El arbolito de Navidad
Nisa Forti Glori

Sabíamos que Navidad estaba por llegar, por el aroma que nos recibía en una tarde de Diciembre, en nuestra gran casa sobre el lago. En esa época no se acostumbraba adornar la ciudad. Sólo los escaparates iluminados de las jugueterías titilaban de tentaciones. A la salida del colegio, pegábamos la nariz a los vidrios, soñando. En Italia no llegaba Papá Noel. De los regalos se encargaba, personalmente, el Niño Jesús. Bajaba sobre una estrella fugaz, en el silencio inmaculado de los inviernos boreales. Era imposible verlo. Tampoco se festejaba la Nochebuena. La fiesta empezaba la mañana del veinticinco, con un desayuno impar, panettone y chocolate caliente...La noche de víspera, en cambio, comida de magro y Misa del Gallo. Los chicos, a la cama bien temprano... Nunca obedecíamos con tanta rapidez como en esa noche de ilusión. Tardábamos en dormirnos. Nos eran gratos los ruidos de la casa, las voces familiares, a la distancia. Luego, las luces se apagan. La emoción. El silencio...Apretábamos los párpados, las manos crispadas sobre las sábanas, los oídos alerta. Si el Hijito de Dios sorprende a los niños despiertos, pasa de largo. No eran sólo los regalos. Era la atmósfera que se había ido creando. De pureza y expectativa. La fe inocente. Los hechizos celestes de menudos y amorosos aprestos en cada hogar. A nadie se le hubiera ocurrido salir a bailar en Navidad. Era una noche especial, sagrada. Inconcebible celebrarla fuera de la familia.

***

Mamá creía fervorosamente que, si queremos una vida bella, debemos darle belleza. Y se la daba, con todo el corazón e innato buen gusto. Y con la delicadeza de sus sentimientos, que eran mágicos e infantiles. Ella lo orquestaba todo. Nosotros disfrutábamos de manera particular de los preparativos, que además implicaban su presencia en la casa. Movediza y salidora, no era frecuente encontrarla cuando volvíamos de la escuela. En las semanas de diciembre, en cambio, allí estaba, dando disposiciones, colgando frágiles globos y estrellas fulgurantes. Pero, sobre todo, el aroma, ¡el aroma! No había abetos artificiales en aquel tiempo. Todo auténtico. Los bajaban de nuestras montañas, enormes, todavía mojados en fragancia, con aspecto de gigantes sacrificados a nuestro inquieto fervor. Para evitar la deforestación, regía a rajatabla una ley dictada por Arnaldo Mussolini, el hermano del Duce: por cada árbol abatido, había que plantar dos nuevos. Llegábamos una tarde y allí estaba. Sin preanuncio. En un rincón de la sala. Tan grande, que la punta se doblaba contra el alto cielorraso. El olor a resina nos penetraba desde la entrada y empezaba a latirnos fuerte el corazón. Mamá, trepada en la escalerita, se atareaba, risueña. La mucama, de pie a su lado, sostenía la caja de los adornos y el hilo "perlé" verde para atarlos. Luego, las velitas de cera. De todos los colores. Bien separadas, no vaya a ser que, cuando las encendamos, prendan fuego a las ramas...Por último, las guirnaldas coruscantes; los copitos de algodón soplados con ligereza, como empujados por la brisa. Una nieve blanda, etérea, de ensueño... Nunca olvidaremos aquellos días. Aquellos aromas. El crujir de las agujas de pino caídas sobre la alfombra. ¡Infancias felices! Benditos sean los padres que saben imprimir semejantes huellas en el alma de sus hijos.

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Sobrevino la guerra. Nos refugiamos en el campo. Mamá se llevó consigo la magia, la obstinación de embellecer la existencia de sus seres queridos. Lo logró, cada día de su vida. Cada día de su vida, lo logró.

Gracias, mamá.

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Nuestro padre era antinazi. Descubierto, tuvo que huir a través de los Alpes. Su esposa lo siguió, inconmovible, devota hasta la temeridad. No lo pensó ni un minuto. Pequeña y hundida en la nieve hasta los muslos, le costaba levantar las piernas para dar el próximo paso. Nosotros quedamos en el campo, con gente fiel y con las tías. Noticias, vagas. De contrabando. Estaban a salvo, en algún lugar de Suiza. Cómo era su vida, qué hacían, eso pertenecía al reino de la imaginación. ¿Volverían? ¿Cuándo? Cuando terminará la guerra. ¿Cuándo terminará la guerra? ¿Quién podía saberlo? Faltaba poco...Poco...Poquísimo.

Las tías trataron de preparar una Navidad placentera. Pero "ellos" no estaban. No estaba mamá, rubia como un querubín, carialegre e impaciente, dando órdenes en la cocina, pegando el zapatito contra el suelo cuando un globo, al caer, salpicaba el parquet de trizas iridiscentes. Tus risas, mamá. Tus rizos, mamá. Yo ponía el disco "Tristeza", de Chopin, Estudio 16. Su música preferida. Me encogía en un sillón, viéndola sentada al piano, la punta de la lengua asomándole entre los labios. Una niña diligente ocupada en practicar sus ejercicios...

La mucama me llamó. Ven que te lavo la cabeza para que estés linda mañana. Después te daré una fricción. Sabes que tu mamá no quiere que descuides este pelo tan lindo ... En el cuarto de baño, de rodillas, con la cabeza mojada sobre la falda de la mujer. Una fricción enérgica, fresca... Qué placer. Entrecierro los ojos. Aspiro. Olor a bosque...a pinos...

De repente, una locomotora negra se me precipita encima con estruendo, como proyectada desde el primer plano de una pantalla. En la trompa, qué curioso, lleva algo redondo. ¿Un globo? ¿Un círculo? En el círculo está clavado algo así como un palito... Sobre el trasfondo violento, casi en transparencia, el rostro de mamá, ¡pero cuan diferente del que yo conocía! Demacrado, muy pálido, surcado de lágrimas. ... Lo enmarca un pelo lacio, sin vida. Mueve los labios, me llama. Pero es como si la voz no saliese de su boca, sino procediera de otra dimensión. ¡N....! N....! Contesto a su llamada, fuera de mí: ¡mamá, mamá! Caigo hacia atrás. Golpeo la cabeza contra el piso y pierdo los sentidos. "No es nada, - dice el médico del pueblo-. Las heridas en el cuero cabelludo sangran mucho. Se va a poner bien enseguida".

Cuanta gente alrededor de mi cama. Las tías quieren saber: ¿qué te pasó? "Mamá, - susurro, llena de ternura.- La vi. Estaba llorando. Me llamaba."

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La guerra terminó. Volvieron un domingo de primavera. Los vi desde lejos, rodeados por un grupo festivo delante de nuestra cancela. Cuando aparecí, jadeante, en la punta del camino, el grupo se abrió y pude verla: pálida, demacrada, desconocida. Desconocida para los demás, no para mí. Sólo que sus ojos, ahora, estaban llenos de sol. Tomé impulso y corrí. Un torito brioso, con la cabeza baja y los puños cerrados. Corrí y hendí el grupo y caí sobre ella con todo el arrojo de mi larga ansiedad. Caí entre sus brazos y sólo un niño de guerra que supo del temor de perder a sus padres, puede comprender lo que se siente al recuperarlos, vivos.

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Ella lo contó así: "Era la víspera de Navidad. Lo pasábamos mal en el campo de refugiados. Los suizos no nos trataron con miramientos. Amontonados en galpones malolientes, sobre yacijas de paja. Luchando contra los parásitos del vecino. Dentro, no se respira. Fuera, nos congelamos...Yo estaba triste. Pensaba en mis niños y en la Navidades pasadas, quien sabe si habrá otras en el porvenir...¿Había tomado la decisión correcta al dejarlos para seguir a mi marido? ¿Y si algo les pasara? Y sí...¿Y si....?

Nos dieron una manzana para Nochebuena. Todo un lujo. Una fruta en invierno, en Suiza. Todos se comieron la suya. Yo no. Daba vueltas la manzana en mis manos. Mis niños lejanos. Nunca los había dejado, antes. Como disfrutábamos de las Fiestas. Nunca les había fallado. Cada año, un árbol más hermoso que el anterior. Mientras iba a cumplir con mi trabajo de zurcidora (los voluntarios recibían mejor trato), había recogido una rama de pino para aspirar su aroma. Cuanto les gustaba a los chicos el olor de la resina...Absorta, llorando en silencio para no deprimir a los demás, clavé la ramita en la manzana y la besé con frenesí. "Qué haces, me preguntó papá, asombrado. En vez de comértela, ¿la besas?" " Es un arbolito de Navidad para los niños - le contesté. –Siente qué bien huele".

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Todos me miraron. Yo me acurruqué a sus pies y apoyé la cabeza en su regazo: " Un tren lo trajo, mamá. Y era el más lindo de todos".

Nisa Forti Glori

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