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Julio Cortázar 1914-1984

Carlos Fuentes con Julio Cortázar, México, 1975

por Carlos Fuentes

Como sucede, lo conocí antes de conocerlo. En 1955, editaba yo una Revista Mexicana de Literatura que se hacía con la colaboración amistosa de escritores como Octavio Paz y Cintio Vitier, José Lezama Lima y Américo Castro, Luis Cernuda y Jorge Gaitán Durán. Gracias a Emma Susana Speratti y Ana María Barrenechea, pude obtener la colaboración de Julio Cortázar. Los Buenos Servicios, El Perseguidor, y otros grandes cuentos, aparecieron por primera vez en nuestra revista renovadora, alerta, insistente y hasta un poco insolente.

Luego, casi como parte de una conspiración, Emma Speratti me dejó leer el manuscrito de una novela de Cortázar cuyo eje era la descomposición del cadáver de una célebre mujer enterrada con honores bajo el obelisco de la avenida 9 de Julio, en Buenos Aires. En ondas concéntricas, la peste, la locura, la abulia, se extendían a partir de esa zona sagrada. Quise publicar el texto, dedicándole un número entero de la revista, pero Julio se negó y lo retiró. Nunca permitió que se publicara. Temió que la obra fuese juzgada como un tópico, si la protagonista era identificada con Eva Perón.

Su decisión me pareció propia de un hombre al cual yo solo conocía, vagamente, a través de una fotografía aparecida en un número de aniversario de la revista Sur, dirigida por Victoria Ocampo. Julio Cortázar era allí un señor maduro, con gruesos lentes, cara delgada, vestido de negro y con el pelo muy aplacado por la gomina.

Por fin, en 1960, acompañado por Fernando Benítez, llegué a una placita sombreada, llena de artesanos y cafés, no lejos del Metro aéreo, en París. Entramos por una puerta cochera a un patio añoso. El muchacho que salió a recibirnos era seguramente el hijo de aquel colaborador de Sur: un joven desmelenado, lampiño, desgarbado, con pantalones de dril y camisa de manga corta, abierta al cuello. Un rostro, entonces, de no más de veinte años, animado por una carcajada honda, una mirada verde, inocente, de ojos infinitamente largos y separados, y dos cejas sagaces, tejidas entre sí, dispuestas a llamar “hijo de puta” a todo el que violara la pureza de su mirada.

Estaba con él una mujer brillante, pequeñita, atenta a cuanto sucedía en la caballeriza convertida en estudio alto, largo y estrecho: una habitación en la cual, según una de las fórmulas cortazarianas para desplazarse en un mundo peligroso y cómico, sólo se podía descender las escaleras subiendo por ellas.

Estos eran entonces Aurora Bernárdez y Julio Cortázar, tal y como los fotografió Antonio Gálvez en los sesentas: un Gaucho Goth para parafrasear el célebre cuadro americano de Grant Wood. Pero después de esa primera excursión a la plaza del General Beuret, Benítez añadió que ese rostro amuchachado, cuando se reía, cuando se ensimismaba, cuando se acercaba o alejaba demasiado (pues Julio Cortázar era una marea, insensible como los movimientos de plenitud y resaca de los mares que tanto persiguió) empezaba a llenarse de diminutas arrugas, redes de tiempos, avisos de una existencia anterior, paralela o, simplemente, continuación de la suya. Así nació la leyenda de un Julio Cortázar/Dorian Gray.

La verdad es que yo nunca conocí un hombre más sensible a lo que Henry James llamó “el sentido de la visitación”. Para Cortázar, la realidad era mítica en este sentido: estaba también en el otro rostro de las cosas, el mínimo más allá de los sentidos, la ubicación invisible sólo porque no alargamos los dedos para tocar la presencia que contiene. Basta comprar un boleto de teatro, sentarse en la butaca cuando el telón se levanta, y no resistir la tentación de subir a escena, unirse a la representación y escuchar el murmullo implorante de una mujer, la actriz: —Sálvame. Me quieren matar.

La realidad paralela, el vasto universo latente, la contigüidad de los seres, la inminencia de formas que esperan ser convocadas por una palabra, un trazo de papel, una nota musical, un sueño: toda esta realidad en vísperas de manifestarse era la realidad de Cortázar. Lo recuerdo en nuestras caminatas por el Barrio Latino a caza de la película que habíamos visto diez veces pero que él era capaz de ver por vez primera cada vez. Cortázar era un hombre desesperado por ver porque su mirada era muy grande. Necesitaba a Antoriioni o Buñuel, a Alechinsky o Mata, a Julio Silva o Alberto Gironella, cuando se sentía ciego y se apoyaba en sus amigos videntes: la mirada inocente en espera del regalo incomparable.

Sus posturas políticas y su arte poético se configuran en esta convicción: la imaginación, el arte, la forma, son revolucionarios, destruyen las convenciones muertas, nos enseñan a mirar, pensar y sentir de nuevo. Cortázar había crecido cerca de las lecciones del surrealismo y su intención era mantener unidas lo que él llamaba “la revolución de afuera y la revolución de adentro”. Apoyó los movimientos revolucionarios en Cuba y Nicaragua y también los criticó en privado y ante los responsables. Se negaba a ofrecerle la menor consolación pública a los gobiernos norteamericanos en los que veía a los enemigos, no tanto del marxismo, como de la independencia latinoamericana.

Nunca separó los términos de las dos revoluciones y si a veces se equivocó en la búsqueda incansable de esta fraternidad, peor hubiera sido que la abandonara. Cortázar vivió un conflicto al que pocos escapan en nuestro tiempo: el conflicto entre el afuera y el adentro de todas las realidades, incluyendo la política. Es el conflicto que vivieron hombres como Erasmo, Tomás Moro y Martín Luter en otro momento de lucha y polarización extremas.

Lo sabía todo; era el latinoamericano en Europa que le demostraba a los europeos que sabía algo más que ellos, y ese algo era el Nuevo Mundo que el Viejo Mundo descubrió, pero que no supo imaginar. Esto daba un carácter elocuente y urgente a los escritos de Cortázar. Siempre decía que la literatura de la América es apenas un montoncito de fichas en el tapete de la literatura universal. En cambio, las literaturas de Francia, España o Inglaterra las acumulan por millares. Nosotros teníamos que saber más e imaginar más.

A pesar de sus largos años en París, era un argentino esencial. Había que verlo escribir o reflexionar o pasearse por su apartamento bebiendo hierba mate en la bombilla. Y una noche, en París, Gabriel García Márquz y yo grabamos media hora de corridos mexicanos en una cinta, y Cortázar grabó en la otra media hora unos tangos cantados con una concentración casi religiosa. A partir del lenguaje de Buenos Aires, era capaz de derivar un lunfardo propio, erótico, onomatopéyico, fantásticamente cómico y comprensible por una multitud de nicaragüenses que otra noche llenaron un estadio de Managua para oírle leer. En las universidades norteamericanas de Berkeley y Barnard, el cálido, barbado y altísimo Cortázar, el argentino que se hizo querer por el resto del continente, conoció triunfos comparables hacia el final de su vida.

Este hombre era una alegría porque su cultura era alegre. García Márquez y yo lo recordamos siempre agotando los conocimientos sobre novela policíaca en un largo viaje de París a Praga en 1968; sentados en el bar del tren, comiendo salchichas con mostaza y bebiendo cervezas, oyéndolo contar la progenie del misterio de los trenes, de Sherlock Holmes a Agatha Christie a Graham Greene. El mismo manejaba un buen saxofón y en Praga logró descubrir un recoveco de la Mala Strana donde algunos conjuntos de jóvenes checos tocaban jazz y Cortázar se lanzó a la más extraordinaria recreación del universo a través de los grandes momentos de Thelonius Monk, Charlie Parker y Louis Armstrong. Le gustaban el box, la carretera, la broma. A veces sus chistes eran cultos y preparados: las entrevistadoras que llegaban a entrevistarlo a su ranchito en Saignon, en el Sur de Francia, tenían que posar ahorcadas por Cortázar frente al castillo vecino del Marqués de Sade. Y sólo a un argentino podía sucederle que la comicidad del mundo se le viniera encima derrumbándole una chimenea sobre las espaldas mientras caminaba en París por la calle de L’Eperón.

Hombre de espacios y tiempos simultáneos, Cortázar fue tarde a México. Me dijo después de su viaje a Oaxaca, Monte Albán y Palenque que eran lugares metafísicos donde convenía pasarse horas en silencio, admitiendo la declaración sobre la coexistencia permanente de la naturaleza y el arte propia de México. Compartí con Cortázar el sentimiento de México como el lugar donde sabemos que el hombre tiene más de un sueño y en consecuencia tiene más de un paraíso.

Claro que había estado en México antes de estar en México. Había estado en el rostro del ajolote, el paz que mira a su espectador desde el fondo del acuario, con una cara idéntica a la cara de quien lo mira. Había estado en el sueño soñado por un hombre europeo sobre una mesa de operaciones en un hospital, que se sueña sacrificado en la pirámide en el instante en el que la navaja de obsidiana le abre el pecho y el sacrificado se sueña en un mundo blanco y desconocido, sobre una mesa blanca, a punto de ser abierto por un bisturí...

“El espíritu humano tiene miedo de sí mismo”, leímos con Cortázar en Bataille: las entradas y salidas del mundo cortazariano, sus galerías comerciales que salen de París para entrar a Buenos Aires; sus largas casas ocupadas implacable y minuciosamente por lo desconocido. Bastan unos tablones precarios colocados entre dos ventanas de un manicomio argentino para comunicar las dos realidades.

Los últimos años de la vida de Julio, empañados por los acontecimientos en la Argentina, fueron sin embargo los más felices. Nunca vi a Cortázar más contento que la última vez que lo vi, en enero de 1982, casado con Carol Dunlop, con quien ocupaba un altísimo apartamento en la rué Martel, en medio del bullicio comercial y mecánico del 10o. Arrondissement. El directorio a la entrada del inmueble nos hablaba de sastres, depósitos de materiales y rentas de máquinas de coser. Arriba, un lugar claro y simétrico, con estudios para cada, uno y lo demás en común: libros, discos, lugares de estar, pero sobre todo una alegría, un humor en común, misterioso e imaginativo a veces, colindante con un clima gótico burlesco, como si Edgar Alan Poe (cuyas obras completas Cortázar tradujo al español) se hubiese aparecido en el Follies Bergere disfrazado de Charles Baudelaire. Pero la más de las veces, la alegría de Carol y Julio era la del perfecto encuentro de dos imaginaciones amorosas.

La última carta de ella la recibí en el verano de 1982. Me contaba del proyecto de un viaje por la autopista del Sur, donde ella y Cortázar recorrían la ruta más concurrida de Francia como si fuesen Colón descubriendo el Caribe. Cortázar tenía ahora una compañera para ese viaje suyo que recomenzaba sin cesar. La perdió poco tiempo después, en él otoño de ese mismo año, cuando Carol tenía apenas treinta y siete años de edad. ¿Esperaba Julio morir primero? ¿Quién iba a reconocer la vecindad de la muerte y encarnarla, entonces? Así sobrevivió un poco, para morir en seguida.

Lo llamé un día el Bolívar de la novela latinoamericana: nos liberó liberándose, con un lenguaje nuevo, airoso, de infinita inventiva verbal y estructural. Rayuela es uno de los grandes manifiestos de la modernidad latinoamericana: en él vemos, mejor que nunca, nuestras dudas, nuestras deudas, nuestras posibilidades.

Vistos desde afuera por nosotros, Julio Cortázar y Octavio Paz son la cabeza de una generación, la que le dio sentido a nuestra modernidad y nos permitió continuar un poco más la aventura de lo nuevo cuando todo parecía indicarnos que ya no había novedad posible porque el progreso había terminado.

Cortázar y Paz son los dos espíritus estéticamente más alertas de esta generación latinoamericana y ellos nos hablaron de nuestro “algo más”: la novedad que nos dieron fue la del carácter insustituible del instante, del cuerpo, de la memoria y de la imaginación. Sobre estos términos le fue posible a mi generación -la que, en plazos orteguianos de quince años, nació en 1914 con Cortázar y Paz y terminó con los escritores nacidos alrededor de 1929— construir algunas casas verbales en las que la tradición le dio la mano a la creación. Ahora una parte de nuestro espejo se quebró y todos vemos la noche boca arriba.

Exclusivo para JAQUE Agencia EFE — 1984

Ver, además: Julio Cortázar: "mi ametralladora es la literatura” - entrevista de Alberto Carbone (Argentina)

 

Carlos Fuentes

"Jaque" Revista Semanario - Año I Nº 17

Montevideo, del 30 de marzo al 6 de abril julio 1985

Editado por el editor de Letras Uruguay

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