Reverberaciones, llamados, misterios: Juan L. Ortiz

ensayo de Daniel Freidemberg

Diario de poesía, Buenos Aires

El aura

El título que Juan L. Ortiz dio a su vasta obra poética, En el aura del sauce, permite esbozar una primera idea acerca de lo que ofrece. El sauce, una imagen frecuente en la pintura china, a la que por muchos motivos la poesía de Ortiz puede vincularse -y a la cultura china en general, incluso explícitamente-, es también un árbol típico de las riberas de los ríos y arroyos de su provincia, Entre Ríos, un paisaje no sólo omnipresente en la obra de este poeta sino al que esa obra indaga constantemente como fuente de revelaciones y misterios. Por otra parte, el sauce es un árbol de aspecto humilde, nada altivo, como es desde una humildad radical que el poeta encara su escritura y su visión del mundo (“Pero no es mi país/ ante todo, y después de todo, el sauce por fluir! nuevamente/ sobre las junturas de los hálitos?", se pregunta en el poema “Entre Ríos”). Pero además esa visión y esa escritura se despliegan en un cierto espacio: el aura que corre junto al sauce, al pie del sauce o entre sus ramas. Se da el nombre de aura a un viento suave y apacible, un aliento, un soplo, y de esa manera también fluyen los versos de Ortiz: fluidos, leves, trémulos semejantes al balanceo de la rama en la brisa. Como si un ideal que esta poesía persiguiera fuera una suerte de imperceptibilidad y de indefinición que, sin embargo, no le impidiera aportar algo con su discreta presencia al espíritu, modificar en algo el modo en que el mundo se presenta ante los ojos, en un movimiento en el que, a la vez que se hace, la mirada va deshaciéndose, arrojada a una perpetua y delicadísima inestabilidad: “Aire para ese secreto de equilibrio cuando Marzo terminal de flotar, al fin...I y de ultrazularse, sobre el véspero, al fin.../ y cae, cae, en un deshilamiento/ de olvido..."

Seguramente es ese el sentido, el de hálito o brisa, el que Ortiz quiso dar a la palabra “aura”. Pero también podría caberle el de “aureola”, al modo en que en las traducciones de Walter Benjamin se habla del “aura” que tradicionalmente envuelve a la obra de arte: halo luminoso, resplandor sagrado. Una reverberación sutil, difusa y casi milagrosa envuelve en la poesía de Ortiz a la mayor parte de los objetos, sobre todo los más humildes, y es en esa aura donde esta poesía quiere operar. Se vive y se escribe envuelto en el indefinible misterio de lo más sencillo e inmediato, devotamente atento a ese misterio, parece decir el poeta. “Un grillo, sólo, que late el silencio./ A su voz se fijan/ los resplandores! errátiles/ de las estrellas/ que tienden hilos vagos/ al desvelo/ de las flores, las hierbas, los follajes?/ O es una tenue voz aislada! junto al arpa que forman esos hilos/ y que hace cantar la noche! con su último canto! secreto?”

Pero también podrían haber cumplido igual función definitoria los títulos de la mayor parte de los libros de Ortiz: El agua y la noche, El alba sube..., El ángel inclinado, El álamo y el viento, La brisa profunda, El alma y las colinas, De las raíces y del cielo, El junco y la corriente, La orilla que se abisma. El encuentro amoroso de lanaturaleza y el espíritu, una religiosidad panteísta, el borramiento de los límites entre el sujeto y el mundo, entre la contemplación y la expresión. Pocas obras hay más homogéneas y más profundamente coherentes que la de Ortiz, al punto que ya no un título ni un libro sino un fragmento cualquiera puede sintetizar toda su poesía. Es notable en su caso cómo la poesía puede simular tan bien ese tipo de texturas naturales conocidas como “auto-similares” a las que tienden a reproducirlas matemáticas de fractales (la piedra simula la montaña, la rama el árbol): a mayor o menor escala, la textura es la misma, el patrón o forma del fenómeno se repite a sí mismo a escala microscópica o a escala macroscópica. La frase que encierra, a menor escala, lo que contiene el verso, como el verso lo hace con el fragmento, el fragmento con el poema, el poema con el libro, el libro con la obra entera, la obra a su vez como componente y expresión de un modo de situarse en y ante el mundo: “Qué relación la tuya, oh cielo que extasías! un aura de hojillas! en nimbo! de primaveras de éter con el cual, acaso, un elegido! te quisiera redimir! del destino de abajo y del destino! de arriba...”

Es que la extrema coherencia que ofrece casi a primera vista esta poesía, su originalidad, aquello que la vuelve inconfundible -un vocabulario, un imaginario, una temática, un cuerpo de obsesiones e ideas, la recurrente presencia del paisaje entrerriano- es, tal como aparece, la manifestación de una unidad profunda, resultante de una muy peculiar weltanchauung que la recorre desde el principio al fin, totalmente ajustada a una concepción de la poesía, al punto que, podría decirse, sería inútil cualquier intento de describir una poética de Ortiz que no se refiera a la vez a una ética y una actitud ante lo existente. Esa actitud se presenta en primer lugar en su dimensión estética (“Hay un tierno azoramiento de sueños evaporados/ y muy tenue,! que da un valor ya floral a las casitas blancas,/ una suavidad de rosas a la arena de la calle...”), pero la necesidad de belleza a la que parece responder su elaboradísima escritura -quizá la más refinada de toda la literatura argentina- nunca es, en realidad, una necesidad estética, o nunca lo es solamente. Como si lo estético en Ortiz fuera siempre “algo más”, o, quizá, como si en “lo estético” estuviera el fundamento de todo lo demás, de un modo tan radical y afincado profundamente en la existencia que ya llamarlo “estético” resultaría insuficiente. “La poesía no es poesía del concepto ni de la belleza por la belleza misma”, escribe Oscar del Barco, y más adelante apunta: “La misión poética es la de enunciar el secreto de la tierra y el poeta advierte que en su búsqueda hay que tener ‘cuidado’ de no quedar atrapado por ‘la seda de la poesía’, por la tentación de ‘la melodía más difícil’. El secreto es invisible, inaudible, impensable, indecible... pero es si se acepta, precisamente, que está más allá del ser."[1]

Por el modo en que la tentativa escrituraria de Ortiz se presenta, a lo largo de los años y los libros, bien puede definirse como la cuidadosa puesta en palabras de sensaciones, visiones e inquietudes que estarían demandando la voz del poeta para manifestarse, en un proceso de eterna re-ligación entre el pensamiento -es decir, la palabra- y el universo: “los años y el estudio y la experiencia, sobre todo la experiencia, la experiencia poética, la experiencia humana, la experiencia íntima, me han permitido dar algún esbozo de forma a mis reacciones frente al mundo, frente a las cosas, frente al paisaje con todos los elementos que lo constituyera, ambicionando para la poesía la mayor flexibilidad de movimientos y la mayor amplitud de sentido, sin desmedro, claro está, del necesario ritmo y de la necesaria ligereza”, explica Ortiz en unas “Notas autobiográficas” de 1973[2].

El ajuste entre la temática, la actitud espiritual y el lenguaje es preciso e indiscernible, puede decirse que más que en cualquier otro poeta argentino. Leer su poesía es oír mentalmente su música y percibir sus visiones, pero también es ingresar a un modo de ver, pensar y sentir muy peculiar. Se podría hablar de una filosofía “orticiana”, o quizá de una ideología encamándose en los poemas y a veces expuesta en ellos. Se trata, en todo caso -y se lo advierte en las diversas entrevistas que se le hicieron a lo largo de su vida- de un pensamiento extremadamente elaborado en el que tienen cabida desde el marxismo, Bergson y las religiones orientales hasta los mitos americanos, los anarquistas, Heidegger, Rilke y la física cuántica.

Debido a su singularidad, precisamente, durante mucho tiempo la obra de Ortiz se desarrolló casi al margen del resto de la poesía argentina, imposible de ubicar, así fuera por proximidad, en alguna de las diversas corrientes que la poesía argentina presentó durante el siglo XX (“no creemos que tenga antecedentes reconocibles en nuestra literatura, ni que entronque en ninguna de las líneas de nuestra tradición poética” advierte, en el prólogo de En el aura del sauce, Hugo Gola)[3]. Y no, como podría suponerse, por la distancia física que su autor mantuvo respecto de los centros de difusión cultural, ya que de un modo u otro Ortiz encontró cómo vincularse con otros poetas del país y del mundo y estar bastante al tanto de la poesía que se iba escribiendo y publicando. Más bien el desdén hacia las diversas escuelas y retóricas contemporáneas que parece observarse en su obra es una obediencia a otras razones menos pragmáticas. Refiriéndose a la poderosa “autonomía” que encuentra en la obra de Ortiz, Juan José Saer dice que ésta “no ha sido solamente unhecho artístico, sino también un estilo de vida, una preparación interna al trabajo poético, una moral”[4]. Los ideologemas “poesía como modo de vida” y “poesía en relación con la vida” dejan en este caso de ser meras consignas o frases hechas: tan indiscernibles son en Ortiz los límites entre la poesía y la vida que en gran medida el creciente prestigio que empezó a tener en el campo literario argentino a partir de los años cincuenta tiene por lo menos tanto que ver con su obra como con su imagen personal y, sobre todo, con la correspondencia entre ambas.

Juanete”

Así como en la poesía argentina existe un mito Alejandra Pizamik sostenido en el suicidio, o un mito Jacobo Fijman -el poeta demente-, también hay un mito Ortiz. Con su letra pequeñísima, al igual que la tipografía que reclamaba a los imprenteros, con sus gatos y sus mates, en torno de Ortiz se ha ido constituyendo una leyenda en la que encajan armónicamente tanto sus escritos como su imagen, su pensamiento y las anécdotas de quienes lo conocieron. Numerosas fotos lo muestran con su boquilla larga y finísima, su cabello revuelto y su bigotito retinto, todo fragilidad y delgadez. Los relatos cuentan de un anciano muy amable y de la suerte de encantamiento al que se accedía mediante su conversación. La leyenda de Ortiz habla de un poeta reflexivo, contemplativo y extremadamente culto, apaciblemente asentado en su refugio provinciano, y suele detenerse en la imagen de una casita frente a las barrancas del río, a la que por lo menos dos generaciones convirtieron en lugar de peregrinación, como si conocer a Ortiz y charlar con él fuera un paso imprescindible en la formación de un escritor o un poeta, y en algunos casos -Hugo Gola, Alfredo Veiravé, Juan José Saer y Francisco Urondo, sobre todo- puede decirse que así ocurrió efectivamente.

Ya sea como leyenda, como emblema estético-ideológico o como simple curiosidad, un efecto de que una figura de poeta adquiera mucha importancia es que su obra pase a un segundo plano. O ni siquiera se la lee o la obra es una mera ilustración o un complemento de lo que simboliza el personaje. Si esto ha ocurrido y sigue ocurriendo con Ortiz (su sobrenombre “Juanele” se convirtió casi en una marca), también es cierto que para muchos el encuentro con su poesía ha sido tan profundo, intenso y revelador como para poder prescindir de cualquier referencia al personaje. La vida del autor, puede decirse, empieza a perder importancia a medida que avanza el contacto con sus textos: hoy esos textos constituyen en la literatura argentina una presencia insoslayable, la de un verdadero clásico, aunque sólo muy lentamente están empezando a ser conocidos en otros países, en gran medida por la dificultad todavía grande para acceder a ediciones de sus libros.

Juan Laurentino Ortiz nació en 1896 en Puerto Ruiz, una pequeña población entrerriana, y a partir de 1906 pasó a residir con su familia en la ciudad de Gualeguay, también en Entre Ríos. Allí en 1912 se acerca a militantes políticos de izquierda y publica sus primeros poemas en periódicos radicales y anarquistas. Un año después viajará a Buenos Aires, donde se contacta con otros poetas, publica algunos poemas en revistas y tiene un decisivo encuentro con la poesía de Juan Ramón Jiménez. A su regreso a Gualeguay en 1915, no sin un previo y breve viaje a Marsella en un barco de carga, entra a trabajar en una dependencia municipal en la que permanecerá hasta jubilarse en 1942. En Gualeguay, también, funda en 1917 un grupo de “Amigos de la Revolución Soviética” y en 1924 se casa con Gerarda Irazusta, con quien vivirá hasta su muerte. Instado -urgido, podría decirse -por su comprovinciano Carlos Mastronardi, y con la ayuda de algunos poetas vinculados, como Mastronardi, a los movimientos de vanguardia que en esos años están emergiendo en Buenos Aires -César Tiempo, Cayetano Córdoba Iturburu, Ulises Petit de Murat-, en 1923 comienza a seleccionar entre la ya vasta cantidad de poemas que tiene escritos los que conformarán su primer libro, El agua y la noche, publicado en 1933, cuando ya tiene 37 años. Le seguirán en 1937 El alba sube... y luego otros ocho libros, todos editados por el autor, en tiradas de pocos ejemplares, entre 1937 y 1958. Si se exceptúa una antología de 1969, cuya circulación trató de impedir enfurecido por las erratas, recién Ortiz llegará a las librerías de todo el país cuando en 1970 la Biblioteca Vigil de Rosario lance los tres tomos de En el aura del sauce, que incluye los diez libros anteriores y tres inéditos. Para entonces, Ortiz vivía ya en Paraná, la capital provincial, adonde se había mudado al jubilarse y donde colaboraba con diarios de Entre Ríos y de la vecina provincia de Santa Fe, a cuya capital ocasionalmente viajaba para encontrarse con otros escritores y artistas. Salvo un viaje de dos meses por China y algunos países de Europa Oriental, en 1957, y unas pocas conferencias que ofreció en Buenos Aires, serían esas las únicas salidas que durante décadas Ortiz hizo de Paraná, donde falleció en 1978.

La enorme repercusión que En el aura del sauce tuvo en la prensa cultural argentina se vio en parte frustrada cuando la dictadura militar iniciada en 1976 quemó los ejemplares que quedaban en la editorial. Salvo un par de antologías, la obra de Ortiz permaneció prácticamente inhallable hasta que en 1996 la Universidad Nacional del Litoral publicó su Obra completa. Además de En el aura del sauce, a lo largo de 1120 páginas el volumen contiene once poemas no incluidos en esa compilación, artículos y comentarios aparecidos en diarios y revistas, cartas y lo que el editor de la Obra completa, Sergio Delgado, llamó “Protosauce”: casi sesenta poemas contemporáneos de El agua y la noche que habían quedado afuera de aquella primera selección. Impresionante aunque más no sea cuantitativamente, esa vasta producción puede ahora contrapesarse y complementarse con el “mito Juanele”.

Probablemente dos sean los aspectos principales de ese mito: uno, el más fuerte, es el del poeta solitario que lleva a cabo su obra en estrecho contacto con la naturaleza, y el otro -más restringido al campo literario, y quizá más que de un mito convenga hablar en ese caso de una imagen de autor- lo ve como un paradigma, un modelo, un emblema a defender: Ortiz como el poeta que mejor que nadie pudo articular un compromiso político de izquierda con un lirismo extremo, una escritura sutil y hasta exquisita, un muy vasto patrimonio de referencias culturales y una intensa espiritualidad con mucho de religioso. En cuanto al primero y el más notorio de esos aspectos, cabría señalar que, si bien la obra de Ortiz parece ratificarlo, sólo parcialmente se corresponde con la realidad: más bien este poeta encontró mejor que nadie una manera armoniosa de conjugar cierta participación en la vida literaria de su país con la placidez de la existencia provinciana. El segundo, en cambio, resume bastante bien su aporte a la literatura y a la cultura en general, y explica en gran parte la importancia que tuvo para muchos intelectuales argentinos de los años sesenta y setenta, necesitados de romper la incompatibilidad que las teorías vinculadas al realismo establecían entre una actitud de izquierda, por un lado, y, por el otro, las más intensas búsquedas espirituales y estéticas.

Poesía/ Política

Como Pablo Neruda en Chile, Nicolás Guillén en Cuba, Paul Éluard en Francia o su amigo Raúl González Tuñón en la Argentina, Juan L. Ortiz formó parte del amplio y decisivo conjunto de poetas que en las primeras décadas del siglo XX se vincularon con el movimiento comunista internacional. Esa definición ideológica tiene una presencia importante en su obra, pero, a diferencia de Neruda o de Tuñón, por ejemplo, Ortiz nunca concibió a la poesía como instrumento de lucha ni la subordinó a un fin político. Además son escasos en su obra los poemas cuya temática sea específicamente política, y en los pocos en que puede encontrarse, lo político aparece siempre integrando un sistema de preocupaciones más vasto, o quizá habría que decir más hondo, o más íntimo o esencial. Sobre todo cumpliendo dos funciones aparecen las cuestiones más identificables con una inquietud política: la de la esperanza en una utopía redentora y religadora, superadora de dolorosas desavenencias, sintetizada -no explícitamente, la mayoría de las veces- por la palabra “revolución”, y la de una suerte de estremecida y nunca abstracta ni retórica compasión ante el concreto dolor de los seres humanos, en particular los más pobres, y de los seres vivos en general, privados precisamente por ese dolor de participar de la armonía de relaciones a que el poeta aspiraba y de cuya evocación o recreación se alimenta en lo fundamental su obra.

Para Saer, la práctica poética de Ortiz “tenía como objetivo el tratamiento de un tema mayor, del que toda su obra es una serie de variaciones: el dolor, histórico o metafísico, que pertúrbala contemplación y el goce de la belleza, que para esta poesía es la condición primera del mundo”[5]. Sin duda, la contemplación y el goce de la belleza es la condición primera del mundo que construye la poesía de Ortiz, gran parte de cuya riqueza y densidad, además, se deben a la tensión que instaura la presencia del dolor perturbando el goce estético o espiritual, contrapesándolo y así haciéndolo más complejo y tangible, quizá como su contracara necesaria (“Sí, las rosas! y el canto de los pájaros.! Toda la hermosura del mundo,! y la nobleza del hombre,! y el encanto y la fuerza del espíritu.! Sí, la gracia de la primavera,! las sorpresas del cielo y de la mujer.! ¿Pero la hondura negra, el agujero negro,! obsesionantes?”). Pero el carácter definitorio que Saer da al tema del dolor no puede verificarse en toda la obra de Ortiz, e incluso en muchos poemas, sobre todo en los primeros y los últimos, el dolor está más bien presente como un eco lejano, a veces hasta imperceptible, desplazado o apenas incorporado como un matiz por la asombrada celebración de lo existente, la recreación en palabras de aquello que de milagrosa revelación tiene el encuentro de la sensibilidad con el mundo. Para esta poesía “el paisaje es enigma y belleza, pretexto para preguntas y no para exclamaciones, fragmento del cosmos por el que la palabra avanza sutil delicada, adivinando en cada rastro o vestigio, aun en los más diminutos, la gracia misteriosa de la materia”, apunta Saer, en una descripción que bien puede aplicarse a gran parte de su propia tentativa literaria.

Cuando también Saer halla en Ortiz “un deslumbramiento ante la proliferación enigmática de materia que llamamos mundo”, conviene notar el doble rostro del adjetivo “enigmático”: por un lado, no se sabe qué es eso que se presenta ante los ojos, no se lo puede precisar ni encuadrar, e incluso se celebra esa irreductibilidad asombrosa, y, por el otro, eso que está ahí y que siempre resulta en gran medida inaferrable es, a la vez, muy significativo, tiene algo de promesa y de llamado, de rumbo a seguir. Muy lejos de la convicción posmoderna de que las cosas no tienen sentido alguno, no sólo lo tienen sino además es muy importante, decisivo, se diría que hasta indispensable, y precisamente lo es porque, al no podérselo capturar, permanece centelleando sin agotarse.

En ese aspecto, precisamente, la poesía de Ortiz -que reconoció su deuda con los simbolistas belgas, particularmente con Maeterlinck- puede ser considerada “simbolista”: en su disposición a descubrir en el paisaje, como lo señaló en una entrevista, “todas las dimensiones de lo que lo trasciende o de lo que, diríamos así, lo abisma”. Cada cosa -un grillo, un amanecer, el canto de una paloma, unas hierbas, algunos hombres que regresan del trabajo, un gatito, el rocío, un niño tiritando bajo la lluvia- adquiere una dimensión trascendente, inexplicable y necesaria, y la visión del paisaje y de sus seres es un universo de correspondencias a cuyas vibraciones la escritura parece obedecer ("El jacarandá, acaso, no se parece a una jovencita/ sobre la orilla de sus venas?! Una jovencita, verdad? que se eterniza y se eterniza,! aunque transpareciendo! muy fluidamente! unos secretos de rosa en unos secretos de azules! hasta la intimidad, apenas,! de un misterio que no llega a posarse,! que, a pesar de ella, fugitivamente, la viste...’’). Un universo en el que, por otra parte, no sólo el paisaje, los seres vivos y los objetos adquieren significación, sino también -aunque más esporádicamente- la música de Wolfang A. Mozart, Johannes Brahms y Claude Debussy, la literatura de Marcel Proust, Jean Cocteau y Henri Michaux o la poesía de Li-Pó y John Keats, de Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé y e. e. Cummings.

Estilo

“Apenas si somos agentes de una voluntad de expresión y de ritmo que está en la vida, en la vida de todos, en la vida del mundo y de las cosas”: con esas palabras sintetizaba Ortiz su tentativa en sus “Notas autobiográficas”, y todo en sus versos parece obedecer con un infinito cuidado al cumplimiento de esa misión: la selección de cada palabra y cada signo de puntuación, el ritmo, la versificación, siempre buscando la mayor delicadeza posible, siempre apostando a la sugerencia, hasta constituir un estilo inconfundible, que no tiene precedentes y que permite considerarlo “un maestro”, en el sentido que daba Ezra Pound a ese término: alguien que descubre un procedimiento particular o varios y que, además, es capaz de “asimilar y de coordinar gran número de invenciones precedentes” impregnando esa reelaboración “con una cualidad especial o con un propio carácter especial”, de modo de llevar el resultado “a un estado de plenitud homogénea”[6].

Si es cierto que, viendo sus poemas, Ortiz parece no haber tomado nota de que existieron las vanguardias, a su modo, y sobre todo en su tramo final, puede pensarse que por sí mismo constituyó una vanguardia, tal como ocurrió con la igualmente solitaria y aun más conscientemente “antivanguardista” obra de César Vallejo, al menos si por “vanguardia” se entiende una tentativa que se aparta de todo lo conocido, y más aun de lo aceptado -sin por eso necesariamente desdeñarlo- para instaurar su propia legalidad, fundar una forma y un repertorio de procedimientos hasta entonces inexistentes, redefinir las posibilidades de la escritura. Por otra parte, desde un principio Ortiz aparece distante de cualquier poética anterior -incluido el modernismo rubendariano-, y no menos que sus coetáneos Borges, Girando o Tuñón (que, en realidad, eran algunos años menores). Es cierto que, a diferencia de éstos, en su poesía juvenil no se encuentran las más notorias características “generacionales” -el escenario urbano, la actitud desafiante y desenfadada, el vértigo de la vida moderna- si bien varios poemas de El agua y la noche presentan rasgos ultraístas (“La noche murmura como una arboleda/ invisible./ Música de grillos,/ sutilmente agria,/ tan numerosa que es urdimbre tenue.”). Pero ya entonces Ortiz utiliza exclusivamente al verso libre, de métrica irregular y sin rima, como seguirá haciéndolo siempre, con la sola excepción de tres sonetos, únicas composiciones con formas regulares que aparecen en su Obra completa, y que el autor no incluyó en su edición de En el aura del sauce.

Integrado en su mayor parte por poemas breves, por lo general compuestos de versos cortos o cortísimos (“El otoño,/ con manos/ diáfanas/yl brillantes,/ está abriendo/ un azul purísimo/ que moja el paisaje de una delicia! trémula/ primaveral”), ya en El agua y la noche están presentes, o al menos esbozados, la actitud, el lenguaje y las preocupaciones que distinguen al conjunto de la producción del autor. En una obra muy marcada por la insistencia y la recurrencia, el estilo de Ortiz se desarrolla, se define y se afirma por expansión y complejización de ese núcleo inicial, a través de diversas variantes. Así transita del poema muy breve y concentrado -cercano al haiku a veces- al poema-libro (El Gualeguay), o de la frase nítida y lineal de los primeros libros a la frase muy larga e intrincada de los últimos.

Y del mismo modo, de la columna vertical de versos breves llega la apariencia de prosa que adopta el verso largo en esa suerte de subgénero típicamente orticiano, denominado por Saer “lírica narrativa”, iniciado con el poema “La casa de los pájaros” en El álamo y el viento (1947) y que tiene su mayor expresión en “Gualeguay” (incluido en La brisa profunda, de 1954), donde, a lo largo de quinientos ochenta y seis versos, y presentándola como un homenaje a la ciudad de su infancia y juventud, el poeta traza una suerte de autobiografía que a su manera también es una búsqueda del tiempo perdido.

La culminación de todo ese proceso son los tres últimos libros, El junco y la corriente, El Gualeguay y La orilla que se abisma, sobre todo el último, y los rasgos más marcados de esa etapa se dan en el modo de cortar los versos sin interrumpir la fluencia de la oración -lo que Del Barco denomina “el corte" orticiano- y de disponerlos en el espacio, tal como lo describe Roberto Retamoso al hablar de “la línea discursiva que recorre en su desarrollo moroso -y aquí la morosidad es un efecto de lectura que produce la complejísima sintaxis del texto- la infinidad de versos irregulares que se despliegan desplazando sus posiciones de un lado a otro de la página”[7], en una operación bastante semejante a la que lleva a cabo Pound en Los cantares y cuyo más evidente modelo parecer ser Mallarmé con su Golpe de dados...

   Me has sorprendido, diciéndome, amigo,

                                      que 'mi poesía’

debe de parecerse al río que no terminaré nunca, nunca, de decir...

 

   Oh, si ella

se pareciese a aquel casi pensamiento que accede

                                                 hasta latir

                           en un amanecer, se dijera, de abanico,

                                        con el salmón del Ibicuy...:

             sobre su muerte, así,

abriendo al remontarlo, o poco menos, las aletas del día...

                                                  (La orilla que se abisma)

Se puede suponer, como lo hace Del Barco, que a esa peculiar resolución formal apuntaba necesariamente y desde un principio la escritura de Ortiz: “Sólo cuando el verso corto de su primera época se une con el verso largo y con el corte de su última época, el poema alcanza su estructura definitiva”[8]. Como sea, el hallazgo más notable de Ortiz, su aporte estilístico más propio, se da allí, en esos difusos y laberínticos poemas: la extrema productividad de una sintaxis “inconclusa”, “expansiva” o “ilimitada”, según las denominaciones que elige Retamoso: “por encima de los versos, (el discurso de Ortiz) va tramando su ilimitada sintaxis, para engarzar, a la manera de las cuentas de un collar que nunca terminara, la solidez de sus puntos sustantivos con el hilo de aquellas partículas conjuntivas o prepositivas que en la lengua solamente representan el lugar de un pasaje”[9]. El principal modelo, sin embargo, no proviene de la literatura, sino -y Ortiz lo reconoció- de la conversación: “la escritura intenta reproducir de manera fidedigna la oralidad de un discurso modulado por entonaciones, interjecciones, silencios y sonoridades que orquestan su poderosa armonía”, señala Retamoso, y esto no sólo vale para los últimos libros sino, en mayor o menor medida, para toda la obra. Hecha de meandros, de alusiones vagas que coexisten con datos y observaciones puntuales, de derivas y desvanecimientos, de juego y digresión, de opacidades y de enigmas a la vez que de límpidas imágenes concretas que adquieren la dimensión de un descubrimiento, la poesía de Ortiz tiende a constituirse como “acto comunicativo” que lo que ante todo comunica es el acto mismo, tal como a veces se dan las conversaciones entre amigos, sin ningún otro fin que compartir el placer de conversar.

No sólo en las ideas implícitas o explícitas que la animan, sino también en el estilo, difícilmente haya poesía más carente de taxatividad o autoritarismo, con su abundancia de comillas y diminutivos, su peculiar modo de utilizar los signos de interrogación, sus relativizadoras inserciones adverbiales (“más bien”, “se diría”, “quizá”, “si se quiere”, “es cierto”), sus maneras de presentar múltiples alternativas a las afirmaciones u observaciones, su recurrencia a los puntos suspensivos cada vez más frecuente a medida que avanza su obra. “Ninguna obra más alejada que esta de ser el producto de una voz fuerte que genera una lectura identificatoria”, escribe al respecto Tamara Kamenszain, para hacer notar que la fortaleza de Ortiz “consiste más bien en un encuentro con la debilidad” y que al fin y al cabo En el aura del sauce puede verse como el resultado de “años de trabajo paciente para despojar a la poesía de sus corazas e instalarla en ese lugar desolado (‘a la intemperie sin fin’) donde habita lo que no tiene más objeto que el de sus propias carencias”[10].

A eso se refiere Hugo Gola cuando señala que “Ortiz se esmeró por restarle gravedad a la lengua, por aliviarla de todo peso”[11]. El modo en que, por ejemplo, al colocar palabras o frases entre comillas, relativiza lo qué dice, lo deja un poco en estado de cita y lo carga de temblorosa indecisión, así como su proclividad hacia los diminutivos -casi siempre terminados en “illo” O “illa”-, la notoria preferencia por la vocal “i”, el estado de suspensión en que suele dejar las frases -y no sólo mediante la recurrencia a puntos suspensivos-, la presencia del modo potencial o bien los signos de interrogación gracias a los cuales las afirmaciones terminan convirtiéndose en trémulas preguntas, parecen surgidos de un temor radical a la posibilidad de una lengua obnubiladora, impositiva o enajenante. Pareciera querer prevenirse de lo que de fascista, como dijo Roland Barthes, tiene la lengua, más aún las lenguas occidentales, que, al decir de Ortiz -que anhelaba lo que de contradictorio, indefinido y variable tiene el ideograma chino-, parecen creadas “como para dar órdenes”. “Aunque el poeta se vea obligado a concentrar su esfuerzo en el lenguaje, sabe que éste traiciona siempre y que inevitablemente malversa la oscura materia viviente”, apunta Gola, y agrega que para ello Ortiz “eliminó las estridencias, apagó los sonidos metálicos, multiplicó las terminaciones femeninas, disminuyendo la distancia entre los tonos, aproximándose al murmullo”.[12]

Claro que, tanto como una prevención o más, esta actitud implica un profundo respeto a la lengua. Así como a las señales provenientes de los hombres y del paisaje, amorosa y escrupulosamente, Ortiz atiende a las resonancias de las palabras, sus íntimas razones de ser. No hay en su escritura nada de ingenuidad -como tampoco es ingenua su apertura al mundo- sino una suerte de encuentro amoroso con una materia que se siente tan íntima y cercana como irreductible y ajena, sin jamás forzarla y entendiendo que esa materia verbal tiene sus razones propias, o, más bien, su propio modo de hacerse cargo de aquellas necesidades por las que surge el poema, o la escritura en general. No hay palabra en la poesía de Ortiz, podría decirse, que no tenga algo de misterioso, y que, tal como aparece en el poema, no diga siempre “algo más” de lo que significa habitualmente. Toda palabra en la escritura de Ortiz es tropo, adquiere un sentido distinto del que convencionalmente le corresponde -lo que se acentúa con el entrecomillado o cuando el poeta recurre, casi siempre también entre comillas, a figuras como “ángeles” o “hadas”-, pero muy pocas veces lo es por completo: es ante todo de su sentido convencional de donde toma su gravitación y los demás vienen por añadidura, matizándolo y enriqueciéndolo, haciéndole cobrar nuevas dimensiones.

Lo singular, o al menos un rasgo que aparta mucho a la poesía de Ortiz de la de sus compañeros de generación y de la mayor parte de la que vino después, es que, a la vez, no hay en ella palabras que acepten exhibirse mucho por sí mismas, ni siquiera cuando el poeta recurre a vocablos de otras lenguas, sobre todo el francés (“basins”, “féerie”, “élan”,réverie”), o cuando usa ciertos términos de un modo desusado o incluso los inventa (“olivamente”, “ocarinar”, “sub-escalofrío",transparecer'’,vahear”, “enguirnaldadamente"). Lo único que tiende a exponer esta escritura, podría decirse, es el impulso del que parece nacer, todo en ella se subordina a su propia fluencia, de ahí que tantas veces se la haya descrito -incluso su autor- a través de la metáfora del río. Nada casualmente, por otra parte, los ríos constituyen una referencia asidua en Ortiz, al punto de que El Gualeguay es un solo extenso poema, el más largo de su obra -2639 versos-, que tiene como único tema el río que corre junto a la ciudad homónima (a la que Ortiz dedicó otro poema extenso, “Gualeguay”) y es a la vez un poemarío, por su forma y por cómo su corriente va arrastrando nombres e imágenes y reflexiones con un ritmo pausado y persistente, dedicado más que nada a dejarse correr. Lo que también confirma la estrecha vinculación que esta poesía presenta entre su temática y su propia conformación, como si de algún modo Ortiz, a la vez que escribe, nunca pudiera dejar de aludir a ese acto en que se sume.

Así también, el transcurrir del poema orticiano se ve metaforizado en la expresión “hilo de flauta” usada por el autor varias veces. Por las delicadas sonoridades cristalinas que pueblan los versos y porque antes que a cualquier otra cosa -y mucho más en los últimos libros- la poesía de Ortiz tiende a ser música. En ese sentido, podría decirse, se opone a las poéticas “pictóricas”, como el creacionismo de Vicente Huidobro o el ultraísmo del Borges temprano, que se conciben como un sistema de relaciones de palabras e imágenes en el espacio cerrado e inmóvil del poema entendido como estructura acabada. No es que lo pictórico le resulte completamente ajeno -son evidentes algunas coincidencias con los impresionistas- ni que no le quepa aquella fórmula de William Carlos Williams, según la cual un poema consiste en un “pequeño universo en sí”, o bien una “máquina pequeña (o grande) hecha de palabras” en la que “no puede haber parte alguna, como en cualquier otra máquina, que sobre”, sino que aquí se trata de universos con bordes difusos y que dan la impresión de estar a punto de deshacerse, y que, si bien ninguna “pieza” de la máquina sobra, ninguna se muestra como indispensable y más bien aparecen como convocadas provisoriamente, con una alta conciencia de esa provisoriedad. Sería una máquina cuya principal función es dejar de serlo para disponerse como vehículo de otra cosa, quizá un puro acontecimiento, o una sucesión de acontecimientos sólo vinculados entre sí por su reverberación en la memoria, al igual que en la música, no por sus relaciones verificables en el espacio.

La fluencia

Una aspiración de la mayor parte de las vanguardias poéticas fue el poema como objeto, y acaso esa sea la principal diferencia de Ortiz con el grueso de la poesía surgida a partir de la irrupción de las vanguardias. Objeto no sólo en tanto el poema procura producir en el lector la sensación de estar algo físico y autónomo, sino además con una presencia duradera y una forma estable y definida, tal como pretenden serlo un poema creacionista o ultraísta, o, mucho más, uno concretista. Aunque existe en el espacio, porque está impresa en el papel de la página, la poesía de Ortiz quiere ser leída como si sólo existiera en el tiempo de la lectura, siempre deshaciéndose y sucediéndose a sí misma a medida que se despliega. De hecho, Ortiz nos recuerda que la lectura siempre ocurre en el tiempo, por más que el texto sea materia en el espacio: aun la extremadamente libre manera en que están dispuestos los versos en la página en el tramo final de su obra es, por así decirlo, musical, porque tiene por objeto ordenar la sucesión. “No es una idea sino el impulso del verso, incluso por sobre el ritmo, el que rompe la figura clásica del poema apoderándose de la página, y es esta ruptura la que abre el pathos misterioso, por su indescifrabilidad, de la poesía”, advierte Oscar Del Barco, que también refiriéndose a esa peculiar manera de cortar los versos y situarlos en la página, habla de un “ritmo respiratorio” y de “un campo de fuerzas fónicas en acto”[13].

Lo que los cortes de verso establecen no es exactamente una discontinuidad en el discurrir de la oración sino un modo de establecer mínimos factores de discontinuidad enuna continuidad poderosa, indetenible y que da la impresión de nunca estar dispuesta a acabarse: modulaciones en el impulso, remansos, pequeñas vacilaciones, como si fueran indicaciones para la voz, de ahí que diga Del Barco que “sus poemas se despliegan en la página como una suerte de partitura que, por sobre el sentido de las palabras, pone en juego algo que es propio de la visión y de la audición, las que mutuamente se sostienen y potencian”. Pero lo “musical” no sólo se da en lo sonoro o en el transcurrir de las oraciones: se podría decir que Ortiz piensa de acuerdo al modelo de la música y hasta es posible hablar, quizá, de una “música del pensamiento”, en tanto su poesía cada vez más tiende a ser un pensamiento que se permite desplegarse sin restricciones, ensimismado en lo que él mismo va convocando. Estos son rasgos que, aunque están ya esbozados en los casi estupefactos y levísimos brochazos breves con que irrumpen la materia y el tiempo en El agua y la noche y El alba sube..., se vuelven dominantes a través de la arborescente o rizomática proliferación de balbuceos que es cada poema de sus últimos libros.

El concepto de “balbuceo” adquirió cierto status en la poesía argentina a partir de que, en los años 70, Leónidas Lamborghini hizo suya la idea del “balbuceo del oprimido” de Franz Fanón. Pero el violento y áspero balbuceo de Lamborghini es ante todo un arma de lucha que opera mediante la desconstrucción de los discursos del poder y la agresiva exhibición de una carencia, una suerte de torpeza constitutiva que se asume como virtud, en tanto en Ortiz, sin dejar tampoco de ser un instrumento de resistencia a la lógica de la razón instrumental y al mito enajenante del lenguaje como comunicación, apunta más bien a la estilización, el adelgazamiento y la autodisolución del discurso, lo vuelve más íntimo y flexible, también más difuso. Más que de balbuceos, en realidad -y dado que, a diferencia de Lamborghini, Ortiz no rompe las palabras ni las fuerza, como tampoco sus repeticiones tienen nada de compulsivo-, habría que hablar de una actitud balbuceante, o, mejor aun, tentativa, trémula. Su productividad estética y emotiva es muy alta, tanto que en el último Ortiz termina por desplazar las referencias a un plano muy secundario, o más bien las subsume en un movimiento más fuerte y autónomo, para acercarse al puro sugerir mallarmeano, sin casi nunca, sin embargo, alcanzarlo del todo. A diferencia de Mallarmé, donde la linealidad se pierde al fracturarse la sintaxis, en Ortiz se pierde, como señala Retamoso, “por un exceso de lo sintáctico, que se dispersa en líneas de fuga instaurando una real arborescencia, al ramificar en una pluralidad de estructuras derivadas la estructura frástica elemental”[14].

Y tampoco el puro sugerir se cumple por completo porque, aun en los poemas de esta etapa, cada frase, si se la toma aislada, sigue siendo bastante comprensible: es en la sucesión y en el paso de una frase a otra donde su sentido más visible se diluye, se va deshilachando sin desaparecer, mecida la lectura en un juego de intensidades, alternancias, desplazamientos, insistencias y reiteraciones que aumentan considerablemente el espesor significante de la letra.

Es lo que ocurre, por ejemplo, con las repeticiones: “7por qué, por qué,! de repente en la luzj quemada por un ángel,/ por qué! sale de la luz, ella, corriendo.../ corriendo/ a los caminos de la sed,/ con el vaso de agua en las manos,/ y descalza,/ por qué?..." Es excepcional el modo en que Ortiz explota las posibilidades artísticas de la vacilación, quizá porque ella constituye uno de los fundamentos de su escritura. Desde el principio, ésta elige presentarse como vacilación y proceso, y, complementariamente, siempre posee algo de suspensión y de inacabamiento, de modo que el sentido del poema, e incluso el de la frase, dependa en buena medida de hasta qué punto el lector llega a poner en juego su inteligencia y, más aun, su sensibilidad. Pero se trata de un inacabamiento y una vaguedad controlados, por así decirlo, nada gratuitos, significativos. No es que el lector deba poner

lo que en el poema no está sino que es invitado a participar en el juego, o, mejor, en la ceremonia, a comprometerse espiritualmente, en concordancia con la suprema utopía que rige el pensamiento de Ortiz y sus operaciones textuales: la de arribar alguna vez a una comunión entre los seres, a concretar la promesa que en el verso número 187 de “Gualeguay” el poeta entrevé en “el canto íntimo del mundo, la melodía de la unidad, de la esencia...”.

La escisión

Si la poesía de Ortiz parece siempre estar a punto de traicionar la fórmula según la cual “un poema no dice, un poema es", esto ocurre porque la consistencia de su escritura -lo que la escritura misma tiene de “objeto”-surge, paradójicamente, del aprovechamiento poético de un anhelo comunicativo. Siempre, de un modo más o menos abierto o tácito, y no pocas veces incluso de un modo muy franco, un poema de Ortiz se presenta como ruego, como llamado, como invocación, como pregunta y hasta como mensaje, siempre se muestra como palabra en busca de algún “otro”, palabra anhelante (“no se morirán esas lilas, no?"), como lo indica la frecuencia con que aparece la invocación “amigos”.

“Ah mis amigos, habláis de rimas/ y habláis finamente de los crecimientos libres.../ en la seda fantástica que os dan las hadas de los leños/ con sus suplicios de tísicas/ sobresaltadas/ de alas...". Así comienza el más conocido de los poemas de Ortiz[15], cuyo final suele ser reiteradamente citado: “Pero cuidado, mis amigos, con envolveros en la seda de la poesía/ igual que en un capullo.../ No olvidéis que la poesía,/ si la pura sensitiva o la ineludible sensitiva,/ es asimismo, o acaso sobre todo, la intemperie sin fin,/ cruzada

o crucificada, si queréis, por los llamados sin fin! y tendida humildemente, humildemente, para el invento del amor...” La aceptación que en el campo literario argentino tuvo la fórmula “intemperie sin fin” para referirse a la poesía no siempre deja ver que este es uno de los poemas de Ortiz a los que le cabe la denominación de “sociales”: el poeta se dirige a sus colegas, que son también sus amigos, para recordarles que no es suficiente ocuparse de las rimas al amparo de la tibieza del hogar e instarlos a pensar “que el otro cuerpo de la poesía está también allá, en el Junio de crecida J desnudo casi bajo las agujas del cielo”. Los pobres de su provincia expulsados de sus viviendas por las inundaciones de fines del otoño y principio del invierno (Junio) aparecen, más a menudo aludidos que mencionados directamente, en muchos de sus poemas hasta cobrar una fuerte carga simbólica, como también la de los pobres sin techo bajo la lluvia fría. “Qué harías vosotros, decid -pregunta el poeta a sus amigos-, sin ese cuerpo (el de los pobres)/ del que el vuestro, si frágil y si herido, vive desde ‘la división’,/ despedido del ‘espíritu’, él, que sostiene oscuramente sus juegos! con el pan que él amasa y que debe recibir a veces,! en un insulto de piedra?”. Y, sin embargo, la nitidez con que pone a la vista hasta qué punto la división “cuerpo-espíritu” encubre la explotación y la dominación, no lleva a la voz poética a condenar a quienes cultivan “el espíritu”: “Oh, yo sé que buscáis desde el principio el secreto de la tierra,! y que os arrojáis al fuego, muchas veces, para encontrar el secreto...! Y que a veces halláis la melodía más difícil! que duerme en aquéllos que mueren de silencio! corridos por el padre río, ahora, hacia las tiendas del viento...” Sólo les pide que la poesía no sea para ellos capullo sino intemperie, abierta al amor.

Casi la misma idea se presentaba ya en el segundo libro de Ortiz, El alba sube.. {“No, no es posible.! Hermanos nuestros tiritan aquí, cerca, bajo la lluvia.!/ ¡Fuera la delicia del fuego con Proust entre las manos,! y el paisaje alejado como una melodía! bajo la llovizna! en el atardecer pálido del campo!H Fuera, fuera, Brahms flotando sobre los campos!”) y esta cuestión, u otras similares, reaparecerá una y otra vez en los libros publicados entre fines de la década del treinta y principios de la del sesenta, un período en el que tampoco Ortiz deja de registrar los ecos de la guerra civil española, el avance del nazifascismo y la segunda guerra mundial, cuyo fin celebra con un poema dedicado a la liberación de Francia. No se puede desconocer que, más que lo social las apariciones de lo específicamente político -la afirmación de fe en las fuerzas de la libertad y la hermandad, las expresiones de solidaridad con los combatientes- tienen algún costado de conciencia culpable, se esfuerzan un poco por mantener cierta firmeza, así sea de una manera declarativa, pero nunca esto aparece totalmente desligado de las inquietudes centrales de Ortiz, entre las cuales la noción de “revolución social” aparece como promesa de comunión. “Por fin la comunión iba a ser real”, escribe en “Gualeguay” al rememorar el anuncio de la Revolución Rusa, y ya en El alba sube... lo formula a través de una interrogación: “iSerá esa belleza nueva,! la belleza que crearán ellos (los pobres y los combatientes),/ esa belleza activa que lo arrastrará todo,! un fuego rosa contra el gran vacío,I o el viento que dará pies ágiles a la mañana,! sobre esta enfermedad aguda, terrible, de la sombra?". Pero, más que de un acontecimiento a sobrevenir en el tiempo, la revolución en Ortiz está envuelta en una suerte de transhistoricidad, a la manera de un mito presente que alumbra tanto el principio como el fin de los tiempos. El paraíso está aquí, parece decir hablando de la ciudad de Gualeguay, al final del poema: el paraíso es este y se trata de redimirlo, y redimirlo es ante todo redimimos cada uno de nosotros para ser capaces de vivir en él tal como es.

Más fuerte y más naturalmente integrado al universo de Ortiz aparece la preocupación social, inseparable de la otra cara que en su obra tiene el mito de la comunión con el cosmos: el dolor de la escisión, al que acaso aluda Saer cuando habla de la presencia de un “dolor histórico”. Desde la angustia existencial, que en los poemas aparece nombrada como “el temblor negro del abismo , a la infinita compasión que le producen los seres desvalidos, desde un gatito a un niño o a los inundados, lo que separa de la plenitud ansiada y por breves momentos experimentada, es mucho más que una cuestión ideológica, y se lo ve bien cuando en “Gualeguay” el poeta se siente dolorosamente aislado no del mundo sino de los hombres que, por las urgencias y los pavores a los que los somete su condición social, no están en condiciones de mantener como él un diálogo de intensidades con lo existente.

Notas:

[1] Oscar del Barco (1996)

[2] En J. L. Ortiz, (1996), Obra completa.

[3] También incluido en O. C., (1996).

[4] Juan José Saer, prólogo a una antología En el aura del sauce, incluido en O C (1996).    ' ”

[5] En prólogo citado.

[6]  Ezra Pound, “Para un método”, en Introducción a Ezra Pound (1973)

[7] Roberto Retamoso, Sobre la orilla que se abisma”, en La dimensión de lo poético (1995)

[8] Oscar del Barco, (1996).

[9] Roberto Retamoso (1995).

[10] Tamara Kamenszain, “La lírica entre comillas”, en El texto silencioso (1983)

[11] Hugo Gola, prólogo a El aura del sauce, incluido en O. C. (1996)

[12] Hugo Gola (1996),

[13] Oscar del Barco (1996),

[14] Roberto Retamoso (1996).

[15] Juan L. Ortiz, “Ah, mis amigos, habláis de rimas...” de De las raíces y del cielo. En O. C.

Obra de Juan L. Ortiz:

El agua y la noche (1933). Biblioteca Editorial P.A.C., Buenos Aires.

El alba sube... (1937). Ediciones Rumbo, Buenos Aires.

El ángel inclinado (1938). Ediciones Feria, Buenos Aires.

La rama hacia el este (1940). Ediciones AIAFE, Buenos Aires.

El álamo y el viento (1947). Ediciones Sauce, Paraná.

El aire conmovido (1949). Ediciones Sauce, Paraná.

La mano infinita (1951). Editorial Llanura, Paraná.

La brisa profunda (1954). Editorial Este, Paraná.

El alma y las colinas (1956). Editorial Este, Paraná.

De las raíces y del cielo (1958). Editorial Este, Paraná.

En el aura del sauce (1970). Editorial Biblioteca, Rosario. Tres tomos, prólogo de Hugo Gola. Incluye los libros anteriores y El junco y la corriente, El Gualeguay y La orilla que se abisma.

Entre Diamante y Paraná (1978). El Lagrimal Trifurca, Rosario. Plaqueta.

Obra completa (1966). Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe. Incluye En el aura del sauce, precedido por Protosauce y seguido por Poesía inédita y Prosas, además de una “Introducción” de Sergio Delgado y trabajos críticos de Marilyn Contardi, Hugo Gola, María Teresa Gramuglio, Daniel García Helder, Martín Prieto y Juan José Saer. Edición a cargo de Sergio Delgado.

Antologías:

Juanete, poemas (1969). Carlos Pérez Editor, Buenos Aires. Selección y reportaje de Juana Bignozzi.

Antología poética (1982). Coquena Editores, Rosario. Selección y estudio de Edelweis Serra.

20 poemas (1985). Universidad Nacional Del Litoral, Santa Fe. Prólogo de Edgardo Russo.

En el aura del sauce (1987). Universidad Autónoma de Puebla, México. Selección y prólogo de Hugo Gola.

En el aura del sauce (1989). Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe. Selección de Hugo Gola, prólogo de Juan José Saer.

Sobre Juan L. Ortiz:

Carrera, Arturo, Nacen los otros (1993). Beatriz Viterbo Editora, Rosario.

Del Barco, Oscar, Juan L Ortiz. Poesía y ética (1996). Alción Editora, Córdoba.

Kamenszain, Tamara, “Juan L. Ortiz: la lírica entre comillas”, en El texto silencioso (1983). Universidad Autónoma de México, México DF.

Freidemberg, Daniel y Russo, Edgardo, “Juan L. Ortiz”, en Cómo se escribe un poema (lenguas española y portuguesa) 1994). El Ateneo, Buenos Aires. Incluye un ensayo introductorio y un montaje de fragmentos de diversas entrevistas a Juan L. Ortiz.

Mastronardi, Carlos, Memorias de un provinciano (1967). Ediciones Culturales, Buenos Aires.

Piccoli, Héctor y Retamoso, Roberto, “Juan L. Ortiz”, en Capítulo. Historia de la literatura argentina, tomo 5 (1982). Centro Editor de América Latina, Buenos Aires.

Retamoso, Roberto, “Sobre la orilla que se abisma” y “Después de las palabras”, en La dimensión de lo poético (1995). Héctor Dinsmann Editor, Buenos Aires.

Saer, Juan José, El río sin orillas (1992). Alianza, Buenos Aires.

Serra,Edelweis,£7 cosmosde ¡apalabra. Mensaje poético y estilo deJuanL. Ortiz (1976). Ediciones Noé, Buenos Aires.

Veiravé, Alfredo, JuanL. Ortiz. La experiencia poética (184). Ediciones Carlos Lohlé, Buenos Aires.

VV.AA., JuanL. Ortiz. Seis ensayos sobre el poema Gualeguay (1991). El Arca Ediciones, Buenos Aires. Contiene trabajos de Claudia Rosa, Daniel Freidemberg, Diana París, Ana Silvia Galán, Roxana Páez y Daniel García Helder.

V V,AA.,Número especial dedicado a Juan L. Ortiz de la revista Poesía y Poética (1995). Universidad Iberoamericana, México. Incluye textos de Marilyn Contardi, Oscar del Barco, Carlos Mastronardi, Aldo F. Oliva, William Rowe, Juan José Saer! Carlos Schilling, Mario Trejo y Juan L. Ortiz, una entrevista de Jorge Conti y poemas de Juan L. Ortiz, Edgar Bayley y Francisco Madariaga.

Entrevistas:

Dujovne Ortiz, Alicia, “El escondido licor de la tierra”, en el diario La Opinión, Buenos Aires, 16 de abril de 1978.

Zito Lema, Vicente, “Conversación con Juan L. Ortiz”, en Nombres, n° 3 (1993), Córdoba.

 

ensayo de Daniel Freidemberg
 

Originalmente publicado en Diario de poesía, Buenos Aires N° 1 Invierno de 1986

link del texto: https://www.ahira.com.ar/ejemplares/diario-de-poesia-n-1/

Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas

 

Ver, además:

La armonía del devenir: zen y poesía en Juan L. Ortiz, ensayo de Tania Favela Bustillo (México) con video

 

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