El artesano británico, el orfebre de las palabras que a veces experimenta de manera atrevida con las formas, se siente “asombrosamente halagado” por el Premio Nobel de Literatura. El escritor Kazuo Ishiguro –que como no fue contactado por la Academia Sueca temió que fuera una “falsa” noticia o una broma– sucede a otro orfebre de la palabra cantada: Bob Dylan. Los dos comparten una naturaleza huidiza; no son figuras de tediosa exhibición mediática como Mario Vargas Llosa, sino más bien criaturas que prefieren el silencio y no les gusta dar entrevistas. Afirmar que el galardón recupera su brillo es sumarse al coro de retrógrados que han rechazado a Dylan por no ser un escritor “puro”. El lenguaje traiciona o revela lo que hay en las cabezas de muchos escribas. Otro cantar es la actitud del autor de “Blowin’ in the wind”, quien tardó demasiado en dar señales de vida y contestar si aceptaba o no. El “bueno” de Ishiguro –nacido en Nagasaki, Japón, en 1954, con residencia en Inglaterra desde los seis años, donde adoptó el inglés como lengua literaria–, autor de siete novelas, un puñado de cuentos y guiones cinematográficos, muy british en sus modales, reconoció a la BBC que es un “magnífico honor” recibir el premio porque está siguiendo “los pasos de los grandes autores que han existido”.

El autor de Lo que queda del día (1989), que fue llevada al cine con memorables interpretaciones de Anthony Hopkins –como el mayordomo Stevens– y Emma Thompson –en el rol de la señorita Kenton–, ha sido definido por Rodrigo Fresán como escritor de la exactitud o “realista de lo irreal”. A los 62 años, Ishiguro intenta aprovechar el protagonismo universal que le concede el Nobel para expresar su temor ante las circunstancias de un presente demasiado vacilante. “El mundo está en un momento muy incierto y espero que los premios Nobel sean al menos una fuerza para algo positivo”, dijo el escritor a la BBC. “Me sentiría especialmente emocionado si pudiera de algún modo contribuir a crear una atmósfera más positiva en estos tiempos de incertidumbre”, añadió el autor de Nunca me abandones. A pesar de su carácter esquivo, esta especie de “Bartleby británico” objetó el Brexit y manifestó su deseo de que Gran Bretaña permanezca dentro de la Unión Europea en un comentado artículo del Financial Times: “Desde el viernes pasado estoy enfadado. Me siento terriblemente enfadado por los que votaron a favor de la salida y especialmente por David Cameron, por permitir que un asunto tan complejo y decisivo para nuestro destino se resolviera no por los cauces parlamentarios, sino por un referéndum que pidieron unos pocos y cuyas reglas no estaban claras”. Desde entonces denuncia la metamorfosis de Gran Bretaña en “la Pequeña Inglaterra”, la creciente hostilidad contra los inmigrantes y la creación del clima “más favorable a los grupos nazis desde la Europa de los 30”.

La obra del Nobel podría ser interpretada como variaciones acerca de un mismo tópico: el acto de hacer, deshacer o rehacer la memoria. El nudo gordiano de su narrativa se construye a partir de la tensa relación entre memoria y olvido. Quizá por eso, en sus libros hay personajes perdidos que buscan su lugar en el mundo. Las dos primeras novelas de Ishiguro, Pálida luz en las colinas (1982) y Un artista del mundo flotante (1986), transcurren en Japón. Después llegaría la consagratoria Lo que queda del día –originalmente traducida como Los restos del día–, un bellísimo ejercicio de memoria narrado en primera persona por Stevens, el mayordomo de la mansión Darlington Hall, que fue propiedad de un aristócrata inglés, con la que obtuvo el prestigioso Premio Man Booker. En Los inconsolables (1995) pivotea sobre Ryder, un famoso pianista amnésico que desplaza por un mundo donde el tiempo, el espacio y la memoria aparecen alterados. Los críticos y los lectores manifestaron su desconcierto –quizá sea una novela demasiado “experimental”– y no les tembló el pulso a la hora de etiquetar a Ishiguro como un “eficaz y más ligero Henry James” de fin de milenio. En Cuando fuimos huérfanos coquetea con la novela detectivesca clásica. Christopher Banks es el más célebre detective de Londres. El enigma gordiano que resulta casi imposible de resolver no está en la alta sociedad londinense de los 30, sino en su propio pasado: la misteriosa desaparición de sus padres en Shanghái, cuando era un niño, tal vez secuestrados por la mafia china o por un asunto relacionado con el tráfico de opio. Boyd Tonkin, crítico del Independent, dio en el clavo de una cuestión medular al plantear que Ishiguro ha ido creando un universo literario propio, “un territorio que podríamos llamar Ishiguiria, un escenario desasosegante, hecho de recuerdos y amenazas, sueños y desarraigo, tan inconfundible a su manera como la Greenland de Graham Greene”.

En una entrevista con Fresán –publicada en el suplemento Radar Libros en 2001– Ishiguro aseguró que no piensa si le gustan o no los personajes de sus novelas. “Los considero como si fueran parientes, ahí están, vienen en el paquete. A muchos de mis lectores el detective Christopher Banks les pareció un ser insoportable. No me molesta. Me gusta que alguien que no existe pueda irritar a alguien que sí existe. Es una forma de elogio y es algo que, por suerte, distingue a las novelas de buena parte del cine que se hace en Hollywood: no es obligatorio un personaje querible. La literatura es uno de los pocos lugares que quedan para relacionarse con gente a la que uno jamás le dirigiría la palabra en la vida real”. Al escritor británico le impactó la lectura de Fiódor Dostoievski y le gusta mucho Anton Chéjov. “Estos dos rusos configuran un poco el Ying y el Yang de mi sistema literario. Me interesa encontrar un balance entre esos dos extremos”, reconoció el autor de Nunca me abandones, una distopía tan melancólica como extraña por esa especie de crueldad en la utilización de los humanos, narrada por un personaje difícil de olvidar: Kathy, quien recuerda sus experiencias con otros adolescentes en Hailsham, un centro educativo y de reclutamiento donde se retienen a los clones que podrán servir de auxilio a las “personas normales” del mundo exterior.

“Ishiguro está como al margen de la sociedad literaria. Me contó su agente que cuando le dijeron que había ganado el Nobel contestó ‘¿qué premio?’, ni se lo imaginaba”, contó Jorge Herralde de Anagrama, editorial que publicó todos los libros del escritor, siete novelas y la colección de relatos Nocturnos: cinco historias de música y crepúsculo. Herralde afirmó que en la editorial están “felicísimos” y que les parece un galardón “tan inesperado” como “merecido” porque el narrador es de “una sutileza, elegancia y profundidad asombrosa”. “Me recuerda el caso de Patrick Modiano, que siempre había publicado como en sordina libros excelentes y cuando le dieron el Nobel la secretaria que leyó el fallo dijo que ‘era el triunfo de la gran literatura’. En Ishiguro eso se redobla”.

El gigante enterrado (2015), su última novela, conduce a los lectores a la Edad Media, a una Inglaterra desmemoriada, asediada por una niebla que produce amnesia, y con los britanos y sajones divididos. Los héroes son dos ancianos, Axl y Beatrice, que viven en una aldea en donde se los desprecia por ser viejos y deciden emprender un viaje para buscar a su hijo. Wistan, guerrero sajón y uno de los personajes cruciales, postula la necesidad de una compleja pero necesaria articulación entre memoria e identidad a través de una palabra, el odio, que ha tenido y tendrá “mala” prensa. “Si muero en combate antes de transmitirte mis conocimientos, prométeme que darás cabida a este odio en tu corazón. Y si alguna vez flaquea o amenaza con desaparecer, protégelo cuidadosamente hasta que la llama reviva”. Muchos predicadores del olvido  –tan de moda en estos tiempos aciagos– intentan apagar la llama de la memoria para convertir a los miembros de la sociedad en fantasmas sin raíces. Como pocos escritores, Ishiguro hunde su cuchillo en las viejas heridas de la humanidad.

Ver, además:
  Nocturnos, de Kazuo Ishiguro (reseña de Germán Cáceres)