Malinche y sor Juana en el tercer lugar

ensayo de Carla Fumagalli[1]
Universidad de Buenos Aires CONICET-ILH

carlaafumagalli@gmail.com 

Malinche

sor Juana Inés de la Cruz

Resumen: A partir de los conceptos de “tercer espacio” propuestos por críticos como Homi Bhabha, George Simmel y Silviano Santiago o geógrafos como Edward Soja, este trabajo pretende establecer vínculos entre dos personajes característicos de la cultura mexicana como son sor Juana Inés de la Cruz y Malinche. Un análisis desde este concepto permitirá pensar las relaciones que estas mujeres tuvieron con su entorno, cómo eran vistas y qué operaciones críticas se hicieron y hacen sobre ellas. Este artículo propone estudiarlas como personajes, de algún modo recreados constantemente por sus contemporáneos y por la crítica, ya que considera que su centralidad en la cultura mexicana y la contribución que ellas hacen a la idea de “lo mexicano” deriva de que habitaron verdaderos terceros lugares.

Palabras clave: sor Juana Inés de la Cruz - Malinche - Tercer Lugar

Abstract: Through the concept of Thirdspace, thought by critics like Bhabha, Simmel and Santiago and geographers like Soja, this work intends to establish links between two distinctive characters of Mexican culture like sor Juana Inés de la Cruz and Malinche. An analysis that starts in this concept will allow us to think the relationships that these women had with their environments, how they were seen and what critical operations were and are made on them. This article proposes to study them as characters, somehow created and recreated constantly by their contemporaries and the critic, because we consider that their centrality in Mexican culture and their contribution to the idea of what is “Mexican” derives from the fact that they inhabited true third spaces.

Keywords: sor Juana Inés de la Cruz - Malinche - Thirdspace

Las vísceras conectadas

Son varios los artículos y libros en los que la monja mexicana sor Juana Inés de la Cruz y la célebre traductora de Hernán Cortés, Malinche, conforman un corpus figurativo de estudio y análisis. Alicia Gaspar de Alba edita en 2014 [Un]framing the "Bad Woman": sor Juana, Malinche, Coyolxauhqui, and Other Rebels with a Cause donde une diferentes mujeres mexicanas bajo el signo de la rebeldía femenina al discurso patriarcal por desafiar sus normas y modelos. Dos de ellas son Malinche y sor Juana. En Las conspiradoras (1989) Jean Franco articula a sor Juana y Malinche como figuras y símbolos que el feminismo ha estudiado a modo de evidenciar las grietas en el discurso hegemónico masculino. En El laberinto de la soledad (1950), especialmente en el capítulo “Los hijos de la Malinche”, de Octavio Paz y en La Malinche: sus padres y sus hijos (1994) y “Las hijas de la Malinche” (2006) de Margo Glantz se analizan las representaciones de la Malinche y su relación con la identidad mexicana. Glantz justifica la compilación de los estudios en la Nota Introductoria a La Malinche: sus padres y sus hijos: “Estoy convencida de que como cualquier personaje mítico y a la vez histórico -que desaparece y reaparece en forma cíclica en nuestra historia-debe ser periódicamente revisado y quizás descifrado [...] sobre todo si se tiene en cuenta [...] que la Malinche es el paradigma del Mestizaje” (11). Tanto Paz como Glantz también escribieron apasionantes y apasionados estudios sobre sor Juana Inés de la Cruz[2]. En 1963 Rosario Castellanos publica el ensayo “Otra vez sor Juana” donde argumenta que hay tres figuras en la historia mexicana que condensan las posibilidades del ser femenino en México: Malinche, la Virgen de Guadalupe y sor Juana Inés de la Cruz. No podemos olvidar su obra de teatro, El eterno femenino (1975), donde Malinche y sor Juana son los personajes de la farsa y representan, nuevamente, valores de lo femenino en una constante contraposición a los valores sostenidos por la hegemonía patriarcal.

Esta lista desordenada e incompleta de momentos literarios y críticos en los que sor Juana y Malinche coinciden como dos caras de una misma moneda para asistir a los críticos, intelectuales y artistas a la hora de escribir sobre la mujer y sobre México, tiene como objetivo volver a poner sobre la mesa el hecho de que ambos personajes son, para la cultura mexicana, representantes de lo mexicano y que es necesario pensar a partir de qué operaciones funciona esa afirmación. La palabra personajes no está elegida al azar. Parte de este trabajo es probar que tanto sor Juana como Malinche son construcciones a veces críticas, a veces ficcionales, a veces retóricas, que escriben y describen una forma de pensar América Latina. Sor Juana parece representar a lo largo de estos ejemplos a aquella mujer que, en un contexto poco favorable, usó todas las herramientas a su alcance para convertirse en alguien imprescindible, valioso por su talento y reconocida por su nombre y su estilo. Malinche, por otro lado, parece encarnar a la mujer sometida al yugo masculino y valiosa más por su inteligencia que por su cuerpo. Así, Malinche forma parte de tres universos: el de la traducción, el de la traición y el del mestizaje (aun sin ser mestiza).

El problema de lo mexicano, de lo argentino o a mayor escala, lo latinoamericano ha dado lugar a hermosísimos libros como Las corrientes literarias en la América Hispánica (1941) de Pedro Henríquez Ureña, Desde la Conquista a la Independencia (1944) de Mariano Picón Salas, El laberinto de la soledad (1950) de Octavio paz. En estos ensayos, el ser latinoamericano es asociado a un misterio que encontró, en el vientre de la tierra, el espacio para ocultarse luego de la Conquista. Algo murió y algo nació después de 1492. Ambas existencias forman parte del ser latinoamericano y ha sido el rol del intelectual interpretar aquello que la historia, la violencia y la muerte les han vedado y ofrecido. Pareciera ser que tanto sor Juana como Malinche son parte del desentrañamiento de aquel misterio. Desentrañar significa por un lado penetrar una cosa secreta o muy difícil de conocer y comprender, pero, por otro lado, desentrañar es arrancar las entrañas. Las entrañas femeninas albergan la vida y sus secretos, y ambos personajes -en el sentido más literario de la palabra- esconden en su interior parte del misterio del ser latinoamericano porque su esencia (palabra que se repite incesantemente alrededor de esta cuestión) es latinoamericana. Una india lenguaraz, traductora, intérprete, mujer del capitán, esconde el secreto del éxito de la conquista. Una monja letrada, poeta, dramaturga, teóloga, devota publicada, esconde el secreto de la literatura latinoamericana -aquella cuya existencia habilitó Malinche-. En palabras de Paz:

A pesar de su desnudez -redonda, plena- en las formas de la mujer siempre hay algo que desvelar: Eva y Cipris concentran el misterio del corazón del mundo.

Para Rubén Darío, como para todos los grandes poetas, la mujer no es solamente un instrumento de conocimiento, sino el conocimiento mismo. El conocimiento que no poseeremos nunca, la suma de nuestra definitiva ignorancia: el misterio supremo (El laberinto 31).

La metaforización de la tierra como el cuerpo femenino ha sido extensamente trabajada a lo largo de la historia y la mitología. Volver a la tierra es volver a la madre y si, como Octavio Paz sugiere, Malinche es la madre mexicana elegida para representar la soledad y la incógnita del ser mexicano, entonces sor Juana tiene que ser parte de esa ecuación. No solo porque el mismo Paz la retoma como símbolo de la cultura mexicana y latinoamericana en Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe en 1980, sino porque fue Mariano Picón Salas en 1944, seis años antes de la publicación de El laberinto de la soledad, quien en De la Conquista a la Independencia acusa al “Barroco de Indias” (bautismo que él mismo lleva a cabo), y cuya mejor representante es sor Juana, de concentrar la incógnita, de albergar la esencia de la literatura latinoamericana. Entonces, tanto Malinche como sor Juana deben ser evisceradas, cosechadas, abiertas y escudriñadas para comenzar a comprender una identidad a todas vistas elusiva. Hay que abrir a la madre (tierra-mujer) para conocer a los hijos (de la tierra-de la madre).

Este texto se propone analizar un punto en común entre ambos personajes: el tercer lugar, concepto que desarrollaremos a continuación, y que ambas habitan. Sor Juana ocupa un espacio entre lo público y lo privado. Su lugar privilegiado es el locutorio, aún en el convento, pero público en parte, ya que allí es solicitada por sus amistades, mecenas, o confesores. El lugar de Malinche es el de sujeto-objeto, dependiendo de la perspectiva. Sujeto que traduce u objeto atravesado por las palabras de otros. Es además traidora o epítome de lucha. Ocupa un tercer espacio, no salió de uno, ni entró en otro. Ambas habitan un pórtico, un pasaje, una membrana donde sus cuerpos son solicitados por ambos espacios, pero solo su voz los atraviesa.

El tercer espacio[3]

La Conquista de México significó un nuevo ordenamiento del espacio geográfico para la Corona española y fue el puntapié de un expansionismo sin precedentes. El Imperio español vislumbró un futuro sin comparación en el momento en que Cortés informó su descubrimiento. Pero la conquista de México no fue una travesía de un grupo de españoles con suerte, sino que en las interacciones con los nativos, Cortés encontró la marcada estrategia de esta empresa, ya que entendió que sin ellos no podría avanzar sobre territorio desconocido: “un dificultoso avance por territorio mexicano, signado por permanentes negociaciones, escaramuzas y batallas con las poblaciones de la costa y el centro de México hacia la majestuosa Tenochtitlan, centro de la expedición” (Añón “Prólogo” 18). Esta travesía sobre el espacio determinó los cruces que analizaremos en este trabajo. Aquel avance sobre un territorio ya habitado implicó una interacción que desafiaba la ocupación. Las formas de sociabilidad durante la Conquista dieron pie a la constitución de un espacio nuevo: el fronterizo.

Al referirse al espacio, George Simmel explica que la importancia de los acontecimientos de sociabilidad (positivos o negativos) no está en el espacio en el que se dan o por sus dimensiones, ni están determinados por la lejanía o cercanía de los actores, sino por “el eslabonamiento y conexión de las partes del espacio, producidos por factores espirituales” (644). Es decir que las interacciones no están determinadas por los lugares en los que se dan, sino por el mismo factor humano que llena el vacío “entre” ambos actores.

Para Simmel el espacio cobra existencia, y pasa a formar parte de la naturaleza de la vida social, en la medida en que dos personas entran en acción recíproca y reciprocidad funcional. Antes de dicha relación existe un “vacío”, un “entre dos”, sin significación aparente para las relaciones humanas que se “llena” en la medida que las interacciones sociales generan significados sobre el espacio (Álvarez 37).

En este sentido, Simmel entiende que una de las características del espacio es su relación con los límites sociológicos y culturales en tanto y en cuanto dan pautas sobre la inclusión o exclusión de otros. En consonancia con esto, como explica Michel De Certeau, el espacio es un lugar practicado y todo relato es un relato de viaje, una práctica del espacio. Muchas crónicas de Indias son un ejemplo definitivo de esta idea, como las cartas de Cortés, ya que a medida que la Conquista avanza sobre el espacio ajeno, simultáneamente sucede lo mismo en el relato y en la construcción de un nuevo espacio, ahora propio. Es decir, se escribe mientras se avanza. Movimiento y escritura son simultáneos porque la interacción con lo nuevo así lo determina. De este modo, en el proceso de delimitación del espacio, se reconoce el del exceso, derrame o rebase de esos límites desde la noción de “puente” o “frontera”. Uno de los espacios es legítimo y el otro es extranjero o exterior. El problema teórico surge a partir, justamente, de pensar la frontera o el puente como un “lugar tercero, un juego de interacciones y de entre-vistas, [...] como un vacío, un símbolo narrativo de intercambios y de encuentros” (139).

Homi Bhabha concibe la idea de un “tercer espacio” como un espacio liminar a partir de la obra arquitectónica de la artista estadounidense Renée Green. Una escalera, un puente, un pórtico, un pasaje o una membrana son algunos ejemplos de la interacción simbólica entre identificaciones fijas. Estos intersticios establecen sendas o pasajes entre sistemas binarios generalmente opuestos. Los terceros lugares o entre-lugares contienen en sí mismos los elementos que les dan origen. Se comportan como cruces donde se reconocen dos o más identidades diferentes, que se vuelven más indefinidas, pero donde también se gestan nuevas fricciones. “Estos espacios ‘entre medio’ [in-between] proveen el terreno para elaborar estrategias de identidad y sitios innovadores de colaboración y cuestionamiento, en el acto de definir la idea misma de sociedad” (18). En sintonía, no podemos dejar de incluir la propuesta de Silvano Santiago respecto de la contaminación latinoamericana que supera la pureza y la unidad como señales de superioridad cultural.

Edward Soja, geógrafo político dedicado a la posmodernidad y su organización espacial, concibe el término tercer espacio a partir de las ideas de Henri Lefebvre en La production de’l espace de 1974 y la relación entre la espacialidad, la historicidad y la sociabilidad. Propone tres dimensiones de la espacialidad, pero no esferas separadas, sino formas de concebirla desde perspectivas diferentes. El primer espacio es el de las experiencias y relaciones físico-materiales; el segundo, el de las representaciones o producciones mentales sobre el espacio. El tercer espacio es, entonces, la congruencia de las dos primeras dimensiones (Thirdspace 10). Tiene, entonces, tanto de experiencia material como de imaginaria para producir nuevas comprensiones subjetivas e integra los dos espacios anteriores y los extiende en alcance, sustancia y significado. Si el primero es el campo de la percepción y el segundo el de la concepción, el tercer espacio es el campo de la vivencia. A pesar de que Soja estudie la espacialidad a partir del desdibujamiento de las fronteras en la era posmoderna, su interpretación es muy útil para nuestro análisis, ya que los espacios que queremos analizar, y sus ocupantes, son decididamente no unívocos: ni completamente materiales, ni completamente imaginarios. Ambos espectros del conocimiento se ponen en juego para comprender las conexiones entre actores, intercambios y gestos que estas zonas provocan y contienen.

Los dos personajes escogidos habitan espacios fronterizos y permeables, espacios que, siguiendo a los teóricos relevados, constituyen zonas intersticiales de encuentro o de contacto (Pratt 35) donde antes de la interacción hay un vacío, una exclusión y, después de ella, un derroche que se traduce en vivencia. Malinche, como traductora y cautiva india, vive y representa una tercera posición. Si consideramos la teoría de que conocer es nombrar, Malinche es aquella que puede conocer ambos mundos. Los cautivos, en palabras de Operé, “fueron protagonistas y al mismo tiempo víctimas que sufrieron en sus personas las rivalidades, hostilidades y rechazos de los grupos humanos fronterizos en constante negociación” (20). Si bien Malinche no fue tomada cautiva por el hombre blanco en medio de la batalla, sí fue cautiva indígena y parte del botín que en Potonchan recibió Cortés de los nativos. Esta objetivación es equiparable al cautiverio ya que es parte indiscutible de las pertenencias españolas: “Es regalo, botín de guerra, símbolo de vasallaje y de alianza” (Añón “Tramas” 115).

Por otro lado, sor Juana Inés de la Cruz vivió durante el siglo XVII en el Virreinato de Nueva España. Entró al Convento de San Jerónimo el 24 de febrero de 1669 y residió allí hasta que murió el 17 de abril de 1695. La celda era su espacio privado (aunque en la Respuesta a sor Filotea confiesa sufrir constantes interrupciones [Nocturna 331]), pero es el locutorio el espacio que nos convoca, ya que este, como la frontera, es uno permeable. No es ni público ni privado, es un intersticio. Se sabe que sor Juana recibía allí a sus visitas -constantes, diarias- que pedían escuchar sus poemas, discutir con ella, conocer su apariencia. Por otro lado, en tanto monja y letrada, representaba también una tercera posición entre identidades incompatibles debido a su dedicación a la escritura no religiosa que le robaba tiempo a sus ocupaciones devotas y esto es, en parte, lo que sus superiores le reclamaron.

Malinche en el tercer espacio

Malinche no tiene grandes capítulos en las crónicas de Indias dedicados a su papel fundamental en la conquista de México. Sus cronistas e historiadores, los protagonistas y sus conocidos no escribieron para la posteridad todo lo que hizo, dijo (o no hizo o dijo). Sin embargo, hay varios registros de su persona. Los cronistas españoles como Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo, Andrés de Tapia y el historiador Francisco López de Gómara la incluyeron en sus textos de la conquista de México, aunque con variada atención.

Hernán Cortés la nombrará recién en su Quinta Carta; antes será solamente la lengua: “Marina, la que yo siempre conmigo he traído, porque allí me la habían dado junto con otras veinte mujeres" (269). Los traductores tienen la obligación de dar una buena traducción y además “inciden en los desplazamientos, cartografían el territorio, posibilitan negociaciones” (Añón “Tramas” 109). Pero principalmente, el traductor, lengua o faraute, debe ser confiable y Malinche es la única cuya traducción es de fiar. Los anteriores traductores del conquistador, Juanillo y Melchorejo, ambos indígenas, eran constantemente sospechados de traición. Malinche ocupa entonces el lugar de mediadora e intérprete no solo comunicativa, sino también cultural (81).

El nombre de Malinche es un tema muy debatido (Malinalli, Malintzin, Marina, Malinche). Distintas versiones argumentan su origen ya sea español, ya sea nahua. Rosa María Zúñiga resume el debate con precisión enumerando las teorías que explican los cambios nominativos. Son dos las hipótesis que relevaremos: una versión sostiene que su nombre en náhuatl, en cualquiera de sus versiones, deriva del español “Marina” que el Padre Olmedo le dio cuando la bautizó junto con las otras mujeres del botín y es el que elige Cortés para nombrarla en su carta. No habiendo la letra r en náhuatl, se la sustituyó por la que más se aproxima, la l. De aquí que Marina se transformó en Malina y se le añadió la partícula -tzin, con valor de diminutivo. La apropiación según esta versión sería triple: de su cuerpo en ese botín ahora español, de su identidad, ahora cristiana, y de su nombre indígena ahora traducido a partir de otro, también ajeno. Dos vestidos lleva Malinche, y ninguno es el propio. Una segunda versión indica que por haber nacido el día Malinalli (decimosegundo signo del ciclo de 260 días) llevó ese nombre[4]. La partícula -tzin tendría un significado reverencial y habría sido añadida a este nombre. Malinche habría sido la traducción española y Marina su nombre de bautismo. Desde su ingreso en el ámbito español, Malinche ha ocupado un lugar ajeno, no es española, pero es una cristiana nueva. Es india, pero ha perdido su nombre. Aún no ha traducido nada y ella ya es una traducción en sí misma y habita un lugar indefinido, un tercer lugar.

El historiador de Cortés, Francisco López de Gómara, también la llama con su nombre cristiano, pero de ella dice que nació de la tierra: “Cortés estaba con cuidado y pena, por faltarle faraute para [...] saber cosas de aquella tierra; pero luego salió della, porque una de aquellas veinte mujeres que le dieron en Potonchan hablaba con los de aquel gobernador y los entendía muy bien” (Historia 41). Malinche se destaca entre las veinte mujeres y Cortés, atento, le promete “más que libertad si le trataba verdad entre él y los de su tierra” (41). Esa promesa abre una relación fundamental para la conquista. Malinche será su faraute y secretaria como dice Gómara, pero además será la madre de uno de sus hijos y se volverá a desdoblar, no en dos lenguas, sino en dos personas. Pero no es la primera vez que Malinche es desgarrada. Margo Glantz desbarata la sinécdoque de llamarla “lengua” ya que Malinche no es la dueña del relato. Su lengua representa su tarea, la de traducir, pero esas palabras que dice no son las suyas. Es una “ventrílocua”, pero esto no significa sólo un cuerpo vacío, lleno con la voluntad de otro, sino que hay algo de la significación de su voz en la importancia que se le da en las crónicas (“La Malinche” 178). Incluso en un relato como el de López de Gómara, identificado con Hernán Cortés, Malinche tiene allí una biografía: “Dijo que era de hacia Xalisco, de un lugar dicho Viluta, hija de ricos padres, y parientes del señor de aquella tierra; y que siendo muchacha la habían hurtado ciertos mercaderes en tiempos de guerra [. ]” (178).

Por su parte, Andrés de Tapia propone una biografía similar a la de Gómara:

El marqués había repartido algunas de las veinte indias que dijimos que le dieron, entre ciertos caballeros, y dos de ellas estaban en la compañía donde estaba el que esto escribe; y pasando ciertos indios, una de ellas les habló, de manera que sabe dos lenguas, y nuestro intérprete español la entendía, y supimos de ella que siendo niña la habían hurtado unos mercaderes y llevándola a vender a aquella tierra donde se había criado (Relación 30).

Bernal Díaz del Castillo, en contraposición, expone una intriga familiar y aporta el “doña” delante del nombre de la traductora. El soldado cronista explica que Malinche no fue hurtada por unos mercaderes y luego vendida a Cortés, sino que fue dada por muerta para que un medio hermano suyo heredara el cacicazgo de su padre. Luego de esto, sí es dada a otros indios y estos a su vez la regalan a Cortés. Narra además un reencuentro con su familia en donde Malinche, ahora Marina, perdona a su familia y les agradece la expulsión, porque ya no adoraba ídolos falsos, sino que era cristiana y había encontrado a Dios. La Malinche que describe Bernal Díaz es una mujer poderosa y determinada, cuyo nombre se traslada al conquistador (a quien llamaban Capitán Malinche, por tener siempre a su intérprete con él), y es protagonista de varias escenas triunfales en el capítulo. Este termina enfatizando el papel protagónico que tuvo: “fue en gran principio para nuestra conquista” (Historia verdadera 135). El rol y la intriga corresponden no necesariamente a la importancia de Malinche en la conquista, sino a la necesidad de disminuir la importancia del capitán. No podemos olvidar que el objetivo de Bernal Díaz del Castillo es contar la historia de los soldados, de aquellos olvidados por Cortés y Gómara (Rose de Fuggle 328). Es por esto que Georges Baudot señala que los relatos de los conquistadores no son de mucha ayuda a la hora de darle a Malinche una biografía: “parece como si no quisieran ayudarnos directamente, sino empezar ya a contarnos una leyenda, un mito inscrito en modelos culturales y literarios que, si no son falsificadores, por lo menos son el resultado de un proceso de ‘ficcionalización’” (56). Zúñiga va más allá y señala: “Bernal nunca la llamó por su nombre maya o náhuatl, como sí hace con otros personajes. A ella la designa ‘Doña Marina’, reflejo de la mutilación simbólica ejercida sobre los indígenas” (37).

En el siguiente pasaje de la crónica mestiza Historia de Tlaxcala[5], Muñoz Camargo celebra a Marina como aquella que trajo consigo la fe y explica el origen de su nombre:

Dejando Cortés gran recado de su gente en Cempohuallan, determinó de caminar y venir en demanda de la provincia de Tlaxcalla, porque como por providencia divina, dios tenía que estas gentes se convirtiesen a nuestra santa fe católica, que viniese el verdadero conocimiento de él por instrumento y medio de Marina, que por los naturales fue llamada Malintzin y tenida por diosa en grado superlativo, que ansí se debe entender que todas las cosas que acaban en diminutivo es por vía reverencial, y entre los naturales tomado por grado superlativo (181-2).

La crónica mestiza de Diego Muñoz Camargo es mucho más enaltecedora de la figura de Malinche. Allí dice que era hermosa como una diosa y que se casó con el cautivo rescatado Jerónimo de Aguilar. “Este matrimonio exhibe el deseo de una ‘armonía imposible’ (Cornejo Polar, 1994), a partir de un lazo filial, carnal, que hace de la traducción y la comprensión del otro un nosotros nuevo, ni occidental ni indígena; un sujeto que toma la cultura del otro y la comprende y utiliza como la suya propia” (Añón “Tramas” 105; cursivas en el original).

Según Gordon Brotherston, en algunos códices indígenas confeccionados por aliados de Cortés contra los mexicas, como los textos de Totonacapan y Tlaxcala, se la ve a Malinche como una conversa excelsa, “que por su misma presencia confirma la viabilidad de las nuevas reglas del juego” (25). En el Lienzo de Tlaxcala llega a aparecer hasta dieciocho veces. Baudot coincide en el enfoque cuando releva crónicas mestizas: “los historiadores mestizos como Álvaro Tezozómoc o Alva Ixtlixóchitl [...] se limitan a repetir las patrañas o invenciones de sus predecesores [en referencia a Cortés, López de Gómara y Bernal Díaz]” (310).

Sin embargo, en los lienzos de quienes quedaron leales a la causa mexica se deja ver “una desaprobación fuerte del comportamiento de Malintzin y un resentimiento vivo del poder que ejerció con y aun sobre Cortés” (Brotherston 21). El citado por Brotherston es el Códice florentino donde Malintzin exige comida a los vencidos, mientras Cortés espera detrás; o trata junto a él de averiguar dónde estaba el oro extraviado durante la huida de los españoles de Tenochtitlan. Brotherston recupera asimismo el “Manuscrito del aperreamiento” de Coyoacán -donde nació Martín, el hijo de Cortés y Malinche- en el que se muestra el atroz y sorpresivo ataque con perros a siete principales del lugar que la habían agraviado (24).

Ambos ejemplos dan cuenta de que Malinche no ha sido utilizada como un “puro significante” (Añón “Tramas” 116) únicamente cuando en México se comenzó a hablar de “malinchismo” para quienes prefieren lo extranjero y traicionan a la nación, sino que ya en los códices y crónicas indígenas, mestizas y españolas, Malinche se carga del significado que el autor desee. La lógica de la traducción, de la mezcla, del entre-lugar, se verifica en estos ejemplos y se consolida en la figura de la “lengua”, de aquella que solo es en tanto es denominada con otro nombre. Su tragedia es que su condición sea la pura mezcla, sin haber sido única. No conocemos su nombre original, no conocemos su vida previa a los años que pasó junto a Cortés. Es por eso que es un personaje construido en tanto representa el primer contacto entre culturas, religiones, lenguas y cuya transformación de una en otra es testimonio visible y verificable del comienzo de la historia moderna. No hay que pasar por alto, de todos modos, la opresión epistémica y real que supone esta simbolización, ya que no puede haber encuentro posible sin un acto previo de violencia (Franco 53).

Malinche habita en un tercer lugar o lugar intersticial y con sus prácticas lo convierte en un espacio que solamente ella puede ocupar ya que representa el puente o pasaje entre dos mundos:

Esclava, concubina, esposa, amante; primera catequista; lengua, intérprete, y traductora; traidora. A Malintzin/Malinalli se la ha visto y se la sigue viendo como un símbolo polivalente [...]. La variedad de atributos que se le asignan son indicativos de lo resbaladizo de las percepciones de esta figura tan significativa (Martínez-San Miguel y Arenal 127).

Como habitante del entre-lugar, Malinche es un campo fértil para la construcción de identidades. Es gracias a que ocupa un intersticio entre indígenas y españoles que puede funcionar como un “significante vacío”, un cuerpo desgarrado que invita a refugiar los sentidos más disímiles: traición, madre, nación, extranjero.

Sor Juana en el tercer espacio

No hay que ser sorjuanista para saber que sor Juana es considerada por la crítica y la cultura popular como un ser excepcional. Monja de clausura y poeta publicada son solo dos de los múltiples papeles que desempeñó. Fue además contadora del convento de las Jerónimas donde vivía, fue la poeta por encargo de la corte más prolífica de su tiempo, fue dueña de tierras y esclavas y estudiosa de las más diversas disciplinas. Su vida transcurrió plenamente en un entre-lugar metafórico y en otro concreto. El primero es el tercer lugar que, como monja letrada, como figura pública y de clausura, ocupaba en la sociedad. El segundo es el espacio físico que representa esta mezcla: el locutorio.

El primero de esos lugares, el de su escritura, fue el que con mayores conflictos habitó la monja. Los “ruidos con el Santo Oficio” que dice sor Juana no querer en la Respuesta a sor Filotea (322) ya habían existido y se revelan en la Carta al Padre Núñez de 1682. Este texto es la carta de ruptura con quien fuera su confesor desde 1667, el jesuita y calificador del Santo Oficio, Antonio Núñez de Miranda. La carta marca un punto de quiebre en la biografía de sor Juana: de quiebre con su confesor y de quiebre en su vida. El contexto de producción de la epístola es específicamente la presentación del Arco Triunfal a la llegada, dos años antes, de los nuevos virreyes. La atención dedicada a la monja a partir de este momento, especialmente por parte de la Virreina María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, aumenta exponencialmente, y una relación de mecenazgo que comienza a vincularlas, encontrará su punto más alto en la publicación de la obra de la monja en España a partir de 1689[6].

Es esta atención la que el Padre Núñez encontrará inadmisible, entre otros argumentos. Antonio Alatorre, en su estudio sobre la carta, cita algunos manuales de monjas del propio Núñez en los que se establecen las características de la monja ideal. Se entiende allí que las actividades intelectuales son permitidas y valoradas, siempre y cuando sus objetivos y efectos se mantengan intramuros: “¿Para usarlas de ostentación o logros de empeño? De ninguna manera: para que las tengáis guardadas y apañadas, y sólo las saquéis y uséis cuando y como el convento las hubiere menester” (614-616), dice en su manual Distribución de las obras del día, que, según Alatorre, sor Juana posiblemente leyó, aunque prefirió no darse por enterada. La exterioridad de la obra de sor Juana (el Arco, los villancicos, los poemas por encargo, sus obras de teatro aún no reunidas en un volumen, circulaban, y eran representadas y leídas en público), su publicidad y renombre, el lucirse y ostentarse, es lo que perturba al confesor. Tanto Colombi como Ruiz entienden que en esta carta algo del orden de lo íntimo se disputa en la arena pública, ya que el trasfondo (o su pretexto) son las críticas que Núñez hacía públicamente a su confesa y lo que ella reclama, muy apasionadamente, es que esas críticas debían haber sido íntimas, como su vínculo lo solicitaba. Por otro lado, sor Juana también había trascendido los límites de su rol (y este es el centro de las críticas de su confesor) ya que se estaba transformando de una mulier docta -sabia, dedicada a los estudios, excedida en conocimientos, erudita- en una autora: “Comunmente se llama el que escribe libros, y compóne y saca a luz otras obras literárias” según el Diccionario de Autoridades (1734). Si bien el siglo XVII aún no permite hablar de una figura autoral femenina, Colombi propone que sor Juana podría ser un modelo de esta nueva y apenas naciente figura letrada (“Mulier docta..." 93)[7]. La década que va de 1680 a 1689 es clave para sor Juana ya que esta transformación se lleva a cabo a lo largo de estos años.

Más allá de que las críticas de su confesor hayan atravesado los muros de la confesión espiritual, otra cuestión de límites perturbaba a Núñez de Miranda: aquellos que, desdibujados, separaban la obra religiosa y la profana de sor Juana Inés. Hasta que firma la Protesta de fe en 1694, un año antes de su muerte, sor Juana continúa publicando de ambos tipos. Haber roto su relación con Núñez de Miranda no corrió el foco de este problema, solo lo desplazó de confesor. La Carta de sor Filotea (1690) publicada a modo de prólogo a la Carta Atenagórica (o Crisis de un sermón), y la consiguiente Respuesta a sor Filotea (1691) repiten de algún modo la reprimenda que Núñez de Miranda le hiciera en 1680. Manuel Fernández de Santa Cruz, Obispo de Puebla y segundo confesor de sor Juana la amonesta en la Carta de sor Filotea por robarle tiempo de estudio a las Sagradas Escrituras aprendiendo de autores no religiosos. Sin embargo, la reprimenda roza la amenaza cuando le dice que el camino elegido la llevará directo al Infierno: “Lástima es que un tan gran entendimiento, de tal manera se abata a las rateras noticias de la tierra, que no desee penetrar lo que pasa en el Cielo; y ya que se humille al suelo, que no baje más abajo, considerando lo que pasa en el Infierno” (Sor Juana Inés Nocturna 313-314).

Como monja de clausura, sor Juana ocupa un entre-lugar único cuyas posiciones encontradas son la vocación religiosa y la vocación literaria. La Carta al Padre Núñez da fe del conflicto (íntimo y público) que ese intersticio le provoca al comienzo de la década que la verá convertirse en lo que luego podrá llamarse una figura autoral, mientras que la Carta de sor Filotea hace lo propio en el cierre de la década. En 1680, el Neptuno Alegórico para recibir a los virreyes, y en 1690, la Carta Atenagórica, fueron los dos textos que marcaron y provocaron las increpaciones de sus confesores. Algo así como las gotas que rebalsaron sus vasos. Ahora bien, si consideramos que la Carta Atenagórica fue puesta por escrito bajo el expreso pedido de Fernández de Santa Cruz y que el Neptuno Alegórico fue también encargado (y pagado) por la misma Iglesia, la trama se espesa. El tercer lugar de sor Juana se relativiza, ya que no es, así leído, una marca de subalternidad o rebeldía, sino que es un espacio en el que las mismas figuras de poder que la condenan, la colocan. Inocente sería, de todos modos, ignorar la voluntad de escritura de la monja, ya que si bien estos dos textos sí fueron comisiones (como muchos otros poemas ocasionales), es cierto que la gran mayoría de su producción poética (especialmente la profana) no fue hecha por encargo.

El espacio privado y discreto de su fe, y el público y popular de sus obras, dejan de ser opuestos para concentrarse en las ocupaciones artísticas que la monja llevaba a cabo al interior de su celda. Sor Juana no era ni monja ejemplar ni escritora libre. Su palabra estaba condicionada como claramente se deja ver en las cartas, y fue por eso que un año antes de morir debió elegir uno los espacios: renunciar a las letras profanas y confirmar su fe usando su propia sangre. Las autoridades eclesiásticas novohispanas del momento no le permitieron seguir habitando ese tercer lugar que combinaba la espiritualidad de su fe y la materialidad de su obra publicada. 1694 es el año en que sor Juana finalmente debe responder con actos las reprimendas que en el pasado respondía con palabras. No hay ya una carta que escribir, ni apología que publicar. Su cuerpo es el que ahora debe hacer el sacrificio de la obediencia y pagar con sangre el pecado cometido durante catorce años.

En términos espaciales, ese mismo tercer lugar que sor Juana habitó en su escritura tiene un correlato: el locutorio. El convento de clausura es, en su esencia, un ámbito cerrado, abierto solo a aquellas que quieran ingresar para no volver a salir. Sin embargo, el “salir” y el “entrar” no son tan claros en este contexto: “En sociedades heterogéneas como las del Nuevo Mundo, los claustros, a pesar de su encierro físico, no eran impermeables, y dentro de sus muros acomodaban un mundo femenino multirracial y jerárquico” (Lavrin 678). En la Respuesta sor Juana afirma que “se entra religiosa” (325) para no casarse y dedicarse al estudio en la soledad de su celda, pero tiene que dar algo a cambio: su libertad física y mental. Si bien ella pensó que iba a poder dedicarse con plenitud a la vida intelectual, rápidamente se dio cuenta de todas las labores rutinarias que tienen las monjas en los conventos de clausura: los rezos, las lecturas, las tareas. Por otro lado, su celda no estaba siempre vacía y silenciosa, sino que debía solicitarles a las otras hermanas que no vinieran a molestarla hablándole de nimiedades. En la Carta al Padre Núñez dice:

¿Por qué ha de ser malo que el rato que yo había de estar en una reja hablando disparates o en una celda murmurando cuanto pasa fuera y dentro de la casa o pelear con otra o riñendo a la triste sirviente, o vagando por todo el mundo con el pensamiento lo gastara en estudiar? (Alatorre 622).

La reja de la que habla sor Juana, donde se dicen “disparates”, no es más que el locutorio, aquel espacio intersticial que tiende conexiones entre el adentro del convento y la sociedad novohispana. Las rejas impedían el contacto físico entre las monjas y las visitas, pero no el discursivo; como su nombre lo indica, los locutorios eran lugares del decir. Allí sor Juana recibía visitas distinguidas que la exhortaban a leer sus obras o hacer gala de sus variados conocimientos. De hecho, lo que luego se publicó como Carta Atenagórica (o Crisis de un sermón), habría sido un comentario al sermón del Padre Vieira en el locutorio. Su circulación comenzó siendo manuscrita hasta que llegó al mismo Fernández de Santa Cruz, quien lo llevó a la imprenta sin su consentimiento.

La vida de sor Juana pasa por dos espacios dentro del convento: su celda, íntima, con su inmensa biblioteca e instrumentos científicos, y el locutorio, su contacto con el afuera. El mecenazgo de la marquesa de la Laguna, por ejemplo, se gestó en el locutorio donde, además, se daban espectáculos musicales. Funcionaba como una verdadera academia. El locutorio fue el espacio en el convento que simuló la ilusión de que sor Juana podía ser, sin conflictos, monja y proto-autora. Esa ilusión, luego de la confección del Arco y la composición de la Crisis de un sermón se vio como lo que era. El tercer espacio que sor Juana ocupó se materializa en el locutorio, espacio de vivencias más allá de los primeros y segundos espacios, siguiendo a Soja, de lo espiritual (religioso) y material (sus versos). El locutorio planteó un cuestionamiento sobre la identidad de sor Juana, problemática para la sociedad novohispana. Allí pudo ser quien era o quien quería ser. Hacia el final de su vida, sor Juana tuvo que elegir uno de los lugares que allí se permeaban: la celda. No obstante, esta no puede pensarse tan solo como parte de la esfera privada, sino que, luego de habitar un tercer espacio, su celda ya no podía ser la misma.

Coda: El secreto de América en el tercer espacio

Jean Franco explica que el mestizaje es lo que distingue a América Latina de otros proyectos colonialistas y lo que ayuda a explicar por qué las teorías del poscolonialismo nunca se aproximan a la realidad del continente (51). Volviendo a El laberinto de la soledad, Octavio Paz se refiere a la Malinche como la Chingada para pensar en la mexicanidad en términos de aquella característica que hacía mexicanos a los mexicanos. Este tipo de reflexión sobre la esencia no era nueva tampoco en 1950, ya que Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes y Mariano Picón Salas habían reflexionado acerca de qué significaba, no “ser mexicano”, pero sí “latinoamericano”.

Luego de transformarse en un calificativo peyorativo, Malinche se convierte en las décadas siguientes a la publicación de Paz, en símbolo de una identidad fragmentada producto de la transculturación propia de la conquista. Sor Juana, también desde Ureña y Picón Salas, es el epítome del Barroco en Nueva España. Por otro lado, el Barroco de Indias, como momento geográfico-literario, es clave para el reconocimiento de América Latina como un espacio productor de cultura, autónomo de la metrópoli. Por lo tanto, la misma reflexión sobre el Barroco y sobre sor Juana son reflexiones sobre lo latinoamericano. Dice Picón Salas: “A pesar de casi dos siglos de enciclopedismo y de crítica moderna, los hispanoamericanos no nos evadimos enteramente del laberinto barroco. Pesa en nuestra sensibilidad estética y en muchas formas complicadas de psicología humana” (123).

La pregunta es: ¿por qué Malinche y por qué sor Juana? ¿Por qué no Jerónimo de Aguilar y Juan del Valle y Caviedes? Aguilar era traductor, Caviedes un buen poeta. Pero Malinche y sor Juana comparten dos cosas. Primero, son mujeres y esto no es un dato menor. Si América Latina ha sido vista como el producto de una violación, de la vejación española sobre el territorio y, específicamente, como el producto de la violación de los españoles a las indias, entonces la figura femenina es determinante en la constitución de lo latinoamericano, del mismo modo que Malinche lleva en su vientre al otro Martín Cortés. Somos hijos de dos culturas diferentes que, por medio de la violencia física y simbólica, se unieron para darnos a luz. En segundo lugar, ambas habitaron espacios intersticiales, terceros lugares. Malinche como encarnación de la transculturación y sor Juana como la encarnación de la ambivalencia. A una le cabían los epítetos de traductora, pero también de india y de colaboradora de los españoles, incluso de mujer del capitán. A sor Juana, los de poeta, monja y mujer (¡y también era mestiza e hija natural!). Ambas habitaron estos terceros lugares (la frontera, el locutorio) donde lo único que podía atravesarlos era su voz: la voz del otro traducida y el discurso a través de la reja. Ambas son evidencia de que ninguna de esas identidades era (o es) excluyente y que ocupar esos lugares no solo contribuyó a la formación de una nueva, aquella que se gesta en el entre-lugar, la que es producto del contacto entre dos identidades que se modifican a partir de estas nuevas fricciones, sino también que contribuyeron a la confirmación de que América Latina es el lugar de la mezcla. Estas dos mujeres, en sus prácticas y en sus cuerpos, encarnan la esencia latinoamericana que se origina en la mezcla de genealogías, de estéticas y de prácticas.

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Notas:

[1] Carla Fumagalli es Lic. y Prof. en Letras de la UBA. Allí desarrolla una investigación doctoral sobre la construcción editorial y paratextual de la figura y obra de sor Juana Inés de la Cruz en sus ediciones originales con una beca del CONICET. Publicó artículos sobre el tema en Viajes, desplazamientos e interacciones culturales en la literatura latinoamericana (Biblos, 2015), en revistas especializadas y en actas. Fue investigadora asistente en la antología de sor Juana Inés de la Cruz Nocturna más no funesta (Corregidor, 2014) a cargo del Dr. Facundo Ruiz. Integra la cátedra de Literatura Latinoamericana I (A) de la carrera de Letras (UBA).

[2] Paz, Octavio. Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe. México: Fondo de Cultura Económica, 1980. Glantz, Margo. Sor Juana Inés de la Cruz ¿Hagiografía o autobiografía?, México: UNAM-Grijalbo, 1995; Sor Juana Inés de la Cruz: Saberes y placeres. México: Instituto Mexiquense de Cultura, 1996; y Sor Juana Inés de la Cruz: El sistema de la comparación y la hipérbole. México: Conaculta, 2000.

[3] Si bien este trabajo se vuelve productivo una vez que pone en juego la categoría del tercer espacio, no es en sí mismo un relevamiento del concepto, aun cuando pone en conocimiento varias de sus apariciones. Para un estudio minucioso de la llamada “ontología del intervalo”, “ontología del entre” o “cultura del inter” ver Iván Flores Arancibia “Pensar el entre, contribuciones para una crítica de la razón intersticial”. Actas del XLVII Congreso de Filosofía Joven de la Universidad de Murcia, 2010.

 http://congresos.um.es/filosofiajoven/filosofiajoven2010/paper/view/7931. Acceso: 8/8/2017.

 

[4] Martínez-San Miguel y Electa Arenal adscriben también a esta teoría en su texto “Conquistas y seducciones en la Nueva España: una lectura queer de la Malinche y sor Juana” en Stephanie Kirk (ed.) Estudios coloniales latinoamericanos en el siglo XXI, Pittsburgh, Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, Universidad de Pittsburgh. 119-146.

 

[5] Para un estudio del concepto de “crónica mestiza” véase Lienhard, Martin. “La crónica mestiza en México y el Perú hasta 1620: apuntes para su estudio histórico-literario”. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana IX-17 (1983): 105-115 y Poupeney Hart, Catherine. “Algunos apuntes en torno a la crónica ‘mestiza’ (México Perú)”. Actas del IV Congreso Internacional de Historia Regional Comparada (1993): 279-288.

 

[6] Inundación Castálida se publica en 1689. El Segundo volumen, en 1692. Fama y obras póstumas en 1700. Sin embargo, entre 1689 y 1692, Inundación Castálida se reedita cuatro veces en Madrid, Barcelona y Zaragoza. Para continuar el estudio acerca del mecenazgo de sor Juana y su relación con la Condesa de Paredes ver el libro de Hortensia Calvo y Beatriz Colombi. Cartas de Lysi. La mecenas de sor Juana Inés de la Cruz en correspondencia inédita. Madrid: Iberoamericana-Bonilla, 2015.

 

[7] Para leer un análisis de las metáforas y figuras utilizadas en la construcción de una figura autoral femenina y barroca en los prólogos a la obra sorjuanina, ver especialmente el apartado “From mulier docta to female author”.

 

ensayo de Carla Fumagalli
Universidad de Buenos Aires CONICET-ILH
carlaafumagalli@gmail.com

 

Publicado, originalmente, en "Badebec" Revista del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria - Rosario / Argentina

Vol. 6 Núm. 12 (2017): Marzo 2017

https://revista.badebec.org/index.php/badebec/index

Link del texto: https://revista.badebec.org/index.php/badebec/article/view/176/163

 

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