Vidrios

Alfredo Fonticelli

A:

Pablo
Anet
Elsa
Carlos

Gracias a:

Jan por el café.
Civiles por alojarme.
Dinora por sus oídos.
Olmedo por opinar.
Levrero por dar aliento y rigor.
Mauricio por sus lecturas.
Santiago por su música.
Valentín por la corrección.
Los maldonautas por darme un sitio.

El secreto, es que antes de escribir cierres los ojos y mires para adentro.

J.M.V.L

Mamá me levantó de la cama como de costumbre. Rápido. Con un eficaz tirón retiró las mantas que me cubrían dejándome sobre la cama en pijamas. Tenía los pies descalzos y el cuerpo frío. Me abracé a la almohada para darme abrigo y dormir algo más. Fue inútil. Me levanté. Por la ventana del baño se veía asomar el sol. Afuera parecía más temprano que de costumbre.

Me lavé la cara y los dientes mientras escuchaba a papá y a mamá discutir. Tenían la voz alterada. Se ordenaban cosas mutuamente. Se adivinaban pasos que entraban y salían de la casa.

Desayuné galletitas de agua y café con leche sin hablar con nadie. A mi derecha mamá envolvía latas y cubiertos que, a su vez, papá retiraba en bolsas cerradas. Cuando ella vació el mueble gritó que había terminado. Papá, desde la calle, respondió que él también.

Mamá con la mirada me indicó que me levantara. Puse mi taza en la pileta y ella, con un simple enjuague, la guardó en la canasta que llevábamos al campo. Salimos de casa a primera hora. Mamá echó llave y fuimos hasta el auto. Antes de que papá cerrara el baúl vi la gran cantidad de bolsas y valijas que cargábamos.

¿Nos íbamos?

Me senté atrás como de costumbre. Papá encendió la radio y salimos. Escuchábamos el informativo de Radio Rivadavia y Radio Colonia alternativamente. Algo pasaba.

Me di vuelta sobre el asiento para mirar por el vidrio de la luneta del auto. Por entre medio de los alambrecitos del desempañador veía cómo se alejaba mi casa. Miraba el terreno baldío lindero. El de la esquina. Allí, una grúa del tamaño de un dinosaurio, depositaba un objeto enorme. Un vagón de ferrocarril antiguo. De aquellos que se hacían de madera por fuera. De aquellos que terminaron sus días útiles cubriendo los ramales pétreos del Sur Argentino.

El vidrio del auto parecía una pantalla de televisión. En él la figura del vagón zigzagueaba, de izquierda a derecha, acompañando los movimientos del Ford. Mi padre conducía lento, seguro. El auto avanzaba hacia el puente Eva Perón. Punto de salida de la ciudad.

El vagón se mantuvo frente a mí, aunque achicándose, el tiempo necesario para recorrer seis cuadras por una avenida de doble mano con dos semáforos. Exactamente ese era el trayecto que unía mi casa con el puente. Puente al que hasta ahora sólo había ido a jugar. Nunca lo había atravesado. Jamás había salido de Medina.

El vagón estaba forrado con tablas pintadas de marrón colocadas verticalmente. Tenía varias ventanas abiertas y dos escaleritas de metal. El techo era curvo y negro. En los extremos unas barandas lo daban por terminado. Sobre el lateral que daba al auto, bajo una ventana, se leía F.N.G.R. Nº 258 en letra de cartel blanca. Traté de alcanzarlo. Mi mano derecha quedó torpemente abierta contra el vidrio empañado. Frío. Mis dedos quedaron marcados nítidamente hasta que se formaron las primeras gotas. Un perro de plástico, que me habían regalado para Navidad, era mi única compañía. Me alegré de habérselo dado a papá. Él lo había ubicado en la luneta entre el asiento y el baúl. Era su mascota. El plástico animal era pequeño y tenía un aparato en la base que le hacía emitir un sonido. Sonido que para mi confusión no parecía de un perro. Tenía, también en la base, un cartel "Snoopy & cía".

Aquel regalo cedido, a su vez, a mi padre era el único aliado en el auto que me alejaba de casa. Lo tomé con la mano derecha y lo acomodé igual a mí. Ambos quedamos mirando el vagón. Ambos - creo yo - observábamos el trabajo de los tres hombres que operaban la grúa. La policía llegaba en ese momento. Mamá me gritó que me sentara mirando hacia adelante. Yo, del susto, quedé inmóvil. Un patrullero cortó el tránsito y el otro se estacionó frente a casa. Quien manejaba la grúa trataba de ubicar el vagón paralelo a la ochava del terreno, retirado de la vereda unos metros.

Snoopy, el perro de plástico, y yo mirábamos hacia atrás. Yo, arrodillado en el asiento con los brazos sobre el respaldo. Él, sentado sobre su cola con las dos patas delanteras extendidas. Mamá con sus gritos insistió para que me diera vuelta y me sentara correctamente. Simulé no escucharla. Miré nuevamente mi casa, ahora disminuida en su lateral por la implantación de aquel vagón, pero mi casa al fin. Salvo mis padres todo miraba hacia atrás, hacia el pasado. A mí no me importaban ni el puente, ni el camino para salir de la cuidad, ni el futuro.

Sentí un tirón de pelo a la altura de la nuca. La mano de mi madre me obligó a darme vuelta y obedecer. Snoopy, en cambio, quedó mirando hacia atrás. Firme, decidido. Como un buen soldado. Papá dijo algo así como: Dejalo. Pero ya era tarde. El auto se sacudió al entrar al puente debido a la diferencia de niveles entre ambas calzadas. Desde ahí ya no se veía mi casa.

Me negué, aunque fuera una idiotez, a mirar hacia adelante. Por las ventanas laterales del auto se sucedían los hierros que, obstinadamente, sostenían el puente. Las columnas y vigas tenían hexagonales remaches oxidados y alguno que otro cartel con etiquetas de cigarrillos. Por supuesto, se veía el río y varios vecinos pescando. Las bicicletas, apoyadas contra las barandas peatonales, parecían observarme al salir del pueblo. Despedirme.

En un descuido de mi madre salté en el asiento de atrás y me di media vuelta. Lo que vi, fue el cartel de BIENVENIDO A MEDINA, que se apoyaba sobre la estructura del puente.

Juré que volvería. Viajé con bronca. Empacado. Por los comentarios de papá nos estábamos mudando. En el trayecto sólo me dediqué a contar árboles.

Llegamos a la que sería mi nueva casa al mediodía. Mi abuela, Gladys, esperaba sentada sobre unos escalones con una cachorra de verdad atada por el cuello. Papá dio dos golpes secos de bocina y metió el auto en el parque. El Ford se apoyó silencioso en la entrada a la cochera, sobre el césped. Bajamos de a poco. Mamá parecía realmente entusiasmada. Hablaba en voz alta. Hasta saludó a la mujer que la miraba desde la casa vecina. La abuela vino a mi encuentro. Corrí y la abracé. Le pedí que me llevara de regreso a Medina. Ella me miró sin pronunciar palabra. Mamá se le acercó y le dijo algo en voz baja. Luego me sacó de los brazos de la abuela.

La perra, que se había mantenido inmóvil, dio dos pasos cortos hasta mí y todo quedó como olvidado. Le pasé la mano por el lomo. Era una Colie pequeña y parecía cuidada. Papá tomó al animal por la correa y de un tirón la encaminó hacia la casa. Otro silencio sentenció que lo peor ya había pasado. Detrás de papá, como si fuera un guía, salimos todos.

Tres escalones separaban el piso de la casa del césped del jardín. Anunciaban la llegada de nuevos problemas: a esta casa había que entrar limpiándose los zapatos y una puerta mosquitero separaba la calle de la puerta de verdad. Antes no teníamos tantas puertas, ni escalones.

Entramos.

La puerta de verdad se cerró tras Mamá, que fue la última en entrar. La perra rápidamente corrió por el costado de la casa y empezó a golpear la puerta de la cocina. Nadie parecía escucharla. Papá sugirió bajar los bolsos y distribuirlos en sus futuros lugares de uso. Papá y mamá parecían conocer el lugar y haber elegido los cuartos. Al parecer habíamos traído, principalmente, ropa. Entre ellos acordaron que mamá y la abuela repartirían las bolsas y las valijas que papá y yo alcanzaríamos hasta la puerta.

Cuando nos dirigíamos al auto, le pedí a papá que me permitiera ir con la perra. Le dije que evitaría que rascara la puerta de atrás. Un mínimo triunfo me alejó del esfuerzo de levantar valijas y me permitió ir al jardín. Allí me esperaba la única solitaria en esta casa. Aparte de mí, claro está.

La cachorra se acercó y me olfateó con rapidez. Me propuse dos cosas: la primera, soltarle la soga que tenía colgando. La segunda, buscarle un nombre. Un nombre que ella aprobara. Pensé en Pluto o Tribilín pero los sentí demasiado impersonales. Entonces miré detenidamente sus rasgos en busca de una pista. Algo que propusiera un nombre como Pintitas, Colita o algo así. Pero nada.

Sin ideas sobre como llamarla, al menos, le solté la soga. La perra saltó en señal de agradecimiento y corrió a tomar agua. Jadeaba y sacaba la lengua. Se la notaba excitada. Feliz. Idiota.

Con bronca por su inadecuada actitud festiva, decidí que la llamaría "Lassie" en honor a la estrella canina de la televisión. La perra giraba sobre sí misma y saltaba. Parecía haber ingresado a un circo. Tanto hizo que por último me convenció. Un par de carreras cortas hasta el cerco sellaron una fidelidad inquebrantable. De ahora en más ella me haría compañía en el jardín. Mamá me había adelantado que no entraría a la casa y menos aún a mi cuarto. Aquella primera tarde jugamos a los asaltantes de bancos. Usamos la cochera como bóveda secreta y un árbol como patrulla policial. La rutina consistía en acercarse a la cochera de rastrón, pegados al piso para que nadie nos viera. Una vez frente a la puerta disparábamos y entrábamos a robar. Los dos éramos ladrones porque yo no quería ser policía y Lassie prefería ser de mi bando.

Mamá acomodaba cajas y miraba alternativamente desde la cocina y desde la escalera. Mamá aprobaba.

Luego de la merienda, anticipada por el apetito, la perra y yo pasamos el resto de la tarde separados. La lluvia aguó muestra cadena delictiva. A Lassie le esperaba una noche en la cochera. A mí no me iría muy distinto.

Conocí mi nuevo dormitorio seis horas después de llegar a esta casa. La puerta de mi habitación tenía un cartelito con mi nombre, el piso era cubierto por una alfombra y las paredes estaban pintadas color arena. Los decorados eran novedades inocultables. Nada me atraía demasiado.

Cuando llegó la hora de cenar, la abuela ya no estaba. Alguien evitó, así, el beso de despedida y la escena de la llegada. Tiene que haber sido idea de la abuela, a ella no le gustaba verme sufrir. A esta hora, seguramente, estaría en viaje de regreso a Medina.

Papá compró pizza, coca cola y helado. La trilogía de la muzzarela era el arma secreta para aplacar cualquier estado de ánimo negativo. Antes de cenar discutieron por los sandwiches que habían quedado olvidados en Medina. Ambos se hacían responsables. Cenamos en la cocina con una enorme luz redonda que caía sobre la mesa. Acá no había televisión y mientras comíamos no se habló. Papá guardó prolijamente el helado que sobró en la General Electric que estaba vacía. Mamá lavó los tres platos y los vasos. Yo tiré los restos a la basura. El tacho ahora estaba dentro del mueble de los cubiertos.

Después de cenar fuimos hasta una sala al frente de la casa. Papá y mamá se sentaron sobre un sofá de cuero, mirando una chimenea de ladrillos. El fuego debió haberlo encendido papá mientras nosotros terminábamos la limpieza de la cocina. Tres sillones se apoyaban sobre un piso de madera. El crujir de las chispas era todo lo que se oía. El resto era silencio. No se escuchaban ni colectivos, ni gente en la calle.

Saludé a papá con la mirada y le pedí a mamá que me acompañe a dormir. Ella se despidió de mí desde el sillón en que estaba sentada. No quería, me dijo, subir y bajar las escaleras cada vez que alguien fuera a las habitaciones. Odio los escalones.

Los primeros días los compartí, casi por completo, con Lassie. El correo con mi pase escolar tardó en llegar. Por más que mamá insistió los curas no le permitieron que ingresara sin tener todo en regla. Los curas y los papeles que no llegaban me otorgaron unas vacaciones extras. Duraron casi dos semanas.

También tardó en llegar el resto de la mudanza y con ella mis juguetes. Todo esto amplió mi imaginación para los juegos con perros. Lassie no parecía estar disgustada. Por las mañanas, después de desayunar con mamá, asaltábamos bancos. Los pinos hacían de policías por ausencia de voluntarios. El botín lo conformaban un montón de billetes viejos que habían sido de la abuela. Algunos de cinco y otros de diez pesos nacionales. Los papeles tenían buen aspecto pero estaban fuera de circulación por un cambio de moneda.

Por las tardes, hacíamos de piratas alrededor de la piscina. Yo tiraba al agua una cámara de auto usada con una tabla atada en el medio. Esta, convertida en cubierta de galeón, sostenía unos palitos que reemplazaban a mis marineros de plomo. Desde la orilla más lejana les arrojaba piedras para hundirlos. Lassie, que corría alrededor de la piscina intranquila, me alcanzaba las que no daban en el blanco para lanzarlas otra vez. Era mi contralmirante.

Con la perra compartí el sufrimiento por el agua. Me habían prohibido tirarme a la piscina y ella me acompañaba. Sólo me hacía caso a mi. Quizás porque a papá y mamá les molestaba que mordiera flores. Lassie era mía como Snoopy, pero a ella no la regalaría.

Un cerco de arbustos separaba mi casa de la de atrás. Por los huecos de las ramas veía a una niña de mi edad que en las tardes estaba en su casa. Jugaba sola, sentada. Ensimismada. Ella se convirtió en la segunda solitaria que conocí.

Tardarían en llegar los días de ir al colegio. Tardarían en llegar los días de abandonar a Lassie por las mañanas. Tardarían en llegar los días de acompañar a Camila, mi vecina, hasta su escuela. Ella sabía cosas que yo jamás hubiera aprendido sólo. Yo la admiraba por eso. Camila me enseñó que los pájaros no morían de viejos. Que no existían frutas azules. Ella sabía cómo escapar de su casa sin que la vieran. Su conocimiento de la zona era muy amplio.

Desde que me mudé sólo conocí solitarios. Me asustaba pensar que no tendría con quién hablar.

La abuela, que venía los miércoles, fue mi puente con las cosas que peleaban por no ser olvidadas dentro de mí. Ella traía consigo, unidas con una gomita, cartas de mis amigos. Así me enteré que habíamos ganado el campeonato de fútbol interbarrial. Descubrí que el vagón de tren que habían dejado a un costado de mi casa se estaba convirtiendo en Pub y supe que el cumpleaños de Daniel se festejaría allí un viernes. Le rogué a la abuela que me llevara. Podría ir el jueves anterior cuando ella volviera a Medina. Despertaría el viernes al mediodía, pasaría por la escuela a ver a mis antiguos compañeros y, a la noche, iría a la fiesta. El sábado regresaría a mi nueva casa.

La abuela decía que por ella sí, pero que dependía de la decisión de mis padres. Me pidió que trabajara duro en el colegio y que ayudara a mamá en la casa, con la perra sobre todo. A cambio ella misma le pediría que me dejase ir. Jamás comprendí los motivos por los cuales estaba vedado volver a Medina.

Mi barrio se armaba y desarmaba, en mi memoria, como un rompecabezas. La abuela me traía piezas que yo juntaba en mi habitación para que nadie las tocara. Del cumple de Daniel la abuela me trajo un vagón a escala que entregaron con motivo de la inauguración del lugar.

Pensaba que volver a Medina sería bueno. Pero no.

Al menos por una tarde volvimos a Medina cuando la abuela murió. Volver así no era lo que yo esperaba.

Mi recuerdo del velorio de la abuela Gladys es confuso. Al llegar al pueblo, papá no hizo el camino que yo esperaba. El auto, ni bien pasó el puente de hierro, dobló hacia la izquierda. Eso evitó pasar frente a mi casa. El cementerio quedaba hacia el sur, en un extremo del pueblo. No pude ver todo aquello que extrañaba. Quería saber si recordaba todo tal cual como era. Si las cosas estaban en su lugar. El cementerio fue el único sitio en donde nos detuvimos. Allí supe que papá volvía por trabajo cada dos meses.

Cuando la abuela murió dejaron de llegarme noticias de Medina. Todo quedó reducido a una pequeña maqueta que había armado en mi dormitorio con restos de recuerdos. Todo quedó reducido a lo que yo pudiera imaginar.

Camila decía que no podría retener todo un pueblo en mi memoria. Ella no compartía mi obsesión. Decía que Medina ya no era mi lugar y que una réplica a escala no podía ser lo único que hiciera. De todas maneras, cuando regresé del velorio, prometió ayudarme a terminar la maqueta de una vez. Ella respetó mi tozudez sobre la posición del vagón a cambio de decorar los interiores de las casitas y pintar los carteles de las paradas del ómnibus. Ella no conocía el rencor. Era una niña.

Juré que volvería

..."En un descuido de mi madre salté en el asiento de atrás y me di media vuelta. Lo que vi, fue el cartel de BIENVENIDO A MEDINA, que se apoyaba sobre la estructura del puente.

Juré que volvería"...

Juré que volvería porque mi tristeza era infinita. Porque estaba indignado. En Medina tenía mis amigos, la escuela. El club. Volvería, me juré, obligado por mí mismo. Yo no me traicionaría, de eso estaba seguro.

Descubrí que no sabía de rutas cuando empecé a imaginar mi regreso. Por desgracia había malgastado el viaje que me cambió la vida. Pude haber leído carteles, indicaciones. Pude tratar de memorizar el camino. Pero no. No tenía idea de cómo regresar. No sabía a cuánto estaba este pueblo de Medina.

La solución la encontré en una caja olvidada en la cochera. Junto a las frazadas de Lassie. Allí un calendario del Automóvil Club Argentino, con fotos de Fangio, almacenaba varios mapas. El mes de febrero me descubrió los caminos que ignoraba. Establecí, con su ayuda, las distancias y las rutas probables. El trayecto que me pareció más corto lo marqué con líneas de lápiz rojo.

Aprendí, en esos planos, que Gorch, estaba a doscientos cuarenta kilómetros de mi antigua casa y que una vía de tren unía ambos pueblos.

La idea de volver a Medina fue el motor de mis planes de fuga. Una idea que me impulsó a vivir mentalmente lejos de donde estaba. A vivir atado a un recuerdo.

A los estudios volví en mayo. Llegué al nuevo colegio una mañana de lluvia. Con mamá caminamos todo el trayecto que unía la calle con el patio de banderas del lugar. Fuimos de la mano dos cuadras enteras tratando de no mojarnos. Pasamos frente a la iglesia y entramos al hall del colegio. Un cura me recibió y se despidió de mamá. Por un pasillo alto con ventanas a otro patio llegué a mi aula.

Ingresé a sexto grado, húmedo y con las listas de asistencia ya hechas. El resto del año el maestro llamó primero a sus alumnos y, por último, a mí. Lo hacía en voz alta. Primero el apellido. Siempre se equivocaba al nombrarme haciendo aún más notoria mi condición de desconocido. Él se lucía consiguiendo la risa de todos los presentes.

Mis compañeros demoraron en dejar de llamarme "El nuevo" tanto como en dejar de pegarme en la hora de gimnasia. No los podía culpar, yo también los golpeaba cuando tenía oportunidad.

En los recreos, como no me dejaban quedarme en el salón, me recostaba contra un bebedero blanco que goteaba constantemente. Perdía el tiempo mirando las hojitas que daban vueltas en redondo contra la rejilla. Sobre la pared en la cual me escondía se encontraban las campanas. El padre Jaime alzando un brazo me indicaba que acabara con el ocio y yo las golpeaba. Los curas tomaban té en el recreo mirando las campanas.

Mis padres, era evidente, que no sentían el desprecio del que yo les hablaba. Ellos no tenían que ir al colegio más que para algún acto o misa importante. Nada me fue fácil.

Mi bronca con mis nuevos compañeros me ocasionó la pérdida de algunos cumpleaños y a los pocos que fui no tenía con quién bailar. No conocía a las chicas. En Medina todo hubiera sido diferente. La compañera de pupitre de Laura me había contado que ella gustaba de mí.

Laura, como todas, usaba un delantal tableado blanco. Sólo ella se ponía una bincha en la frente. En el patio, después de jugar al poliladron, ella alzaba sus manos para acomodarse el pelo antes de entrar a clase. En Medina, si no hubiera sido por ese detalle, yo hubiera odiado que terminaran los recreos.

Para ser el novio de Laura sólo tenía que proponérselo. Mi plan era decírselo bailando un lento, con poca gente cerca. Lo ideal sería en un cumpleaños con los compañeros de la escuela y el mío no servía. Yo cumplía fuera del período escolar y pocos venían hasta casa. Por lo general estaban de vacaciones y no sabía dónde ubicarlos. La mayoría de mis cumpleaños sucedían entre mis familiares y los amigos de mis padres. Eran aburridos.

El de Daniel era el primero con un baile permitido. Pacté con él que si yo me ponía de novio con Laura lo ayudaría con su amiga y podríamos salir los cuatro. Tramábamos ir a ver la película "Vivir y dejar morir" con ellas. Hasta las besaríamos. Mi vecino, que tenía catorce años, nos aseguraba que en el cine las mujeres se dejaban besar. Para ser el novio de Laura había que esperar a que empezaran las clases.

Supe, por las cartas, que ella me cambió por un primo de Daniel que estaba de pasada por Medina. Supe también que el baile de cumpleaños se realizó en el bar El Vagón. Allí la música y las luces las ordenaba un Disc jockey contratado. A él había que pedirle los temas lentos.

Casi sin esfuerzo podía ver bailar a Laura abrazada con otro. Ella disfrutaba la música. Bailaba folklore en la escuela, beat en la casa con las amigas y, en el club, hacía patinaje artístico. Quien haya sido el que se animó, poco debió costarle que ella aceptara.

Recuerdo ese vagón de tren amargamente. Imaginaba el nombre de Laura junto al de cualquiera, encerrado dentro de un corazón con una flecha atravesándolo. Los imaginaba grabados sobre la madera. Meter el vagón que me había traído la abuela en mi maqueta de recuerdos fue una estupidez. A partir de ahí soñé con trenes una y otra vez.

En mis sueños Laura llegaba a una terminal de trenes de fachada gótica. Revestida de ladrillos a la vista. Roja, gigante. Ella regresaba de una larga estadía en la capital. Tres meses antes nos habíamos casado. Ella volvía a mí. A nosotros. Llegaba con una valija pequeña en las manos. Yo corría hasta ella y la abrazaba. Me respondía con un beso. La luz del sol se colaba por los pocos vidrios limpios de la estación. Salíamos del andén despacio. Haciendo tiempo para que los maleteros trajeran el resto del equipaje. Los taxistas se acercaban hasta nosotros. Todo quedaba en penumbra.

Pero nada fue así.

Odio los escalones

..."El crujir de las chispas era todo lo que se oía. El resto era silencio. No se escuchaban ni colectivos, ni gente en la calle. Saludé a papá con la mirada y le pedí a mamá que me acompañe a dormir. Ella se despidió de mí desde el sillón en que estaba sentada. No quería, me dijo, subir y bajar las escaleras cada vez que alguien fuera a las habitaciones. Odio los escalones"...

Y sobre todo los odio porque mi flamante casa estaba llena de ellos. Cada noche, al ir a dormir, los subía despacio. Uno a uno. Con miedo a patinarme por la cera. Cada escalón me recordaba lo poco que me querían. Me negaba a saltarlos. Los escalones eran algo así como la distancia.

Mientras recorría la escalera escuchaba discutir a mis padres por distintos motivos. Porque la plata no alcanzaba. Porque la abuela era una molestia. Porque el presidente era un militar. Nunca supe por qué discutían de noche. Me costaba dormirme sin saber quién apagaría la luz.

Una vez en mi cuarto me veía aún más solitario y pequeño. Como cuando era un bebé y me ponían a dormir apenas terminaba de comer. Como cuando era un bebe y sentía subir desde el estómago el sabor agrio de la leche materna. Esa incomparable repugnancia que se convertía en miedo, en fantasmas.

Cuando era un bebe si cerraba los ojos, el sabor de la leche adquiría formas extrañas. Desiguales. Sentía, incluso, que una esfera enorme se me pegaba a la cara y me asfixiaba. No sólo eran globos blancos que volaban alrededor de mi cuna.

Cuando era un bebe buscaba evitar aquellas imágenes fijando la vista en otra cosa, poniendo los ojos en aquello que me rodeaba. Recorría los muros en forma circular. De izquierda a derecha, deteniéndome en los cuadros, en las puertas. Para distraerme ponía nombre a las cosas que quería. Así hubo un osito, un triciclo y una cama vecina vacía.

Agotados los muros laterales y el frente, miraba hacia arriba. El techo tenía un boquete por el que se veía el cielo. Oscuro. Infinito. El cielo era más grande que el lugar donde me dejaban cada noche. Me asustaba mucho más que los fantasmas lácteos. El cielo no tenía fin. Recorría cada centímetro cuadrado de muro antes de quedar boca arriba irremediablemente. Sabía que darme vuelta era muy difícil. Mis fuerzas eran pobres y mi equilibrio, precario. Me notaba panzón, corto de brazos y con poca musculatura como para pararme. Además, las piernas todavía no me soportaban.

Sólo ponía los ojos en el techo cuando ya no me quedaba otra posibilidad. Vencido, sin más remedio, miraba las estrellas tratando de entender. Me parecía que todo se caería alguna vez, sobre mí, sobre la casa. Pero no podía ayudar a nadie. Ni siquiera sabía hablar.

Asustado intentaba tapar el agujero extendiendo las manos hacia el techo. Eran mis manos contra el cielo. Mis manos con los dedos abiertos para abarcar más. Mis manos convertidas en puños, peleando.

No me podía dar vuelta en la cuna, no podía dejar de mirar. Me tomaba de los barrotes más cercanos con toda mi fuerza. La madera era una compañía segura. Desde atrás de la cuna ingresaban voces lejanas. Ajenas.

Resignado, entendía que ese útero nocturno debía ser mi madre. Que el cielo no me tragaría. Las voces que llegaban desde atrás serían, entonces, de seres extraños.

Aquella primera noche en mi cuarto nuevo decidí que no aprendería a subir escalones. Aprendería a fugarme. Yo no pertenecía a esa familia.

Hacia atrás

..."Mamá con sus gritos insistió para que me diera vuelta y me sentara correctamente. Simulé no escucharla. Miré nuevamente mi casa, ahora disminuida en su lateral por la implantación de aquel vagón, pero mi casa al fin. Salvo mis padres todo miraba hacia atrás, hacia el pasado"...

Porque hacia atrás estaba todo.

El primer invierno lo pasé en casa sin salir salvo para ir a la escuela. No tenía parientes a quienes ir a visitar, ni amigos nuevos. Además ese año llovió mucho. Los días en que llovía mamá iba en el auto a buscar a papá al trabajo. La lluvia y la soledad venían juntas. Yo las recibía en el living.

El living estaba en la planta baja, al frente. Era el lugar por el que ingresaban los invitados y donde se hacían las reuniones de los grandes. Rara vez yo participaba de esos encuentros, por lo general, los espiaba desde la escalera.

Cuando me quedaba solo en casa, ese era un lugar de visita obligada. Revisaba los jarrones de las repisas en busca de dinero y husmeaba los papeles que papá guardaba en su cajón del escritorio. Me transformaba en un pirata en busca de tesoros escondidos. La escalera de madera, la alfombra y las lámparas que colgaban del techo conformaban una codiciada bodega. Un barco enemigo. El asalto a lo prohibido dibujaba mis incursiones a esa sala. Los piratas siempre me parecieron tipos que vivían como yo. Lejos de lo que amaban.

El living era para mí un lugar extraño. Siempre limpio, ordenado. Mamá prefería no usarlo si no era estrictamente necesario. Después de revisar los estantes me gustaba sentarme a mirar hacia fuera. La ventana que daba a la calle era mi preferida. Allí había un lugar con almohadones que conformaban un asiento. Por la vereda veía pasar todo tipo de personas. Además desde ahí controlaba la llegada de mis padres.

Cuando llovía, Gorch se parecía a Medina. Quizás porque andaban menos vecinos por la calle. Quizás por el color blancuzco de los árboles.

Una de esas tardes lluviosas, junto a los vidrios, vi cómo se acercaba hasta mí, un hombre con un paraguas azul en la mano. Yo, desde mi asiento, lo veía venir directo hasta la ventana. Su andar era lento pero decidido. No parecía intimidarlo la proximidad a mi casa. La perra ladraba desde el fondo.

Una vez contra los vidrios empezó a unir gotas de lluvia con los dedos. Invitándome a que lo imitara. Descubrí que dibujaba nombres, pájaros, caras. Yo comencé a trazar líneas con mis manos intentando contradecirlo. Rayaba cada dibujo que él hacía por pequeño que fuera.

El hombre del paraguas azul era alto y alcanzaba sectores que yo no llegaba ni en puntas de pie. Garabateé sus dibujos sin que le importara. Estaba solo y él parecía advertirlo. Agotados los vidrios de mi ventana, él se corrió hacia la izquierda.

Yo permanecí inmóvil. Él retrocedió. Los dibujos borroneados dejaban ver mejor hacia el otro lado. Pude distinguir más nítidamente su cara. Me miró fijo, penetrante, como si tuviera un sólo ojo. De un puñetazo metió la mano en la casa a través del vidrio. La manga de la camisa se le desgarró y un botón voló contra mi cara. Salté para atrás antes de que pudiera abrir sus dedos para atraparme. Me separé de la ventana bruscamente cayendo contra los vidrios molidos. Sentí pinchazos en la palma de la mano.

¿Sería capaz de abrir la ventana?

Mientras me paraba, él logró ingresar aún más el cuerpo por el hueco. Con el brazo metido casi hasta el codo, su mano intentaba alcanzar el pestillo. Sólo el ángulo filoso de un vidrio impedía que pudiera torcer la manija y abrir la ventana. Los pelos del brazo se apretaban contra el filo. No faltaba casi nada para que se cortara. Resolví patearle la mano, estrellársela contra los vidrios aún pegados al marco. Con los ojos cerrados estiré la pierna derecha justo contra su brazo. Por sus gritos tuve la certeza de haberlo lastimado.

El hombre del paraguas azul se retiró de la ventana. De a poco. Con la mano izquierda evitando que brotara más sangre. Mientras él estuviera lastimado, yo correría menos peligro.

El hombre del paraguas azul volvió sobre sus pasos rumbo a la parada del micro. Se detuvo con la vista apuntándome directo a los ojos otra vez. Su expresión delataba que no estaba vencido. Advertí que no iba a rendirse tan fácilmente. Sentí el frío colándose en la casa. En ese momento no pasaba nadie por la calle.

Desde aquella tarde, las lluvias empezaron a inquietarme. La gente que no conocía me daba miedo. Por eso yo no quería mudanzas. Ni traslados de colegio. Ni nuevos amigos. Yo quería volver a Medina y vivir allí.

Aquella tarde hubiera querido que estuviera mi madre.

No la regalaría

...“Sólo me hacía caso a mi. Quizás porque a papá y mamá les molestaba que mordiera flores. Lassie era mía como Snoopy, pero a ella no la regalaría”...

Después de todo, haberle regalado Snoopy a papá no me hizo ni mejor hijo ni me sirvió para que me dejase ir al cumpleaños de Daniel con la abuela. Además, Lassie me obedecía a mí, por más que mamá se esforzara en demostrar lo contrario. Su mejor arma era ser quien le preparaba la comida.

Con la perra nos parecíamos en las ganas de jugar. Era como una hermana que nunca había tenido ni tendría. Después de mi nacimiento, a mamá la tuvieron que trasladar a una clínica en la capital. Quedó internada un mes, con mucho dolor. Después, ya no pudo tener más hijos.

A Lassie la peinaba a escondidas de mamá por culpa de las pulgas. Tenía un cepillo de cerda viejo que le pasaba suave contra el lomo. La perra dejaba que yo la acariciara con la excusa de desenredarle el pelo y devolvía el gesto con miradas de gratitud. Nunca supe de qué, pero ella me cuidaba.

En el primer invierno, después de habernos mudado, la piscina tenía el agua verde. Me acerqué hasta el borde y metí la mano en el agua para tantear la temperatura. Caminé por el trampolín y volví hasta la perra que parecía haberme leído en los ojos la idea de zambullirme. Me empezó a ladrar. La perra ladraba tratando de que alguien pusiera la mirada sobre mí. Por la forma en que lo hacía o desconfiaba de mi capacidad de nadar o no aceptaba mis ganas de tirarme al agua. Mis ganas eran más importantes que el frío y las recomendaciones de mamá sobre la digestión. Aquella tarde Lassie y mamá coincidieron en prohibirme algo. Pero yo me iba a tirar y eso no lo impedirían algunos ladridos.

En mi antigua casa no había piscina ni pileta de lona. Mis amigos y yo teníamos que ir al club para meternos al agua. Además únicamente se podía ir a nadar en verano. Esto sería diferente. Decidido, casi empecinado, me acerqué hasta el agua otra vez. Antes de arrojarme acaricié a la perra. Ella ya estaba perdonada.

Al caer en el agua sentí cómo el frío recorría mi cuerpo congelando cada pedacito. Era un frío paralizante como el del Capitán Hielo. Primero se me endurecieron los dedos de las manos. Luego los brazos y de a poco todo el cuerpo. Soporté el olor a podrido hasta sacar la cabeza sobre el nivel del agua y respirar profundo.

Si no fuera porque algunas hojas tapaban el fondo, hubiera buceado como lo hacían los hombres de la tele. En especial aquel que se tiraba al agua de espaldas y usaba unas patas de rana que lo impulsaban a nadar más rápido. Además, experto en esto del buceo, el de la tele usaba un traje pegado al cuerpo para resguardarse del frío.

Pese a las dificultades, yo nadaba. Nadé dos o tres anchos. Esa era la marca que había que superar el verano pasado para calificar en el "Club Unidos de Medina" y poder competir. Siempre quise ponerme la malla del club y levantar una copa al salir del agua.

Me parecían ridículas las gorras de plástico que usaban los varones y mujeres por igual, pero no la malla. La malla sí que me gustaba. Tenía tres estrellas de color amarillo en el pecho sobre un fondo azul. Desde la tribuna se las veía aún bajo el agua.

Pensando en carreras acuáticas, que jamás correría, me hundía con más fuerzas. Con las manos movía la tierra y las hojas pegadas al fondo. Llegado el momento de las acrobacias salí y me tiré a lo Tarzán. Gritando.

Lassie observaba inquieta, apoyada contra el borde de la piscina. Aunque yo no lo admitiera hacía frío para estar desnudo en el agua. La tercera vez salí casi morado. Tiritaba y me dolían las orejas. Me abracé a la perra tratando de calmar mis palpitaciones. Ella, piadosa, se quedó quieta. Lassie tenía la cabeza apoyada sobre mi hombro, mirando hacia atrás. Esta vez era yo el que no quería reconocer que estaba equivocado. La perra se soltó de mí y movió su cuerpo para secarse como si fuera un trompo. Me reí pero la imité. Ella se detuvo y me miró desconcertada. Debía entrar a la casa y no tenía una toalla para secarme. Había olvidado ese detalle. Si entraba así, mojaría el piso de la cocina y mamá se daría cuenta de mi metida en el agua.

Antes de correr hasta la puerta de la cochera salté un poco más pero esta vez en forma humana. Si entraba por ahí podría quedarme bajo techo hasta secarme casi totalmente. De todas formas lo poco que pudiera mojar al pasar, rumbo al cuarto, lo secaría después.

Me oriné encima esperando junto a la puerta del garaje. Sentí el calor bajando por la pierna derecha como cuando era un niño. Sentía crecer el cálido charco debajo de mis pies plácidamente. Mi único miedo era que, mientras esperaba, llegara mamá. Papá siempre estaba ocupado. Si mamá llegaba antes de que me secara y me vistiera me reventaría la oreja de un tirón. Por esa maldita costumbre de lastimar. Porque no le hacía caso. "Por lo mismo de siempre", como decía ella.

Lassie jamás lo hubiera podido entender. Pasara lo que pasara, en la piscina, mi miedo no era ahogarme.

Cartas y chocolate

..."Le rogué a la abuela que me llevara al cumpleaños de Daniel. Podría ir el jueves anterior cuando ella volviera a Medina. Despertaría el viernes al mediodía, pasaría por la escuela a ver a mis antiguos compañeros y, a la noche, iría a la fiesta. El sábado regresaría a mi nueva casa. La abuela decía que por ella sí"...

Pero nadie le hacía caso. Menos aún mamá que parecía estar enojada con ella. Para papá era distinto. La abuela era su madre. Una buena madre.

Desde que vivimos en esta casa sólo veía a la abuela cuando ella venía. Por lo general, llegaba cansada del viaje en micro y con sed. Su primera actividad después de saludarnos era beber agua. Sentada en su silla preferida charlaba un ratito con mamá. Siempre en el mismo orden. Primero del clima y luego del trabajo de papá.

La abuela, en su afán de ser útil, traía torta de banana que era la preferida de papá. Sin que mamá le prestara atención, le repetía cómo hacerla una y otra vez. Yo copiaba la receta en un cuaderno de cocina. Mamá decía que a ella le caía mal, que prefería no comerla. Si papá no la probaba ese día, la torta iba a la basura porque se ponía fea.

Terminada la parte protocolar, la abuela venía conmigo al fondo a saludar a Lassie. Después, en mi habitación, me pedía los cuadernos del colegio. A cambio me entregaba los esperados trofeos: cartas de Medina y chocolates. Ella revisaba el cuaderno azul de matemáticas y el verde de castellano. Siempre me hacía acotaciones sobre mis faltas ortográficas. En especial sobre la ausencia de una acentuación correcta. La abuela era una especialista en graves, agudas y esdrújulas. De cuentas, la abuela no hablaba.

Ella tampoco hablaba del abuelo. Es decir no hablaba de lo mismo que mis amigos en sus cartas. Las mismas cartas que la abuela traía guardadas, unidas con gomitas, decían lo que ella callaba. Decían que el abuelo estaría preso y cosas así. La abuela, en cambio, hablaba de mis faltas.

Daniel, en respuesta a mis preguntas, averiguó que el abuelo habría robado algo de plata y de ganado. Que en el pueblo se hablaba de venganza. Decían que al abuelo lo habían llevado a una cárcel lejana. En otra provincia.

Papá y el abuelo trabajaban, eso era cierto, en la Sociedad Rural de Medina. Allí se distribuía el ganado que llegaba desde los campos chicos. Se trabajaba zafralmente. Tenían días de no hacer casi nada salvo papelería. Otros, en cambio, el traqueteo de camiones y ganado tenía a todo el mundo en guardia. También era cierto que por ahí pasaba mucha plata de gente poco instruida. Generalmente se manejaban por confianza.

Con pedazos de información fui armando mi historia sobre el abuelo. Concluí que el abuelo estaría preso y a papá eso lo perjudicaría en el trabajo. Se llamaban de la misma forma, tenían el mismo apellido. Mamá estaría muy avergonzada. Mis padres escaparon de Medina porque la gente los rechazaba.

Mi abuela cargaba dos anillos en su dedo anular. Si ella estaba de luto no había por qué ponerlo en duda. De todas formas, el murmullo del pueblo y mi imaginación armaron esa historia de mi abuelo. A nadie le interesó desmentírmela. Ella no habló del abuelo nunca más. Sostenía que estaba muerto y llevaba su retrato metido dentro de un medallón de oro que le colgaba del cuello. De vez en cuando yo le pedía que lo abriera. Dos pequeñas fotos, mirándose entre sí, se alojaban en el fondo de la alhaja. Eran de color sepia.

La abuela se trasladaba de Medina hasta mi nueva casa una vez por semana. Traía noticias y regalos. Era mi cordón umbilical. Mis amigos me enviaban cartas y yo les devolvía otras. Sus visitas eran un momento de amor. De regalos, de cariño. Traía buzos y bufandas que ella tejía. El último invierno que vino me trajo un gorro de lana negro al que yo le cosí en la frente una hoja de felpa. No me lo sacaba nunca.

El permiso para volver a Medina con ella no llegó a tiempo. Mientras la abuela vivió, papá regresaba cuando el tema estaba agotado. Cansados, de rebotar contra la pared silenciosa de mamá, al cenar ya no hablábamos del asunto. Mamá nos pedía que no lo molestáramos a papá.

Todo Medina se alejó aún más cuando la abuela murió.

Ajeno, demasiado ajeno

...“Ella sabía cosas que yo jamás hubiera aprendido sólo. Yo la admiraba por eso. Camila me enseñó que los pájaros no morían de viejos. Que no existían frutas azules. Ella sabía cómo escapar de su casa sin que la vieran. Su conocimiento de la zona era muy amplio”...

A Camila la vi por primera vez el día que me mudaron. Recostada sobre sí misma, escribiendo. Sola. Sobre un sillón de mimbre en la terraza de su casa. Con las piernas cruzadas y un grabador cerca. Nos unieron las corridas y los ladridos de la perra. Ella se acercaba a darle galletitas y acariciarla. Primero hablamos de Lassie, después de nosotros. Me contó cómo se llamaba y a qué colegio iba. Ella no decía demasiado. Parecía más interesada en saber de mí. Le describí todo lo que extrañaba. Inclusive le conté lo de Laura. Yo había dejado todo en Medina. Ella había perdido a su padre.

Con Camila fui compartiendo cada vez más momentos. Ella, de a poco, me mostraba el barrio. Empezamos saliendo con la perra. Conocí la plaza y la rambla junto al río. Esos paseos, que mamá creía convenientes, me costaron más trompadas de mis compañeros. Todos estaban celosos. Según ellos yo les había robado una vecina. No parecían aceptarlo.

La realidad era que mis sueños con Laura no me dejaban pensar en otra chica. Mi poco afecto al fútbol me impedía integrar el seleccionado del colegio y mi falta de respeto por los códigos locales me dejaba sin amigos. Poco tardé en verme a mí mismo como el raro del instituto. Eso fue como una marca, como una cédula de identidad. Para mi sorpresa pronto descubrí que ese rol me venía al pelo. No tenía que quedar bien con nadie. Dejé de ser un excluido, para ser un auto-exiliado.

Me propuse conocer y hacer todo aquello que llamara la atención por lo distinto, por lo insólito. Lo que nadie quería era, exactamente, lo que yo necesitaba. Fotos del Che en las carpetas, un póster de Emerson, Lake & Palmer en el cuarto y un libro de Kafka que llevaba a todos lados, eran parte de esta nueva estampa. Además compraba revistas de rock y cigarrillos Colorado. Fabricaba mis propias remeras teñidas.

La ropa era todo un tema para verse distinto. Con Camila empezamos a diseñar y a fabricarnos la ropa. Un balde de plástico y anilina era lo necesario para la confección de remeras atadas con piolines y teñidas por tramos. Ella pensaba venderlas en una tienda del centro donde trabajaba una tía. Yo quería ponérmelas y salir a pasear.

Decidimos confeccionarlas en casa para no dejar sola a Lassie. Contra todos los pronósticos, mamá permitió que usáramos el lavadero los sábados porque ese día no venía la empleada. El proceso de colorear era rápido, no así el de hacer los nudos y elegir los colores. Metíamos las remeras blancas en el balde que ya tenía el color mezclado con el agua. Ella prefería las combinaciones verde y amarillo. Yo negro y rojo. Para la primera remera partimos diferencias y la teñimos un poco de cada color. Al mirarla colgada en la soga parecía un espantapájaros.

Llegamos a tener una docena de modelos distintos. Camila las envolvía y las perfumaba. Ella disfrutaba con la ropa. Se disfrazaba poniéndose varias remeras juntas. Superponía las de mangas cortas sobre las de mangas largas. Parecía una cebolla. Un sombrero de ala, tipo mexicano, terminaba siempre arriba de su cabeza tapándole el pelo. Eso sí, jamás se ponía frente a un espejo. Ella me miraba a mí. Mi cara hacía el resto.

Fue en uno de sus carnavales que la toqué por primera vez. Trabajábamos sentados sobre una manta en el piso, de espaldas. Ella me pidió que la ayudara. Una remera se le había atascado en la cabeza y no bajaba. Camila tomó mis manos para unirlas con las suyas. Las cuatro manos quedaron a los costados de su cabeza. Ella tenía la espalda desnuda. Contó hasta tres y ambos estiramos el cuello evitando que se rompiera. La prenda y las manos bajaron por su pelo, su nuca y sus hombros. Rocé sus pechos.

Fue una caricia infinita. Jamás había sentido tal cosa. Tenía la piel apenas granulada, como cuando se tiene frío. Su piel era distinta de la mía. Disfruté del roce de su cuerpo contra mis manos. Camila giró la cabeza hacia mí y vi sus cachetes sonrojados. En la remera quedó dibujada la curva que acababa de acariciar. Desde ahí nunca dejé de notarla.

Camila estaba hermosa. Tenía tanta vergüenza que la besé. Fue lo más bello que hice en mi vida.

Jamás se lo conté a mis compañeros de colegio. No la desnudaría en los recreos, como hacían ellos con sus novias. El cuerpo de Camila era un secreto. Un secreto mío.

Camila me hizo sentir, por primera vez, que alguien me quería porque sí o sin un por qué. Ella me abrazaba y me acariciaba por nada. Sólo parecía querer hacerlo y lo hacía. Sabía que yo nunca había estado así con nadie. Sabía que no había tenido posibilidades. Me creía su criatura propia. Me quería distinto. Ella me tocaba. Sus manos llevaban las mías a su cuerpo. Ella recorría mi nuca y mis piernas. Se entretenía mirando mis rodillas.

El asombro, la desnudez y el silencio fueron el amor con Camila. Salvo con Camila, yo me creía ajeno.

La figura del tren zigzagueaba

..."Un vagón de ferrocarril antiguo. De aquellos que se hacían de madera por fuera. De aquellos que terminaron sus días útiles cubriendo los ramales pétreos del Sur Argentino.

El vidrio del auto parecía una pantalla de televisión. En él la figura del vagón zigzagueaba, de izquierda a derecha"...

Mirando mi vagón a escala pensaba en las carretas que habían dejado de ser útiles cuando el tren apareció. Rígido y metálico sobre el horizonte. Imaginaba carrozas que escapaban por las noches de viejos castillos amurallados. Imaginaba los golpes de las riendas contra los caballos. Las maderas de las ruedas enmohecidas.

Comencé a contar historias porque Camila me lo pedía. Ella se abrazaba a mí, las oía. Las disfrutaba. Yo le hablaba en voz baja, casi en silencio. Acariciándole sus manos, oliéndole el pelo. En mis cuentos los caballeros eran hombres de palabra y sus mujeres vestían hermosas. Sus amores eran prohibidos. Sufrían persecuciones. Las carrozas se fugaban por los bosques perseguidas por perezosos guardianes armados. Mis caballeros o peleaban contra ellos o los evadían en la niebla que se mezclaba con el amanecer.

Mis relatos se suspendían los domingos en algún punto. No estaba seguro de querer terminarlos. Además, me impuse una premisa: mis carrozas no concluirían sus vidas enterradas en solares baldíos. Vetustas.

Los cuentos fueron el nutriente de mis planes de fuga. Mis caballeros medievales peleaban por volver a su tierra. Blandían sus espadas por ideales nobles y amaban a sus mujeres, a su tierra y a sus banderas hasta la muerte.

Las historias y mi vida empezaron a girar alrededor de los primeros planes para volver a Medina. El diseño de mapas, las tentativas de escapar junto a la abuela y las rateadas a la escuela se sucedían tanto en la realidad como en mis sueños.

Me encerré a escribir lo que soñaba: miles de palabras. Con letras que corrían por tubitos transparentes, flexibles. Uniéndose solas a través de vasos comunicantes. En líneas rectas, en cintas, en parábolas. En un cajón de mi escritorio se fueron apilando papeles con ideas sueltas. Investigué en mis libros. Me apasionaba el mundo que descubría. Se notaba. Me quedaba dormido en la clase. Hablaba haciendo pausas exageradas y dibujaba femeninas puntillas de vestidos en el cuaderno.

Mis cambios de conducta, al parecer, inquietaron a los curas. El director del colegio les contó a mis padres de mis burlas en misa. De lo poco adaptado que estaba y de mi bajo rendimiento. Les dio hasta fin de año para que mejorara o me cambiaran de colegio.

Cuando mis padres me prohibieron salir, me dediqué a leer sobre fugas carcelarias. Los libros me advirtieron: las partidas no se anuncian. Tenía que planear, en silencio, mi huida. No mandé más cartas a Medina, me peleé con cualquier posible alcahuete.

Antes de quedar detenido en mi habitación había decidido una escapatoria. Varias veces había ido hasta las vías. Allí vi trenes de carga. Anoté los días y los horarios. No parecían muy cómodos. Lo bueno, sin embargo, era que pasaban a una velocidad que yo consideraba accesible para saltar hacia ellos.

Le expliqué a Camila que me fugaría en tren. Que si ella se animaba escaparíamos juntos. Que sería capaz de todo por ella. Que no necesitábamos más a nuestros padres.

Pero Camila tenía miedo. Ella quería saber de dónde sacaba esas ideas, esos cuentos. Dónde los había leído. Yo le contestaba que soñaba con palabras. Ella decía que no. Que mentía, que eran historias de la enciclopedia de Walt Disney. Yo le insistía en que mi sueño era huir con ella. Pero en mis sueños le costaba confiar. Ella no tenía motivos para fugarse de su casa y de su madre. Le costaba entender que quería.

Acariciándola, sin detenerme en ella, le aclaré que me iría de todas formas. Camila sentía el frío de mis emociones y me miraba asustada.

Prefiero callar

...“Ella sabía cómo escapar de su casa sin que la vieran. Su conocimiento de la zona era muy amplio .Desde que me mudé sólo conocí solitarios. Me asustaba pensar que no tendría con quién hablar”...

De mí tercera escuela lo diferente era el día viernes. Entrar al aula y esperar a que la maestra me nombrara para ir al gabinete psicológico. Todos reían. Algunos por temor, algunos por maldad, otros por no saber qué hacer. Hasta mi compañero de pupitre se burlaba. Durante el último año de primaria tuve que ir todos los viernes en la última hora.

El gabinete psicopedagógico quedaba pegado a la dirección. El mismo salón también servía de Mapoteca, pero en otro horario. El lugar tenía la altura de todos los salones, pero era más pequeño. Una ventana doble daba a la calle y la puerta de entrada tenía una cortina blanca que impedía ver hacia afuera. El resto eran estantes para mapas, algún esqueleto de madera, un par de globos terráqueos y las banderas para los actos.

Del grado sólo íbamos dos. Un repetidor y yo. Por lo cual todas las bromas eran para mí. Yo era menos conocido y más chico. Con los grandes no se metía nadie.

La primera vez que fui me acompañó mamá. La señora que hablaba del otro lado del escritorio no era maestra. Era psicóloga. Durante treinta minutos habló ella sola. Mamá asentía. La señora tenía guardados, en una carpeta con mi nombre, dibujos de la hora de arte y notas de castellano y matemáticas. También tenía un análisis de mi comportamiento en los recreos. Sabía de mi expulsión del colegio de curas y de mis salidas a ver trenes.

Aclaró que era importante que yo estuviera presente en la charla y, más importante aún, que estuviera mamá. Lamentó que papá no pudiera venir por cumplir con el trabajo. La psicóloga explicó que mi conducta se podía modificar con un poco de colaboración mía y de mis padres.

Luego de un montón de cosas que dijo, concluyó: al joven le cuesta relacionarse con sus pares. Es muy callado lo cual está bien disciplinariamente, pero parece no participar en clase. Le cuesta integrarse. No comparte los deportes grupales y menos aún trabajos de estudio en equipo. De todas formas es colaborador y respetuoso.

Yo miraba los lomos de los mapas. ÁFRICA (político), SUDAMÉRICA (político), EGIPTO (histórico).

Cuando la psicóloga terminó mamá giró la vista hacia mí esperando que yo hablara. Los dos nos quedamos mudos hasta que la mujer preguntó: ¿Ud. qué piensa señora? Mamá la miro asombrada. Todo lo que dijo fue: bueno yo... y tosió forzadamente. Se levantó. Se fue diciendo que era tarde. Que volvería otro día a hablar con ella a solas.

Desde aquel viernes concurrí a las reuniones con la psicóloga por agradecimiento. Me aguantaba todas las cargadas de mis compañeros con tal de escuchar que mamá estaba equivocada.

Los viernes, cuando volvía del colegio aprovechaba y le contaba a mamá: la señora me explicó que mi problema fue que no me dejaste gatear. Ella opina que deberías escucharme más y pegarme menos. Varias veces le mentí y agrandé las cosas que la mujer decía.

Yo disfrutaba cuando mamá respondía indignada: ¡Esa qué sabe!

Después de aquella entrevista con mamá, la psicóloga habló menos. Ella me pedía que le contara lo que quisiera. Le conté de la mudanza, de mi abuela y del abuelo. Evité, si, dar detalles de mis planes para escapar con Camila. Cuando se terminaban sus preguntas hacíamos dibujos y collage en papel glasé. Me gustaba ver sus palabras dibujándose en su cara. Ella pensaba para adentro, con los ojos. Así me acostumbré a hablar solo. A ser más hermético.

Comprendí que el cielo no me tragaría

..."En mis sueños Laura llegaba a una terminal de trenes de fachada gótica. Revestida de ladrillos a la vista. Roja, gigante. Ella regresaba de una larga estadía en la capital. Tres meses antes nos habíamos casado. Volvía a mí, a nosotros. Llegaba con una valija pequeña"...

La estación estaba techada con una cubierta de hierro y vidrio en forma de tortuga. El hall se unía por medio de pasillos a un espacio horizontal anodino. El hall era marcadamente lujoso, marmóreo. Eterno. El resto era pobre, color pórtland. En el andén central, casi vacío, Laura parecía más pequeña. Llevaba el pelo corto, marrón claro. El sol la llenaba de besos.

Quieto, bajo un cartel, observaba sus movimientos. Laura atravesaba los controles de salida. Nos abrazamos. La levantaba en el aire y daba, con ella sujeta a mí, dos vueltas como un molinete. Luego la bajaba suavemente hasta apoyarla en el piso. Ambos encarábamos hacia la salida. Ella recogía su valija. Yo la tomaba por la cintura desde atrás. Caminábamos por el hall bajo las sombras de los próceres convertidos en estatuas. Laura me pedía que nos detuviéramos a beber algo. Nos sentábamos en un bar típico de estación: carteles de coca-cola con fondo negro y precios blancos, manteles rojos manchados, cubiertos envueltos en servilletas y ceniceros de porcelana blanca partidos. Antes de que llegara el mozo conveníamos que ella pediría una cerveza. Yo me paraba y salía del bar en busca de cigarrillos. Caminaba hasta el kiosco saboreando el gusto del tabaco por fumar.

De regreso cruzaba el salón buscándola. La silla de Laura estaba vacía y sobre la mesa dos vasos amarillentos brillaban llenos. Apoyada en las cerámicas de la mesa me esperaba una nota firmada por ella. Con letras mayúsculas y en color púrpura decía: Estoy embarazada y no sé qué hacer. Tengo miedo.

Hay noches en que despierto en ese instante sobresaltado. En otras, luego de leer, yo prendo el esperado cigarrillo y contesto sus palabras en otro papel.

Jamás pasó siquiera que besara a Laura. Pero soñaba, insistentemente, que ella me abandonaba con un hijo mío en su vientre.

Laura fue uno de los motivos por los que me escapaba para ver los trenes que, había descubierto, pasaban por Medina. Sentado sobre un terraplén, mientras esperaba la llegada de los vagones, pensaba en ella y en quién sería su novio.

Celoso. Con bronca. Contando piedras a un costado de los rieles, esperaba el paso de los trenes y anotaba los horarios. Por mis vías únicamente pasaban trenes de carga. La mínima variante era que para el sur iban con cemento y para el este llevaban rollos de madera. Los vagones eran distintos. Pero ningún tren, desde que yo los controlo, tiene menos de veinticuatro o veinticinco vagones.

Contar vagones era parte del trabajo. Era necesario medir a cuál podría subirme sin ser visto. Mi conclusión fue que el quinto sería el indicado. Para ese momento el maquinista ya no podría verme debido a la curva que efectuaban las vías. Tampoco podría hacerlo el guarda que viajaba en un vagón naranja cerrando el convoy. La curva era larga y lenta. Los trenes al aproximarse bajaban la marcha para no descarrilarse.

Durante meses pensé en volver a Medina. Por lo tanto subirme a los de cemento era la opción a estudiar. Me detuve en ellos. Los vagones tenían escaleritas de hierro que llegaban a una especie de plataforma de metal. En la misma había una rueda, para abrir las tolvas, que una vez arriba me serviría para sujetarme. Cada vagón creaba un hueco donde podría echarme y pasar la noche.

La primera vez que intenté subirme a un tren a la carrera me acompañó Camila. Ella llevaba un reloj cronómetro colgado y controlaría cuándo saltar. A la señal acordada salí del terraplén y corrí al lado del tren hasta que el quinto vagón estuvo a mi lado. Ahí era preciso saltar y enderezarse para tomar la baranda de la escalera. Si me equivocaba mi cuerpo correría peligro. Conocía viejas historias de mutilados por caer debajo de un tren.

Puteé a mi madre al aire, para darme coraje, y salté. Escuché los alaridos de Camila antes de darme cuenta que lo había conseguido. Ella estaba asustada, por dentro quería impedir que me fuera.

Con las manos sujetas de la escalera del vagón, miré hacia adelante sintiéndome feliz. El viento me peinaba a su antojo y me secaba la transpiración de la corrida. Era perfecto. Unos metros después salté hasta el terraplén. Caí contra el pasto y los cardos. De frente. Atajándome con las rodillas.

Camila y yo quedamos separados por una distancia aproximada de dos cuadras. Ella, menos cansada, corrió hasta mí. Me senté mirando las vías y traté de reponer mis energías. Estaba agitado, casi sin respiración. Me latía el corazón con fuerza. No estaba en mis planes irme ese día. Pero estaba demostrado que podía lograrlo. Nos quedamos un rato echados sobre el pasto que contorneaba nuestras figuras. Le pasé mi brazo bajo su cabeza y ella tomó mi mano. Yo trataba de respirar normalmente y ella hablaba excitada de nuestra fuga. Abrazados, disfrutamos nuestra hazaña en secreto. Camila escuchaba planes que no podíamos contarle a nadie. Todos, por allí, eran sospechosos. Yo sólo confiaba en ella.

Estuvimos hasta el atardecer en el terraplén con los eucaliptos haciendo sombra sobre nosotros. Sabía que podríamos lograrlo, que por fin nos pertenecíamos a nosotros mismos. Estaba ebrio de libertad.

Camila movió el dedo índice derecho dos veces en forma de cruz sobre su boca y juro en voz alta: siempre seré tu novia, nunca te abandonaría. La abracé tan fuerte como pude. Abrazados creíamos prolongar el tiempo. Ser uno. Nos confundíamos. Nos besamos hasta que los labios no alcanzaron.

Deslicé mi mano sobre su panza hasta donde la hebilla de su pantalón lo permitió. La miré buscando una respuesta. Ella misma se sacó el cinturón y se bajó el jean. Yo disfrutaba viendo sus piernas salir a la luz, a mi lado. También ansiaba desvestirme. Dudaba por dónde. Camila empezó a desatarme las zapatillas y las dejó a mi lado. Desabrochó mi bermuda como si lo hubiera hecho toda una vida. La dobló y la apoyó contra el pasto en forma de almohada. Se recostó y puso sus manos en mi cara. El resto lo dejó por mi cuenta. Desnudarla no fue difícil. Todo lo demás sí.

Ella terminaba de decirme que no me abandonaría. Camila era genial. Nos amamos por primera vez después de esas palabras. Después de esas palabras ya no cabían dudas para mí. Camila sería mi mujer. Laura ya no existía.

Las lluvias empezaron a inquietarme

..."Desde aquella tarde, las lluvias empezaron a inquietarme. La gente que no conocía me daba miedo. Por eso yo no quería mudanzas. Ni traslados de colegio. Ni nuevos amigos. Yo quería volver a Medina y vivir allí.

Aquella tarde hubiera querido que estuviera mi madre"...

O mejor dicho, hubiera querido que mi madre me amara. Que estuviera más cerca. Que me creyera. Nunca apostó a mí. La tarde del hombre del paraguas azul, pensó que el vidrio lo había roto yo jugando a la pelota. Papá, en cambio, se mostró tibiamente preocupado por los rastros de sangre. Por la noche mamá se fue a cocinar temprano, yo a dormir en penitencia y papá salió en auto. Ella nunca dejó que yo le explicara mi historia.

Unos meses después, en un campamento de pesca, papá me pidió que le hablara del tema del vidrio roto. Me escuchó con atención mientras preparaba el fuego para la cena. Él parecía saber de qué le hablaba. Me interrogó sobre el hombre del paraguas. Quería señas, me dijo. Concluyó diciéndome que si alguna vez volvía a pasar algo similar le avisara sólo a él. Papá decía que mamá se asustaba porque era mujer.

En aquel campamento no pescamos nada. Se habló, sí, de aquella tarde y del abuelo. Papá me contó que también lo extrañaba. Sobre todo luego de la muerte de la abuela. Él iba de pesca a la laguna de Medina con el abuelo. Nosotros íbamos a otro lugar.

Después de cenar y durante el viaje de regreso no se habló más. Curiosamente, tres cuadras antes de llegar a casa, insistió: si ves a alguien parecido a aquel hombre avisame.

A las dos horas de estar en el tren que me alejaba de casa, recordé la cara firme y angulosa de mi padre. Su forma de callar. Lo poco que lo veía. Hasta me pareció injusto no haberme despedido de él mano a mano. Sé que pensaría que lo había traicionado. Él, que nunca se fue de casa por mí, quizás saldría a buscarme y no regresaría. Quizás volvería a Medina, a la casa de la abuela. Quizás.

En el tren la noche se puso más fría de lo previsto. Estuvo bien pensado que Camila no viniera. Ella no hubiera aguantado tanto frío. Saqué la bolsa de dormir de la mochila y me metí en ella. Tenía puesta la campera, los borseguíes, dos pares de medias y un gorro. Con eso agotaba mis refuerzos contra el frío y nada cambiaba. Probé todas las formas posibles de darme calor y seguía congelado. Me soplé las manos. Me acerqué cigarrillos a los dedos. Tomé toda mi petaca de ginebra. Hice flexiones y durante un tiempo golpeé las piernas contra el vagón. Me asustaba la perspectiva de que en Bariloche fuera peor.

El tren paró luego de seis horas de marcha. Mi vagón quedó algo alejado de la construcción que hacía de oficina. Pensé en acercarme. Allí podría ponerme al resguardo del frío. Pero no me animé, si me bajaba, no sólo podía perder el tren sino que podría descubrirme alguien. Resignado, volví a esconderme dentro del hueco del vagón. Allí, estaba seguro. Era tan pobre la luz que casi no se veía.

Saqué el último pan con milanesa que tenía y me lo comí mirando a los murciélagos hacer lo mismo con los cascarudos. Lo mastiqué despacio tratando de agrandar la cena y evitando que la comida me resultara salada o seca. Ya no quedaba qué beber.

Eran las tres de la mañana, estaba en una estación inglesa de un pueblo llamado Las Flores y no podía bajarme del tren que me había hecho libre. Tenía frío y una manta. Pero era feliz mirando la foto de Camila abrazada con Lassie que guardaba en la billetera.

Cuando amaneció no me había podido dormir, ni el tren había logrado arrancar. Imaginé que la demora se debía al descanso del maquinista. Pero esa hipótesis no tenía mucho sentido. O quizás sí. Fue lo único que me pregunté a lo largo de aquella primera noche rumbo a Bariloche y no supe qué contestarme. No creí que el viaje se cortaría así.

Pasé la tarde apoyado contra las chapas del vagón escuchando partidos de fútbol en las radios locales. Descubrí que mi tren estaba junto a una barraca. Me inquietó verlo fuera de las vías limpias y aceradas por las que antes veníamos.

Casi un día después de mi llegada a Las Flores, un cartel escrito a tiza puso las cosas en su lugar: "Primer tren de pasajeros con destino a Neuquén pasará a las ocho horas". Se acercaba otra noche al aire libre. Intuí que el mío saldría después o que tal vez no. Dude unos minutos y me decidí. No quedaba otra opción más que colarse al que vendría, al de pasajeros. Sería más difícil viajar en esas condiciones pero al menos no me quedaría en medio de la nada.

Para la llegada del próximo tren faltaba un rato. Debía aprovecharlo para especular sobre cómo colarme. Tenía cierta experiencia en saltar a los trenes pero con uno detenido no sabía bien qué hacer. Todo podría salir mal.

Pensé, por primera vez, si esta fuga no sería una estupidez. En la policía llevándome de regreso a mi casa. En mi madre retándome. En mi viejo no pudiendo defenderme por la que me había mandado. Pensé en Camila contenta de verme. Defraudada. Pensé en todo menos en lo que tenía que pensar.

El humo y el ruido del tren anunciaban su arribo.

Mi miedo no era ahogarme

..."Mi único miedo era que, mientras esperaba, llegara mamá. Papá siempre estaba ocupado. Si mamá llegaba antes de que me secara y me vistiera me reventaría la oreja de un tirón. Por esa maldita costumbre de lastimar. Porque no le hacía caso. "Por lo mismo de siempre", como decía ella"...

Me colé al tren de pasajeros que iba a Neuquén con un único miedo. Fracasar y que, al volver, me castigara mi madre. Ya me había amenazado con mandarme al Liceo Militar para que me tuvieran cortito. Tener que escucharla, derrotado, no era una salida digna. La imaginaba sentándome a su tribunal de cuentas en la cocina. Altanera, sobradora. Refregándome su victoria. Dispuesta a dar su inapelable veredicto antes de que llegara papá.

No tenía un plan claro de cómo seguir pero sabía que no podía volver. Pasara lo que pasara en el tren mi miedo no era escaparme.

Aquella tarde, después de estar detenido en Las Flores, con poca comida y la mochila calzada en los hombros comenzaba la segunda etapa de la escapatoria al sur. Dejar aquel tren de carga tenía sus beneficios. Al menos ya no tendría frío siempre. Habría si que esconderse de los guardas.

Mí nuevo trasporte era más rápido que el anterior, no tardé mucho en dejar de ver aquel vagón de carga. Otra vez la imagen del vagón abandonado volvía a mi mente como aquel día en que mis padres me mudaron. Sobre el gris del metal distinguí mis palabras grabadas con una moneda. Camila y Mauricio.

Cerré la puerta por la que había subido y unos escalones se desplazaron debajo de mis pies dejando todo el piso a un mismo nivel. Al lado de esta primera puerta, pero en ángulo recto, había otra que daba ingreso al coche-comedor. Lo crucé de punta a punta en busca de un baño en donde esconderme. No me animé a quedarme en las mesas. El lugar estaba muy despoblado, había un mozo y un pasajero sentado. El mozo fumaba mirando por la ventana. El pasajero leía un libro de tapas oscuras con una blanca taza de café en las manos.

Al llegar a la puerta opuesta a la que había usado para acceder, un pequeño lugar era la antesala del baño que por suerte era de hombres. Abrí la puerta y me metí. Un picaporte redondo con palabras, trancó la puerta. El picaporte decía: ocupado.

El baño tenía el techo, las paredes y el piso de metal. Lo mismo el portarrollos y un par de percheros. El olor no ayudaba a quedarse, pero no se me ocurría ningún lugar mejor. Una sensación de tranquilidad me permitió disponerme a trabajar en la limpieza. El grifo del lavabo funcionaba a pedal, como si fuera un auto. Más apretaba más agua salía. Apoyé mi mano contra el pico de manera tal que el agua que saliera no cayera a la pileta sino al piso. Dejé correr bastante líquido mientras, con el pie, removía los pegotes del piso. El movimiento del tren ayudaba a arrastrar el agua sucia al agujero del retrete. No bastó con un intento.

Una vez acabado el piso, dejé correr agua un rato para que todo quedara limpio y fresco. Saqué un antitranspirante de la mochila y lo rocié por el lugar. Limpié la suela de mis zapatillas con la navaja y agua.

No sé cuanto tardé en dejar sin olor aquel lugar, pero vi pasar varios árboles por la ventanilla mientras lo hacía. El día estaba despejado y yo estaba en un buen lugar. Al menos mientras se pudiera.

La limpieza estuvo acompañada de una cantidad superpuesta de sonidos a los que, en su momento, no presté mayor atención. Con el paso del tiempo, aburrido y solitario, no encontré mejor cosa que hacer  que tratar de clasificarlos. Se sucedieron entonces, el girar constante de las ruedas, las sirenas automáticas y los saltos inexplicables de los vagones. Pero no podía disfrutarlos mi cabeza estaba en otro lado. Me dormía y soñaba.

Soñé que me pesaban las piernas. Que una, incluso, la tenía herida. Que la luna era la única luz que caía sobre las vías. Que el viento comenzaba a agitar los carteles ferroviarios y que los rieles empezaban a temblar. En ese cuadro una zorra con dos hombres se me acercaba. Encima de ellos unos cuervos gritaban feroces. La maquina tenía dos tripulantes, uno estaba quieto y el otro accionaba el mecanismo de propulsión. No eran amigos, eso estaba claro. El que estaba parado tenía un largavistas telescópico de metal y me miraba. Directo a los ojos.

La zorra se convertía en nube al llegar a la estación y los rieles comenzaban a soltarse animados por algo. Los durmientes saltaban de sus lugares y me rodeaban. Uno a uno se iban clavando en la tierra en forma de círculo a mi alrededor. Las paredes de madera que se formaban median más de dos metros. No podía escapar por ningún lado.

Contrariado me lanzaba contra un madero para voltearlo. Pero no lo lograba, estaba firme. Estaba preso. Desde el piso brotaba un tarro de leche, de esos de campo. Con dos manijas y tapa de color aluminio. Lo pateé con fuerza y el tarro desparramó su contenido. La leche se chorreó por las hendijas que dejaban los durmientes. Por detrás de ellos se elevó una especie de membrana blanca. La misma cubrió toda la zona como si fuera una carpa que se hundía sobre mí. Me aplastaba hasta donde podía. El cielo se convertía en una manta blanca, asesina.

Cuando la abuela murió

..." La abuela tampoco hablaba del abuelo. Es decir no hablaba de lo mismo que mis amigos en sus cartas. Las mismas cartas que la abuela traía guardadas, unidas con gomitas, decían lo que ella callaba. Decían que el abuelo estaría preso y cosas así. La abuela, en cambio, hablaba de mis faltas"...

Unos golpes secos a la puerta del baño me despertaron, me asusté. Sólo pude contestar: ocupado.

Me negaba a salir y que me sancionaran. Resistí.

El viaje fue sin escalas hasta Tres arroyos. Al llegar a la nueva estación abrí la puerta de mi cueva despacio y salí. En el pasillo nadie me miraba. Todos parecían estar interesados en no olvidar valijas y niños. Por la puerta de la otra punta del vagón algunos comenzaban a bajar tranquilamente. Era, a las claras, una parada larga.

Bajé al andén para disimular y me acerqué hasta el bar que tenía unos asientos redondos y altos sin respaldo. Pedí un café con leche y dos medias lunas. Mientras bebía mi café me detuve a leer el tablero de la estación. Indicaba la hora de salida, la hora local, el andén y el destino del tren. De una chapa negra con dos argollas colgaba mi destino: BARILOCHE.

Estaba leyendo cuando sentí que me golpeaban el hombro y me decían: Jovencito no vuelva a subir al tren sin boleto. No sé a dónde va pero no puede ir sin pagar, escondido en el baño.

No me salió una palabra que justificara que el tipo estaba equivocado. Que yo no era un colado. Mi mutismo pareció convencerlo de mi estupidez y repitió: No suba sin boleto o lo bajo en Bahía Blanca y llamo a la policía.

Un tipo, en la punta del andén, golpeó una campana de bronce y la máquina respondió con un sonido vaporoso. El guarda, que estaba a mi lado, hizo una señal con el pañuelo que tenía en la mano y la máquina respondió poniéndose en marcha. Unos metros más adelante el tren se despidió con un sonido a pito agudo.

El guarda no me sacó los ojos de encima hasta que el último vagón salió del andén. Solté la mochila en el piso. Quedé inmóvil viendo cómo se iba mi tren.

Quienes habían ido a despedir a familiares permanecían junto a mí, agitando torpemente las manos, en busca de un saludo. Los odiaba. Ellos tenían la culpa. Los demás. Los que controlaban los trenes. Los que iban a saludar. Sobre todo los que lograban irse.

Demoré varios minutos en ir hasta la ventanilla de la boletería a consultar cuando pasaría otro tren. La respuesta fue: Para eso falta un día y medio.

Caminé unas cuadras hacia el pueblo en busca de algo para hacer. Una vez en la calle principal, que era la continuación de la salida de la estación, noté cómo todo el mundo me miraba. Me asustaba que ellos supieran algo de mí y yo, en cambio, no saber nada de ellos. Parecía que todos notaban que estaba fugado.

Esperaba que alguien me invitara a dormir o a una fiesta de cumpleaños. Algo que disimulara mi desnudez habitacional. Traté de hacer preguntas inofensivas para que abrieran la puerta a una invitación. Pero me costaba que me entendieran. Los pibes no eran mala gente, pero tenían otros códigos.

Regresé a la estación pensando que allí me sentiría más cómodo que en el pueblo. En la calle me sentía muy observado. Eran miradas interrogantes. Yo, mi mochila, mis zapatillas de basquet, mi cantimplora. Todo parecía molestarlos.

En el anden un hombre, de unos cincuenta años, terminaba de barrer el piso con aserrín y kerosene. Me acerque lo suficiente y le pedí permiso para quedarme a dormir dentro de la sala de espera. Me contestó que no le importaba pero que no fumara porque estaba prohibido. En la sala, que era muy alta había dos bancos y una palangana de losa blanca con un cartel encima que decía: Escupa aquí. El resto de la decoración era un reloj con agujas de metal y dos puertas verdes.

Veinte minutos más tarde, el mismo hombre dejó pasar a un perro al lugar no sin antes ordenarme: Cuídalo. El perro era un cualquiercosa, pequeño y negro, que astutamente se acercó a mí y se echó sobre mis pies. Lo empujé. No quería pulgas, bastante tenía con no tener dónde ir. El perro tenía el hocico lastimado y la cabeza apoyada sobre las patas. Antes de intentar correrlo lo miré por última vez. Estaba durmiéndose. El recuerdo de la perra que me regalo la abuela me dobló de tristeza. Me resigné y se quedó conmigo.

La muerte de la abuela era lo más triste que me había sucedido. No pedí volver a Medina. No esperé más regalos. Nunca nada me faltó tanto. Para mis padres, en cambio, era distinto. Yo no entendía por qué papá no visitaba su tumba más seguido, por qué no había fotos de la abuela en la cómoda de su dormitorio.

Una tarde después de la merienda, que sucedía a la llegada del colegio, mamá me recordó que se cumplían dos años de la muerte de la abuela Gladys, como si yo no lo supiera. Ese día me habló de la muerte, de lo que ello significaba y cómo sentían los adultos la desaparición de los seres queridos. Yo, con lo oídos tapados por dentro, observaba mi galletita Imperial hincharse con el café al darles infinitas vueltas esperando que se callara.

Pensaba.

¿Qué significaría, entonces, su muerte para el abuelo? Después de todo: ¿Quién decía que él estaba muerto?, Por el contrario ¿Quién podía decir que él estuviera vivo? Nadie.

La verdad sobre la vida de mi abuelo es la deuda más grande de mi padre conmigo. Una deuda que jamás le podré perdonar. Aún aquí estancado en mi búsqueda del sur. Aún no llegando. Una deuda que tampoco estará saldada enterándome por mi cuenta.

La muerte de mi abuela acuchilló mis esperanzas de que algún día se supiera la verdad sobre el abuelo. La verdad jamás rondó mi familia.

Era evidente que para mamá y papá el tema estaba terminado. Papá sólo me escuchó en aquella noche de pesca. Pero le faltó coraje para desembuchar. ¿Por qué yo, acaso, tendría que decirles que no los soportaba más antes de irme?

Con mi navaja tallé, el nombre de Camila, sobre el banco donde luego dormiría. Al mismo tiempo, con la cabeza, acuchillaba mis recuerdos. Los quería grabar para no repetirlos. Yo quería tener hijos. Pero quería para ellos la verdad. Aunque la verdad fuera mi fracaso.

¿Por qué la abuela aceptó esconder la historia del abuelo?, ¿Qué recuerdos la callaban? Nunca lo supe. En la soledad de la estación busqué pistas para entender y entenderla. Pudo ser que la abuela sintiera vergüenza de su esposo y se apartara de él. Compartiría, entonces, la decisión de mis padres de huir y por eso nos visitaba. Si estuviera enojada con papá no habría ido a visitarnos, nos hubiera abandonado. Pero nada de eso pasó realmente.

Pudo ser también que la abuela pensara que yo la extrañaba e iba a vernos sólo por mí y estaba enojada con papá por olvidar al abuelo. Otra posibilidad sería que el abuelo robara para salvar económicamente a mis padres; por algo teníamos casa nueva y mamá era feliz. Si hubiera sido así, la abuela estaría al tanto y, de alguna manera, compartiría los deseos de su esposo. Pero de ser así ¿Por qué negar que estaba vivo? Probé varias combinaciones posibles de desenlaces, todas podían ser, cómo no. Mi única conclusión firme fue que la abuela era fiel a sí misma. Lamenté inmediatamente no haber ido a Medina a visitar su tumba. Me conformé pensando que era una trastada remediable.

En Villa La Angostura, cuando el bosque de arrayanes me obligue a detenerme, lo primero que haré será caminar por la orilla del lago Nahuel Huapí. Caminaré varios metros hasta alejarme del muelle. Hasta sentir el aire, el frío del agua. Donde termine la playa de piedra buscaré un coíhue con sus raíces en el agua. Allí, me lo prometo, será la tumba simbólica de la abuela. Allí la visitaré. Allí llevaré a mi familia.

Un árbol, un lago y un recuerdo, me parecen una buena imagen.

Piedras

...“Con mi navaja tallé, el nombre de Camila, sobre el banco donde luego dormiría. Al mismo tiempo, con la cabeza, acuchillaba mis recuerdos. Los quería grabar para no repetirlos. Yo quería tener hijos. Pero quería para ellos la verdad”...

El clima esta húmedo. Unas pequeñas gotas de agua fría se pegan y unen en mi nariz. Todas juntas son una bolita trasparente que cae sobre mi pecho. Trato de secarla pero el buzo esta impregnado de varias de ellas. Es inútil. Miles de gotas caen sin que nada las detenga. Giro mis manos para que las palmas toquen el agua. La lluvia se multiplica. La miro. La naturaleza perfora mi ojos con imágenes que no conocía. El verde parece el único color. El aire huele distinto. A piedra. A piedra vieja, silenciosa.

Quisiera tener un hijo y que crezca aquí. Quisiera que se llame Nahuel y ser algo más que el recuerdo de una tarde de pesca. Quizás un cuento inconcluso:

Invierno. Llevo a un niño a caminar por una playa de piedras. La orilla del lago está fría a esta altura del año. Le quito las zapatillas y las medias. Miro en sus brazos aparecer el granulado de la piel de gallina. Encaro hacía Puerto Pañuelo con el sol sobre mi derecha. Mi hijo me acompaña tomado de la mano. Una lancha de egresados arranca hacia el bosque de Arrayanes y compruebo que las olas se acercan cada cuatro pasos. Me gustan estas olas por más que mojen nuestros pantalones. Cuando el lago está manso te acuna. El sonido es pequeño y raspador.

Nahuel y las piedras.

Las piedras son redondas, poco porosas. Hay de todos los tamaños y en general son marrones. Están húmedas. Levanto una mediana y la tiro cerca. Nos salpica. Pruebo más lejos con una pequeña. Mi hijo da un paso atrás y me aplaude.

Él toma una con las dos manos y trata de imitarme. La piedra cae casi sobre sus pies mojados. Se asusta y cae sentado sobre el agua. Lo levanto y le pido que escuche. Quiero enseñarle que el lago tiene sonidos que hay que comprender. Me siento a su lado y trato de darle ejemplos claros. Primero los básicos. Si arrojo las piedras haciendo patito, dando golpes de plano, apenas se las oye. Por el contrario si las tiro como una bomba hacen un sonido profundo. Lo repito varias veces en distinto orden. Lo miro firme a los ojos, apoyo mi mano izquierda sobre su hombro y le explico:

Agua llegando sobre la playa, un atardecer con vos y tu madre. Agua golpeando contra el muelle, el invierno y la sudestada que obliga a soñar. Agua rozada por una piedra, las caricias que no llegan. Agua perforada con otra piedra, el dolor tratando de esconderse.

Quisiera tener un hijo y que crezca aquí. En un mundo distinto. Acústico. Donde las palabras escaseen.                                                     

                                                   Fin

Vidrios

Alfredo Fonticelli
Editorial Civiles Iletrados 
Colección de náufragos / 12

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