El hombre de pelo canoso -que arqueó las cejas formando dos signos de preguntas cuando saludó a quien escribe estas líneas- parecía un cantante de tango entre los turistas del hotel de la calle Corrientes. Esa voz cavernosa, esculpida por la nicotina y el alcohol y modulada al compás de un añejo resentimiento, generaba un halo de expectativa sobre su persona que pronto se desvanecía cuando el escritor chileno Germán Marín –que murió en Santiago de Chile, a los 85 años- pedía un exprimido de naranja. Ya no lo miraban con la curiosidad que despertaba segundos antes, como si el jugo no fuera una bebida químicamente potable para un escritor que ha cargado con los epítetos de “maldito”, “insolente”, “incorregible”, “duro”, “díscolo”, “ermitaño”. Su cordialidad desmentía la fama de arisco del último rebelde de la narrativa chilena, autor de la novela Carne de perro, los cuentos Conversaciones para solitarios, esa suerte de memorabilia exquisita titulada Lazos de familia y la excepcional trilogía Historia de una absolución familiar, entre otros títulos.

A fines de los 90, Alberto Fuguet lo definió como un escritor de culto, el secreto mejor guardado de la literatura chilena. En el universo narrativo de Marín se amalgaman un resentimiento corrosivo, melancólico y violento, con una mirada escéptica que a veces se posa sobre objetos que desaparecen silenciosamente o excava con perplejidad en los lugares oscuros de la historia real o ficticia del país. “Durante muchos años me daba vergüenza estar vivo entre tantos cadáveres de gente que yo quería”, comentó el escritor chileno a Página/12 durante su visita a Buenos Aires en 2008. En la primera crónica de Lazos de familia, ante la foto de un viejo almacén de su familia, se pregunta “qué sentido tiene rememorar el inicio en Santiago de esa gente italiana, emigrante por necesidad económica, si no es para descubrir entre los gusanos algo que sirva como auxilio al yo perdido”. Marín se nutre de las basuras o residuos de su resentimiento; trabaja con esos elementos pegajosos que anidan en su memoria hasta transformarlos y convertirlos en literatura. En otra de las crónicas de ese libro exquisito, con la ironía que lo caracterizaba –solía definirse como “reaccionario de alma y progresista de vocación”–, recuerda que para Sir Richard Francis Burton el Chile primigenio “era un hoyo negro, aunque sus sirvientes atendían bien”.

El relato “La noche que bailé con Ava Gardner”, incluido en Conversaciones para solitarios, está basado en una anécdota real, la memorable noche de 1955 en que conoció a la estrella del cine clásico norteamericano, “el animal más bello del mundo”. “Pensé que una vez comentaría entre los amigos la noche que bailé con Ava Gardner, pero nadie de ellos creería que fue verdad, por lo que sólo me quedaría el recurso de contar el hecho como una página de ficción”, se lee al final del cuento. “Es una verdad que tuve que convertir en mentira para que finalmente pudiera creerse”, explicaba Marín las curiosas volteretas entre realidad y ficción. Poco a poco, sus libros comenzaron a vender más, pero sin llegar a ser un best seller. En los últimos años, Marín dejó esa periferia en la que habitaba cómodamente, la del “escritor secreto”, para convertirse, después de los 70 años, en un escritor público.

“En mis libros hay resonancias con Buenos Aires. Soy mezcla de chileno y argentino. Mi madre era argentina; tengo tíos y primos acá, incluso yo usaba el lenguaje porteño en Santiago y me miraban raro. Ese lenguaje ya se popularizó en Chile”, reconocía Marín, que en los años 40 vivió en Villa Urquiza. “Iba a clases, a la escuela Juana Manuela Gorriti, con el guardapolvo blanco”, recordaba y la evocación ablandaba la aspereza de su mirada. En 1950, de nuevo en Santiago de Chile, la ciudad donde nació en 1934, decidió ingresar a la Escuela Militar, donde tuvo como capitán de compañía nada menos que Augusto Pinochet. Pero no tardó en romper con esa férrea disciplina cuando con otros cadetes desfilaron borrachos en la avenida Vicuña Macakenna y fueron detenidos por una patrulla militar. Todos entregaron nombres falsos, excepto Marín, quien vio la oportunidad de liberarse de las amarras de la vida militar. Y se ganó la expulsión por “mala conducta”. Después de su fallida formación militar, regresó a Buenos Aires y estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires. Tuvo la fortuna de ser alumno de Ángel Vasallo, Ana María Barrenechea, Raúl H. Castagnino, Jaime Rest y Jorge Luis Borges. “Pero en esa época no era el mito que es hoy –aclaró–. No era el escritor Borges, sino el profesor Borges, un tipo simpático que me hablaba mucho de Joaquín Edwards Bello, el único escritor chileno que admiraba”. Mientras estudiaba, Marín trabajó como disc-jockey en la discoteca porteña Rendez-Vous, pasando música en lo que se llamaba el “Té Danzante”, que funcionaba de cinco de la tarde a nueve de la noche.

En la década del ’60 militó en el maoísmo chileno y recibió una invitación para trabajar en China, justo cuando las relaciones entre la Unión Soviética y los chinos atravesaban el momento de mayor tensión. A Marín no le importó que el Partido Comunista chileno, que adhería a los postulados soviéticos, lo considerara un díscolo por aceptar el convite. Rumbeó hacia Pekín con su mujer, donde trabajó en la Editorial en Lenguas Extranjeras, entre 1967 y 1968. Apenas cuatro años después, llegó el golpe de Pinochet que lo expulsó lejos del país. “Fui considerado un agente ideológico, que era la categoría para designar a los escritores, periodistas o personas que trabajaban en el ámbito editorial. Había publicado una novela, Fuegos artificiales, ocho meses antes del golpe, con resultados nefastos, porque el libro fue prohibido y lo convirtieron en papel picado”. Se exilió primero en México, después en Barcelona, hasta que regresó a Chile a principio de los noventa.

“En la literatura también he sido un díscolo, y la prueba está en que recién ahora, que tengo más de setenta años, empieza a conocerse un poco mi obra”, planteaba Marín. “Durante muchos años, la suerte no me favorecía desde el punto de vista del público, aunque siempre tuve muy buena aceptación de la crítica. Pero no era suficiente, porque las editoriales quieren vender y yo no vendía”, admitía el autor de Círculo vicioso, Las cien águilas y La ola muerta, las tres novelas que integran la trilogía Historia de una absolución familiar. “Desde joven desconfié de los modelos porque muchas veces eran los modelos del éxito. No me he convertido en discipulo de nadie. Con esto no quiero ser pretencioso; acepto que he sido educado literariamente por los grandes escritores, siempre hay influencias que están de un modo consciente o inconsciente. Hay una frase muy bonita de Paul Valéry que decía que sobre la mano de un escritor están las infinitas manos de otros escritores. Y creo en eso”. Sobre la mano de Marín están las manos de William Faulkner, Juan Carlos Onetti y Pierre La Rochelle. “La narrativa chilena no brilló en el firmamento porque es mediocre, tímida, opaca, como los días nuestros, tan grises; es una literatura de vuelo bajo”, dijo el escritor chileno. “Chile es un país ideal para escribir. Soy muy mirón, observo mucho esa realidad que me alimenta. A lo mejor me alimento con carroña. Soy un poco un ave carroñera; me gusta excavar en el fracaso porque los éxitos son efímeros. Uso a Chile como un enorme basurero donde encuentro materiales para escribir. Yo soy un novelista que vive de escarbar la basura”.