Ponencia presentada en el 3er. Congreso de Historiadores Latinoamericanistas (ADHILAC), Pontevedra. 2002. |
La
ausencia de la Historia Argentina en el cine nacional. por José Fuster Retali |
La
necesidad del hombre de narrar su pasado y transmitirlo a las generaciones
futuras lo ha acompañado desde los inicios de la Humanidad. En la época
gloriosa de Grecia, Heredoto daba su visión académica del devenir de la
civilización egea, mientras que Homero mezclaba historia y leyenda,
dioses, héroes y hombres comunes en sus poemas inmortales contando la
destrucción de Troya y el laborioso regreso de Ulises a su Itaca amada.
Eslabonado perfectamente con el rapsoda griego, el romano Virgilio describía
en la “Eneida” el largo peregrinar de Eneas desde Troya hasta las
costas italianas, y glosaba los orígenes del mundo latino y la epopeya de
la fundación de Roma. Paralelamente, Tito Livio escribía la crónica del
Imperio Romano en su época de esplendor. En la Europa medieval, los
cantares de gesta y los romances enriquecían la tradición oral cantando,
por ejemplo, las luchas de los reinos españoles en la reconquista de su
territorio ocupado por los moros, e iluminando con la riqueza de su
contenido poético el oscurantismo del período. Los
citados son sólo algunos ejemplos de la importancia que los relatos sobre
el pasado histórico han tenido en la evolución cultural de los pueblos y
en el establecimiento de su identidad. El conocimiento de sus raíces étnicas
y lingüísticas, y la memoria de sus luchas fundacionales ha permitido a
los países desarrollados crecer e integrarse en un mundo cada vez más
complejo sin perder sus rasgos característicos. Desde su aparición, a
comienzos del siglo XX, el cine se transformó en uno de los medios más
idóneos, dada la masividad de sus auditorios y la celeridad de su difusión,
para que el grueso de la población conociera los hechos fundamentales
ocurridos siglos atrás. El papel de los antiguos juglares y pregoneros
fue rápidamente ocupado por las películas, las que en muchos casos
pudieron suplir, con la fuerza de sus imágenes, lagunas en la
alfabetización o la instrucción de los espectadores. Esto supo ser
aprovechado especialmente en los Estados Unidos, cuya formidable industria
cinematográfica permitió que el resto del mundo se familiarizara con la
historia norteamericana y se sintiera afectivamente ligado a sus héroes
como a viejos conocidos. En efecto, luego de El Nacimiento de
una nación (The birth of a nation, 1915, David W. Griffith) y de Lo
que el viento se llevó (Gone with the wind, 1939, Víctor Fleming),
es evidente que ningún cinéfilo puede ignorar la existencia de la Guerra
de Secesión que dividió a los Estados Unidos entre 1861 y 1865. Poco
importa que el primer filme adoptara la posición sudista y fuera una
apología del Ku-Klux-Klan como defensores de la “pureza racial” y de
la “civilización”, y que el segundo presentara una visión idílica
del Sur, soslayando las crueldades del régimen de esclavitud al que
estaban sometidos los negros. Ambas fueron en su momento “políticamente
correctas” y alcanzaron holgadamente su objetivo de difusión ideológica.
Lo mismo ocurriría con las películas prosoviéticas de comienzos de la
Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos y Rusia eran aliados contra
el enemigo común alemán: La Estrella del Norte (The North Star,
1943, Lewis Milestone) o Sombras de la nieve (Song of Russia, 1943,
Gregory Rattoff) complicaron luego a guionistas, intérpretes y
realizadores en la tristemente célebre “caza de brujas” iniciada por
el senador Joseph Mc Carthy, mientras el cine se dedicaba a difundir
libelos anticomunistas en los que los rusos eran capaces de las peores
villanías, en películas tales como El Danubio Rojo (The Red
Danube, 1950, George Sydney) o Traicionado (I married a comunist,
1950, Robert Stevenson). Desde otra perspectiva, películas como Juicio
en Nuremberg (Judgement at Nuremberg, 1961, Stanley Kramer) o la más
reciente La lista de Schlinder (Schlinder’s list, 1992, Steven
Spielberg), permitieron que el mundo no olvidara los horrores del nazismo
y la dimensión del Holocausto. Más allá de ejemplos puntuales,
generaciones enteras de espectadores crecieron identificándose fácilmente
con nombres tales como George Washington, Abraham Lincoln, el General
Custer, Buffalo Bill, la Princesa Pocahontas y tantos otros. En la mayoría
de los casos, estos retratos histórico-biográficos fueron simplistas,
basados en el criterio de los polos opuestos del “héroe” (el
personaje retratado) y el “villano” (sus adversarios). Como los
describe Roman Gubern, “el héroe” es un personaje simpático y físicamente
atractivo, mientras el “villano” –suma y compendio de todos los
males- es físicamente desagradable. La diferenciación llega a tal
extremo que con su sola imagen puede identificarse quiénes son el
protagonista y el antagonista de una película”.[1]
Sólo en las últimas décadas, sobre todo luego de la guerra de Vietnam,
comenzó a surgir una visión crítica de la sociedad y la política
norteamericanas, en films como Regreso a casa (Coming Home, 1978,
Hal Ashby), sobre el retorno y la reinserción social de los veteranos de
guerra, M.A.S.H (ídem, 1970, Robert Altman), o Trampa 22
(Catch 22, 1970, Mike Nichols). Con
las restricciones propias de sus industrias, también otros países
aprovecharon las pantallas cinematográficas para difundir episodios de su
historia lejana o reciente. Francia presentaba
en 1908 El asesinato del Duque de Guisa (L’assassinat du
Duc de Guise, dirigida por Laffitte) y en 1927 Abel Gance mosraba su obra
magna Napoleón (Napoleón vu par Abel Gance, 1923-1927) en la que
había trabajado durante cuatro años, y en la que experimentaba con las
dimensiones y la multiplicidad de las pantallas, décadas antes de la
aparición de los sistemas anamórficos como el Cinemascope o el Cinerama.
En épocas más recientes, Sacha Guitry en Si Versailles contara...
(Si Versailles m’avait raconté, 1954) ofreció una cabalgata entre histórica
y vodevilesca de las intimidades en el palacio de la época de los Luises,
y Gance retomó la figura de Napoleón en Austerlitz (1960). Por su
parte, Italia comenzó en el período mudo a divulgar la historia de Roma
y los primeros tiempos del Cristianismo con films monumentales, al estilo
hollywoodense, tales como Cabiria (1913, Piero Fosco) o ¿Quo
vadis? (1912, Guazzoni). Al respecto es interesante señalar la
postura del Papa Pío X, quien en 1913 “prohíbe el empleo del cine en
la enseñanza religiosa y critica la frivolidad con que se utilizan los
temas sagrados en la pantalla”.[2]
Desde un punto de vista más contemporáneo, Luchino Visconti presentó
dos imponentes frescos históricos, Livia, un amor desesperado
(Senso, 1954), sobre la invasión austriaca en Italia y la defensa del
territorio por parte de intelectuales y campesinos; y El Gatopardo
(idem, 1963) sobre la novela
de Giuseppe Tomassi de Lampedusa, que describe la decadencia de la
aristocracia siciliana junto con el avance de las tropas garibaldinas, y
la instalación de un nuevo orden político y social, así como una visión
delirante e iconoclasta del Rey Loco de Baviera en Ludwig (ídem,
1972) . También
Rusia supo difundir aspectos de su historia, principalmente con las obras
de Serguei Eisenstein, uno de los cineastas más creativos en la
cinematografía mundial: El acorazado Potemkin (Bronenosez
Potemkin, 1925) narró el motín en la nave de ese nombre, ocurrido en
1905, el apoyo de las poblaciones y su brutal represión. La escena de la
muchedumbre en las escalinatas de Odessa sigue siendo antológica, por el
sentido dramático de su montaje y la fuerza expresiva de los rostros; y Octubre
(Oktiabr, 1927) es una dramática narración sobre la revolución
bolchevique de 1917. Como paradoja de la historia, es interesante recordar
que Eisenstein fue una víctima de esa misma revolución, pues fue
perseguido y cayó en el ostracismo durante el período de Stalin, y su
obra sólo fue revalorada luego de la caída de éste. Esta reseña, que no intenta ser exhaustiva, sirve para introducirnos en lo que será la pregunta básica de nuestro trabajo, ¿Por qué razón la cinematografía argentina, que fuera tan poderosa como industria entre los años 30 y 60 del siglo pasado, y que alcanzara a vastos auditorios, tanto en su propio país como en el resto de América Latina, ha sido y es sistemáticamente reacia a presentar su historia como argumento de sus películas? Esto llama poderosamente la atención, sobre todo por tratarse de un país donde el sentimiento de la nacionalidad pareciera estar tan arraigado en el discurso cotidiano, en el que se apologiza a los símbolos patrios (la bandera, el escudo, el himno), se celebran las efemérides independentistas rodeándolas de la máxima solemnidad, y se festeja cualquier tipo de triunfo logrado por representantes del país en el exterior, ya sea éste deportivo (la obtención de campeonatos mundiales de fútbol), artístico (premios logrados por películas o actores en festivales internacionales) o incluso frívolos (modelos femeninas y masculinos colocados en los lugares más alto de lo “fashion”). Claro, no ocurre lo mismo cuando el galardón obtenido es un Premio Nobel: Adolfo Pérez Esquivel, Premio Nobel de la Paz 1980, fue denostado por parte de la población, quien lo tildó de “subversivo”, y cargó de intencionalidad política la recompensa (no olvidar que en la Argentina se atravesaba el aciago Proceso de Reorganización Nacional y que Pérez Esquivel era un encendido defensor de los Derechos Humanos que había estado preso desde abril de 1977 a mayo del 78); César Milstein, Premio Nobel de Medicina 1984, debió continuar sus investigaciones en el exterior, en el Reino Unido, y Luis Federico Leloir, Nobel de Química 1970, quien permaneció en Argentina, trabajaba en un pequeño laboratorio cuya silla estaba atada con alambres. Luces y sombras del ser argentino, acaso sin explicación racional. Este
podría ser un comienzo de respuesta a la pregunta planteada. Quizás el
mencionado discurso sea más declamado que real y tal vez, el mestizaje
ocurrido en nuestro país luego de las grandes corrientes inmigratorias de
fines del siglo XIX y comienzos del XX haya impedido el desarrollo de
verdaderas raíces nacionales, lo cual se trasuntaría en un desinterés
por indagar en nuestro pasado. Sin embargo, no pareció ser ésta la
situación en los inicios de la actividad cinematográfica argentina. “El
cine argentino comenzó a dibujar una realidad tímida y humilde,
inadvertida por muchos y apenas informada en los diarios, pero con
posibilidades de continuar. Su primera época, hasta 1909, fue similar a
la del cine universal, sólo que un poco más extendida en el tiempo: la
del noticiero breve (...)”.[3]
En este período, la historia pareció ser cantero fructífero para
extraer de él inspiración para los primeros filmes. En 1909, Mario Gallo
filma El fusilamiento de Dorrego, estrenada al año siguiente, en
la que, según palabras del director Leopoldo Torres Ríos “el público
se enteraba de que había tal fusilamiento porque así lo decía el título”.[4]
En la filmografía de Gallo se anotan luego los cortos La Revolución
de Mayo, La Batalla de Maipú, Güemes y sus gauchos, La
Batalla de San Lorenzo y La creación del Himno, en un período
que va desde 1909 a 1913. Pocos años más tarde se filman, bajo la
dirección del dramaturgo Enrique García Velloso, Amalia (1914)
sobre la novela de José Mármol ambientada en la época de Rosas, y Mariano
Moreno y la Revolución de Mayo (1915) que intenta una semblanza biográfica
de uno de los pensadores más progresistas que propiciara el movimiento
revolucionario de mayo de 1810, y que fuera secretario de la Primera
Junta, a la cual renunciaría meses más tarde por sus enfrentamientos con
Cornelio Saavedra, presidente de la misma. El peruano Ricardo Villarán
filmó en Argentina en 1925 Manuelita Rosas, biografía de la hija
del Restaurador, con la entonces insigne actriz teatral Blanca Podestá,
y, como detalle curioso, es interesante el aporte del vasco Julián de
Ajuria, quien, como agradecimiento a la fortuna lograda en nuestro país
quiso rendirle homenaje con una película histórica sobre la gesta de
Mayo. Llegó a la conclusión de que los medios técnicos no lo hacían
posible en el país, por lo que se filmó en Hollywood, en los estudios
Fox, con el astro norteamericano Francis Bushmann en el papel de ¡Manuel
Belgrano! El film se llamó Una nueva y gloriosa nación (1927). La
aparición del cine sonoro en Argentina, en 1933, con el estreno casi
simultáneo de Tango de Luis Moglia Barth, el 27 de abril, y de Los
tres berretines de Enrique Telémaco Susini el 19 de mayo, coincidió
con una complejización del panorama político y social del país. El
gobierno se encontraba entonces en manos de Agustín P. Justo, quien
sucediera al general José Felix Uriburu, luego del golpe militar que
derrocara el 6 de setiembre de 1930 al presidente Hipólito Irigoyen. Por
lo tanto el país estaba viviendo una democracia acotada y el ejército se
perfilaba como el importante polo de decisión que pasaría a ser décadas
más tarde. Esto coincidía con la crisis económica que repetía en
nuestro territorio las dificultades surgidas en los Estados Unidos a
partir del “crack” de Wall Street en 1929, y que nuestra música
popular sintetizaba con el Dónde hay un mango, viejo Gómez
que tan famoso se haría en la voz de Tita Merello y otros intérpretes.
Sin embargo, el cine concitaba multitudes. “Las matinés del sábado
y el domingo en el Centro o en los barrios se convirtieron en institución
para la pequeña burguesía, en momentos para estrenar ropas o sombreros y
coincidir en saludos, noviazgos e invitaciones (...) la pequeña burguesía
agrupa a la gran masa en ascenso social y económico, que no deja de
crecer y mantenerse abierta a quienes ingresen a ella. Esta burguesía
escalonada no tardó en ser motivo de los argumentos cinematográficos
que, sin preocupaciones sociologistas, retrataban lo que parecía
identificatorio de un modo presente de vivir”.[5]
Es decir que la vertiente histórica, que fuera frecuentaba asiduamente
durante el período silente, fue dejada de lado en beneficio de retratos
costumbristas y por lo común ambientados en época contemporánea. Es el
momento en el que alcanzan éxito multitudinario las películas que
Libertad Lamarque, estrella del tango, filmara con el “Negro” José
Agustín Ferreira, Ayúdame a vivir (1936), Besos brujos
(1937) y La ley que
olvidaron (1938), argumentos sencillos, casi elementales, de segura
llegada al auditorio femenino; o los primeros filmes de Luis Sandrini, por
ejemplo Riachuelo (1934, Luis Moglia Barth), La muchachada de a
bordo (1936, Manuel Romero), El cañonero de Giles (1937,
Romero), ya que este cómico se había transformado, a partir de Tango
en un auténtico ídolo popular, categoría que mantuvo hasta su muerte en
1980. La
historia sólo tiene, en este período, acercamientos tangenciales, como
la segunda versión de Amalia (1936, Moglia Barth), que si bien
posee un fuerte contenido antirrosista, limita su crítica a los
lineamientos de una historia de amor de final trágico, o una semblanza
del general José de San Martín, nuestro héroe máximo. Nuestra
tierra de paz (1939, Arturo S. Mom), producida por el francés Henri
Martinent, y donde ya se perfila el esquematismo y el acartonamiento que
caracterizarían a la gran mayoría de las biografías históricas
argentinas. De ella dijeron los críticos en su momento “San Martín
habla desde el pedestal. No lo vemos nunca postrado, si no es para
morir”.[6]
La época de Rosas, riquísima desde sus contradicciones ideológicas y
del enfrentamiento que dividió en dos facciones al pueblo argentino,
volvió a ser tocada de soslayo en Bajo la Santa Federación (1935,
Daniel Tinayre) y en Ponchos Azules (1942,
Luis Moglia Barth), pero en ambos casos el contexto histórico sólo
sirvió de pretexto para narrar folletines románticos sobre amores
contrariados. Sería necesario que transcurrieran décadas para que una
película argentina se atreviera a centrar su argumento en la vida del
“Restaurador de las Leyes”, en Juan Manuel de Rosas (1972,
Manuel Antín), filmada durante la última época del gobierno de facto
del general Alejandro A. Lanusse, previa al regreso de Perón
al país y al gobierno, luego de 18 años de exilio, momento en que
estaba de moda el revisionismo histórico. La película despertó polémicas,
señal de que las diferentes posiciones ideológicas al respecto no se habían
superado, pero no tuvo éxito de público. La publicidad previa a su
estreno “amparaba al film de los reproches con un argumento curioso, si
se lo vincula a un realizador como Antín: “El pueblo la aplaude, la crítica
la ataca, pero ya Rosas lo dijo: ‘Los leídos no comprenden al país”.[7] Sin
duda el gran tema relacionado con la época rosista que podía impactar
con mayor fuerza en los auditorios cinematográficos es el del romance,
huida y posterior fusilamiento de Camila O’Gorman y el sacerdote
Uladislao Gutiérrez, ocurrido en 1848. Camila era una joven de la alta
sociedad porteña, de familia rosista y amiga personal de la hija del
Restaurador, Manuelita Rosas, y Gutiérrez un joven sacerdote, sobrino del
obispo de Tucumán. Sus amores, y la audacia que implicaba consumarlos,
escandalizaron a la sociedad de la época, llegando a convertirse en un
caso paradigmático. Para Rosas representaba la necesidad de castigarlos
de forma ejemplar como una manera de reafirmar su autoridad absoluta. Irónicamente,
los adversarios del régimen, exiliados en países vecinos como Chile y
Uruguay, también reclamaban la punición, pues para ellos significaba la
prueba de la corrupción imperante bajo la Federación. Se dio así el
caso de que unos y otros se aliaran para lograr que los amantes fueses
fusilados sin juicio, pese a que Camila aguardaba un hijo y las leyes
vigentes prohibían el fusilamiento de una embarazada. El episodio atrajo
a los cineastas desde el período mudo: el 1910 el ya citado Mario Gallo
dirigió una Camila O’Gorman con Blanca Podestá; ya en el período
sonoro, durante la época peronista de los años ’50 hubo un intento de
Luis César Amadori por filmar la historia, con Zully Moreno –estrella máxima
de la época- como protagonista, pero por diversos factores no se llevó a
cabo. En 1970, Juan Batlle Planas la incluyó como uno de los dos
episodios de El Destino –el restante trataba sobre el
fusilamiento de Manuel Dorrego, otro momento oscuro de la lucha fratricida
en la historia argentina- pero no pasó de ser una ilustración
superficial y sin alma de los hechos narrados. Recién en 1984, María
Luisa Bemberg logra con Camila una obra que combina la emoción con
la rigurosidad histórica y la alta calidad fílmica, y consigue un
formidable éxito de crítica y público. Camila fue vista por más
de 2.100.000 espectadores, fue candidata al “Oscar” a la mejor película
extranjera de 1984, y sin duda, a ello ayudó el hecho de que “fue uno
de los filmes más importantes estrenados en los primeros tiempos de la
presidencia de Raúl Alfonsín. Críticos y espectadores coincidieron, por
ejemplo, en ver a Camila como una metáfora clara sobre la tremenda
represión ejercida por la muy reciente dictadura militar”.[8]
Una breve secuencia al principio de la película puede servir para
ilustrar esta asociación. Camila y su hermano descubren que una gata de
la casa ha tenido cría; juegan con los cachorritos pero son sorprendidos
por su padre, símbolo de la autoridad represiva; el momento siguiente
muestra a un criado negro llevando a los gatitos en una bolsa a la que
carga con piedras a la orilla del río. Luego se interna en el agua y
arroja la bolsa, que se hunde inmediatamente. La audiencia, sensibilizada
por los horrores cotidianos que estaban saliendo a la luz, no pudo evitar
relacionar el episodio con los detenidos-desaparecidos que eran arrojados
al mar desde aviones durante el Proceso de Reorganización Nacional
(1976-1983). Contrariamente
a lo que podría suponerse, la presencia en el poder de gobiernos
militares, varias veces reiterada entre 1930 y 1983, no alentó excepto en
casos muy puntuales la filmación de argumentos que exaltaran hechos
heroicos o definitorios del pasado histórico argentino, sino que prefirió
centrar sus esfuerzos en producciones apologéticas de las propias
instituciones castrenses. Tales los ejemplos de La muchachada de a
bordo, sobre la vida de los marineros, filmada en Puerto Belgrano y
con la flota en maniobras; Cadetes de San Martín (1937, Mario Sóffici),
una alabanza de la hidalguía, la camaradería y el sentido del deber y la
subordinación entre los cadetes del Colegio Militar; Alas de mi patria
(1939, Carlos Borcosque) sobre la Fuerza Aérea, y Fragata
Sarmiento (1940, Borcosque), otra apología de la vida de los marinos,
esta vez con el marco del famoso buque-escuela. Estas obras fueron
filmadas durante la década de gobiernos pro-militaristas que siguieran al
golpe del general Uriburu. Dentro de la misma línea puede ubicarse a Crisol
de Hombres (1954, Augusto Gemmiti), un muestrario falaz de la
camaradería y la solidaridad entre conscriptos y oficiales del Ejército,
muy alejada de las vejaciones y arbitrariedades que se sufrían en la
realidad, y La última escuadrilla (1951, Julio Saraceni) sobre la
Escuela de Aviación, rodadas durante el primer período peronista; y Mi
amigo Luis (1972, Carlos Rinaldi) una nueva vuelta de tuerca, falsa y
sentimentaloide, sobre la vida en el Colegio Militar, plagada de nobles
sentimientos y grandes palabras, que pertenece al período de gobierno de
facto del general Lanusse. Esta misma ausencia de la historia, con sus héroes
conocidos o ignorados, hace que tuviera mayor trascendencia la filmación
de La guerra gaucha y de Su mejor alumno. La
guerra gaucha
(1942, Lucas Demare) “fue la versión de los relatos de Leopoldo Lugones
sobre la lucha de los gauchos salteños que defendieron la frontera
septentrional del país durante el período de la guerra de la
independencia en que no hubo allí un ejército nacional organizado para
pelear contra los españoles”.[9]
Según palabras del mismo autor “La guerra gaucha trasmitió con
contagiosa vibración el fervor de la lucha por la libertad, puso en la
pantalla un patriotismo electrizante y exaltó las virtudes humanas que
exigen las horas supremas: valor, generosidad, sacrificio, integridad”.[10]
Esta película se convirtió en un clásico del cine argentino, y en un
paradigma al hablar de cine épico. Sin embargo, el riquísimo tema que
representaba la guerra de guerrillas llevada a cabo por Güemes y sus
montoneros en el norte del país, sólo volvió a ser encarado en Güemes,
la tierra en armas (1972, Leopoldo Torre Nilsson). La película se
filmó con generoso despliegue de medios materiales, elenco multiestelar y
fue bien recibida por crítica y público. Lamentablemente, la fácil
asociación entre los “montoneros” de Güemes y la organización
armada “Montoneros”, grupo de ultraderecha nacionalista que acababa de
reconocerse responsable del secuestro y asesinato del teniente general
Pedro Eugenio Aramburu (mayo de 1970), uno de los jefes de la Revolución
Libertadora que derrocara a Perón en 1955, perjudicó su posterior difusión.[11] El
caso de Su mejor alumno puede ser leído, además del contenido
cinematográfico, a la luz de los criterios de la historia oficial. Desde
la particular tendencia a la antinomia que parece ser una de las características
de la identidad nacional –civilización contra barbarie, peronistas
contra antiperonistas, Capital Federal contra provincias, River contra
Boca, etc.- Rosas representaba en los textos de estudio y en el imaginario
popular la figura del tirano cruel y despiadado, y Sarmiento, su enemigo
acérrimo, la voz de la libertad y el progreso. Aun sin desconocer los
innegables excesos cometidos por Rosas en el ejercicio del poder –“La
Mazorca” es un antecedente insoslayable del accionar de las fuerzas
parapoliciales que asolaron a la ciudadanía indefensa en tiempos de la
“Triple A” de José López Rega y durante el Proceso de 1976-83- una
lectura imparcial de la historia hubiera debido aceptar que también en el
prócer sanjuanino, a fuer de ser humano, existieron contradicciones y
zonas oscuras; él fue, por ejemplo, uno de los que desde el exilio exigió
el fusilamiento de Camila O’Gorman. Pero lo que en uno era atribuible a
crueldad y falta de sentimientos, se excusaba en el otro por su carácter
impulsivo y su valor inclaudicable. Era, pues, perentorio que, dentro de
ese marco ideológico, se filmara la biografía de Sarmiento. Su
mejor alumno
(1944, Lucas Demare) toma su título de la relación de Sarmiento con su
hijo adoptivo Dominguito, la cual representó una de las líneas
argumentales del film, tomándolo desde sus días de estudiante hasta su
muerte en la batalla de Curupaytí. Junto a este Sarmiento íntimo se
desarrolló el otro aspecto de su personalidad, que sería la columna
vertebral del argumento: su vida pública. El período escogido abarcó
desde su llegada a Buenos Aires, a
los 44 años, para luchar por la creación de escuelas, su carrera como
senador, ministro, gobernador de San Juan, embajador en Washington, hasta
su elección como presidente de la Nación (1868-1874); en el final
“luego de ser investido de la primera magistratura y mientras escucha la
ovación de los que siempre lo admiraron y
los que antes lo vilipendiaron, un rayo de sol desciende sobre él
como un anticipo de gloria”.[12]
Como se puede apreciar, la sintaxis cinematográfica coincidía a la
perfección con el mensaje instituido por la historia oficial. Salvo
la ya mencionada Nuestra tierra de paz, Su mejor alumno
representó la primera vez que el cine nacional afrontaba la tarea de
presentar la vida de un personaje histórico trascendente. Más allá de
sus calidades formales, fue evidente el estilo en que estas biografías
debían desarrollarse. Los héroes debían serlo en todo momento: los
defectos y vacilaciones humanas les estaban vedadas, debían actuar
siempre con nobleza y propiedad, hablar con palabras altisonantes, como si
ya estuviesen seguros de su destino histórico. Incluso su intimidad debía
ser cuidadosamente soslayada. Esto fue evidente en El Santo de la
espada (1970, Leopoldo Torre Nilsson). Mónica Martín narra en su
biografía del realizador: “El Instituto Nacional Sanmartiniano tenía,
y tiene, poder absoluto obre todo lo que se haga sobre el padre de la
patria. Por otra parte, con el general Onganía a la cabeza del país
fueron varias las pruebas que [Torre Nilsson] debió sortear para llevar
adelante su propia gesta (...) Le exigieron que, en la escena de
Guayaquil, San Martín no bajara la vista ante Simón Bolívar porque ese
gesto podría ser interpretado como una humillación del héroe ante un
extranjero. Mucho menos iban a permitir que Remedios de Escalada se
mostrara embarazada o besara a su legítimo esposo en los labios. Pese a
haber participado en innumerables batallas, un personaje de la altura de
San Martín requería un
uniforme impecable sin pizca de polvo ni arrugas”.[13]
Bajo estas restricciones y censuras, era imposible pretender que el
retrato mostrara aristas o pliegues ocultos: el hecho de que San Martín
fuese mujeriego, su relación con Rosita Campuzano, amiga de Manuela Sáenz,
la compañera de Bolívar, o su afiliación a la masonería quedaron
cuidadosamente silenciados. Recién en los últimos años del siglo XX, El
general y la fiebre (1993, Jorge Coscia) se atrevió a mostrar una
faceta distinta, presentando un momento de la vida de San Martín, cuando,
enfermo de gravedad, debió recuperarse en la provincia de Córdoba. En
esta película “el general del título aparece en sus debilidades, y sus
enigmas, sus pasiones y hasta su erotismo insatisfecho”.[14]
El mismo Manrupe califica al film como “Este San Martín es el más real
(léase humano) que se llevó al cine”.[15] El
otro prócer máximo de la historia argentina, Manuel Belgrano, creador de
la bandera nacional, también tuvo su momento de gloria cinematográfica.
Apareció como figura secundaria durante el período silente en la ya
mencionada Una nueva y gloriosa nación, y posteriormente en El
tambor de Tacuarí (1948, Carlos Borcosque), una
declamatoria sucesión de los hechos inmediatamente posteriores a
la Revolución de Mayo, donde fue encarnado por el escenógrafo Mario
Vanareli, con la sola justificación de que se le parecía físicamente.
Por fin, en 1971, René Mujica filma Bajo el signo de la patria, de
la cual Fernando Peña comentó: “Bajo el sino de la patria puede
humillar a casi todos los ejemplos que el género produjo en esa misma época.
La retórica se evita con textos lacónicos que logran gambetear al mármol,
mientras la imagen sostiene un tono despojado y polvoriento. Los límites
de la trama impiden que la película se convierta en una sucesión de
estampas biográficas inconexas”.[16] La
Guerra de la Triple Alianza (Argentina, Uruguay y Brasil) contra Paraguay
en 1865) fue el eje argumental de Argentino hasta la muerte (1971,
Fernando Ayala), que “tuvo
que lidiar con la vigilancia del Instituto Félix Bogado, que solicitó al
gobierno argentino la supervisión de las escenas de carácter histórico
con el único fin de evitar que algunas de ellas hieran los sentimientos
del pueblo paraguayo”.[17] Otros
intentos biográficos fueron Centauros del pasado (1944, Belisario
García Villar) sobre el caudillo entrerriano Pancho Ramírez, y sobre
todo El grito sagrado (1954, Luis César Amadori), superproducción
que glosó episodios de la vida de Mariquita Sánchez de Thompson, en cuyo
salón se cantó por primera vez el himno nacional, relacionándolos con
acontecimientos puntuales de la época de la independencia, tales como las
Invasiones Inglesas al Río de la Plata (1806-1807), la Revolución de
Mayo o la presidencia de Sarmiento. Elementos extracinematográficos
favorecieron la filmación de esta historia: en el personaje de Mariquita,
interpretado por Fanny Navarro, una de las actrices más íntimamente
ligadas con el peronismo, dada su amistad con Eva Perón y su relación
sentimental con Juan, hermano de la extinta esposa del presidente, el
gobierno podía trasmitir mensajes proféticos sobre un futuro mejor,
sospechosamente adecuados a
la ideología oficial. Actualmente, sus fines claramente propagandísticos
y los elementos de los retratos psicológicos presentados, la hacen
risible y de un nivel semejante al de un manual escolar. Las
invasiones inglesas, que en El grito sagrado habían tenido sólo
valor anecdótico, fueron el eje argumental de La muerte en las calles
(1952, Leo Fleider). Fue estrenada cinco años más tarde, en 1957, pero
había sido filmada durante el peronismo, y la forma de describir a los
invasores británicos puede ser relacionada con el proceso de
nacionalización de empresas inglesas (ferrocarriles, electricidad, etc.)
que había iniciado Perón en 1946. De cualquier manera,
independientemente de su posible intencionalidad política, la película
tuvo escasos valores cinematográficos y no despertó sentimientos patrióticos
en los espectadores. Otros
dos aspectos importantes en la historia argentina fueron la conquista del
desierto, iniciada durante el gobierno de Rosas y finalizada por la
llamada generación del ’80, con el general Julio A. Roca, y a la cual
el escritor Eduardo Belgrano Rawson calificó recientemente como “una
operación inmobiliaria destinada a quedarse con las mejores tierras”[18], y la formación de
nuevas filiaciones nacionales a partir de los grandes movimientos
inmigratorios alentados por las autoridades desde fines del siglo XIX.
Sobre el primer tema es insoslayable la mención de Pampa bárbara
(1945, Lucas Demare y Hugo Fregonese), que se constituyó en un verdadero
poema épico haciendo de ella un modelo imposible de ignorar, sobre todo
si se considera que la primera proeza fue su propia filmación en
escenarios naturales, ante la carencia de los medios técnicos y
materiales que facilitaban el rodaje de los “western” norteamericanos,
con los que se la pretendió erróneamente comparar. Quizás su único
lunar sea ideológico; se ignoró el punto de vista del indio, al que se
presentó como símbolo del mal, al cual había que exterminar. Pero esto
no puede ser atribuido sólo a la película, pues fue el espíritu que
signó a la conquista del desierto, la cual en muchas oportunidades no fue
más que un innecesario genocidio, pues no se buscó incorporar a los indígenas
a la civilización sino que se los diezmó a extremos tales que, en la
actualidad, varias tribus han desaparecido totalmente del territorio
argentino. En la misma línea se inscribieron Frontera Sur (1942,
Belisario García Villar), Vidalita (1949, Luis Saslavsky),
brillante intento de opereta gauchesca, que tuvo la desgracia de
desagradar al régimen peronista, ser retirada de circulación a lo largo
de décadas (incluso llegó a pensarse que se había destruido el
negativo), y, en épocas recientes, Guerreros y cautivas (1989,
Edgardo Cozarinsky) coproducción con Francia basada en un cuento de Jorge
Luis Borges, que recién se estrenó en 1994, y que procuraba una visión
más humana de la relación entre cristianos e indígenas, pero siempre
tomada desde el punto de vista de la civilización –en este caso
representada por la mujer del comandante del fortín, una francesa
(Dominique Sanda) que trata de rescatar de la barbarie a una muchacha
nativa (Gabriela Toscano). Durante la dictadura del período 1976-1983, en
momentos en que parecía inminente el estallido de una guerra con Chile
por cuestiones limítrofes, el gobierno auspició la filmación de De
cara al cielo (1978, Enrique Dawi), con la intención de especular
con la situación para exaltar los valores patrióticos con una historia
sobre las campañas militares en la región patagónica. La ciudadanía,
sensibilizada por el peligro del conflicto bélico, rechazó el intento y
la película no tuvo éxito. Según “La Prensa” (Buenos Aires, 7/5/79)
el coronel inmolado que presentaba Gianni Lunadei simbolizaba, “en su
austera y aguerrida imagen, en su desprendimiento, en su ferviente entrega
al cumplimiento de su deber, las imágenes de ilustres jefes reales que
enriquecieron nuestra historia”.[19] Respecto
del tema de las corrientes inmigratorias, sólo pueden rescatarse tres
filmes: Inmigrantes (1948, Aldo Fabrizzi) una coproducción con
Italia sobre la llegada de contingentes de esa nacionalidad a la
Argentina; Esperanza (1949, Francisco Mujica y Eduardo Boneo),
sobre la fundación de la primera colonia suiza en Entre Ríos, y que contó
con la particularidad de que su personaje protagónico estuviese a cargo
del famoso actor israelí Jacob Ben Ami, en ese entonces actuando en
teatro en nuestro país; y, mucho después Los gauchos judíos
(1975, Juan José Jusid, sobre relatos de Alberto Gerchunoff), que tuvo
problemas con la censura de la época, que en el momento de su estreno
obligó a cortar “una escena de duelo en la que un gaucho judío (Víctor
Laplace) daba una paliza a Martín Adjemian, (un criollo tramposo)”.[20]
La disposición sorprende sobre todo si se piensa que la película
censurada era una apología del duro esfuerzo de los colonos judíos para
insertarse en un medio, un idioma y una idiosincrasia que les eran ajenos;
en contraste, el momento objetado pareciera molestar a los censores porque
quien da una lección de moral y honradez es el extranjero, no el
argentino, lo cual puede ser leído como un acto de antisemitismo
encubierto, o al menos, de una clara discriminación. Pero deja de
sorprender cuando se ubica temporalmente el episodio en los días de
vigencia de la Triple “A”, la organización parapolicial de extrema
derecha liderada por José López Rega, Ministro de Bienestar Social y
verdadero poder oculto durante el gobierno de María Estela Martínez de
Perón, “Isabelita”, momentos de dura persecución ideológica que se
agudizaría hasta derivar en la atroz represión del Proceso de
Reorganización Nacional. Con
el advenimiento de la democracia, en 1983, el interés de muchos cineastas
fue absorbido por la denuncia de los excesos cometidos en el período
inmediato anterior. Fue así que desde pocos meses más tarde poblaron las
carteleras los temas que hasta entonces resultaba imposible mencionar, o a
los que había que referirse de manera alegórica. Entre ellos figuraban
la tortura y desaparición forzada de personas, en La noche de los lápices
(1986, Héctor Olivera), Contar hasta diez (1985, Oscar Barney
Finn), Los dueños del silencio (1987, Carlos Lemos,
coproducción con Suecia), Un muro de silencio (1993, Lita Stantic,
coproducción con Inglaterra); el dolor y el desarraigo del exilio y la
difícil reinserción al regresar, en Made in Lanús (1987, Juan
José Jusid, sobre la obra de teatro Made in Lanús de Nelly Fernández
Tiscornia), Tangos-El exilio de Gardel (1985, Fernando Solanas,
coproducción con Francia), Sentimientos-Mirtha, de Liniers a Estambul
(1986, Jorge Coscia y Guillermo Saura); el problema aún no resuelto, pese
a los notables avances obtenidos por las Abuelas de la Plaza de Mayo, de
la desaparición de bebés hijos de desaparecidas embarazadas, muchas
veces entregados a familias sustitutas que podían, o no, conocer su
origen, desarrollado en La historia oficial (1985, Luis Puenzo,
Oscar a la mejor película extranjera de 1986) y muchas otras películas,
entre las cuales algunas tuvieron valores intrínsecos y otras se
destacaron por su oportunismo.[21] Muchos
otros aspectos de la historia argentina apenas han tenido visiones
tangenciales, o directamente no fueron tocados por el cine nacional. El éxodo
de los pobladores de Jujuy, que en 1812 abandonaron en masa su ciudad como
una forma de resistencia a las tropas realistas que amenazaban atacarla, sólo
fue narrado en una olvidada película de 1949, Nace la libertad
(Julio Saraceni). La riquísima sucesión de acontecimientos políticos y
sociales que marcaron las distintas décadas del siglo XX, con su
alternancia de gobiernos democráticos y golpes militares, se presentó en
dos documentales La república perdida (1983) y la República
perdida II (1986, ambos de Miguel Pérez) y dentro del cine de ficción,
en Asesinato en el Senado de la Nación (1984, Juan José Jusid),
que narró la situación imperante en la década del ’30, cuando el
senador Lisandro de la Torre denunciara las irregularidades del pacto
Roca-Runciman entre ganaderos y miembros de la aristocracia local y
empresas británicas, lo que culminó con el asesinato del senador
santafesino Enzo Bordabehere en plena sesión del Senado en 1935 (la víctima
cubrió con su cuerpo a de la Torre, a quien iba destinada la bala), y que
sirvió al director para dibujar una clara metáfora sobre las fuerzas
parapoliciales, la “mano de obra” que actuara en las sombras, pero
prohijadas por las autoridades, en la época del Proceso y de la Triple A.
La Rosales (1984, David Lipszyc) narró el hundimiento de
una fragata cazatorpedera en 1982, en el que sólo se salvó la
oficialidad, y también pretendió ser un enjuiciamiento a la conducta de
los altos jefes militares en los momentos críticos, especialmente luego
de la actitud de silencio y prescindencia adoptada a consecuencia de la
derrota en la guerra en el Atlántico Sur. Sobre acontecimientos más
recientes, esa demencial guerra de las Malvinas de 1982, sólo fue
mencionada abiertamente en Los chicos de la guerra (1984, Bebe
Kamin) y en el documental Malvinas, historia de traiciones (1984,
Jorge Denti), si bien La deuda interna (1988, Miguel Pereira) la
utilizó como una de sus líneas argumentales. Por
otra parte, un fenómeno político tan importante como el peronismo, que
divide desde hace sesenta años la opinión de los argentinos, entre
simpatizantes y adversarios, también ha sido objeto de escasos estudios
cinematográficos. Podemos citar, entre ellos, Después del
silencio (1956, Lucas Demare) un alegato antiperonista estrenado
inmediatamente después de la Revolución Libertadora, invalidado por su
tono panfletario y declamatorio; ¿Ni vencedores ni vencidos?
(1970-72, Naum Spoliansky y Alberto Cabado), documental político sobre la
historia argentina desde comienzos de siglo hasta 1955, “en apariencia
objetivo pero definitivamente antiperonista”[22];
Los hijos de Fierro (1972-75, estrenado en 1984, Fernando Solanas),
que narra la historia del pueblo peronista desde el derrocamiento de Perón
en 1955 hasta el triunfo electoral que marcó su retorno en 1973, en una
parábola del “Martín Fierro” de José Hernández. Esta película
estuvo prohibida casi una década por razones políticas, y cuando
finalmente su estreno fue autorizado había perdido actualidad. También
merecen citarse Esperame mucho (1983, Juan José Jusid) sensible
documento sobre los recuerdos de infancia ambientado en la época del
primer gobierno peronista, y el extenso documental político La hora de
los hornos (1969, Fernando Solanas y Octavio Getino) que enfatizaba el
rol histórico del movimiento y alentaba a la sublevación violenta contra
la dictadura militar. El film, prohibido en su momento, recién se exhibió
en su versión completa de cuatro horas en 1997. Otro intento importante
de análisis del peronismo fue No habrá más penas ni olvido
(1983, Héctor Olivera, sobre novela de Osvaldo Soriano), también polémico
en su estreno poco antes de las elecciones, entre los últimos estertores
del Proceso. Algunos
otros films tomaron el entorno o la época histórica como anécdota, o
formando parte secundaria de su argumento. En la mayoría de ellos, sirvió
de ambientación para narrar episodios costumbristas o novelas de amor.
Excede los límites de este trabajo hacer una enumeración exhaustiva de
ellos. Lo que si es necesario hacer notar es que el número total de películas
basadas en la historia del país es particularmente escaso dentro de una
filmografía de casi 2500 títulos rodados desde 1933 hasta la fecha.
Acontecimientos trascendentales, la Revolución de Mayo de 1810, la
Declaración de la Independencia en Tucumán el 9 de julio de 1816, las
luchas internas por el poder dentro de la Primera Junta de Gobierno entre
Mariano Moreno y Cornelio Saavedra, no han merecido el menor interés de
los cineastas, y generaciones han crecido sintiéndose cada vez más
ajenas a su pasado. Esto se agrava si se piensa en la influencia creciente
que sufre la juventud por parte de modelos extranjeros, a través de la música,
la televisión, las modas en el vestir, y que llevan a una seudo
“globalización” en la que se empobrece el idioma, se debilitan las raíces
y se pierde identidad. Sería ingenuo suponer que sólo con el hecho de
que el cine argentino encarara en su producción, por otra parte cada día
más pauperizada por la incidencia de los factores económicos, la temática
histórica alcanzaría para revertir esta situación. Pero también es
cierto que, luego de una década de gobierno menemista en la cual se
privatizó el país y se malvendieron las empresas a capitales extranjeros
con la excusa de un hipotético ingreso a un “Primer Mundo” que, paradójicamente,
cada día aparece como más lejano e inalcanzable, es imperioso que la
Argentina vuelva a mirarse a sí misma, a reconocerse desde lo fundacional
y, desde allí, inicie una recuperación económica y, sobre todo, moral. El
cine, como vehículo cultural y como medio de comunicación masivo, tiene
una deuda con la sociedad argentina: debe contar su historia. Debe
informar acerca de sus prohombres, sin censuras previas ni falsos
engolamientos, mostrándolos no como trozos de bronce sino como lo que
realmente fueron: simples seres humanos, con contradicciones y defectos,
pero con un destino de grandeza. Quizás la muy reciente Cabeza de
tigre (2001, Claudio Echeverry, que cuenta por primera vez un episodio
oscuro, como fue el fusilamiento del ex – virrey Liniers, jefe de los
defensores de Buenos Aires durante las Invasiones Inglesas, en la posta de
Cabeza de Tigre en 1812, inicie ese camino. Pero queda otra historia por
narrar. “El cine no puede impedir que lo real se filtre a través de los
estudios, (esos supuestos aislantes de lo real) no puede amortiguar la
presencia del imaginario social a través de los decorados, no puede dejar
de absorber el cúmulo de pautas y disposiciones circulantes, los
enunciados en boga, el discurso del gobierno imperante, no puede dejar de
producir un discurso en y sobre la historia”[23],
y dentro de ese discurso, también es historia la destrucción del empleo,
la pauperización de la clase media, el aislamiento de muchas
poblaciones de provincia luego del levantamiento de las vías férreas,
los niños de la calle, las madres solteras apenas adolescentes, el
aumento de la drogadicción, la corrupción generalizada en los altos
niveles empresariales y políticos, todo ese vasto calidoscopio de
injusticia y deuda interna que compone la triste realidad argentina de
comienzos del siglo XXI. En esa visión histórica deben reconocerse los
argentinos de hoy, y será misión del cine dejarlo como documento para
que, quizás, las generaciones futuras puedan escribir sobre ello un nuevo
“Nunca más”. Notas: [1] Gubern, Roman. Historia del Cine. España, Ediciones DANAE, 1973. Tomo I, pág. 146 [2] Gubern, Roman. Op.cit. Tomo I.pág. 109 [3]
Couselo, Jorge Miguel. Historia del Cine Argentino. El período mudo 1897-1931. Buenos Aires,
Centro Editor de América Latina, 1984, pág. 12 [4] Couselo. Op. cit. pág. 16 [5]
España, Claudio. El cine sonoro y su expansión. En
Historia del Cine Argentino. Op.cit. pág. 57 [6]
Petit de Murat, Ulises, citado por Raúl Manrupe y María A. Portela,
en Un diccionario de filmes argentinos”. Buenos Aires, Corregidor,
1995, pág. 424 [7]
Varea, Fernando G. El cine argentino en la historia argentina
1958-1998. Rosario, Ediciones del Arca, 1999. págs. 44-45 [8]
Ciria, Alberto. Más allá de la pantalla: cine argentino, historia y
política. Buenos Aires, Ediciones de la Flor, 1995. pág. 162 [9] Di Nubila, Domingo. Historia del cine argentino. Buenos Aires, Ediciones Cruz de Malta, 1960. Tomo I pág. 203 [10]
Di Nubila. Op.cit. pág. 206 [11]
Sobre el mismo tema hubo un intento intermedio, La fusilación
o El último montonero (1963, Catrano Catrani), pero su estreno
pasó prácticamente inadvertido y no tuvo trascendencia. [12]
Di Nubila. Op.cit. Tomo II pág. 37 [13]
Martín, Mónica. El gran Babsy. Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1993.
pág. 201-202 [14]
Ojam, Alberto en “La Razón” 13/8/1993, citado por Manrupe, Raúl
y Portela, María Alejandra, op.cit. pág. 248-249 [15]
Manrupe, Raúl. Op. cit. pág. 249 [16]
Peña, Fernando, en Revista Film, 1994, citado por Manrupe, Raúl y
Portela, María Alejandra. Op.cit. pág.
50 [17]
Varea, Fernando G. Cine Argentino en la Historia Argentina. Rosario,
Ediciones del Arca, 1999. pág. 44 [18]
Reportaje al escritor realizado por Mona Moncalvillo en el programa de
televisión por cable “Dos ideas juntas”, Canal Plus Satelital,
Buenos Aires, 21 de agosto, 2001. [19]
Varea, Fernando G. Op.cit. pág. 71 [20]
Manrupe, Raúl y Portela, María Alejandra. Op.cit. pág. 248 [21]
Este tema ya fue desarrollado en extenso en un trabajo anterior:
Fuster Retali, José. “El Proceso de Reorganización Nacional
(Argentina 1976-1983) a través del cine de la democracia”.
L’Ordinaire Latino Americain, Université de Toulouse Le Mirail,
N° 183, (Enero-Marzo), 2001. págs. 7-18 [22]
Manrupe, Raúl y Portela, María Alejandra. Op.cit. pág. 411 [23]
Melo, Adrián Marcelo, citado por Mallimacci, Fortunato y Marrone,
Irene (Compiladores), en Cine e Imaginario Social, Buenos Aires,
Oficina de Publicaciones del CBC, UBA, 1997. pág. 235 |
José Fuster Retali
Ponencia presentada en el 3er. Congreso de Historiadores Latinoamericanistas (ADHILAC), Pontevedra. 2002.
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