Teoría del consumo conspicuo
Rubem Fonseca

Estábamos bailando abrazados, de frente, de modo convencional. Ella no quería saltar a la cuerda, ni quería otro tipo de abrazos, ni quería sacarse la máscara. Yo gritaba en medio del estruendo, le pedía al oído: "Sácate la máscara, nena". Y ella nada. O mejor, sonreía, los dientes más lindos del mundo, con la boca abierta. Allá al fondo yo le veía los molares.
Bailamos la noche entera. Al principio mesentía muy excitado. Después me sentí cansado solamente; pero seguimos abrazados, bien apretados. Sólo le veía el mentón, que era blanco y redondo, y la boca. De la boca para arriba nada. La máscara no dejaba ver bien ni siquiera los ojos.
Me contaron una historia de una pareja enmascarada que bailaba en carnaval. El estaba vestido de perro y tenía máscara de persona; ella estaba vestida de persona y tenía una máscara de gata. Se sacaron las máscaras al mismo tiempo. Debajo de la máscara de gata había una cara de mujer, debajo de la máscara de persona había una cara de perro, era realmente perro: las apariencias no engañan.
Era el último día de carnaval y en todo carnaval siempre me fui a la cama con una mujer distinta. Ya en martes, faltaba poco para que carnaval terminara y yo no había mantenido la tradición. Era una especie de superstición, como la de esos tipos que van cada año a la iglesia de los Barbadinhos. Temía que ocurriera algo maligno conmigo si dejaba de cumplir el ritual.
A medianoche empezaron a cantar en el salón, con el más auténtico masoquismo, "es sólo por hoy, mañana no tengo más".
Esa advertencia de que era el último día, me dejó muy preocupado. Seguíamos bailando, ella riéndose dos por tres, echando la cabeza hacia atrás, la boca abierta, y yo mirándole los molares; lleno de miedo, porque era sólo por hoy, mañana no tendría más. 
Nuestra conversación estaba hecha de miradas y apretones, porque el estruendo de la orquesta, de los gritos y pitos, no permitía que hablásemos. De vez en cuando yo le apretaba la mano y ella retribuía; tomaba la pierna de ella entre las mías, o la mía entre las de ella, y sentía otra vez la receptividad. La besaba en el cuello, en la oreja; ella me raspaba la nuca con una uña puntiaguda y afilada como un cuchillo.
El tiempo fue pasando, pasando y acabó. Ya era de mañana. Salimos del baile y, como era verano, el sol iluminaba el mundo entero. Todos estaban feos, sudados, sucios. En algunas caras aparecía la burla del labio fino engrosado con lápiz labial; pechos postizos se salían de lugar, a zapatos altos se les quebraba el taco y algunas mujeres se volvían enanas de repente; los sobacos hedían; aparecían dedos del pie y tobillos callosos e inmundos.
Sólo mi amiga seguía bonita y fresca como una rosa. Y de máscara. 
—Ya es de día —le dije—. Ya te puedes sacar la máscara.
—¿Quieres realmente que me la saque?— preguntó.
Ibamos por la calle, solos. Las otras personas habían desaparecido.
—Ya es de día— repetí, encontrando buena la razón que la presentaba. Por otra parte, el carnaval terminó —dije con cierta tristeza—. Hoy es miércoles de ceniza.
—¿Realmente quieres que me la saque? — volvió a decir.
—Ya es de día —insistí.
Seguimos caminando. Yo de mal humor.
—¿Vamos a mi casa?—pregunté, urgente y sin esperanza.
—No me puedo sacar la máscara —dijo ella.
—No te la saques —dije yo, decididamente. Pero estaba preocupado. No tenía tiempo que perder. Vamos. Como ella no contestó, la tomé del brazo y la llevé a mi casa. Cuando entramos dijo:
—No puedo. 
—¿Sacarte la máscara?
—¿Quién habló de sacarse la máscara? — dijo, llevándose las manos a la cara y dando un paso atrás.
—Yo no hablé de la máscara —protestó. No puedo otra cosa.
Me senté y me saqué los zapatos. 
—Los dos estamos perdiendo el tiempo —dije. Es mejor que te vayas.
—No entiendes—dijo ella.
Con un gesto dramático, se sacó la máscara.
—No soporto mi nariz—dijo con desafío en la voz.
Era una nariz muy bonita, respingada. 
—Tu nariz es muy bonita—dije. Eres toda bonita.
—No, no soy —dijo ella, con el gesto de quien va a llorar. Ustedes los hombres son todos iguales.
—De acuerdo. Somos todos iguales. ¿Y?
—Mi problema es no tener doscientos mil escudos. ¿Me das doscientos mil escudos?
—¿Doscientos mil escudos?
—¿Me das doscientos mil escudos? — arremetió ella, como si me estuviera poniendo a prueba. De boca cerrada, me miraba fijamente. 
Me levanté y me fijé en la chequera. Tenía doscientos mil justos.
—Te doy —dije. Hice un cheque y se lo entregué. 
—Después te lo devuelvo —dijo ella.
—No es necesario —dije mirando el reloj.
Hoy ya es miércoles.
—Sí, te los devuelvo. Voy a trabajar y te los devuelvo. No me gusta deberle a nadie.
—De acuerdo; me los devuelves.
Bostezamos los dos.
—Los médicos son muy caros, ¿no te parece? Doscientos mil escudos para operar una nariz—dijo.
Caminó hacia la puerta.
Yo estaba tan cansado que seguí sentado.
—¿Vas a querer verme con la nariz nueva?
Tuve ganas de decir: "No necesitas una nariz nueva, estás gastando el dinero al santo botón; además me dejas totalmente en la miseria al llevarte los últimos doscientos mil escudos de la indemnización laboral". Pero me pareció que eso no sería amable de mi parte y dije solamente:
—Voy.
—Chao—dijo ella, saliendo y cerrándo la puerta.
Dejó la máscara sobre una silla. Era negra, de satén, con un perfume fuerte y bueno. Tiré la máscara y me fui a la cama. Estaba casi durmiéndome cuando recordé sacármela: un tipo que siempre duerme con las ventanas abiertas no puede dormir con una máscara que le cubre la nariz.

RubemFonseca
El País Cultural Nº 281
24 de marzo de 1995

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