Para sorpresa de todos, se murió Luis
Alberto Spinetta. Ya el sólo hecho de escribir la frase que precede
espanta. Tenía 62 años recién cumplidos y, como todos los artistas que
se hacen profundamente carne en el público, parecía inmortal. Sin
embargo, hacía ya unos cuantos meses circulaba la versión de que tenía
un tumor en el pulmón. Pese a la discreción de la familia, la
información se filtró y él mismo se ocupó de confirmarla, restándole
gravedad. Por eso, cuando el pasado 8 de febrero se hizo pública la
noticia de su muerte, cayó como un mazazo sobre todos.
Como ya fue dicho en otras columnas que escribí para el Periódico de
Poesía, Spinetta tiene el mérito de haber creado una impronta, una
huella imborrable en la prosodia del rock en castellano que se canta en
la Argentina. Lo hizo desde la intuición: una música que había sido
creada para unas palabras que en inglés tenían tales y cuales
dimensiones y que se acentuaban de tal o cual manera, alteraba las
cantidades de las palabras escritas en castellano y desplazaba sus
acentos, forzando otra manera de decir. Pero con el tiempo, esa otra
manera de decir fue a su vez forzando a la música para crear una forma
no derivativa de la inglesa y eso, si se me permite ponerlo en estos
términos, fue uno de los mayores aciertos de Spinetta y su principal
legado. El rock en castellano, con él, ya no se limitaba a traducir el
rock and roll yanqui o británico. Podía ser otra cosa.
Luego, claro, están las canciones. Muy joven compuso temas que quedaron
para siempre en el imaginario de todo argentino medianamente sensible:
“Tema de Pototo”, “Hoy todo es hielo en la ciudad”, “Muchacha”, “A estos
hombres tristes” (una verdadera gema), “Laura va” (otra), “Para ir” (que
dice: “Hay tanta gloria ya/ que al final/ nadie tiene un sueño sin
laureles”), “Rutas argentinas”, “Los elefantes” (todos con Almendra y
antes de los 21 años); “Blues de Cris”, “Dulce tres nocturno”,
“Madreselva”, “La cereza del zar” (de la época del primer Pescado
Rabioso); casi todo el disco Artaud, pero principalmente la
“Cantata de los puentes amarillos” (del segundo Pescado Rabioso);
“Durazno sangrando”, “Dios de adolescencia” y el magnífico El jardín
de los presentes, acaso el mejor disco del rock argentino de todas
las épocas (con Invisible y, en el último caso, la extraordinaria
guitarra de Tomás Gubitsch), y la lista podría seguir porque hubo
también Spinetta Jade, Spinetta y los Socios del Desierto, y, claro, los
discos bajo su mero nombre. Podría sumar así “Resumen porteño”, que
empieza diciendo: “Ricky está listo/ listo del bocho/ y encima le tocó
Marina”, una síntesis perfecta para cualquier argentino sobre un tipo
que tiene problemas mentales y además tiene que hacer el servicio
militar más largo en la Marina, y eso sólo para empezar. Podría incluir
también “Barro tal vez”, una zamba con todas las de la ley que incluso
llegó a grabar con Mercedes Sosa. Cada cual tendrá su lista. En la mía
hay temas irremediablemente porteños; vale decir, tangueros o de tango
por otros medios que lo vuelven insoslayable y que acaso redujeron su
reino a Buenos Aires y a la Argentina cuando muchos de sus adláteres (Fito
Páez, los Soda Stéreo, incluso hasta el mismo Charly García) extendieron
su público por toda América latina. Spinetta, no.
Spinetta eligió ser lo que era y escribir lo que escribía, preocupándose
muy poco de condicionar su música a lo que impone el mercado. Su muerte
abre un gran agujero en la música popular argentina. Él, que les enseñó
a los jóvenes que la poesía podía ser materia prima para la música, se
fue y nos deja un poco más solos. |