La adolescencia fue una época oscura y difícil para Federico Benítez, un joven invisible para su familia. ¿Cómo explicar a sus hijos adolescentes, Joel y Candela, lo que significó para él tener quince años en 1983? Tiene un largo viaje de cuatro días para intentar hacerlo, hasta un pueblo pequeño de Chubut, donde enterrarán a Marta Muzopappa, la profesora de Artes Plásticas que fue la entrenadora de un equipo de fútbol que integró Benítez en su Colegio Nacional Normal Superior Arturo del Manso. La “profe” que lo supo escuchar y acompañar cuando todo era incierto. Eduardo Sacheri prefiere los personajes que se sienten como “tuercas sueltas” o piezas que no terminan de encajar en los convulsos tiempos que les tocan vivir. En El funcionamiento general del mundo (Alfaguara), un viaje en el espacio y en el tiempo le permite al escritor narrar una historia en la que se trenzan la épica y la derrota del juego. Crecer es más saber perder que ganar, parece insinuar esta novela.

Sacheri (Buenos Aires, 1967), autor de La pregunta de sus ojos, Aráoz y la verdad y La noche de la Usina (Premio Alfaguara 2016), entre otras novelas, tenía 15 años en el 83. Como Benítez, el personaje principal de El funcionamiento general del mundo. “Me interesaba rastrear la muy lenta y traumática democratización de una sociedad. Me da la sensación de que a veces evocamos el 83 sólo en sus aspectos más luminosos y está bien en un punto, porque ni más ni menos fue recuperar la democracia. El autoritarismo no se desarma de un día para otro. Había un montón de actitudes profundamente autoritarias, no solo de los adultos, sino entre los chicos de la escuela, porque todos vivíamos aún en una sociedad que tenía un mambo muy jodido con el poder. Reformular esos vínculos llevó años”, dice el escritor, profesor de historia y guionista, en la entrevista con Página/12.

-¿Por qué será que las personas siempre hinchan por el equipo más débil?

-Yo supongo que es parte del atractivo que nos genera la narrativa; hay mucho más para contar del que no tiene, del que desea; el camino del deseo es mucho más interesante narrativamente. Los seres humanos tendemos a sabernos bastante frágiles e incompletos y bastante derrotados; por eso empatizamos con el que sentimos más próximo a nosotros. Supongo que hay gente que se siente exitosa y fuerte, pero me parece que son los menos. Calculo que esos hinchan por el más grande.

-Sin embargo, esta empatía sucede sólo en el fútbol y no en otras circunstancias. Basta observar en las calles cómo se maltrata o se ignora a quienes piden algo de comer.

-Tal vez es mucho menos onerosa esa empatía deportiva que una empatía más comprometida; tiene lo efímero del juego, la liviandad de lo lúdico. Una de las cosas más atractivas del fútbol, de cualquier juego, es su ligereza. Uno entra muy fácil, pero sale también muy fácil. Uno se compromete profundamente, pero ese compromiso es efímero; no te genera responsabilidades ni costos de largo plazo. Esa es la utilidad del juego. No lo digo como una crítica, sino como algo bueno que tiene el juego porque nos permite conectarnos con profundidades que de otro modo no sé si nos conectaríamos. Coincido con vos: hay empatías que nos cuestan mucho más y nos las ejercemos, pero seríamos peores seres humanos si ni siquiera compartiéramos estas menudencias. Por lo menos, el juego te permite flexibilidades que en la vida real no se ejercen.

-Cuando el débil empata o gana, hay épica, ¿no?

-Una de las características de cualquier narración tiene que ver con el tamaño de los obstáculos. Si gana Goliat es lo lógico; no hay épica posible. No hay nada para contar. Se enfrentan David y Goliat. Goliat le pone una trompada en la cabeza y lo derriba a David. Fin de la pelea; fue un suceso esperable. Me da la sensación de que los seres humanos deseamos que la narración nos enfrente con algo inesperado, creo que eso nos engancha. Tiene que haber algo que salga del encadenamiento lógico de los sucesos para que la narración nos atrape. Al mismo tiempo tiene que romper la lógica hasta cierto punto; esa ruptura no puede ser exagerada porque si no perdemos el verosímil y nos desinteresamos también. Narramos como en una cornisa muy delgada porque de un lado nos acecha la normalidad y del otro lado el imposible.