padre de la patria. Por otra parte, con el general Onganía a la cabeza del país fueron varias las pruebas que [Torre Nilsson] debió sortear para llevar adelante su propia gesta (...) Le exigieron que, en la escena de Guayaquil, San Martín no bajara la vista ante Simón Bolívar porque ese gesto podría ser interpretado como una humillación del héroe ante un extranjero. Mucho menos iban a permitir que Remedios de Escalada se mostrara embarazada o besara a su legítimo esposo en los labios. Pese a haber participado en innumerables batallas, un personaje de la altura de San  Martín requería un uniforme impecable sin pizca de polvo ni arrugas”.[13] Bajo estas restricciones y censuras, era imposible pretender que el retrato mostrara aristas o pliegues ocultos: el hecho de que San Martín fuese mujeriego, su relación con Rosita Campuzano, amiga de Manuela Sáenz, la compañera de Bolívar, o su afiliación a la masonería quedaron cuidadosamente silenciados. Recién en los últimos años del siglo XX, El general y la fiebre (1993, Jorge Coscia) se atrevió a mostrar una faceta distinta, presentando un momento de la vida de San Martín, cuando, enfermo de gravedad, debió recuperarse en la provincia de Córdoba. En esta película “el general del título aparece en sus debilidades, y sus enigmas, sus pasiones y hasta su erotismo insatisfecho”.[14] El mismo Manrupe califica al film como “Este San Martín es el más real (léase humano) que se llevó al cine”.[15]

El otro prócer máximo de la historia argentina, Manuel Belgrano, creador de la bandera nacional, también tuvo su momento de gloria cinematográfica. Apareció como figura secundaria durante el período silente en la ya mencionada Una nueva y gloriosa nación, y posteriormente en El tambor de Tacuarí (1948, Carlos Borcosque), una  declamatoria sucesión de los hechos inmediatamente posteriores a la Revolución de Mayo, donde fue encarnado por el escenógrafo Mario Vanareli, con la sola justificación de que se le parecía físicamente. Por fin, en 1971, René Mujica filma Bajo el signo de la patria, de la cual Fernando Peña comentó: “Bajo el sino de la patria puede humillar a casi todos los ejemplos que el género produjo en esa misma época. La retórica se evita con textos lacónicos que logran gambetear al mármol, mientras la imagen sostiene un tono despojado y polvoriento. Los límites de la trama impiden que la película se convierta en una sucesión de estampas biográficas inconexas”.[16]

La Guerra de la Triple Alianza (Argentina, Uruguay y Brasil) contra Paraguay en 1865) fue el eje argumental de Argentino hasta la muerte (1971, Fernando Ayala),  que “tuvo que lidiar con la vigilancia del Instituto Félix Bogado, que solicitó al gobierno argentino la supervisión de las escenas de carácter histórico con el único fin de evitar que algunas de ellas hieran los sentimientos del pueblo paraguayo”.[17]

Otros intentos biográficos fueron Centauros del pasado (1944, Belisario García Villar) sobre el caudillo entrerriano Pancho Ramírez, y sobre todo El grito sagrado (1954, Luis César Amadori), superproducción que glosó episodios de la vida de Mariquita Sánchez de Thompson, en cuyo salón se cantó por primera vez el himno nacional, relacionándolos con acontecimientos puntuales de la época de la independencia, tales como las Invasiones Inglesas al Río de la Plata (1806-1807), la Revolución de Mayo o la presidencia de Sarmiento. Elementos extracinematográficos favorecieron la filmación de esta historia: en el personaje de Mariquita, interpretado por Fanny Navarro, una de las actrices más íntimamente ligadas con el peronismo, dada su amistad con Eva Perón y su relación sentimental con Juan, hermano de la extinta esposa del presidente, el gobierno podía trasmitir mensajes proféticos sobre un futuro mejor, sospechosamente adecuados  a la ideología oficial. Actualmente, sus fines claramente propagandísticos y los elementos de los retratos psicológicos presentados, la hacen risible y de un nivel semejante al de un manual escolar.

Las invasiones inglesas, que en El grito sagrado habían tenido sólo valor anecdótico, fueron el eje argumental de La muerte en las calles (1952, Leo Fleider). Fue estrenada cinco años más tarde, en 1957, pero había sido filmada durante el peronismo, y la forma de describir a los invasores británicos puede ser relacionada con el proceso de nacionalización de empresas inglesas (ferrocarriles, electricidad, etc.) que había iniciado Perón en 1946. De cualquier manera, independientemente de su posible intencionalidad política, la película tuvo escasos valores cinematográficos y no despertó sentimientos patrióticos en los espectadores.

Otros dos aspectos importantes en la historia argentina fueron la conquista del desierto, iniciada durante el gobierno de Rosas y finalizada por la llamada generación del ’80, con el general Julio A. Roca, y a la cual el escritor Eduardo Belgrano Rawson calificó recientemente como “una operación inmobiliaria destinada a quedarse con las mejores tierras”[18], y la formación de nuevas filiaciones nacionales a partir de los grandes movimientos inmigratorios alentados por las autoridades desde fines del siglo XIX. Sobre el primer tema es insoslayable la mención de Pampa bárbara (1945, Lucas Demare y Hugo Fregonese), que se constituyó en un verdadero poema épico haciendo de ella un modelo imposible de ignorar, sobre todo si se considera que la primera proeza fue su propia filmación en escenarios naturales, ante la carencia de los medios técnicos y materiales que facilitaban el rodaje de los “western” norteamericanos, con los que se la pretendió erróneamente comparar. Quizás su único lunar sea ideológico; se ignoró el punto de vista del indio, al que se presentó como símbolo del mal, al cual había que exterminar. Pero esto no puede ser atribuido sólo a la película, pues fue el espíritu que signó a la conquista del desierto, la cual en muchas oportunidades no fue más que un innecesario genocidio, pues no se buscó incorporar a los indígenas a la civilización sino que se los diezmó a extremos tales que, en la actualidad, varias tribus han desaparecido totalmente del territorio argentino. En la misma línea se inscribieron Frontera Sur (1942, Belisario García Villar), Vidalita (1949, Luis Saslavsky), brillante intento de opereta gauchesca, que tuvo la desgracia de desagradar al régimen peronista, ser retirada de circulación a lo largo de décadas (incluso llegó a pensarse que se había destruido el negativo), y, en épocas recientes, Guerreros y cautivas (1989, Edgardo Cozarinsky) coproducción con Francia basada en un cuento de Jorge Luis Borges, que recién se estrenó en 1994, y que procuraba una visión más humana de la relación entre cristianos e indígenas, pero siempre tomada desde el punto de vista de la civilización –en este caso representada por la mujer del comandante del fortín, una francesa (Dominique Sanda) que trata de rescatar de la barbarie a una muchacha nativa (Gabriela Toscano). Durante la dictadura del período 1976-1983, en momentos en que parecía inminente el estallido de una guerra con Chile por cuestiones limítrofes, el gobierno auspició la filmación de De cara al cielo (1978, Enrique Dawi), con la intención de especular con la situación para exaltar los valores patrióticos con una historia sobre las campañas militares en la región patagónica. La ciudadanía, sensibilizada por el peligro del conflicto bélico, rechazó el intento y la película no tuvo éxito. Según “La Prensa” (Buenos Aires, 7/5/79) el coronel inmolado que presentaba Gianni Lunadei simbolizaba, “en su austera y aguerrida imagen, en su desprendimiento, en su ferviente entrega al cumplimiento de su deber, las imágenes de ilustres jefes reales que enriquecieron nuestra historia”.[19]

Respecto del tema de las corrientes inmigratorias, sólo pueden rescatarse tres filmes: Inmigrantes (1948, Aldo Fabrizzi) una coproducción con Italia sobre la llegada de contingentes de esa nacionalidad a la Argentina; Esperanza (1949, Francisco Mujica y Eduardo Boneo), sobre la fundación de la primera colonia suiza en Entre Ríos, y que contó con la particularidad de que su personaje protagónico estuviese a cargo del famoso actor israelí Jacob Ben Ami, en ese entonces actuando en teatro en nuestro país; y, mucho después Los gauchos judíos (1975, Juan José Jusid, sobre relatos de Alberto Gerchunoff), que tuvo problemas con la censura de la época, que en el momento de su estreno obligó a cortar “una escena de duelo en la que un gaucho judío (Víctor Laplace) daba una paliza a Martín Adjemian, (un criollo tramposo)”.[20] La disposición sorprende sobre todo si se piensa que la película censurada era una apología del duro esfuerzo de los colonos judíos para insertarse en un medio, un idioma y una idiosincrasia que les eran ajenos; en contraste, el momento objetado pareciera molestar a los censores porque quien da una lección de moral y honradez es el extranjero, no el argentino, lo cual puede ser leído como un acto de antisemitismo encubierto, o al menos, de una clara discriminación. Pero deja de sorprender cuando se ubica temporalmente el episodio en los días de vigencia de la Triple “A”, la organización parapolicial de extrema derecha liderada por José López Rega, Ministro de Bienestar Social y verdadero poder oculto durante el gobierno de María Estela Martínez de Perón, “Isabelita”, momentos de dura persecución ideológica que se agudizaría hasta derivar en la atroz represión del Proceso de Reorganización Nacional.

Con el advenimiento de la democracia, en 1983, el interés de muchos cineastas fue absorbido por la denuncia de los excesos cometidos en el período inmediato anterior. Fue así que desde pocos meses más tarde poblaron las carteleras los temas que hasta entonces resultaba imposible mencionar, o a los que había que referirse de manera alegórica. Entre ellos figuraban la tortura y desaparición forzada de personas, en La noche de los lápices (1986, Héctor Olivera), Contar hasta diez (1985, Oscar Barney Finn), Los dueños del silencio (1987, Carlos Lemos, coproducción con Suecia), Un muro de silencio (1993, Lita Stantic, coproducción con Inglaterra); el dolor y el desarraigo del exilio y la difícil reinserción al regresar, en Made in Lanús (1987, Juan José Jusid, sobre la obra de teatro Made in Lanús de Nelly Fernández Tiscornia), Tangos-El exilio de Gardel (1985, Fernando Solanas, coproducción con Francia), Sentimientos-Mirtha, de Liniers a Estambul (1986, Jorge Coscia y Guillermo Saura); el problema aún no resuelto, pese a los notables avances obtenidos por las Abuelas de la Plaza de Mayo, de la desaparición de bebés hijos de desaparecidas embarazadas, muchas veces entregados a familias sustitutas que podían, o no, conocer su origen, desarrollado en La historia oficial (1985, Luis Puenzo, Oscar a la mejor película extranjera de 1986) y muchas otras películas, entre las cuales algunas tuvieron valores intrínsecos y otras se destacaron por su oportunismo.[21]

Muchos otros aspectos de la historia argentina apenas han tenido visiones tangenciales, o directamente no fueron tocados por el cine nacional. El éxodo de los pobladores de Jujuy, que en 1812 abandonaron en masa su ciudad como una forma de resistencia a las tropas realistas que amenazaban atacarla, sólo fue narrado en una olvidada película de 1949, Nace la libertad (Julio Saraceni). La riquísima sucesión de acontecimientos políticos y sociales que marcaron las distintas décadas del siglo XX, con su alternancia de gobiernos democráticos y golpes militares, se presentó en dos documentales La república perdida (1983) y la República perdida II (1986, ambos de Miguel Pérez) y dentro del cine de ficción, en Asesinato en el Senado de la Nación (1984, Juan José Jusid), que narró la situación imperante en la década del ’30, cuando el senador Lisandro de la Torre denunciara las irregularidades del pacto Roca-Runciman entre ganaderos y miembros de la aristocracia local y empresas británicas, lo que culminó con el asesinato del senador santafesino Enzo Bordabehere en plena sesión del Senado en 1935 (la víctima cubrió con su cuerpo a de la Torre, a quien iba destinada la bala), y que sirvió al director para dibujar una clara metáfora sobre las fuerzas parapoliciales, la “mano de obra” que actuara en las sombras, pero prohijadas por las autoridades, en la época del Proceso y de la Triple A.  La Rosales (1984, David Lipszyc) narró el hundimiento de una fragata cazatorpedera en 1982, en el que sólo se salvó la oficialidad, y también pretendió ser un enjuiciamiento a la conducta de los altos jefes militares en los momentos críticos, especialmente luego de la actitud de silencio y prescindencia adoptada a consecuencia de la derrota en la guerra en el Atlántico Sur. Sobre acontecimientos más recientes, esa demencial guerra de las Malvinas de 1982, sólo fue mencionada abiertamente en Los chicos de la guerra (1984, Bebe Kamin) y en el documental Malvinas, historia de traiciones (1984, Jorge Denti), si bien La deuda interna (1988, Miguel Pereira) la utilizó como una de sus líneas argumentales.

Por otra parte, un fenómeno político tan importante como el peronismo, que divide desde hace sesenta años la opinión de los argentinos, entre simpatizantes y adversarios, también ha sido objeto de escasos estudios cinematográficos. Podemos citar, entre ellos, Después del silencio (1956, Lucas Demare) un alegato antiperonista estrenado inmediatamente después de la Revolución Libertadora, invalidado por su tono panfletario y declamatorio; ¿Ni vencedores ni vencidos? (1970-72, Naum Spoliansky y Alberto Cabado), documental político sobre la historia argentina desde comienzos de siglo hasta 1955, “en apariencia objetivo pero definitivamente antiperonista”[22]; Los hijos de Fierro (1972-75, estrenado en 1984, Fernando Solanas), que narra la historia del pueblo peronista desde el derrocamiento de Perón en 1955 hasta el triunfo electoral que marcó su retorno en 1973, en una parábola del “Martín Fierro” de José Hernández. Esta película estuvo prohibida casi una década por razones políticas, y cuando finalmente su estreno fue autorizado había perdido actualidad. También merecen citarse Esperame mucho (1983, Juan José Jusid) sensible documento sobre los recuerdos de infancia ambientado en la época del primer gobierno peronista, y el extenso documental político La hora de los hornos (1969, Fernando Solanas y Octavio Getino) que enfatizaba el rol histórico del movimiento y alentaba a la sublevación violenta contra la dictadura militar. El film, prohibido en su momento, recién se exhibió en su versión completa de cuatro horas en 1997. Otro intento importante de análisis del peronismo fue No habrá más penas ni olvido (1983, Héctor Olivera, sobre novela de Osvaldo Soriano), también polémico en su estreno poco antes de las elecciones, entre los últimos estertores del Proceso.

Algunos otros films tomaron el entorno o la época histórica como anécdota, o formando parte secundaria de su argumento. En la mayoría de ellos, sirvió de ambientación para narrar episodios costumbristas o novelas de amor. Excede los límites de este trabajo hacer una enumeración exhaustiva de ellos. Lo que si es necesario hacer notar es que el número total de películas basadas en la historia del país es particularmente escaso dentro de una filmografía de casi 2500 títulos rodados desde 1933 hasta la fecha. Acontecimientos trascendentales, la Revolución de Mayo de 1810, la Declaración de la Independencia en Tucumán el 9 de julio de 1816, las luchas internas por el poder dentro de la Primera Junta de Gobierno entre Mariano Moreno y Cornelio Saavedra, no han merecido el menor interés de los cineastas, y generaciones han crecido sintiéndose cada vez más ajenas a su pasado. Esto se agrava si se piensa en la influencia creciente que sufre la juventud por parte de modelos extranjeros, a través de la música, la televisión, las modas en el vestir, y que llevan a una seudo “globalización” en la que se empobrece el idioma, se debilitan las raíces y se pierde identidad. Sería ingenuo suponer que sólo con el hecho de que el cine argentino encarara en su producción, por otra parte cada día más pauperizada por la incidencia de los factores económicos, la temática histórica alcanzaría para revertir esta situación. Pero también es cierto que, luego de una década de gobierno menemista en la cual se privatizó el país y se malvendieron las empresas a capitales extranjeros con la excusa de un hipotético ingreso a un “Primer Mundo” que, paradójicamente, cada día aparece como más lejano e inalcanzable, es imperioso que la Argentina vuelva a mirarse a sí misma, a reconocerse desde lo fundacional y, desde allí, inicie una recuperación económica y, sobre todo, moral.

El cine, como vehículo cultural y como medio de comunicación masivo, tiene una deuda con la sociedad argentina: debe contar su historia. Debe informar acerca de sus prohombres, sin censuras previas ni falsos engolamientos, mostrándolos no como trozos de bronce sino como lo que realmente fueron: simples seres humanos, con contradicciones y defectos, pero con un destino de grandeza. Quizás la muy reciente Cabeza de tigre (2001, Claudio Echeverry, que cuenta por primera vez un episodio oscuro, como fue el fusilamiento del ex – virrey Liniers, jefe de los defensores de Buenos Aires durante las Invasiones Inglesas, en la posta de Cabeza de Tigre en 1812, inicie ese camino. Pero queda otra historia por narrar. “El cine no puede impedir que lo real se filtre a través de los estudios, (esos supuestos aislantes de lo real) no puede amortiguar la presencia del imaginario social a través de los decorados, no puede dejar de absorber el cúmulo de pautas y disposiciones circulantes, los enunciados en boga, el discurso del gobierno imperante, no puede dejar de producir un discurso en y sobre la historia”[23], y dentro de ese discurso, también es historia la destrucción del empleo,  la pauperización de la clase media, el aislamiento de muchas poblaciones de provincia luego del levantamiento de las vías férreas, los niños de la calle, las madres solteras apenas adolescentes, el aumento de la drogadicción, la corrupción generalizada en los altos niveles empresariales y políticos, todo ese vasto calidoscopio de injusticia y deuda interna que compone la triste realidad argentina de comienzos del siglo XXI. En esa visión histórica deben reconocerse los argentinos de hoy, y será misión del cine dejarlo como documento para que, quizás, las generaciones futuras puedan escribir sobre ello un nuevo “Nunca más”.

Notas:

[1] Gubern, Roman. Historia del Cine. España, Ediciones DANAE, 1973. Tomo I, pág. 146

[2] Gubern, Roman. Op.cit. Tomo I.pág. 109

[3] Couselo, Jorge Miguel. Historia del Cine Argentino. El período mudo 1897-1931. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1984, pág. 12

[4] Couselo. Op. cit. pág. 16

[5] España, Claudio. El cine sonoro y su expansión. En  Historia del Cine Argentino. Op.cit. pág. 57

[6] Petit de Murat, Ulises, citado por Raúl Manrupe y María A. Portela, en Un diccionario de filmes argentinos”. Buenos Aires, Corregidor, 1995, pág. 424

[7] Varea, Fernando G. El cine argentino en la historia argentina 1958-1998. Rosario, Ediciones del Arca, 1999. págs. 44-45

[8] Ciria, Alberto. Más allá de la pantalla: cine argentino, historia y política. Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1995. pág. 162

[9] Di Nubila, Domingo. Historia del cine argentino. Buenos Aires, Ediciones Cruz de Malta, 1960. Tomo I pág. 203

[10] Di Nubila. Op.cit. pág. 206

[11] Sobre el mismo tema hubo un intento intermedio, La fusilación o El último montonero (1963, Catrano Catrani), pero su estreno pasó prácticamente inadvertido y no tuvo trascendencia.

[12] Di Nubila. Op.cit. Tomo II pág. 37

[13] Martín, Mónica. El gran Babsy. Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1993. pág. 201-202

[14] Ojam, Alberto en “La Razón” 13/8/1993, citado por Manrupe, Raúl y Portela, María Alejandra, op.cit. pág. 248-249

[15] Manrupe, Raúl. Op. cit. pág. 249

[16] Peña, Fernando, en Revista Film, 1994, citado por Manrupe, Raúl y Portela, María Alejandra. Op.cit. pág.   50

[17] Varea, Fernando G. Cine Argentino en la Historia Argentina. Rosario, Ediciones del Arca, 1999. pág. 44

[18] Reportaje al escritor realizado por Mona Moncalvillo en el programa de televisión por cable “Dos ideas juntas”, Canal Plus Satelital, Buenos Aires, 21 de agosto, 2001.

[19] Varea, Fernando G. Op.cit. pág. 71

[20] Manrupe, Raúl y Portela, María Alejandra. Op.cit. pág. 248

[21] Este tema ya fue desarrollado en extenso en un trabajo anterior: Fuster Retali, José. “El Proceso de Reorganización Nacional (Argentina 1976-1983) a través del cine de la democracia”. L’Ordinaire Latino Americain, Université de Toulouse Le Mirail,  N° 183, (Enero-Marzo), 2001. págs. 7-18

[22] Manrupe, Raúl y Portela, María Alejandra. Op.cit. pág. 411

[23] Melo, Adrián Marcelo, citado por Mallimacci, Fortunato y Marrone, Irene (Compiladores), en Cine e Imaginario Social, Buenos Aires, Oficina de Publicaciones del CBC, UBA, 1997. pág. 235

José Fuster Retali

Ponencia presentada en el 3er. Congreso de Historiadores Latinoamericanistas (ADHILAC), Pontevedra. 2002.

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