–¿Hay un “misterio” de la danza que le viene bien a la literatura?
–Sí, hay un metalenguaje sin palabras que expande el mundo de las sensaciones. Me encantaba (Alwin) Nikolais, que era todo un abstracto con la danza; podés sentir de golpe que tu cuerpo es una diagonal, pasás por experimentar cosas con el cuerpo que no se te ocurrirían experimentar con el lenguaje. A veces tengo la sensación de que soy muda y tengo que hablar. Ese momento mudo es de mucho trabajo interior porque me llevó a buscar un modo de componer con las palabras una experiencia que no la aprendí desde las palabras. No sé si no deliro mucho (risas), pero encuentro hasta una conexión entre cuerpo y abstracción, que me parece que tiene mucho que ver con la música.
–¿El cuerpo le dio carnalidad a su escritura, la sacó de la mudez?
–Yo creo que la escritura la tenía porque en el colegio me encantaba escribir. Me impusieron la danza, me formé en la disciplina en que no me tenía que formar.
–Entonces se rebeló contra la danza, algo no deseado.
–La deseé por imitación, porque quería hacer lo que hacían mis hermanas y me gustó y lo disfruté. Todo lo que tenga que ver con el deseo de escribir siempre es como agarrar una llama viva, ¿cómo la voy a agarrar?
–En el sistema editorial argentino la gran mayoría de los escritores publican cada año o como mucho cada dos años. Hay cierta velocidad por publicar de la que no participa.
–En ese sentido, nunca me pude ver como escritora. Siempre me vi en un vaivén de entrar y salir, de desear el escenario, de desear la música. Todo el ciclo “Confesionario”, que ya tiene más de quince años, es un ciclo que podría haber escrito. De hecho hay un montón de gente que da clase sobre la “literatura del yo”. Sin embargo, yo tuve esa percepción y para mí fue una actuación, en el sentido no de mentira sino de teatral. Me gustó estar ahí con el grano de la voz del autor. El escenario y el esquema del teatro en mí es muy fuerte y eso me corre del momento de la palabra. Igual, cuando estoy con la palabra, me siento en el centro de eso, siento que estoy pensando qué es lo autobiográfico, lo comparto, y lo pongo en escena.
–Las redes sociales amplifican tanto las experiencias que pareciera que Twitter es autobiográfico, Facebook es autobiográfico y también Instagram. Que casi todo puede ser interpretado como una masa voluminosa de autobiografías circulando, ¿no?
–Estoy totalmente de acuerdo con lo que decís. Me parece que está bien que desborde lo autobiográfico, que cuando hay un patrón se saque. Y si se tiene que romper que estalle, hacerlo reventar y saltar por los aires. Lo autobiográfico fue como un antídoto.
–¿Contra qué fue ese antídoto?
–Contra un momento muy estancado de la producción literaria. Hay autores que dejan más caminos que otros; con Fogwill y con (César) Aira se empezó a entrar por otro lado. Creo que era el antídoto contra el escritor de “biblioteca” que estaba encerrado. Quizá la irreverencia de “Confesionario” me la permitió haberme formado en la danza y sentirme por fuera de la academia. Le pongo una ficha a lo autobiográfico, a contar una historia personal, a ritualizar, a buscar la emoción. Lo autobiográfico era un antídoto contra la falta de emoción. Yo tenía la formación de bailarina y actriz, iba a las clases con (Norman) Briski y tenía que ponerme en una situación trágica porque de esa situación iba a salir mi verdad escénica. A lo autobiográfico llego por el teatro, rodeo la literatura, rodeo mi propia escritura, pero eso no quiere decir que no estoy adentro. “Confesionario” lo empecé como una cosa anti sistema, pero después lo que parecía afuera del canon resulta que al final no estaba afuera. Esto que pensé que era menor no era marginal.
–¿La propuesta teatral de “Biodrama” de Vivi Tellas surgió más o menos en esos años, junto con “Confesionario”?
–Sí, es contemporáneo o un poco posterior, pero es por ahí, de hecho lo charlamos con Vivi. Hay una sincronía con la historia personal. Hay un agotamiento de las formas o uno siente que se agotaron. Yo viví un tiempo en Boston y tomé clases de teatro en Harvard. Ahí pasaba mucho tiempo sola y me hicieron hacer un “diario de las sensaciones”. Lo primero que escribí fue para las clases de teatro, que te mandan mucho a la dramaturgia. Yo me daba cuenta de que podía producir en primera persona, pero que estaba cruzado por algo literario que de un modo no formal fui aprendiendo. Por otra parte mi pareja, Andrés Di Tella, venía trabajando el documental personal con La televisión y yo, entonces también tenía una influencia que convergía. Mi primer libro, El futuro de los artistas, es muy realista, es como un blog. Puede haber una pequeña crítica por contraste, porque me sentía rezagada, que la tenía que remar, que había un montón de escritores que iban a mirar mal el subirse a un escenario y leer en público, que lo iban a tomar como payasesco, pero yo no era débil en eso y en ese momento creía que había que contar historias personales. La autobiografía fue un antídoto contra algo que en la literatura parecía un callejón sin salida.
La ficha
Cecilia Szperling, escritora, periodista, performer y creadora de ciclos literarios, nació en Buenos Aires. Su primer libro de relatos, El futuro de los artistas (1997), obtuvo el subsidio de la Fundación Antorchas. Su novela Selección natural resultó finalista del Premio Clarín y después fue traducida y publicada en Inglaterra. Publicó dos libros como antóloga y prologuista, Confesionario 1 y 2, en Eudeba. En 1998 creó los ciclos literarios “Lecturas + música”, “Confesionario, historia de mi vida privada” y “Libro marcado” –de los cuales es curadora, presentadora y performer– que se presentaron en espacios como el MALBA, el Centro Cultural Ricardo Rojas, bibliotecas municipales, Biblioteca Nacional y el Encuentro Federal de la Palabra. Publicó relatos, columnas y en PáginaI12, Clarín y otros medios gráficos. Confesionario TV tuvo dos temporadas en el Canal de la Ciudad, y Confesionario Radio se emite desde 2010 en Radio UBA. Desde 1995 da clases de Escritura Creativa en el Rojas.