Urondo poeta

por Daniel Freidemberg

Urondo no es un poeta que ponga en crisis lo que espera un lector de poesía (salvo que sea un lector que sólo espera que lo pongan en crisis), tampoco es uno que atrape ni que se preste a una lectura fácil. Y no porque ofrezca grandes dificultades a la lectura, al menos en la mayor parte de su obra, sino porque a primera vista no ofrece grandes atractivos. Es un muy buen poeta, hasta un gran poeta, por otra cuestión: si gran poeta es el que se presta infinitamente a la relectura, descubriendo en cada vez algo, de “lo que se dice” o “del cómo se dice”, que había pasado inadvertido en la anterior; si es alguien cuyos logros no se agotan ni terminan cansando, y que tiene algo suyo para dar, que nadie puede dar sino él, y eso que tiene para dar siempre resulta de alguna manera necesario, todo eso es Urondo. O bien: si gran poeta es aquel en que se reconoce un tono, una voz inconfundible, una mirada.

Una voz, un tono, una actitud, una mirada: inteligencia, distancia, humor, cultura. Pero están como disimulados, que no se noten mucho. Hay un estilo, pero ese estilo pasa por otros -desde el vanguardismo cincuentista tipo Poesía Buenos Aires hasta el coloquialismo politizado de los 60, por decirlo a lo bruto- y más bien parece conformarse con trabajar bien lo que ya descubrieron otros: no abre nada radicalmente nuevo, no hay nada en que se destaque, pero casi todo lo hace muy bien, tiene un gusto impecable, una combinación de precisión y soltura como casi nunca se ve, verdadera gracia, una musicalidad perfecta, un talento impresionante para encontrar la palabra justa, para ordenar la frase. Justeza: sabe muy bien lo que dice, dice exactamente lo que sabe, no hace casi gestos para convencer a nadie, lo que sabe y lo que dice es interesante. Pocas, muy pocas veces no sale bien parado de sus apuestas más arriesgadas, y algunas muy fuertes, sobre todo Adolecer y, en otro sentido, los Cuentos de batalla.

¿O sea que sólo un poeta eficaz, un poeta dotado naturalmente? Eficaz y dotado, sí, pero hasta un grado tan alto que resulta inconcebible. Si algo es en él permanente, desde el principio hasta el final, es el sentido prodigioso de la armonía, cómo se ajustan las partes, cómo no disuena nada (o la disonancia forma parte del juego), cómo se contrapesan los elementos. Una sabiduría de la administración de los materiales, un buen gusto y una destreza que rehúsa exhibirse como tal. Urondo llega cuando la neovanguardia ya está consolidada: es un suelo, un terreno, que acepta y del que parte. No rompe con ella, como poeta no es revolucionario: lo suyo es una evolución, personalísima y nada estridente. Va produciendo cambios, según obsesiones y necesidades propias. Su objetivo no parece ser revolucionar la poesía ni encontrar otros lenguajes sino profundizar los ya existentes, perfeccionarse, trabajar cada vez mejor y de un modo más auténtico. Es personal no por ruptura sino por profundización.

Y lo que importa es hasta qué punto llega a ser personal por profundización, o, más exactamente, por una fidelidad obstinada y radical a una serie de principios, del principio al fin: pudor, un apego indeclinable, instintivo, a la armonía y la belleza, rechazo a la explicitación innecesaria (siempre es preferible que falte y no que sobre), sinceridad (siempre parece estar diciendo algo que no tiene más remedio que decir, que esas palabras surgieron porque el silencio era peor), rechazo drástico e irrenunciable a la autocomplacencia: nunca, y de ningún modo, ningún tipo de golpe bajo o efectismo. No sólo su poesía nunca depende de la búsqueda de una aceptación, no presupone la existencia de un pacto con el lector, sino más bien parece rechazar cualquier posibilidad de ese tipo y hasta burlarse de ella.

La ironía, siempre presente en la escritura, juega en esa dirección, por supuesto, del mismo modo en que lo hace, recurrente, la intertextualidad. Urondo parece no poder escribir sino es desde la literatura: las referencias literarias están por todas partes, incluso muchas que sólo lectores muy ilustrados pueden pescar, aun en algunos de los textos política y existencialmente más jugados, como los de Adolecer. Un ejemplo: en el poema “No tengo lágrimas”, el subte de Buenos Aires es tratado como un descenso a los infiernos, el recorrido por las calles de la ciudad como el viaje de expedicionarios a la pampa, a lo Mansilla. Es que no sólo se trata de aludir sino de establecer, y aprovechar en sus posibilidades de significación, un productivo juego entre literatura y realidad: así como las mujeres amadas son marquesas de Rubén Darío o cortesanas francesas, todo es mirado desde una profunda cultura literaria. La fusión de literatura y vida significa aquí -exactamente al contrario de lo que propone el populismo- que la vida puede ser mirada desde una vasta experiencia de lecturas, para hacer de ella literatura. Aun en sus momentos más vitalistas, Urondo ve el mundo desde su bagaje cultural, que tiene a la literatura como principal componente. No es que lo vea con las anteojeras de la literatura, sino más bien toma a esta última como un bagaje, un instrumental que entra en contacto con las visiones del mundo y se fricciona con ellas, enriqueciéndose mutuamente. No es que las visiones del mundo sean ilustraciones de la literatura, sino un diálogo con ella.

La intertextualidad, por otra parte, es constitutiva en Urondo en un grado aun más profundo, más primario: cada cosa que escribe, la que fuera, da la impresión de que la escri-(sigue en pág. 14) (viene de pág. 13) be como si estuviera citando, como si deliberadamente, por buen gusto, eligiera palabras que no son propias, y discretamente quisiera que se note que son ajenas: es deliberadamente retórico. En todo caso, la excesiva originalidad parece espantarlo, quizá como una forma de vanidad. Tampoco, por eso, cree en el yo poético: trabaja sobre la subjetividad del poeta y, más aun, ese es su principalísimo campo de trabajo, intensivo, inclaudicable, lúcido, pero es un campo de trabajo y no un lugar de emisión fuerte ni, menos aun, una fuente de autoridad o de saber. Aunque diga mucho y hasta opine en sus poemas, aunque muchas veces sea tajante o lapidario, Urondo no parece “tener mucho que decir”; se pregunta con el lector, le dirige preguntas, juega un poco con él, registra algunas cosas y las ofrece, y de ese modo también ofrece esas frases terribles que parecen sentencias: se las puede tomar o dejar, no las impone, su misma presentación rotunda y la ausencia de guiños refuerzan ese efecto. A su modo son, también, emergencias poéticas, irreductibilidades. Como sea, antes que cualquier otra cosa es la belleza de la palabra la necesidad que siempre se impone, la que impone las reglas, y es impresionante cómo Urondo nunca pierde la compostura, ni siquiera en los poemas más trémulos, los más desgarrados y los más estremecidos. Aun en los más “salvajes” y “rabiosos”, en los que una visión crítica corrosiva e impiadosa no parece dejar nada a salvo, una especie de serenidad de fondo que nada turba parece impedir siempre el desemboque en la pura confesión, el puro grito o la proclama.

Y esto también porque Urondo es un maestro, probablemente el mejor de todos en la Argentina, de la síntesis: la menor cantidad de palabras posibles, más ideas en menos palabras, una apuesta muy alta a la fuerza de lo tácito. Eso se nota sobre todo al principio, pero después es mucho más interesante el modo personal que encuentra de hacer funcionar la síntesis en un discurso más expandido, e incluso muy expandido y suelto. Ya avanzado -y los colmos son, otra vez, y otra vez en distinto sentido, Adolecer y Cuentos de batalla- la voluntad de síntesis está todo el tiempo ahí controlando la construcción de las frases.

En un principio su poesía es una acumulación de pequeñas revelaciones. Lenguaje exprimido, comprimido, manejo genial de la línea corta, que en ciertos casos (Lugares, Breves) hace acordar a ciertos pianistas de jazz: tocan una nota y la dejan vibrando, después otra, sin ligarlas, y las dejan vibrando, de modo que se sienta el silencio que las separa, o el recuerdo auditivo de esas notas que desaparecieron. Esos poemas del principio, incluso los poemas en prosa del primer libro, se basan en la increíble habilidad de Urondo para la construcción de la frase significativa y única que resuena como un hallazgo: “queda amarlas sin método y sin desenlace”, “instigado por una pasión/ curtido por un desaliento”, “tu temor ácido a los hoteles/ a los huecos del porvenir”.

Obtener, como quien gana un premio o ve cómo se produce un milagro, una frase autónoma, una frase con vida propia, que por sí misma sea casi, de hecho, un poema, es una ambición que comparten por igual los neovanguardistas y el coloquialismo sesentista (vía creacionismo, ultraísmo y surrealismo en ambos, vía Char además en los primeros e incluso por vía del tango en los segundos), pero Urondo parece haber nacido especialmente dotado para encontrarse con ellas (incluso en su conversación, según los testimonios). Escribe entonces -y eso es, al fin y al cabo, un poema de Urondo- como quien anota frases que reclaman incorporarse por su nitidez, por su fuerza interna y su necesidad, por la inusual combustión química que producen los encuentros de palabras que las conforman, y las pone una junto a otra, una encima de otra, y ve que forman algo, un poema. Pero sus poemas no incorporan frases de cualquier manera, no son simples collages organizados por el azar: siempre vigilante, siempre obsesionado por la composición, algo se arma con las frases. Hay un movimiento entre una y otra, una progresión, una música que sube o baja, se ralenta o acelera.

En sus principios, Urondo integró, con Miguel Brascó y Hugo Gola, una suerte de informal subgrupo santafesino de lo que Raúl Gustavo Aguirre llamaba “el movimiento Poesía Buenos Aires”, en el plano local vinculado, al parecer, a Birri y al bastante más joven Saer, y todos al parecer unidos por Or-tiz. En la frecuentación y en la lectura de Juan L. Ortiz está, probablemente, la principal diferencia de “los santafesinos” con el núcleo porteño del “movimiento”: Ortiz los distiende, los hace más sensibles a lo humilde y concreto, les reduce la omnipotencia en cuanto a “la función del poeta”. Como siguiendo el ejemplo de Ortiz, además, la escritura tiene un aspecto más inseguro y balbuceante y hay cierta sensibilidad hacia el paisaje (Lugares, Nombres, Breves). Ese primer Urondo es un hombre un poco absorto que, como algunos personajes de Saer hundidos en una ciudad de provincia, contempla su vida, sus días. Sabe que no puede decir mucho, acaso porque es joven, quiere ver y registra lo que produce en él el impulso de ver qué pasa, como quien registra su existencia, entendida como “lo existente”.

Pero eso, en el primer libro al menos, viene todavía envuelto en el aire de surrealismo que era casi imposible no respirar en la época. Casi nunca eso implica la más reconocible retórica surrealista, pero por momentos recuerda a Madariaga. El modo de enfocar a la mujer (siempre tiene algo de sacerdotisa, de diosa, de diablesa), el gusto por palabras como “fuego” o “danza”, mucho erotismo, un brillo onírico. Incluso la ironía es de tipo surrealista (lo mejor del surrealismo), si bien más adelante irá derivando hacia otro tipo de ironía, más urbana, borgiana, aporteñada. Tanto en el principio como en el final, eso sí, su ironía forma parte de una actitud más profunda y general, decisiva en Urondo: eso que tiene de aristocrático, de no creerse del todo las cosas, no hacerse muchas esperanzas y detestar cualquier tremendismo. Irónico e intertextual es cierto procedimiento que aparece en Historia antigua: el invento surrealista de escribir poemas a partir de fórmulas parodiadas de otros discursos, sobre todo tratados, guías, recetarios (“Gaviotas” simula un manual de zoología o de etología). En todo Urondo, de punta a punta, es muy común simular la pose y la gestualidad de otros discursos, como cuando uno se encuentra a un amigo muy cercano y lo saluda con un “qué me cuenta, Doctor”. Otra cosa frecuente en ese primer grupo de poemas -y no sólo allí- es la apariencia de discurso descriptivo e impasible: “la fiera está allí, escondida en las otras habitaciones”, o “Hay enanos que viven fieles a su tradición de bufones”.

Esos primeros poemas en prosa denominados “Textos”, deben ser los más tardíos, en cuanto al momento de su escritura, del primer libro (hecho entre 1950 y 1957), porque tienen elementos más distanciados, más elaborados, y que hacen pensar en el Urondo “prosaísta” que terminará de hacerse presente en Del otro lado: esas fórmulas despersonalizadas usadas con sentido irónico y como citando: “Pero no hay que alarmarse”, “habrá que quedarse contemplando estos aromas y este son de vacaciones escolares”. La segunda parte, “Historia antigua”, está cerca Char, de Poesía Buenos Aires.

Tal vez Lugares sea el libro más “santafesino” de Urondo, el más cercano a Gola: mucho “aire”, “viento”, “abandono”, “tarde”, “agua”, “sol”; sin embargo, comparado con Gola, mucho más emotivo, Urondo resulta objetivo, parece dedicarse a montar observaciones en pequeñas frases. Tal vez a estos poemas, y en especial a los de la parte “Breves”, se refiera la descripción que hace Noé Jitrik en una entrevista: “cuando yo lo conocí hacía poemas experimentales, de gran precisión, verdaderas miniaturas”. Sería bueno, si alguna vez se pudiera, comparar lo que con esas formas breves, fragmentadas, hacen Urondo y Alejandra Pizarnik aproximadamente para la misma época. En el caso de Urondo, menos conclusiones trascendentales, más disponibilidad a reconocer que el mundo es lo que es (y es algo que en general no le gusta mucho), más tristeza y menos furia, más ternura (termina con “pajaritos”).

En Nombres despunta ya lo “prosaico” y conversacional: aparece -y será indicio de un rasgo que Urondo exportará a otros poetas, por ejemplo Gel-man- la expresión “por supuesto”, pero además entra en escena la vida prosaica y cotidiana de cualquier ciudadano urbano: no tanto su descripción como la reflexión sobre lo que ella esconde, sobre la tragedia, la maravilla y la miseria de estar viviendo, particularmente materializadas en las escenas situadas en la atmósfera del teatro y el cabaret. Las varias referencias al Darío de las princesas y las condesas son sugestivas; es, por decirlo así, el punto de comparación: esta vida que vivimos es tal como es porque no puede ser aquella otra, y el gusto decadente, simbolista o modernista por cierto lujo (en el sentido de refinamiento y de no escatimar gastos si de calidad se trata, no de ostentación vulgar) estará presente casi hasta el final de su obra, con su profusión de damas renacentistas o marquesas. La sensualidad y el placer son derechos a reivindicar para Urondo, aunque es -y lo hace notar- muy consciente de que son provisorios islotes de experiencia intensa en un mundo degradado, pobre y confuso, radicalmente insatisfactorio: cuando en su poesía aparezca la palabra “revolución” aparecerá precisamente como la posibilidad instalada en el horizonte de abrir una brecha que permita resolver la contradicción cada vez más acuciante y dolorosa que le produce ese contraste. Hasta el punto, y lo dice explícitamente, de que vale la pena ofrecerle la vida, porque al fin y al cabo se trata de encontrar algún sentido que justifique vivir en un mundo que no parece tenerlo. Como Juan de la Cruz en la noche oscura del alma, Urondo descubrirá que hundir el cuerpo en la revolución será una posibilidad, la única posibilidad que ve, de redimir una ausencia de sentido que le resulta intolerable: la vida es decepcionante, descubre en algún momento, porque pesa sobre la sociedad una visión impuesta que lleva a la resignación y la impotencia -denunciar que se vive en la impotencia, sobre todo los intelectuales, se vuelve una de las obsesiones más fuertes en la poesía de Urondo de los años 60-, y esa visión responde a fuerzas inmovilizadoras que sólo poniendo la vida en juego y afrontando la posibilidad de la muerte se pueden romper: la muerte es la verdadera prueba de que se quiere vivir, en un sentido que no se limite al de la simple supervivencia.

Pero además esto tiene que ver con una cada vez más impostergable necesidad de “salir de sí mismo”, de sus propias preocupaciones y del lugar del poeta a la manera de Poesía Buenos Aires para entrar en el conflicto del mundo, en el cual Urondo entrevé la posibilidad de entregarse ya sin prevenciones -nunca lo logrará, obviamente, y lo notará en los poemas- a una suerte de encuentro amoroso, o al menos fraternal, con el mundo inmediato y concreto, no como quien responde a una consigna ideológica sino como quien necesita paliar una incompletud insoportable. Difícilmente sólo a su amistad con César Fernández Moreno o por sus lecturas de Apollinaire o Drummond de Andrade responda el carácter realista que cada vez más va asumiendo su poesía: las heladeras, el opel, la calle Corrientes, un cajón de frutas correnti-nas en el mercado de Liniers, la grappa que humea junto al café en el amanecer que aparecen en “B. A.-Argentine”, donde también hace su entrada lo político-social: “era el sudor corrompido por una riqueza que faltaba/ y que no quisieron distribuir”. Dando un paso más, en Del otro lado se permite ser francamente “no poético”, por ejemplo en el humor negro de “Parques y jardines”. Urondo aprende a sacar partido del humor, lo explota y disfruta jugando con lo estética y espiritualmente contradictorio: “Maldita sea tu madre/ que de noche te dejaba sola y asustada; maldita sea la mugre/ que te protege y te impide desaparecer (...)/ Soy un devoto/ de la mugre de tus rodillas; fiel a pesar mío”.

Probablemente nadie en la Argentina haya llevado hasta extremos tan sutiles y productivos como lo hizo Urondo el juego entre ligereza y gravedad, un prodigioso equilibrio inestable entre ambos, que también se verifica entre literatura y vida, lo culto y lo popular, el placer y la ética. Todo Urondo es ese equilibrio inestable que nunca se resuelve, o sí, se resuelve o podría resolverse, él mismo lo anuncia en sus poemas, fundiendo el cuerpo en la pelea colectiva. Tal vez porque ya sabemos que murió en combate, su poesía toda parece, vista hoy, conducir exactamente hacia el lugar donde concluye, se cierra: la muerte real, la muerte ya no en el texto sino la concreta muerte física del hombre que la escribió parece terminar de definirla. Ni una palabra que agregar, en sus poemas de los últimos años, e incluso en alguno anterior, algo de eso ya aparece previsto. Pero esos y todos los demás poemas de Urondo están hechos con palabras, y en ellos las palabras siguen, radicalmente incapaces de coagularse, combatiendo, enfrentándose, desmintiéndose y convocándose las unas a las otras, en busca de alguna legitimidad, algo que les permita ocupar un lugar en el papel y en las almas sin agregar una inconsistencia o un engaño más a un mundo hecho de engaños e inconsistencias: “empuñé un arma porque busco la palabra justa”, dice Urondo citado por Gelman. De eso, de no resignarse a que las palabras no sean las justas, aun sabiendo que nunca lo serán, se trata.

#LaPupilaTv

Paco Urondo: «Empuñé un arma porque busco la palabra justa»

11 ene. 2019

«Después de mi muerte ¿cuáles serán tus versiones del amor, de estas afinidades tan desencontradas?» En #LaPupilaTv nos infiltramos entre las inquietudes que despiertan estos versos salimos a buscar a su poeta; una aventura de la que se sale siempre siendo otro ser, mucho mejor, pues la buena poesía… o simplemente la poesía –sin apellidos-… es la manera de llegar más hondo en el tiempo, en las almas. Hacia el argentino Paco Urondo emprendemos esta aventura espiritual que lleva por santo y seña La Pupila Asombrada.

 

ensayo de Daniel Freidemberg

 

Publicado, originalmente, en: Diario de Poesía Nº 49 Otoño 1999

Link del texto: https://www.ahira.com.ar/ejemplares/diario-de-poesia-n-49/ pdf

Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas / www.ahira.com.ar

 

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Francisco Urondo en Letras Uruguay

 

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