El recuerdo de su cara de niño –esos pícaros hoyuelos que chispeaban cuando sonreía– vuelve ahora al recordar una especie de credo espiritual que invocaba, una frase de la escritora estadounidense Flannery O’Connor: “No escribo lo que pienso, sino para saber lo que pienso”. Para entender una de las épocas más oscuras del país, la dictadura cívico militar, escribió Una misma noche, con la que ganó el Premio Alfaguara de novela en 2012. Lo único autobiográfico de esa novela es el adolescente de 13 años –el propio autor– que toca el piano en su casa de Tolosa, apuntado por una Itaka, cuando un grupo de tareas está requisando las cuadras de ese barrio de La Plata arrasado por el terror. La literatura argentina perdió a uno de los mejores narradores contemporáneos, un escritor que esculpía el lenguaje con una precisión y una belleza extremas, como si fuera un artesano de la frase; un lector generoso que no se cansaba de rescatar, recomendar y volver a poner en circulación las obras de grandes escritoras, como Sara Gallardo y Elvira Orphée. Leopoldo Brizuela murió ayer a los 55 años como consecuencia de un cáncer. Demasiado joven para morir. Genera además congoja por lo inconcluso: una novela sobre la infancia de su padre en La Rioja que no pudo terminar.

Hay una incomodidad esencial en su escritura por el hecho biográfico de haber nacido en un hogar en donde no se leía literatura; el padre de Brizuela era riojano      –de padre desconocido y madre mucama, de ascendencia indígena– y trabajó en YPF. Escribía sobre la incomodidad para devolver a lectores muy arrellanados en sus certezas –que nunca podrán comprender el cimbronazo que implica el desplazamiento de clase– textos que aguijoneaban de punta a punta la corrección política. Brizuela nació el 8 de junio de 1963 en la ciudad de La Plata, donde residió gran parte de su vida, y donde transcurre una parte de su narrativa, como Ensenada. Una memoria (2018), la última novela que publicó, además de Una misma noche. “Llegué a todas las clases sociales gracias a la literatura. Soy como una especie de tránsfuga que pude estar en la Recoleta y en un rancho en Tucumán y al mismo tiempo no ser ninguno. De lo que no se habla es sobre cómo se podría interpretar actitudes de la literatura por la clase social, por los papeles, por los roles. Sobre las clases sociales no se habla en la literatura argentina; da vergüenza. Si entro al patio Bullrich con Alan Pauls, a mí me paran y me preguntan: ‘¿A dónde va?’. Nadie lo dice, pero pasa…”, planteaba el escritor en una entrevista con PáginaI12 en 2010, cuando publicó una de sus novelas más ambiciosas: Lisboa. Un melodrama, obra con la que fue finalista del premio Rómulo Gallegos.

Brizuela estudió Derecho, pero el “rigor” del mundo jurídico no congeniaba con su naturaleza y abandonó la carrera para estudiar Letras en la Universidad de La Plata, mientras tomaba clases de canto con la compositora y musicóloga Leda Valladares. En 1985 publicó su primera novela Tejiendo agua, con la que ganó el premio de la Fundación Amalia Lacroze de Fortabat; después sacó un volumen de poemas Fado (1995) y en el final de la década del 90 Inglaterra. Una fábula (1999), en la que narra el encuentro de una compañía de actores británicos con indios patagónicos en 1914, obra con la que obtuvo el Premio Clarín de Novela 1999, el Premio Municipal Ciudad de Buenos Aires y fue finalista del Premio Grinzaine-Cavou “Deux Océans” a la mejor novela traducida al francés. También hay una “zona Brizuela”, una escritura vinculada con la música en Cantoras (1987), un libro de reportajes a Gerónima Sequeida y Leda Valladares y Cantar la vida (1992), un libro de conversaciones con las cantantes Mercedes Sosa, Aimé Painé y Teresa Parodi; además grabó en 1988 una baguala anónima, “Grito en el cielo”, un proyecto de Valladares en el que participaron Liliana Herrero, Pedro Aznar, Raúl Carnota y Fito Páez. No se puede soslayar sus aportes como traductor de Henry James, Flannery O’Connor, Eudora Welty, entre otros, además de su extraordinaria traducción del francés de La casa de los conejos, de Laura Alcoba; y del portugués Nueve noches, del escritor brasileño Bernardo Carvalho. Durante una década coordinó el taller de escritura de la Asociación de Madres de Plaza de Mayo, también dio talleres en la Escuela de la Cárcel de Mujeres de Olmos y en Casa de Letras. Desde 2016 trabajó en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno (BNMM) en la recuperación de archivos de escritores argentinos. 

Era un formidable lector de escritoras desde el principio. El tribunal de “machos” lo interpeló más de una vez con esa pregunta que hoy muchos no se atreverían a formular: “¿por qué leés a tantas mujeres”. En un notable texto que escribió para el blog de Eterna Cadencia reflexionaba sobre la cuestión: “Aunque pocos varones pudieran comprenderlo, una frase de Carson McCullers, apenas la primera de su primera novela: ‘En el pueblo había dos mudos y estaban siempre juntos’ podía generar una experiencia estética infinitamente más rica que todos los cuentos de Ernest Hemingway, con sus alardes de macho que se foguea entre soldados, mafiosos, cazadores y toreros. Y si escribir literatura, como dice Gilles Deleuze, es inventar una lengua extranjera dentro de la lengua; y si la tarea de las mujeres ha sido subvertir por la poesía la convención masculina, ¿quién nos lo reveló mejor que Sara Gallardo, con ese Eisejuez mataco santo o loco que es su alter ego -ese personaje insólito capaz de sugerir, en un lenguaje nuevo, todo aquello que la cultura argentina no había podido nombrar nunca?”.

Luisa Valenzuela está arrasada por la tristeza. “Acabo de aterrizar de un breve viaje y me entero de la muerte de mi adorado Leopoldo Brizuela”, dice Valenzuela a PáginaI12. “Es una pérdida desgarradora, no sólo para quienes lo conocíamos bien y lo queríamos tanto, también para la literatura argentina toda. Leopoldo fue uno de los más grandes escritores de los últimos tiempos y un generosísimo propagador de nuestra literatura y de nuestras valiosas escritoras olvidadas. Y un amigo de hierro. Era un ser entrañable, de fino humor por momentos ácido y siempre lúcido, con un oído único para la lengua, una natural capacidad poética y la más penetrante de las miradas. Su fallecimiento nos estremece, pero siempre estará entre nosotros con la misma calidez que él supo brindarnos a través de su obra y sus palabras. Ya le escribiré una carta, iniciando la serie de cartas mentales que le seguiré escribiendo a lo largo de los días que me restan”, confiesa la escritora.

Quizá el final de Lisboa. Un melodrama sea de lo más bello y desgarrador que escribió: “Pero estaba muriendo, y su cuerpo y su historia cayeron lentamente hacia otro mundo; adonde los muertos parten cuando se saben letras de una palabra que solo se escucha en el reino de los vivos. Donde no hay eternidad, donde siempre hay futuro, donde ya no hay secreto”.