Juan Gelman: Obsesión, ritmo y silencio  

reportaje de Jorge Fondebrider 


“La falta de consumación es la que empuja a los poetas a seguir escribiendo. Dylan Thomas decía que ningún poeta trabajaría en el ardiente oficio de la poesía si no esperara el milagro. ”

Desde Violín y otras cuestiones (1956), pasando por Gotán, Cólera buey, Los poemas de Sidney West, Fábulas, Relaciones, Si dulcemente, com /posiciones, Citas y Comentarios, Carta a mi madre, y Anunciaciones —por citar apenas algunos de sus títulos más importantes—, hasta los actuales sonetos, los poemas de Juan Gelman no cesan de sorprender a sus lectores. Nacido en Buenos Aires en 1930, Gelman, que actualmente reside en México, pasó brevemente por su ciudad —de la que, por su militancia política, estuvo exiliado trece años hasta 1988—.

 

Leés a veces entrevistas a poetas?

—Sí, a veces, cuando me caen en las manos. ¿Por qué?

 

—Porque me gustaría que me digas qué es lo que te interesa cuando leés entrevistas a poetas. —Bueno, esencialmente lo que dicen sobre la poesía, sobre su pelea particular con las palabras. Sobre todo me interesan las entrevistas a poetas cuya obra conozco. Según me parece, el género de la entrevista —y ya ves que te hablo de género— es muy difícil.

Bueno, esencialmente lo que dicen sobre la poesía, sobre su pelea particular con las palabras. Sobre todo me interesan las entrevistas a poetas cuya obra conozco. Según me parece, el género de la entrevista —y ya ves que te hablo de género— es muy difícil.

 

—¿Por qué?

—Mirá, como es normal, el entrevistador tiene su propia concepción sobre las cosas, pero trabaja para un medio, donde, aunque no sea explicitado, puede haber una especie de consenso sobre el camino por el que deben transitar determinadas entrevistas. El entrevistado puede cometer el error de hablar con quien lo entrevista sin tener presente el medio que lo está entrevistando. Entonces hay algo así como una trampa, ya que, al ser la entrevista un diálogo personalizado, es difícil tener presente al medio.

 

—¿Qué es lo que determina la calidadliterariade una entrevista a un poeta?

—En primer lugar, el tipo de pregunta; en segundo lugar, la escritura de la entrevista. Vos sabés que cuando se habla y se graba, tanto el entrevistador como el entrevistado, no están escribiendo, están hablando. Y la entrevista, salvo excepciones, es escritura, no diálogo. La reconversión, entonces, es difícil: hay que rescatar el espíritu del diálogo en un texto que se escribe.

 

—¿A vos cómo te fue con las entrevistas que a lo largo del tiempo te fueron haciendo?

—Con algunas me fue muy bien, con otras no tanto. Como te consta, yo he tenido una larga militancia política, además me han acontecido cosas —me tuve que ir al exilio, la dictadura militar asesinó a mi hijo— y todos estos temas se mezclan cuando te preguntan. En mucho tiempo —hasta la entrevista que Freidemberg me hizo para Clarín—, no me han entrevistado sobre mis opiniones literarias (buenas o malas), o a propósito de la poesía. Te pido disculpas por referirme a mí mismo, pero es un poco lo que me pasó en el reciente encuentro de escritores judíos al que me invitaron. Después de mi intervención hubo gente que se sorprendió y que me dijo que no sabía que yo me interesaba por ciertos temas que, de antemano, pensaban como ajenos a mis preocupaciones. Da la impresión de que, para mucha gente, hay una parcialización de la mirada. Entonces, es muy difícil reconocerse cabalmente.

 

Por todas estas circunstancias acumuladas, ¿no cabe la posibilidad de que, en cierta forma, vos mismo hayas prohijado la imagen del poeta que escribe sin que medie en él ningún tipo de información teórica o ningún tipo de opinión más allá de la que está representada en los poemas ?

—Sí, es perfectamente posible. Uno se equivoca. Como te dije antes, se pierde de vista que uno no habla con un entrevistador, sino con un medio. Como soy periodista, en general yo respeto el interés de quien me entrevista. La pregunta es el resultado de una concepción del que entrevista. Pero concédeme que la pregunta que te hacen tiene mucho que ver con la posibilidad de una respuesta. Ahora, si te preguntan por Margarita es muy difícil ponerse a hablar de los ombúes. Por último, no siempre ponen en las entrevistas todo lo que decís. Y es lógico porque, además, una entrevista tiene que tener una duración determinada, un espacio acotado. Teniendo en cuenta todo esto, es cierto que he prohijado —o, más bien, apadrinado— el equívoco al que hiciste alusión.

 

Precisamente, me gustaría entonces que tuvieras la ocasión de corregir ese equívoco. Por ejemplo, el otro día, en la charla y lectura que diste en la Sociedad Hebraica, hablaste de lo que encontraste en Pound, un poeta que no mucha gente asocia a vos.

—Hace ya bastante tiempo que me interesan la poesía y las ideas de Pound. En la Hebraica cité algo de Pound, un ensayo que se llama “El artista serio”; es de 1913, pero yo lo leí hace cuatro meses.

 

—¿Se puede pensar a Pound como una influencia en tu poesía?

—Vos eso lo dijiste en algo que escribiste sobre mí. Como todos, he tenido muchas influencias. Algunas pesan de verdad y otras son más circunstanciales. Por ejemplo, Guido Cavalcanti siempre me gustó, siempre me pareció un poeta extraordinario, pero sólo hace dos años me apasionó al punto de traducir sus sonetos. Esos sonetos fueron el origen de los que ahora estoy escribiendo. ¿Ves lo que te digo? Hay una dinámica que pesa sobre uno cuando se escribe. Hay un momento en que vos te olvidás.

 

—Tal como lo veo, hay dos tipos de influencias: las que provienen de copiar recursos (y eso, en alguna medida, nos pasa a todos cuando empezamos a escribir) y las que corresponden a ideas que le sirven a uno como motor para avanzar en otra dirección distinta de la que siguió el que tuvo la idea. Cuando pienso en Pound en relación a vos, se me ocurre, por ejemplo, esa cuestión de hacer nuevo lo viejo. También la posibilidad de construirse una máscara a partir de la cual hablar.

—Lo que Pound hizo es algo que una vez Coronel Urtecho sintetizó con mucha felicidad: Pound restauró la novedad. ¿Qué novedad? Nada menos que la del acervo poético mundial a lo largo de todos los siglos. Pound teorizó mucho sobre todo esto y también lo practicó en su poesía. La “novedad” de Pound fue recordarles a los demás lo que no se recordaba o lo que no se tenía suficientemente en cuenta. Pero todo esto tiene muchos siglos. Ahora esas cuestiones se llaman “intertextualidad”. Mirá, sin ir más lejos, en el encuentro de escritores judíos en que participé hablé de experiencia de la escuela de Al Andalús. Eran poetas españoles que, en los siglos XI, XII y XIII, escribían en hebreo. En sus poemas ellos intercalaban citas bíblicas. Podían ser breves —una frase, una alusión— y también poemas enteros escritos con citas bíblicas. Vale decir, las citas son el texto del poema. La naturaleza de las citas a veces te hacen reír. Ocurre que en algunos poemas están descontextuadas y luego intratextuadas, y su efecto es absolutamente extraordinario. El tema, al menos para mí, es mucho más de fondo porque nos lleva a los silencios de la poesía. La restauración de esos silencios se debe en buena medida a Pound. ¿A vos qué te parece?

 

—Tiendo a pensar que en Pound, como buen sajón y por añadidura norteamericano, hay algo muy pragmático. Pound, de alguna manera, está luchando contra el silencio que, por ejemplo, Mallarmé o Valéry pretendían instauraren la poesía. Se me ocurre que tanto Pound como Eliot fueron a buscar unos metros más atrás, donde estaba Laforguepoeta al que se consideraba menor para recorrer un camino opuesto al del silencio. Ellos querían que la poesía siguiera hablando. En tu propio caso, me da la impresión de que cada vez que conducís a tu poesía a un callejón sin salida solés dar un viraje inesperado para salirte del atolladero.

—El trayecto que acabás de describir es la imposibilidad de la poesía.

 

—Hablar de la imposibilidad de la poesía parece un planteo romántico. Uno piensa en Novalis, que recorre sin muchas esperanzas un camino que de antemano sabe infinito...

—No sé si tiene que ver con Novalis o con los juglares del siglo XII. Más bien te diría que tiene que ver con la experiencia de todo poeta. Todos conocemos la distancia que hay entre lo que se quiso expresar y lo que se pudo expresar finalmente. Desde ese punto de vista yo creo en la inaferrabilidad de la poesía y en su fracaso constante. Por lo menos en mi caso, esto es así. Si es una concepción romántica o no, no te lo puedo decir.

 

—Te aclaro que cuando te hablé de un punto de vista romántico no lo hice ciñéndome al período estético que así denominan las historias de la literatura, sino a un impulso presente en toda la literatura desde siempre.

—Sí, lo que en el período clásico se llamaba dionisíaco en contraposición a lo apolíneo. Son nombres que no alcanzan porque ninguna forma de expresión es pura. Los nombres llevan a errores. Suponer que lo dionisíaco es pura expresión desatada me parece un error. A un poeta como Elliot se lo considera apolíneo, pero hay en él una cantidad de elementos dionisíacos que hacen que el esquema no cierre.

 

—Dylan Thomas es el ejemplo en sentido contrario.

—Sí, lo que decís está muy bien. Es efectivamente así.

 

Volviendo a lo anterior, ¿qué es lo que te lleva a escribir ?

—Por lo pronto, no me fijo ninguna meta al escribir. Escribir no es cuestión de voluntad. Más bien te diría que es la necesidad de expresar, que nace de una obsesión. La posibilidad de hacerlo nos lleva al tema de la palabra. El resultado, para quien procura expresar, suele ser el fracaso. Posiblemente esa sea, entre otras, una de las funciones de la poesía: dejar constancia de ese fracaso. ¿Qué quiero decir cuando digo fracaso? Para mí, el silencio no conduce — como decías antes— a un callejón sin salida a partir del cual no se puede escribir más. Tampoco creo que Mallarmé se lo planteara así. No hay que confundir silencio con mudez.

 

—¿En qué radica la diferencia?

—Es simple. Tomemos el caso de Mallarmé: él escribe en torno al silencio, no se queda mudo, no deja de escribir, habla con silencio del silencio.

 

—¿Querés decir que elige palabras?

—Sí. La elección de las palabras en la poesía no es necesariamente voluntaria. Cada palabra que elegís deja afuera a otras. Siempre hay eso que Aristóteles llamaba tikhé, el encuentro feliz pero desafortunado, porque no se produce.

 

—Una falta de consumación permanente.

—A eso me refiero. La falta de consumación es la que empuja a los poetas a seguir escribiendo. Seguimos ilusionados con que a lo mejor alguna vez algún día... Dylan Thomas decía que ningún poeta trabajaría en el ardiente oficio de la poesía si no esperara el milagro, y Chesterton decía que lo milagroso que tienen los milagros es que, efectivamente, a veces se producen. Por eso te digo que no sé si el planteo es romántico. El problema está en la palabra misma, que es la materia de la poesía. ¿No te llama la atención que haya sonidos tan distintos en los distintos idiomas para designar un único concepto? Un perro es un perro, pero también es dog en inglés, chien en francés y sabaka en ruso. Para mí el asunto es muy enigmático.

 

Hay personas para las cuales la literatura es un absoluto...

—No es mi caso.

 

—¿Pudo haber sido el de Octavio Paz, o el de Lezama Lima, o el de Girri? Hay. un poema tuyo en el que hablás de ellos.

—Pero no me parece que haya una relación entre lo que dice el poema y lo que me planteás. Ese poema dice dos cosas: la primera, que la belleza no es estática; la segunda, que les atribuyo, tal vez injustamente, la búsqueda de una belleza inmóvil como forma de pelear contra la muerte personal. Después cometo la insolencia de acusarlos de “afiliarse” con la muerte a los cincuenta (te aclaro que cuando escribí el poema yo no tenía cincuenta años). Ahora, y vuelvo a tu primera afirmación, hay gente, en efecto, para la cual la literatura es un absoluto, lo único que cuenta. Yo respeto a esa gente. Posiblemente esas personas —y quizás haya sido el caso de Girri— entendieron que ese era su destino y punto. Pero no ha sido mi caso: a mí me ha interesado la literatura, y también la política y la situación social. Te aclaro, no obstante, nunca subordiné esos temas a la producción. Las relaciones entre lo uno y lo otro existían o no existían. Para escribir una novela vos podés proponerte seis meses de tranquilidad para que nada te distraiga; con la poesía no pasa eso. De todos modos, tu pregunta me sirve también para establecer otra distinción. Mucha gente, so pretexto de que sólo le interesa la literatura, oculta que le interesan muchas cosas que bordean a la literatura: la fama, la figuración, las baldocitas del poder y todo lo demás. Bueno, eso no es la literatura. Lo veo, más bien, como una pérdida de tiempo y una falta de ubicación frente a la poesía misma.

 

—Con toda la disconformidad que te produzca la falta de consumación de la que antes hablamos, ¿reconocés en tu obra momentos que, desde tu punto de vista, sean particularmente felices?

—Sí.

 

—¿Los podrías ubicar?

—No, porque el reconocimiento a posteriori es móvil. No hace mucho me ocurrió leer un poema de mi primer libro y pensar “qué bien escribía entonces”. Asimismo, hay otros poemas que me gustaron y que ya no me gustan. Supongo que esto le pasa a todo el mundo, ¿no? Mirá, para mí lo que vale es la felicidad que uno siente en el momento de escribir. Lo que ocurre después con el poema es completamente aleatorio.

 

—¿Te reconocés siempre en tus poemas?

—Si se trata de reconocerse en el sentido de ser uno el que escribió el poema, sí. Pero en general cuando me toca leer mis poemas, los leo como poemas de otro. Lo que a veces me pasa es encontrar en algunos poemas un cierto clima que me permite estar más cerca de él.

 

—¿Son esos poemas los que elegís cuando leés en público?

—Te confieso que a mí leer me pone siempre muy nervioso. Me digo que no lo voy a hacer nunca más, pero hay circunstancias que te llevan a hacerlo. Lo que primero me pone nervioso es la elección de los poemas y después el hecho mismo de la lectura. No me parece que la lectura pública tenga mucho que ver con la poesía misma: un mal poema bien leído puede producir un cierto efecto en el público y viceversa.

 

—Si leer te pone nervioso, ¿cómo explicás haber grabado discos con tus poemas?

—Eso ocurrió hace casi treinta años. Había entonces un deseo, quizá excesivo, de tratar de difundir más la poesía a través de un disco. Por eso también hay música... A lo mejor no está mal. A vos te consta que es importante escuchar cómo dicen los poetas sus propios poemas. Cuando escuchás a Pound recitando en tono de salmodia, llegás a entrever una dimensión en su poesía que, por lo menos, yo no había percibido claramente cuando lo leía.

 

—Cuando leés poemas ajenos, ¿tendés a reescribirlos o te ceñís a la partitura que te presenta el poema?

—Empiezo por decirte que siempre trato de leer una obra a partir de lo que ésta propone. Las diferencias, a las que uno está atento, revelan la diversidad de fórmulas químicas, lo que cada uno es. Por lo tanto trato de ceñirme a lo que se lee en la página. Si hay algo que suena raro, vale la pena hacer el esfuerzo por tratar de comprender qué pasó, por qué. Sin embargo, a veces, cuando uno lee se tiene una tendencia irrefrenable a la corrección. Te aclaro que esto sólo me pasa cuando leo en lengua castellana; en inglés, francés o italiano no tengo un dominio tan extraordinario de la lengua como para que esos accidentes me ocurran, y mucho menos con las traducciones.

 

Qué cosa te llama primero la atención cuando leés?

—Hay una cuestión que me parece central: el problema del ritmo. Hablando siempre de poesía en castellano, hay poetas que te deslumbran porque el ritmo es una traducción de la obsesión que motivó el poema. Otra cuestión es la economía, y volvemos al tema del silencio, a lo que se dice callando y a lo que se calla diciendo.

 

—Me llamó la atención cuando el otro día, en tu charla, dijiste que corregías muy poco.

—Movido por una obsesión suelo escribir muchísimos poemas cada vez. Algunos poemas están más logrados que otros. No sé si será impaciencia o qué, pero cuando veo que algo no está, que no sale, lo tiro. Digamos que corrijo poco porque respeto el momento en que se hace un poema y quiero mostrar ese hacerse o conservarlo en el poema. Con esta historia de escribir sonetos, por primera vez no me pasa así. Por un lado estoy muy intrigado; por otro, muy feliz. Tengo otra evidencia de que el asunto es infinito. De un soneto voy a otro y ambos me dan un tercero y así de seguido.

 

—Lo que decís se parece a lo que Dylan Thomas decía de su manera de trabajar con imágenes.

—Exactamente, es así. Mirá, cada época nos marca; en cada una tenemos una experiencia vital particular, incluso una situación biológica particular. Cada poeta tiene un recorrido propio y lo extraordinario es que los recorridos son infinitos, no se terminan nunca. Siempre me acuerdo de la frase del pintor japonés Hokusai. Cuando Hokusai tema noventa y pico de años decía: ojalá yo pueda vivir ciento diez años para poder seguir estudiando los ani-malitos y las plantas como los estudio ahora, y ojalá después pueda vivir diez años más para poder pintar todo lo que aprendí. Entonces, no sólo cambia la obsesión vital que a vos te hizo escribir, sino también la relación entre esa obsesión y la palabra. La palabra no copia simplemente lo que la obsesión dicta, sino que interviene y por sí misma también dicta. Tenemos, entonces, un cúmulo de elementos: la experiencia vital, tu relación con las palabras, la palabra misma, que es la materia del poema. Por eso una misma obsesión te puede llegar a hacer escribir mucho, porque no es únicamente lo que te pasa lo que determina la escritura del poema.

 

—¿Todos estos elementos determinan también las variaciones estilísticas en un mismo escritor?

—Si, yo creo que sí. Si querés un ejemplo máximo, en la pintura está Picasso. En otro orden de cosas, todo esto me permite pensar que la experiencia de los grandes místicos no culmina en la experiencia misma, sino en la escritura.

 

—Hace poco José Angel Valente me dijo que la escritura de los místicos trataba de recomponer la relación entre cuerpo y alma que durante tantos siglos se intentó separar.

—Es cierto, porque uno escribe con el “cuerpo”, una especie de unidad paradójica, contradictoria, a la que a lo largo del tiempo se definió como cuerpo y alma para separar, con cierta comodidad, lo que en realidad es una sola cosa. Mirá, cada individuo es un ser único. Ese cúmulo de diferencias hace que todos nos parezcamos: nos parecemos porque somos diferentes. Cada poeta tiene lo que hace muchos años se llamaba “una voz”. Eso es propio, particular de cada uno y tiene que ver con una cantidad de condicionantes, no sólo de “impulsantes”. Los condicionantes crean sus contrarios, que, desde el punto de vista de la crítica, sería muy útil desentrañar. Te insisto con lo que dije antes: desentrañar a través de lo que cada obra propone, no a través de la prefiguración del crítico. Yo sé que es muy difícil...

 

—Pero sería lo ideal.

—Sí, sería lo ideal. Para redondear lo que te vengo diciendo, tomemos dos ejemplos en la pintura: Cezanne necesitaba no sé cuantas sesiones para pintar una naturaleza muerta; Van Gogh necesitaba pintar cuatro cuadros por día. En este segundo caso, Van Gogh está obsesionado por la idea de eliminar la mano entre el cerebro y el color, entre el cerebro y la materia “pintura”. Siempre es así: el obsedido por su cuerpo, cuando va al terreno de la creación, choca con la materia. Ya vimos que para los pintores es una lucha con los colores y la tela; en el caso de los poetas, con las palabras. Lo que uno hace moviliza el cuerpo de uno.

 

—Hablás de una interacción entre la obsesión del artista y la materia conque se expresa. Pero hay otro elemento que se suma a este juego de ida y vuelta y es la historia.

—La circunstancia exterior, sí.

 

A propósito de la historia, tengo la impresión de que, por muy diversos motivos, a vos te pusieron el sayo de ser “la voz” de la poesía argentina de los años sesenta. Cuando se piensa en un poeta paradigmático de esos años, siempre se te nombra. Asimismo, permanentemente salen epígonos de tu poesía de esa época. ¿Cómo te sentís frente a todo eso?

—No me siento contento, pero no puedo ni me propongo evitarlo. Mirá,' en alguna medida entiendo las razones por las que eso ocurre. Pero es un error, una reducción.

 

—¿Por qué?

—Lo que comúnmente se llama “poesía del sesenta” es un fenómeno mucho más amplio de como lo pintan. El malentendido viene de reducir la poesía del sesenta a la poesía política. Esos son los términos y me parece mal. Lo importante de los años sesenta fue el momento político que se vivía. Pero eso y la poesía son dos cosas que hay que analizar en sus respectivos contextos. Te digo incluso más: los productores de poesía política en los años sesenta estaban absolutamente en minoría. Alejandra Pizarnik, Olga Orozco, Enrique Molina, César Fernández Moreno, Edgar Bayley, Mario Trejo, Francisco Urondo, Susana Thénon, Rodolfo Alonso escribían en los sesenta, pero antes de esos años también lo hicieron y después siguieron haciéndolo. Hablar de generaciones es un viejo vicio. El primer problema es saber qué cosa es una generación. Me da la impresión de que son pocas las generaciones literarias a las cuales se puede denominar de esa forma, y aun en esos casos, tengo dudas.

 

—¿De dónde viene el equívoco?

—Yo sospecho que cuando se reduce la poesía de los sesenta a esa única modalidad, los motivos, a favor o en contra, son políticos. Se me ocurre que es algo absolutamente nocivo para el análisis de la poesía argentina. Me molesta sobremanera cuando se aplican al arte pre-conceptos influidos por la política. Y ya que estamos en esto, quisiera preguntarte algo para que me lo contestes. ¿De dónde viene el enojo de alguna gente por lo que suele llamarse “generación del sesenta”? Me llama la atención porque ese encono no puede ser asimilado a un parricidio. Puede haber un reproche de naturaleza política porque nosotros, en ese terreno, fracasamos. Pero siendo poeta, ¿por qué suponer que toda la riqueza de la poesía argentina de esos años se reduce al grupo de poetas que escribió poesía social? Si ese grupo de poetas, de acuerdo con el tipo de críticas que leo y escucho, no vale la pena, ¿por qué tanto enojo?

 

—Yo no tengo una explicación única y ni siquiera estoy seguro de que las que se me ocurren sean verdaderas... Ahora, volviendo a la poesía, y más allá de los reduccionismos, estarás de acuerdo en que cada lapso de la historia presenta algo así como un “aire de época”, que muchas veces se filtra en la retórica y otras tantas la sustenta. ¿Pasó algo particular en los años sesenta con la retórica? ¿Se agregó algo a lo que ya había antes?

—Pienso que, en términos retóricos, se modificó el tratamiento de los temas. Entró en la poesía un cierto desenfado que ayudó a que los poetas se liberaran de determinados moldes. No te olvides de que lo inmediatamente anterior fue la llamada “generación del cuarenta”. Te diría que un grupo de poetas —más bien, una minoría—empezó a tener una visión un poco menos melancólica. No hablo de valores poéticos, sino de una cierta actitud. Fijate en la poesía de César Fernández Moreno, que es particularmente interesante a este respecto. El atraviesa la generación del cuarenta cumpliendo con las generales de la ley y después — ajustándonos a los términos en que estamos hablando—, escribe como los del sesenta. Sería muy interesante hacer un análisis de la obra de César del punto de vista que vos plañ-teás. Por ejemplo, ¿cuándo y por qué empieza a usar el “vos” y a dejar de lado el “tú”. Puede que no parezca mucho, pero esta cuestión entraña un rompimiento con los límites fijados por una retórica determinada y seguramente la creación de otra nueva.

 

—En Fernández Moreno, esa modificación es de naturaleza ideológica. Ahora parece chiste, pero, hasta bien entrados los años cincuenta, los narradores argentinos no habían terminado de resolver ese problema.

—Sí. Me acuerdo de que, por ese entonces, mucha gente de Poesía Buenos Aires hablaba de sí en tercera persona.

 

—Como contrapartida, ¿qué pasa cuando un poeta que escribe usando “vos” usa “tú”? En tu caso se da esa variación...

—Bueno, en mi poesía el “tú” es un asunto de los primeros libros. De todos modos, es cierto que hay determinados temas que te exigen usar “tú”... Pero yo quiero volver a la retórica en términos generales. Todas esas transformaciones merecen la atención debida. Por ejemplo, observé —y no sé hasta qué punto es la norma— que hay muchos poetas jóvenes en Argentina que usan malas palabras. Esa es otra modificación retórica bastante curiosa y me gustaría saber de dónde viene (te aclaro que no hay en mi afirmación ningún tipo de juicio). Ahora bien, me gustaría saber si es efectivamente cierto que la “historia”, como vos la llamaste, puede determinar tanto un tipo de escritura. Yo no lo creo.

 

En vos se reúne una serie de circunstancias: sos poeta, fuiste militante político, te ocurrieron varias tragedias personales que son de dominio público. Te resultará claro que mucha gente se acerca a vos —y otra tanta te rechaza—por motivos ajenos a la poesía misma.

—Todo lo que vos describís ocurre: hay quien se me acerca —o me rechaza— por todas esas circunstancias. Habrá también quien se me acerque por alguna de ellas en particular, ¿no?... ¿Te cuento una anécdota? Recuerdo que en los años sesenta, y también en los setenta, a Olga Orozco le reprocharon que manifestara aprecio por mi poesía. Le dijeron: “esa es una poesía social, política”. Ella contestó: “pero yo la leo de otro modo”. Ella leía poesía, no temas. Vos sabés lo que pienso de la cuestión del tema, así que no lo voy a repetir. Los fenómenos de orden sociológico son lo que son y qué le vamos a hacer. La poesía rompe ese chaleco. Sea la época que sea los poetas van a seguir hablando de la soledad, del abandono, del hastío, del amor, del desengaño.

 

reportaje de Jorge Fondebrider 
 
Publicado, originalmente, en:
Diario de Poesía Nº 24 Primavera de 1992

Link: https://ahira.com.ar/ejemplares/diario-de-poesia-n-24/

Gentileza de Archivo Histórico de Revistas Argentinas

Ahira. Archivo Histórico de Revistas Argentinas es un proyecto que agrupa a investigadores de letras, historia y ciencias de la comunicación,

que estudia la historia de las revistas argentinas en el siglo veinte

 

Ver, además:

Juan Gelman en Letras Uruguay

 

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