Artaud y el rito de los reyes de la Atlántida

ensayo de Enrique Flores Esquivel

Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM

Resumen: El presente artículo propone cuáles pudieron ser las fuentes documentales que signaron el pensamiento de Antonin Artaud para volcar sus experiencias —reales o ficticias— sobre los mitos y ritos tarahumaras. Esas fuentes arrancan en El libro de los muertos egipcio, El Popol Vuh de los mayas, El Critias de Platón, La Monografía de los tarahumaras de Carlos Basauri y El México desconocido de Cari Lumholtz entre otros; los estudios esotéricos que conectan a los legendarios habitantes de la Atlántida con los ritos tarahumaras sensibilizaron también el espíritu de Artaud. “He intentado —dice Flores— hacer una exploración —si puede ‘explorarse’ la irrealidad— del viaje de Artaud a la zona tarahumara, y sobre todo, de la escena sacrificial celebrada en el pueblo de Norogáchic”.

Abstract: This articleproposes the possible documentary sources that influenced A ntonin A rtaud's thinking and lead him to pour bis experi-enees —real of fictitious— into the tarahumaras‘ myths and rites. These sources start with the Egyptian Book of the Death, The Mayan Popol Vuh, Plato's Critias, Carlos Basauri’s Monografía de los tarahumaras, and Cari Lumholtz El México desconocido among others; the esoteric studies connecting the legendary inhabitants of the Atlantis •with the tarahumaras’ rites also sensitized Artaud’s spirit. Ihave tried —Flores says— to explore —if unreality can beexplored”— Artaud’s journey to the tarahumara zone, specially the sacrifice scene carried out in the village of Norogáchic.

ln memoriam Luis Mario Schneider

El 16 de septiembre de 1936 —fiesta de la Independencia de México, como lo recordaba Luis Mario Schneider en su estudio preliminar al Viaje al país de los tarahumaras—, acompañado por un guía mestizo que también le servía de intérprete ante los indios, Antonin Artaud llegaba al poblado de Norogáchic, distrito de Andrés del Río, en plena Sierra Tarahumara, casi un mes después de salir de México (Schneider 80). La llegada de Artaud a Norogáchic, dice Schneider, no obedece al azar:

Muchos estudios antropológicos coinciden en decir que en esta población se halla el tipo clásico de los tarahumaras, pues conservan todas sus tradiciones y un sistema de vida primitiva que los alejó del mestizaje (Schneider 80)[1].

Allí experimenta Artaud lo que Schneider llama su “segunda gran revelación”: una esotérica ceremonia indígena con resonancias platónicas y mágicas —el sacrificio del buey en Norogáchic y el rito atlántide del sacrificio del toro en el Critias de Platón—, Elementos que se precipitan, por usar una expresión alquímica, en “El rito de los reyes de la Atlántida”, y que tienen como trasfondo un “esoterismo universal” y un “esoterismo mexicano” muy particular —“de todos los esoterismos que existen”, apunta Artaud, “el esoterismo mexicano es el único que se apoya aún en la sangre” (Artaud 122)[2].

Bernardo Ortiz de Montellano fue uno de los pocos poetas que aludieron al viaje de Artaud a México. Según su hija Ana, por lo menos cuatro textos mexicanos de Artaud cuyos originales han desaparecido —“La montaña de los signos”, “El país de los Reyes Magos”, “El rito de los reyes de la Atlántida”, “Una raza-principio”— fueron traducidos por el autor del Segundo sueño[3]. Lo cierto es que Montellano publicó, con la llegada de Artaud a México, un interesante artículo: “Artaud y el sentido de la cultura en México”[4]. Y un poco antes había escrito La poesía indígena de México —clave hermética de la pervivencia postmortem de la imagen poética indígena.

Artaud, dice Ortiz de Montellano, coincide con los surrealistas en la “necesidad de renovar el sentido de la cultura europea” —sea conectando a ese “movimiento espiritual” con las doctrinas mar-xistas, sea “por el camino de la ironía sangrante y destructora” de un Crevel—. Más de cerca, Artaud, igual que otros “descendientes y herederos de la actitud sobrerrealista”, como Rolland de Rene-ville, cree, apunta Ortiz de Montellano, en un “espiritualismo total” —“de orden místico sin mixtificaciones en Renéville y de orden mágico panteísta, de unidad con la naturaleza, genuino de las culturas indígenas de América, en Artaud” (Schneider 60 n. 63)[5].

Y señala el trasfondo “esotérico” del viaje de Artaud:

Artaud ha precisado, después de su estudio-invocación de los cultos secretos de la Roma pagana, en su libro sobre Heliogába-lo, el sentido oculto de las prácticas —ritos y ritmos— de los antiguos mexicanos (Schneider 60 n. 53).

Como Lawrence y Huxley, Artaud viene a explorar el “alma indígena” (Schneider 61 n. 53); o como escribe Montellano: “las prácticas —ritos y ritmos— de los antiguos mexicanos”. Y esto a partir de un saber antroposófico, más que antropológico, sospechoso, aún para nosotros, de esoterismo. De ese origen derivan las expresiones que usa Montellano para referirse a Artaud: “cultos secretos”, “sentido oculto”.

Montellano se acerca con simpatía a las miradas indias de Artaud: la del poeta y la del político —¿no es la Atlántida, precisamente, una figura utópica de la filosofía política?—, la del mago y la del revolucionario, la del chamán. Habla de “poderes mágicos”, de “fuerzas desconocidas y sutiles que aun la ciencia no domina ni controla la religión”. Y acaba refiriéndose a una magia, a una revelación que no tienen, anota Ortiz de Montellano, “nada que ver con las teologías ni con los textos que ponen al alcance de todas las manos la magia negra y blanca para usos de utilidad practica”. La magia y la “revelación” radican únicamente en la poesía:

Sólo la poesía podría decirnos su palabra mágica nutrida en encantaciones, pero tampoco creamos que esta poesía será la inútil ocupación de hacer versos, sino la revelación de un mundo vivo de fuerza y poder que el hombre usa ahora sin darse cuenta o sin darle importancia alguna (Schneider 61 n. 53).

¿Cuáles son, en fin, las “fuerzas desconocidas y sutiles”, los “poderes mágicos”, ese “mundo vivo de fuerza y poder” que viene a invocar Artaud? ¿Cuál el “sentido oculto de las prácticas —ritos y ritmos— de los antiguos mexicanos”?

“Toda verdadera cultura”, escribe Artaud, “se apoya en la raza y en la sangre”. Y añade: “La sangre india de México conserva un antiguo secreto de raza [yo subrayo] y antes que la raza se pierda creo que hay que exigirle la fuerza de su antiguo secreto” (Artaud 111). En Europa, explica Artaud, existe “una inmensa fantasmagoría”, “una especie de alucinación colectiva” alentada por la Revolución Mexicana y circulante en “los medios intelectuales más avanzados de París”:

Poco falta para que se vea a los actuales mexicanos, revestidos con los trajes de sus ancestros, haciendo realmente sacrificios al sol sobre las escaleras de la pirámide de Teotihuacan [...]. En una palabra, se cree que la Revolución de México es una revolución del alma indígena, una revolución para conquistar el alma indígena tal como existía antes de Cortés (Artaud 142).

Artaud viene a México impulsado por esa “alucinación”, esa “fantasmagoría” —en busca de sus “fuerzas ocultas” y de ese “antiguo secreto de raza” encarnado en el sacrificio—. Y ese secreto, como decía Montellano, era el de Heliogábalo —“el secreto de aquella fuerza de luz que hacía girar las pirámides sobre su base, hasta situarlas en la línea de atracción magnética del sol”— (Artaud 180); el secreto que podríamos llamar solar: que “el sol es un principio de muerte y no un principio de vida” (Artaud 184). Como pudo experimentarlo Artaud, “el fondo mismo de la antigua cultura solar consiste en haber señajado la supremacía de la muerte” (Artaud 184) y el sacrificio. “Se trata”, escribió, “de encontrar y resucitar los vestigios de la antigua cultura solar” (Artaud 269). Y uno de esos vestigios era, precisamente, el sacrificio del buey en Norogáchic, que prefigura el sacrificio de Artaud[6].

En su libro Palacio chamánico, Gabriel Weisz anota que la búsqueda emprendida por Artaud ocurre, antes que nada, en un “terreno imaginario” —como las islas Galápagos, en donde “el escritor añora un mundo prohibido y perdido”— (Weisz 66). “Dentro de este paraje imaginario”, explica Weisz, “germinan otros viajes; el mundo imaginado se yuxtapone posteriormente a la tierra de los tarahumaras” {Idem 66). Porque esta tierra también es fantástica: “para Artaud, existe un país ficticio de los tarahumaras” (68; yo subrayo). Y ese país va a descifrarlo Artaud en los signos escritos en las montañas mismas {cf. “La montaña de los signos”). Lo “ficticio” y lo “fantasmagórico” son la clave —y la paradoja— del viaje onírico y chamánico de Artaud “al país de los tarahumaras”:

Resulta prácticamente innecesario comprender el idioma que hablan los habitantes; la palabra con su significado específico puede omitirse, ya que el proyecto específico es mucho mayor y se basa en la comprensión del texto del entorno [es decir, en los llamados “lenguajes telúricos”: 72-73],

Así, Artaud habría viajado por un país fantasmagórico, sin comprender la lengua de sus habitantes, con un intérprete “mestizo” indigno de confianza, intentando interpretar el sentido de la cultura tarahumara (y, en general, indígena) a partir de unos “signos telúricos” supuestamente inscritos en sus montañas por una “raza-principio” —raza de gigantes que evocaría, esotéricamente, a los fundadores de la Atlántida[7].

La otra posibilidad, sugerida por Le Clézio, es que el viaje a la Tarahumara haya sido, él mismo, fantasmagórico. Y es que, como dice Le Clézio, los obstáculos eran formidables —el tren de Chihuahua a Creel ya existía, pero, para llegar a Norogáchic, había que bajar al fondo de las barrancas; Artaud estaba enfermo, las drogas lo consumían y no hablaba ni español ni, por supuesto, la lengua tarahumara—. Más aún, Norogáchic, como otros pueblos tarahumaras, era regido por jesuitas y, como aduce Le Clézio, “no vemos cómo Artaud, apóstol del paganismo, podía comunicarse con los indios” —mucho menos “asistir a las ceremonias del peyote” (Le Clézio 224). En última instancia, ¿realmente fue Artaud a la Tarahumara?

¿De verdad fue Antonin Artaud a la Sierra Tarahumara? Su más fiel biógrafo mexicano, Cardoza y Aragón, habla de una comisión oficial de antropología organizada en esa época por Bellas Artes para la UNAM [...] y declara que Artaud fue a la Sierra con esta comisión. Lo raro es que no hay rastros de la comisión en los archivos, y parece que el director de Bellas Artes ni siquiera recuerda el nombre de Artaud (223-224)[8].

Artaud, añade Le Clézio, se inspira en un “regresar al sueño” o en un “sueño del regreso” (224). Su viaje es una especie de “encantamiento” en el que, como escribe Le Clézio, se mezclan reminiscencias de Platón, el Bardo Thódol o Heliogábalo, igual que del esoterismo y la cabala (225). Pero, pregunta Le Clézio, “¿de verdad presenciaría Artaud los bailes de los tarahumaras?” (226). Y me pregunto: ¿realmente estuvo presente Artaud en el sacrificio del toro narrado en “El rito de los reyes de la Atlántida”?

Una y otra vez insiste Le Clézio en el “sueño de yigilia” vivido por Artaud en México (224). Pero señala una posible referencia antropológica al citar la Monografía de los tarahumaras, escrita por Carlos Basauri, y publicada, según Le Clézio, en 1922 —en realidad, en 1929—, Allí, Basauri hablaba del rito del peyote, la danza del tutuguri y la del jícuri y describía una ceremonia en la que unos “chivitos amarrados en la tierra en forma de cruz” se sacrificaban: la sangre de las víctimas se recogía en cuatro cucharas de madera —“presentadas a los cuatro puntos cardinales”— y se ofrendaba a “los tres dioses de jícuri” (226).

La danza del peyote es la que menos atención recibe en el libro de Basauri, aunque sea la más compleja en la teoría de Artaud (Basauri 69-70). El tutuguri o baile del tecolote, en cambio, es descrito con amplitud y comparte con el ritual narrado por Artaud en “El rito de los reyes de la Atlántida” su carácter solar y su dramaturgia sangrienta, sacrificial:

Momentos antes de iniciarse el baile, dan muerte, degollándolos, a cuatro carneros que tienen cerca de allí, atados en estacas, de tal manera que formen con sus cuerpos una cruz y tocándose unos a otros con el testuz. En cuanto mueren los carneros, recogen con una cuchara de madera la primera sangre que mana de las heridas, la que arrojan con dirección a los cuatro puntos cardinales (48).

El baile comenzaba a la puesta del sol y concluía “con la aurora del día siguiente” (49). Durante la noche, los asistentes bebían tes-güino. Al alba, danzantes y público se reunían “para comer o beber las ofrendas” (49)[9].

Según Basauri, otros animales domésticos —no nada más los carneros o “chivitos”, y ciertamente, nunca el “toro” de Artaud— eran sacrificados e ingeridos como alimento ritual. Imaginemos a Artaud evocando la descripción del sacrificio:

Al dar muerte a los borregos, chivos y reses lo hacen en la siguiente forma: conducen al animal al lugar del sacrificio, generalmente frente a la comunidad; lo tiran de costado sobre el suelo y le atan las cuatro patas a la altura de la articulación de las pezuñas, procurando que queden fuertemente unidas entre sí y dejando un extremo de la cuerda (torcida de correas de cuero de res) lo suficientemente largo para que un individuo, sosteniéndola en tensión por el extremo libre, mantenga inmóvil al animal. En seguida otro indio lo toma del hocico apretándole la nariz para impedirle la respiración y torciéndole el cuello hasta que la cabeza quede en sentido contrario de las patas y contra el suelo. Un tercer indio coloca una batea de madera cerca del cuello del animal y con un cuchillo corto muy filoso le hace una incisión en la piel, bastante grande para que pueda introducir tres dedos de la mano, operación que realiza con el objeto de buscar la carótida; hábilmente la encuentra, la separa de la tráquea y la corta, sosteniéndola fuera de la herida de la piel para que la abundante hemorragia llene la batea (50).

Las precisiones de la descripción —cuasi quirúrgicas, aunque también rituales y de carnicería— pudieron revelarle a Artaud, aun antes de experimentarla en carne viva, una escena mental asociada al teatro de la crueldad. ¿No encuentra el “cuerpo sin órganos” su realización en el destazamiento?

El animal se desangra hasta que muere. Una vez muerto, los ayudantes del que manejó el cuchillo le quitan rápidamente la piel y proceden a destazarlo, mientras éste llena la cuchara de madera con sangre arrojando el líquido en dirección a los cuatro puntos cardinales, como ofrenda a Dios [ese “Dios Sol” invocado a la hora del sacrificio: 50].

Artaud conoció, posiblemente, la monografía de Basauri y la descripción del sacrificio de la res debida al antropólogo. Pero hay otro elemento, no mencionado hasta ahora, que apoya la hipótesis de Le Clézio —o en todo caso, la idea de que Artaud llevaba, antes de viajar a la sierra, imágenes de lo que iba a encontrar en ella—. En efecto, la relación de la carnicería va seguida de una serie fotográfica, anónima, del ritual del sacrificio. Vistas estas imágenes después de leer “El rito de los reyes de la Atlántida”, de Artaud, no pueden sino impactarnos: estaríamos ante la visión del rito narrado por Platón en el Cridas y vuelto a surgir en la Tara-humara. Vistas como, quizás, las vio Artaud, son una fuente originaria e imaginaria de “El rito de los reyes de la Atlántida”.

No en balde, en una carta enviada a Jean Paulhan y fechada el 26 de marzo de 1936, Artaud dice que tratará de ver a ciertos indios: “a la gente que degüella los toros vivos y se sienta a morirse de risa” (Artaud 256). Artaud identifica a esa gente con unos “indios yosquis” que, probablemente, eran una versión fantástica de los yaquis, adoradores, como los tarahumaras, del peyote y el sol (256). En todo caso, lo importante es señalar que la escena del sacrificio va seguida de una secuencia fotográfica exacta, terrible y fascinante. ¿Serían las imágenes que subyugaron a Artaud?

1. Sacrificio de una res. Momento de cortar la carótida. 2. Sacrificio de una res. 3. Destazando a la res. 4. Ofrecimiento de la sangre de la res sacrificada (Basauri pies de foto: 50-52).

Antes de Carlos Basauri, el viajero y etnólogo noruego Cari Lumholtz había escrito otro libro, traducido al español en 1904, que dedicaba varios capítulos a las danzas y sacrificios de los tarahumaras. Lumholtz recordaba, allí, que “la palabra con que expresan bailar, nolávoa, significa literalmente trabajar” (326). Y añadía que siempre se vincula a los bailes “el sacrificio de un animal, cuya carne en su mayor parte se distribuye entre los asistentes” (327). “Tata Dios” exige el sacrificio a través de un sueño:

A veces pide [...] que se mate un buey, otras sólo necesita un carnero. Frecuentemente indica que el animal debe ser blanco; en otras ocasiones, no hace ninguna advertencia en cuanto al color (327).

Lumholtz describe fielmente dos danzas tarahumaras —el rutubu-ri (329-333) y el yumari (333-334). Ambas danzas se ejecutan en la mayor parte de las fiestas —el rutuburi suele bailarse durante el día, o al caer la noche, y el yumari durante la noche, o antes del amanecer—. En el yumari, los danzantes emiten “una especie de jerga ininteligible”: “una sucesión de vocablos que murmuran, entre dientes, los bailadores” (334) —¿origen de las glosolalias de Artaud?

“Al amanecer”, apunta Lumholtz, “ágiles manos andan arreglándolo todo a gran prisa para la ceremonia del sacrificio” (337). El animal ha sido sacrificado la víspera; su carne se ha cocido sin sal, en grandes ollas, todo el día y toda la noche. A “Tata Dios” no le agradan los huesos, así que “se desosa la carne para cocinarla” (337):

Casi noche con noche, en la estación seca, por nadie sabe cuántos siglos, ha estado el lucero de la mañana mirando bailar a sus hijos los tarahumaras en el corazón de la sierra [...]. No bien el primer rayo de la rosada aurora anuncia la llegada del padre Sol, cesa la danza [...]; todos se aprestan a rendir homenaje a la deidad próxima a aparecer en el horizonte; el sacerdote la saluda con las palabras: “¡Miren, Nonorugami sale!”, y avanza solemnemente hacia la cruz (337-338).

Es la hora de ofrendar el sacrificio, que Lumholtz documenta en una imagen, cruel y fantástica, de la ofrenda del tesgüino después del yumari (339). “Innumerables perros [...] se juntan a ver lo que pueden roer”, escribe Lumholtz, aunque la gente los expulse del lugar (338). Los perros “contribuyen a la solemnidad de la escena”, en la que se sacrifican “el caldo de la carne y la sangre del animal matado para la fiesta” (338): buey, res, toro.

Y ahí están el espacio y los cuatro puntos cardinales:

Llena de tesgüino una jicara, y tomándola con la mano izquierda, arroja al aire con la derecha un poco del licor, lo que repite tres veces en cada punto cardinal al efectuar la vuelta de rigor. Se sacrifican luego la carne y las tortillas del modo siguiente: el augur toma del suelo la vasija que tiene delante; la alza tres veces al cielo; coge con los dedos un poco de carne que ofrece a la cruz con la palabra: “¡Coa!” (come), arrojándolo al aire, y rompe, en seguida, un pedazo de tortilla, repitiendo la misma ceremonia.

De igual modo sacrifica para todos los puntos cardinales (338).

Para Lumholtz, sacrificar no significa beber la sangre de la víctima propiciatoria. Lo único que dice es que, igual que “la carne y las tortillas”, se sacrifica “el caldo de la carne y la sangre” del animal inmolado en la fiesta (338)[10]. Es decir, el augur tomaría la vasija con la sangre, la alzaría al cielo y la ofrecería a los cuatro puntos cardinales.

Cari Lumholtz pudo ser una de las fuentes de Artaud en su viaje a la Sierra Tarahumara. Carlos Basauri lo fue seguramente, como dice Le Clézio y como, creo, lo comprueban las imágenes de esa violenta secuencia sacrificial que tanto impresionó a Artaud. Pero Artaud, como dije antes, no parte de una base histórica ni antropológica cuando va a la Tarahumara —parte de una base esotérica de origen platónico, aunque esta base esotérica contenga ramificaciones antropológicas.

La fuente principal de Artaud es el Critias de Platón:

El 16 de septiembre, día de la fiesta de la Independencia de México, he visto en Norogáchic, al fondo de la Sierra Tarahumara, el rito de los reyes de la Atlántida, tal como lo describe Platón en las páginas del Critias (Artaud 280).

“Platón —escribe Artaud— habla de un rito extraño al que se entregaban en circunstancias desesperadas para su raza los reyes de la Atlántida” —el rito del toro— (280). Además, Platón había descrito a los atlántides como a “una raza de origen mágico” —y los tarahumaras, a quienes Artaud consideraba “descendientes directos de los atlántidas”, seguían dedicándose “al culto de ritos mágicos”— (280). El mismo rito extraño, quimérico, desesperado, aparecía en la Tarahumara:

Volviendo a Platón y a las verdaderas tradiciones esotéricas que manifiestan sus obras escritas, he visto en la Sierra Tarahumara el rito de esos reyes quiméricos y desesperados (Artaud 281).

Artaud no fue, desde luego, el primero que atribuyó un origen atlántide a los antiguos pueblos americanos. Una aparente semejanza geográfica entre la geografía descrita en el Timeo y la del Nuevo Mundo —ambas imperfectamente conocidas todavía— llevó a cronistas como Las Casas y Gomara, Zárate, Cervantes de Salazar y Sarmiento de Gamboa a postular alguna relación entre América y la Atlántida platónica. Se intentaba resolver, de ese modo, una cuestión perturbadora: el origen del hombre americano, a partir, no del original platónico del Timeo, sino de la versión y el comentario de Marsilio Ficino, filósofo, mago y traductor del Corpus Hermeticum[11]

La misma cuestión era abordada por don Carlos de Sigüenza y Góngora todavía en 1680, en el “Preludio tercero” del arco que levantó para la entrada del virrey marqués de la Laguna, y cuya descripción tituló Theatro de virtudes políticas. Sigüenza interrogaba, allí, el silencio que rodeaba los orígenes de los indios americanos —eso que, sin juegos de palabras, podría denominarse su origen hermético—, invocaba una autoridad —la de Kircher— inmersa en las doctrinas mágicas del Hermes egipcio y del Platón esotérico, y luego señalaba

la compathía que tengo advertida entre los mexicanos y egipcios, de que dan luces las historias antiquísimas originales de aquéllos, que poseo, y que se corrobora con la común de los trajes y sacrificios, forma del año y disposición de su calendario, modos de expresar sus conceptos por jeroglíficos y por símbolos, fábrica de sus templos [las pirámides], gobierno político y otras cosas, de que quiso apuntar algo el padre Athanasio Kir-chero, en el Oedipo Egypciaco (Sigüenza 255).

¿De dónde estas “afinidades”? ¿Qué hay más allá de estas “conjeturas”? ¿Por qué este silencio, esta ausencia, este haber olvidado, junto al de nuestro “progenitor”, nuestro nombre? Es, dice Sigüenza y Góngora —apoyándose en las “razones y autoridades” de fray Gregorio García, Marsilio Ficino, Athanasius Kircher y Platón—, es que los indios “vinieron de la isla Atlántica a poblar este mundo occidental”, la cual “se anegó” y olvidó, y quedo como borrada, y “comenzó a faltar su noticia tan absolutamente que sólo se la debemos a Platón” (257). Los atlantes eran egipcios, y de la Atlántida surgieron las colonias que poblaron “muchas islas del mar”:

Con que se fortalece mi conjetura de la similitud (que bien pudiera decir identidad) que los indios, y con especialidad los mexicanos, tienen [con] los egipcios [...]. Si de la Atlántica, que gobernaba Neptuno, pasaron gentes a poblar estas provincias [...], ¿quién dudará el tener a Neptuno por su progenitor sus primitivos habitadores los toltecas, de donde dimanaron los mexicanos, cuando en sumo grado convienen con los egipcios, de quienes descendieron los que poblaron la Atlántida? (258).

Artaud tenía en mente el Libro de los muertos egipcio, según él próximo al Popol Vuh, cuando vino a México. También él hallaba algo común entre el esoterismo egipcio y el mexicano —ambos conservaban los secretos de la “antigua cultura solar”— (Artaud 184). Pero asimismo existían diferencias: “En el Libro de los muertos egipcio se llama a los cadáveres los Trastocados. La antigua cultura de México, por lo contrario, sirve para hacer estallar la barrera que oculta los sentidos interiores” —¿por el sacrificio? “Crea resucitados” (111).

Ahora bien, la primera versión francesa del Popol Vuh, publicada por Brasseur de Bourbourg en 1861, establecía distintas coincidencias entre la mitología de los quichés y los relatos de la Tierra Croniana —invocada por Plutarco— y de la Atlántida platónica. El título del capítulo sexto del Comentario que le dedica Brasseur a la obra es significativo:

Idees des anciens sur la forme de la terre et sur les pais transa-tlantiques. Examen du systém relatif au Grand Continent et á la Terre Cronniene de Plutarque. lies sacrées de Saturne. [...]. Conformité de ces notions avec les traditions indigénes de l’Amérique (Brasseur XCII).

Un admirable pasaje de Humboldt sobre la geografía mítica es el espacio en que se proyecta la imaginación filológica, histórica y geográfica del abad Brasseur de Bourbourg. Y esa misma geografía mítica de los tiempos heroicos, primitivos, orienta a Artaud en su viaje a la Sierra Tarahumara:

En soulevant des questions qui offrirait déjá de l’importance dans l’intérét des études philologiques, je n’ai pu gagner sur mol de passer entiérement sous silence ce qui appartient moins a la description du monde réel qu’au cycle de la géographie mythique. II en est de l’espace comme du temps: on ne saurait traiter l’his-toire sous un point de vue philosophique, en ensevelissant dans un oubli absolu les temps héroiques. Les mythes des peuples, mélés a l’histoire et a. la géographie, ne sont pas en entier du domaine ideal: si le vague est un de leur traits distinctifs, si le symbol y couvre la réalité d’un voile plus ou moins épais, les mythes, intimement liés entre eux, n’en révélent pas moins la souche antique des premiers apercues de cosmographie et de physique. Les faits de l’histoire et de la géographie primitive ne sont pas seulement d’ingénieuses fictions; les opinions qu’on s’est formé sur le monde ideal s’y reflétent (Brasseur XCIII)[12].

Pero volvamos a las “conformidades” que descubre Brasseur entre los mitos atlántides y las tradiciones indígenas. La Tierra Cronia-na, por ejemplo, se remontaría al imperio de los titanes, mientras que las crónicas quichés hablan de Zipacná, creador de las montañas en una noche, de Cabrakán, el temblor de tierra, gigantes ambos, y de una raza de gigantes llamados Quinamés (XCIII, n. 4). Hércules habría recorrido el gran continente plutarquiano en una expedición que impulsa a Brasseur a preguntarse si no sería ése un mito comparable al de Quetzalcóatl (CIIT), y apoya su analogía en el hecho, notable según él, de que mexicanos y cronianos ubicaran su infierno en las regiones septentrionales, y de que Pli-nio mismo hubiera descubierto Mictlán en la ruta de Bretaña a Tule, en una isla que llamó Mictím (CV). Más todavía, Brasseur reencuentra, en el Códice Chimalpopoca, un pasaje que recuerda la historia del sueño de Saturno en una de las “islas sagradas” vecinas a la Tierra de Cronos —el descenso de Quetzalcóatl a Mictlán, para buscar los huesos de los muertos— (CV). Y es que cada treinta años, en efecto, cuando Saturno entraba en conjunción con el signo de Tauro —el Toro de Artaud y los tarahumaras—, comenzaba una gran fiesta en ese territorio mítico, una fiesta en que unos cuantos marinos, elegidos al azar, se embarcaban en una navegación, larga y peligrosa, hacia las islas (CIII), rumbo a la isla en que dormía Saturno, en un antro profundo, soñando sueños pro-féticos, encadenado a ellos, condenado a revelar entre los muertos las doctrinas secretas —sin sol y ante una luz crepuscular (CIV).

El misterioso extranjero que revela —en el diálogo de Plutarco— los secretos de la isla sagrada de Saturno, luego de estar en ella treinta años sin ocuparse en trabajos materiales, dedicado a la filosofía, la física, la geometría, la astrología, ese extranjero, dice el traductor del Popol Vuh, pasa por viajes e iniciaciones semejantes a los que atribuye la tradición tzeltal, o tzendal, al héroe mítico Votán (CIV, n. 1). La semejanza entre ambos personajes —el héroe indígena y el extranjero misterioso— involucra otra vez el arquequetipo de las iniciaciones (y las edificaciones) egipcias:

II y a plus d’un trait de ressemblance entre le personnage mystérieux qui parut á Carthage et le Votan des Tzendales. Les chemins souterrains ou celuici fut admis, lesquels traversent la terre pour arriver á la racine du ciel, indiquet une suit d’épreuves qui rapellent les initiations égyptiennes et dont on trouve des traces jusqu’á l’époque méme de la conquéte dans les épreuves de la chevalerie mexicaine. [...]. Ce qui vient á l’appui de ces ressem-blances, c’est qu’á son retour aux régions occidentales, Votan, dit-on, construisit un souterrain du méme genre [“une maison ténébreuse” (CVIII)], au fond du ravin du Zuqui, qui se prolon-geait jusqu’á Tzequil (Brasseur CVII).

Pero Brasseur no se refiere solamente a la Tierra Croniana de Plutarco. También descubre analogías entre el imperio de Xibalbá y el de los Atlantes —refiriéndose, primero, al Popol Vuh, y luego, al Critias, de Platón. Uno y otro son países magníficos, fértiles y ricos en metales preciosos. En ambos casos, el gobierno está constituido por una confederación de diez reinos, y en ambos casos, también, aparecen gemelos míticos —Hunahpú e Ixbalanqué, en el Popol Vuh, y las cinco parejas de mellizos, hijos de Atlas, en el reino de la Atlántida. Ambos imperios desaparecen enigmáticamente, luego de un desastre misterioso. Ambas fuentes se refieren a diluvios e inundaciones, y ambas expresan una etimología común:

II n’y manque ni l’inondation qu’on a vue plus haut, ni méme le nom d’Atlas, don’t l’étymologie ne se trouve que dans la langue nahuatl, d’atl, “eau”, et l’on sait qu’une cité d’Atlan [...], “Au-prés de l’Eau”, existait encore sur l’isthme de Panama, du cóté de PAtlantique, au moment de la conquéte (Brasseur CXXIX-CXXX, n. 2).

A la documentación etnológica se añade, pues, no solamente el Critias de Platón, sino una serie de documentos casi esotéricos, agrupados, por ejemplo, alrededor del mito de la Atlántida. Que

Artaud tuvo noticia de las fuentes etnológicas consta de un pasaje anotado por Luis Mario Schneider:

Al mirarlos recordé todo lo que me habían dicho los poetas, los profesores, los artistas de todas clases que conocí en México sobre la religión y la cultura indias, y lo que había leído en todos los libros que me prestaron sobre las tradiciones metafísicas de los mexicanos (Schneider 76).

Que una documentación esotérica influyó también en sus imágenes de la Sierra Tarahumara consta en las diversas alusiones que hace Artaud al ocultismo y las “fuerzas ocultas”, así como de las reminiscencias de doctrinas egipcias, platónicas, tibetanas, gnósti-cas, maniqueas, cabalísticas, alquímicas, que señala Le Clézio, y que Artaud sintetizaba en una “ciencia antigua y muy completa que el idioma absurdo de Europa ha llamado esoterismo universal” (Le Clézio 225).

No extraña por ello que fuera Madame Blavatsky, fundadora de la Sociedad Teosófica, artífice de un sincretismo universal semejante al que describe Artaud y centrado, precisamente, en la helio-latría —esos cultos y esa cultura solar que Artaud venía a buscar a México—[13], no extraña, digo, que fuera ella la receptora de las hipótesis atlántides del abad Brasseur de Bourbourg. En su libro Isissin velo, impreso en 1877, en efecto, Madame Blavatsky trazaba algunos paralelismos míticos entre Europa y el Nuevo Mundo, casi todos basados en las cartas, comentarios y traducciones del sacerdote francés —sobre todo del Popol Vuh—, y encaminados todos ellos a postular la existencia de un continente intermedio.

La argumentación de Blavatsky es muy poco sistemática. Afirma que los atlantes fueron los constructores de los templos y palacios mayas (267). Dice que el “fabuloso héroe Votán” —identificado con Quetzalcóatl y “el mago más eminente entre [los antiguos mexicanos]”— visitó al rey Salomón, que lo llama “sierpe navegante”, y lo ayudó a levantar el templo de Jerusalén, negándose a dar indicios del derrotero que había seguido desde el “misterioso continente” (267). Los prodigios realizados por el “mago mexicano” Quetzalcóatl, “cuya varita debió tener mucha analogía con la varita de zafiro de Moisés” —mago y sacerdote egipcio (276)—, prueban el trato “entre las razas de ambas orillas del Atlántico” (279). Otro tanto probarían las semejanzas, señaladas por Blavatsky, entre el Génesis hebreo, la teogonia egipcia —el Pimandro— y las “alegorías” de la creación quiché (279). Si se comparara a estas últimas con las “enseñanzas cabalísticas” y “los libros tenidos por apócrifos”, concluye Madame Blavatsky, descubriríamos los vínculos que existen entre la magia egipcia, la caldea y la precolombina (271). De hecho, el prototipo de “los prodigios mágicos que operan los quichés” no podría estar sino en “los perdidos Libros de Hermes” (272) —“depósito esotérico” y fuente de la “heliolatría universal” (273).

Los monumentos religiosos egipcios y mexicanos ofrecerían testimonio, también, de la hipótesis atlántide. Citando a Brasseur de Bourbourg, Blavatsky relata el descenso de Votán al inframun-do a través de lo que describe como “un pasaje subterráneo que terminaba en la raíz de los cielos” y que tenía la forma de un “agujero de culebra”. Dicho pasaje subterráneo era idéntico, según Blavatsky, a unas criptas o catacumbas que se abrían en Te-bas, en la margen occidental del Nilo, dilatándose hacia el desierto de Libia, conocidas como “catacumbas de la Sierpe”. Allí tenían efecto, dice Blavatsky, los últimos misterios —la inexorable sentencia del alma después de haber sido juzgada en la región del Amenti— (274). Otro caso sería el de la tau y la “cruz astronómica” egipcia que, dice Blavatsky, “aparecen visiblemente en las ruinas de Palenque” (294). También Artaud vio “la cruz de seis brazos” que traza en los muros de ciertos templos “una oculta geometría”, una cruz mágica y siempre desplegada, que brota alre-dor de un centro al parecer vacío —hecha “para revelar cómo la vida entra en el espacio, cómo en el exterior del espacio vuelve a encontrarse el fondo de la vida” (Artaud 129-130).

“¿Qué explicación pueden darnos de estas analogías [se pregunta Blavatsky] los arquéologos, los filológos y, en suma, la lúcida hueste de académicos?” (295). Ahí donde callan esas ciencias, hablan las doctrinas y tradiciones secretas:

La perfecta identidad entre los ritos, ceremonias, tradiciones y terminología religiosa de los mexicanos y los de Asiria y Egipto es prueba suficiente de que la América fue poblada por una colonia que misteriosamente encontró la ruta del Atlántico. ¿En qué época? Aunque la historia calla en este punto, todos cuantos descubren un fondo de verdad en toda tradición santificada por los siglos recuerdan la leyenda de Atlantis (278).

Volvemos a encontrar, así, un tema que es como el hilo de esta revisión de las fuentes documentales de Artaud en su viaje a la Sierra Tarahumara. Me refiero a la bifurcación de los documentos etnológicos y los documentos esotéricos. Como los sabios a los que se refiere Blavatsky, ocultos y dispersos por el mundo, Artaud dispone de unos “archivos secretos” que le transmiten lo legendario, lo fabuloso, lo sumergido:

Tienen estos sabios archivos secretos en que conservan el fruto de los trabajos de una larga serie de eremitas sus antecesores, los sabios indos, asirios, caldeos y egipcios, cuyas leyendas y tradiciones comentaron los maestros de Solón, Pitágoras y Platón en los marmóreos patios de Heliópolis y Sais [...]. Todo esto y mucho más conservan indestructibles pergaminos que con cuidadoso celo pasan de adepto en adepto. Estos sabios creen que la Atlántida no es fabulosa, sino que un tiempo hubo vastas islas y continentes donde ahora se dilata el océano Atlántico. Si el arqueólogo pudiese escudriñar aquellos sumergidos templos, encontraría en sus bibliotecas documentos bastantes para llenar las páginas en blanco del libro a que llamamos historia (278-279; subrayado HPB).

Se dice que el verdadero fundador del “mito moderno de la Atlántida” fue Ignatius Donnelly, a través de su libro La Atlántida: el mundo antediluviano, de 1882 (Ashe 76). Aunque Donnelly lleva al extremo los argumentos de Madame Blavatsky —“¿cómo demostrar la realidad de una tierra que ya no existe?” (78)—, y especialmente, los paralelismos entre el Viejo y el Nuevo Mundo, su libro va mucho más lejos y deduce la existencia de una “fuente común” (9). Así, los dirigentes atlántides se transformaron en los dioses y diosas de la mitología universal —incluidas las americanas—; las leyendas del Diluvio provenientes de ambos lados del océano se originaron en los relatos de los sobrevivientes al cataclismo que sumergió la Atlántida; el “prototipo”, en fin, de las pirámides de Egipto y de México —colonias de la Atlántida— era atlántide, lo mismo que el culto precristiano de la cruz (9). De acuerdo con Donnelly, los atlantes “practicaban un culto monoteísta al sol”, y las prácticas rituales de las civilizaciones emanadas de la raíz atlántide —cultos al sol en Mesopotamia, Egipto, Perú y México— entran en decadencia como consecuencia del hundimiento de la Atlántida (9).

En 1888, Madame Blavatsky publica otra verdadera enciclopedia de los saberes esotéricos: La doctrina secreta. La autora reconocía allí las aportaciones de Donnelly, pero insistía en que sus conocimientos del tema procedían de “revelaciones ocultas y textos secretos” (9). Algunas teorías de la Atlántida plasmadas en esta obra influyeron, quizá, en las experiencias de Artaud entre los indios tarahumaras.

Es el caso, por ejemplo, del densísimo volumen tercero titulado “Antropogénesis”, el cual contiene, entre otras cosas, la “Historia de la cuarta raza” —la legendaria raza atlante, o como titula Artaud uno de sus ensayos: “La raza de los hombres perdidos”— (Artaud 301-303). Y es el caso también de una parte del volumen cuarto titulada: “Gigantes, civilizaciones y continentes sumergidos señalados en la historia”. En ella se habla de las razas que levantaron “construcciones ciclópeas” derivadas de la arquitectura atlántide (507-508): “tumbas de gigantes” o “altares del diablo”, “menhires cónicos” —monumentos esgrimidos por Blavatsky para hablar de aquella “raza [...] de constructores de dólmenes” (518-520).

¿Cómo no ver las semejanzas de esos dólmenes y “construcciones ciclópeas”, de esos “gigantes” atlántides, con el Viaje al país de los tarahumaras? ¿Cómo no ver en los signos inscritos en las montañas, en esos “lenguajes telúricos”, la obra de una “raza de gigantes”? Los gigantes, dice Blavatsky en la entrada correspondiente de su Glosario teosófico, fueron los “antecesores de la humanidad actual” y “los habitantes de la Atlántida” (“Gigantes” 235). Según esa fuente, sería posible identificarlos con la cuarta “raza-madre” o “raza-raíz” —la “raza atlántica”, “primera raza verdaderamente humana y terrestre”— (“Raza atlántica” 641). La “antropogénesis” teosófica, de este modo, articula una serie de nociones que encajan en el esquema atlántide-tarahumara de Artaud: la existencia de una “raza de gigantes” y una “raza atlántica”, y la hipótesis de una “raza-principio” o una “raza-raíz”[14].

Existirían, de acuerdo con el Glosario teosófico, siete “razas-raíz”. La priníera raza, etérea y astral, habitó el pico del monte Merú, en el Polo Norte, al borde de la Tierra Sagrada. La segunda raza, semivegetal y semihumana, habitaba el llamado Continente Hiperbóreo, que ocupaba el actual norte de Asia, Kamchatka, Es-candinavia y Groenlandia. La tercera raza, de seres hermafroditas y gigantes, habitó otro continente perdido: la Lemuria. La cuarta “raza-raíz”, también de gigantes, fue la que pobló la Atlántida tras el cataclismo lemuriano, y de ella proceden las otras civilizaciones de la historia. La quinta raza, “aria”, es la actual, y ha florecido sobre todo en Europa; su dominio corresponde al de la civilización que Artaud viene a denunciar a México. La sexta y la séptima razas no han aparecido aún: la sexta, dotada de “clarividencia astral”, surgirá, luego de terribles terremotos y fuegos volcánicos, en Norteamérica; la séptima, poseedora de un séptimo sentido, o de “clarividencia mental”, poblaría la actual América del Sur (“Razas humanas” 641-645).

Según el Glosario, la influencia de Saturno se tradujo en la gran inteligencia tecnológica de la “subraza tolteca”:

Cuna de la cuarta raza fue el vastísimo continente de la Atlántida. [...]. La inmensa mayoría de los habitantes del globo pertenece todavía a la cuarta raza. Las siete subrazas de ésta son: la ra-moahal, la tlavatli, la tolteca, la turania, la semítica, la akkadiana y la mongólica. Entre ellas merece mencionarse, por su alto grado de civilización, la tolteca, que conocía a fondo la química, la astronomía, la agricultura y la alquimia; estaba también muy versada en la magia negra (644).

El principal heredero de las ideas de Madame Blavatsky fue William Scott-Elliot, banquero, téosofo y antropólogo aficionado que publicó, en 1896, la primera Historia de la Atlántida (Ashe 10). A su juicio, acorde con el de Blavatsky, la principal “subraza” atlántide fue la tolteca —“subraza”, dice Scott Elliot, cuyo nombre se aplica a los constructores de Tula, pero cuya verdadera capital yacería sumergida en el mar—. Al oeste de África. Los toltecas eran gigantes y poseían poderes mágicos. Sus vastos conocimientos —perdidos tras el Diluvio— hicieron posible su expansión hacia Egipto y América, cuyas pirámides fueron alzadas por ellos (11).

Las técnicas de investigación de Scott-Elliot y de algunos otros “atlantólogos” iluminan otro tipo de fuentes que pudo haber conocido Artaud, y que quizá son las principales. Si Madame Blavatsky descubría relatos esotéricos —crípticos hasta el extremo— secretamente guardados y transmitidos por los “iniciados”, Scott-Elliot apelaba a “técnicas ocultas” o “paranormales”, sobre todo a la “clarividencia astral” (84). Esta última práctica llegó a sistematizarse. Así, en el año de 1911, Rudolf Steiner publicó, bajo el sello de la Sociedad Teosófica de Londres, un libro titulado The Sub-merged Continents of Atlantis and Lemuria. Being Chapters from the Akashic Records (11). Pero ¿qué eran esos “archivos”?:

El término “Archivos Akáshicos” se refiere a una memoria colectiva en el plano astral [¿el inconsciente colectivo de Jung?], a la que puede recurrir el iniciado para descubrir hechos del pasado de los que no existen testimonios (11).

Las palabras finales del párrafo —“para descubrir hechos del pasado de los que no existen testimonios”— delatan el inmenso valor que podían tener esas técnicas entre videntes que, como Steiner o Artaud, rechazaban doblemente la autoridad de las iglesias instituidas y la ciencia occidental.

Por lo demás, ambas técnicas, la de la recuperación de testimonios desaparecidos y la “paranormal”, se combinaron y produjeron fenómenos como el de Edgar Cayce, nacido en 1877, en una granja de Kentucky, y que a los veinte años comenzó a experimentar “trances autoinducidos” en los que la Atlántida ocupaba un lugar destacado (Ashe 15). A través de esos trances, Cayce habría señalado la existencia de un “Salón de los Archivos”, oculto bajo la Esfinge o cercano a ella, conectado a la Gran Pirámide a través de pasajes secretos —un “auténtico almacén” de la sabiduría de la Atlántida (83).

Ante estas técnicas cercanas al espiritismo, volvió a surgir una corriente documental —no “astral”, sino antropológica—. Lewis Spence, erudito escocés que publicó su History ofAtlantis en 1926, escribió, por ejemplo, que la narración platónica del Critias era la versión literaria de “una tradición folklórica vaga y dispersa” (21). Spence planteó la idea de la existencia de un “complejo cultural” atlántide en el occidente de Europa y las costas orientales de América (21). La profundidad del trabajo de Spence queda de manifiesto, precisamente, en su exploración de la escena invocada por An-tonin Artaud en su Viaje al país de los tarahumaras: la inmolación de los toros sagrados en la Atlántida[15].

El culto del toro, según Spence, fue tal vez la primera y ciertamente una de las más difundidas religiones de Europa Occidental (181). Que el culto del toro —de origen paleolítico— penetró Egipto, lo muestra la creencia de que el alma de Osiris había pasado a un toro después de muerto, así como la práctica ritual de embalsamar y momificar al toro de Apis (181-182). El toro, en suma, era tenido, en Egipto, por un oráculo, y sabemos que era costumbre sacrificarle bueyes, considerándolo, tal vez, jefe o “rey” de su “pueblo” (182).

El culto de Serapis o de Osiris-Serapis se extendió de Egipto a toda Europa, añade Spence, habiéndolo adoptado Roma y alcanzando la Bretaña. En tierras británicas, sin embargo, debió de haberse encontrado con una creencia similar, con la cual pudo haberse amalgamado, puesto que el culto —y el sacrificio— del toro se habían practicado en Bretaña durante siglos. “El toro fue adorado por los celtas”, señala Spence, “y su inmolación era parte del ceremonial druídico” (182).

Parece claro, concluye Spence, que el modelo atlántide de la adoración del toro penetró todos los países alguna vez contiguos a la Atlántida. Y de ahí llegó a desprenderse hasta territorios insólitos. El análisis comparativo de los mitos y las prácticas rituales —a partir del rito sacrificial del toro— hace posible imaginar sus comunes orígenes atlántides. De Bretaña a la India, pasando por España y Francia, Egipto y Creta, el culto del toro habría tenido su origen en la Atlántida —donde, de acuerdo con los detalles de Platón, su sacrificio ritual afirma su celebración más plena (183).

Pero la expresión más extraña de estas doctrinas difusionistas se encuentra en un párrafo de la Historia de la Atlántida de Spence que pudo haber sido una fuente del ensayo de Artaud sobre “El rito de los reyes de la Atlántida”. Ahí, Spence alude, de nuevo, a la ceremonia descrita por Platón:

This ceremony very closely resembles several of those practised by the Aztec peoples. The Mexican priests were in the habit of leading their human victims to a similar graven column, of making libations of their blood from vases of gold, and even of drinking some of it. That they employed human rather than animal sacrifice is simply to be accounted for by the fact that no large animals were known in México, but farther north the Indian tribes, from whom the Aztecs were derived, sacrificed the buffalo almost in the selfsame manner in which the Atlanteans immolated the bull (180).

El pasaje es extraordinario. Extiende el ámbito de expansión del ritual atlántide a zonas cada vez más marginales de la cultura occidental —los pueblos aztecas y, luego, los llamados “chichime-cas”—. Establece una asociación directa entre el rito descrito por Platón y el sacrificio humano tal y como lo practicaban los aztecas —con un énfasis en la escena ritual, la piedra sacrificial, el ofrecimiento de la sangre[16]. Plantea una hipótesis radical: que el rito sacrificial del toro es el modelo del sacrificio humano —el hombre sustituye al toro y el toro sustituye al sol—. Y por último, señala como fuente esotérica, no a los mayas del Popol Vuh, ni al Quet-zalcóatl ni al Votán de las ruinas arqueológicas, sino a esa “raza perdida” que nunca visitó Platón —y que provenía de una fuente “fabulosa y prehistórica” (Artaud 285).

Si éste es el significado del toro en el ámbito de las religiones comparadas, ¿qué significaba en el espacio simbólico y mitológico de la Grecia de Platón? El toro, como dice Spence, fue un símbolo de Poseidón, señor de la Atlántida, a quien los griegos sacrificaban toros e identificaban —igual que al toro— con el terremoto y la tormenta. Probablemente, dice Spence, Poseidón fue visto como un toro, parecido a los Osiris y Serapis de la vieja religión egipcia (Spence 184).

Pero existe una última ceremonia griega que guarda algunos paralelismos con el rito de los reyes de la Atlántida. Se trata, explica Spence, de un sacrificio similar que solía celebrarse durante las ceremonias báquicas. En una fase temprana de estas ceremonias, Baco aparecía como un toro. Todavía en la época de Eurípides, en Macedonia, Baco era adorado bajo esa forma. Pues bien, el oficiante de los misterios órficos, antes de hacerse uno con Baco, devoraba la carne cruda de un toro —“and in the Orphic myste-ries the worshipper, before he was made one with Bacchus, de-voured the raw flesh of a bull” (184). O como describía una ceremonia cretense el padre Firminius Maternas, ceremonia violenta que evocaba “aullidos” y “gritos discordantes” —la “locura de un animal rabioso” que vaga solitario por el bosque, y es capaz de despedazar con los dientes los miembros de un toro vivo:

They tear in pieces a live bull with their teeth, and by howling with discordant shouts through the secret places of the woods, they simúlate the madness of an enraged animal (Spence 184).

La escena órfica nos devuelve, a través de la descripción platónica, a la escena artaudiana —fuente de la fuente de Artaud, origen de su inspiración analógica—. En cierto modo, la paráfrasis del pasaje platónico hecha por Artaud está más cerca de la escena órfica que de la misma descripción de Platón. En esta última, no hay nada que recuerde los “aullidos” y “gritos discordantes” de la escena órfica, pero en la paráfrasis de Artaud sí se alude, reiteradamente, a “una especie de melodía lúgubre” que los reyes atlántides cantaban, embriagándose y bebiéndose la sangre del toro (Artaud 281).

El énfasis del Critias platónico estaba en el contexto político —refrendamiento de las leyes estatuidas por Poseidón— en que se producía la ceremonia sacrificial. Este elemento desaparece completamente en el recuento que nos ofrece Artaud. Por lo que se refiere a la escena misma del sacrificio —su parte cruel—, Platón es más escueto, más controlado —por el logos, por la ley—, que Artaud. Tras cazar, entre los toros sueltos en el templo, “sin hierro, con maderas y redes”, al toro elegido por Poseidón, los reyes atlántides lo conducían a la columna de oricalco en la que estaban inscritas las leyes —“y lo degollaban encima de ella” (119e):

Tras hacer el sacrificio según sus leyes y ofrecer todos los miembros del toro, llenaban una crátera y vertían en ella un coágulo de sangre por cada uno. El resto lo arrojaban al fuego una vez que habían limpiado la columna. Luego, mientras extraían sangre de la crátera con fuentes doradas y hacían una libación sobre el fuego, juraban juzgar según las leyes de la columna (120a).

Esta fue, sin duda, la imagen que impresionó a Artaud: el acto de beber la sangre después del sacrificio, arrojando los restos al fuego. Y aunque el énfasis legislativo domina, a cada paso, la descripción platónica, es posible descubrir, allí, el desgarramiento que domina la paráfrasis de Artaud:

Cuando llegaba la oscuridad y se había enfriado el fuego sacrificial, se vestían con un bellísimo vestido púrpura y se sentaban en el suelo junto a las ascuas del juramento sacrificial (120b).

La versión artaudiana del pasaje sacrificial parte, evidentemente, del texto de Platón, pero también lo traiciona y termina por abandonarlo. No existen, por ejemplo, sirvientes en el pasaje platónico. La “melodía lúgubre” era una invención de Artaud. Pero lo que caracteriza al fragmento, más allá de sus variantes textuales, es su énfasis en la cultura solar, desde la ubicación temporal del sacrificio, practicado en el crepúsculo, hasta esa imagen que yuxtapone la caída de “la cabeza del toro”, y la caída de “la cabeza del sol”:

Cuenta Platón que al ponerse el sol se reunían los reyes de la Atlántida delante de un toro sacrificado. Y mientras los sirvientes descuartizaban al toro pieza por pieza, otros recogían las piezas vertiendo en copas la sangre. Los reyes bebían esta sangre y se embriagaban cantando una especie de melodía lúgubre hasta que no quedaba en el cielo sino la cabeza del sol moribundo y en la tierra nada más que la cabeza del toro sacrificado (Artaud 281; los subrayados son míos).

Al final, el tono del pasaje platónico transmitido por Artaud ha cambiado radicalmente. El dato mítico, filosófico, antropológico, esotérico o akashico, ha dejado de funcionar. Queda un estado de cosas vinculado al acto de la crueldad, al asesinato ritual. El ritual se interioriza; se exterioriza a través de esos órganos abiertos por el sacrificio. Luego viene un profundo “remordimiento”, un “reproche amargo”, una “contrición pública”, con poderosos acentos cristianos:

Entonces los reyes se cubrían la cabeza de cenizas. Y su melodía lúgubre cambiaba de tono al mismo tiempo que estrechaban el círculo que formaban. Todo lo que era una invocación al sol se convertía en una especie de reproche amargo, adquiriendo la forma de una contrición pública, de un remordimiento que los reyes expresaban de común acuerdo hasta el momento en que la noche había caído completamente (281; yo subrayo).

El crimen ritual se ha perpetrado. La invocación solar ha cesado. El círculo se estrecha y la melodía cambia de tono. El sol ha muerto y la noche ha caído. Todo indica el comienzo de un misterio —que, sin embargo, queda en suspenso, a la espera de la epifanía atlántide presenciada por Artaud—. Porque lo que va a atestiguar Artaud esa noche en Norogáchic es, en principio, una repetición, la manifestación de un arquetipo, pero también, más allá, la apertura de un misterio. Después de esa alteración tonal, de esa inmersión en lo culpable y lo oscuro, estalla toda la crueldad del sacrificio:

Ahora bien, un poco antes de que el sol se pusiera en Norogáchic, los indios condujeron un buey a la plaza del lugar y después de haberle atado las patas comenzaron a despedazarle el corazón. La sangre fresca era recogida en grandes jarras. No olvidaré fácilmente la mueca de dolor que tenía el buey mientras el cuchillo del indio le despedazaba las entrañas (281; yo subrayo).

No quiero detenerme en las danzas y cantos que acompañan el sacrificio del buey en Norogáchic. Pero sí hay que apuntar el efecto —eliminada la piedad, de “extrañeza”— que producen esos cantos y danzas “delante de esta carnicería”:

Y era en verdad un espectáculo extraño el que presentaban dos indios subidos sobre el toro muerto, haciendo brotar la sangre y separando las piezas a golpe de hacha, mientras que los otros indios, vestidos de reyes y con una corona de espejos en la cabeza, ejecutaban sus danzas de libélulas, de pájaros, del viento, de las cosas, de las flores (282; yo subrayo).

Y había gritos. No esas “grandes maldiciones” lanzadas por los reyes atlántides contra los infractores de las leyes, según Platón (119e). Sí los de los jóvenes indios que lanzaban “un grito helado”: como el “grito dolorido de una hiena o de un perro enfermo o de un gallo estrangulado” (Artaud 284) —un grito que pasa de boca en boca, como “una gama que toma en la sombra el valor de un llamamiento” (284).

Los cantos y danzas de los “matachines” ocupan la parte central del texto, precedida por el recuerdo del pasaje platónico y la descripción del sacrificio en Norogáchic. Al final, Artaud vuelve a esa escena y se prepara para adentrarse en lo oscuro, llevándola a una conclusión. Los indios, dice, “recogieron, pieza a pieza, el cuerpo del toro, dejando sólo en la tierra su cabeza, en el mismo momento en que la cabeza del sol caía en el cielo” (284). La analogía del toro y el sol vuelve a aparecer, el círculo vuelve a estrecharse, recomienza la melodía lúgubre —que ahora es un “llamado secreto de no sé qué fuerzas oscuras, de qué presencia del más allá”— (284). Es el umbral de la magia y lo “secreto”, la escena oculta que le había revelado el pasaje platónico:

Luego, se levantaron todos y sentáronse delante de un gran fuego situado [...] lejos del lugar anterior, en un sitio cubierto y cerrado como la misma noche, porque la segunda parte del rito debía mostrar que era oculto. Fue en ese momento cuando se les dio la sangre viva servida en copas. Y la danza se inició nuevamente, durante toda la noche (284; yo subrayo).

Más que una ceremonia indígena, lo que Artaud describe es un “rito oculto”, una ceremonia esotérica estructurada en dos partes —cuyo ingrediente indígena es el de la crueldad, y que desemboca en la somnolencia y una extraña embriaguez:

Las piezas del buey habían sido recogidas en cuatro jarras, y por encima de éstas las mujeres formaron una gran cruz. Bebieron todos la sangre caliente y recomenzaron mil y mil veces a agitarse a modo de ranas. En veces, todo el mundo dormía. Luego, el violín acordaba su música y la danza principiaba de nuevo. Y los hombres, incorporándose de tarde en tarde, lanzaban [como en el rito órfico] su grito de chacal estrangulado (284).

La coincidencia con el ritual órfico al que alude —en su History of Atlantis— Spence, es en verdad, sorprendente. En ambos textos, se señala el “despedazamiento” de la víctima sacrificial —“they tear in pieces a live bull with their teeth”, cita Spence— (184). La fuente de Spence se detenía en unos “aullidos” y “gritos discordantes” —“[a] howling with discordant shouts”— que intentaban simular “la locura de un animal rabioso” —“the madness of an enraged animal—” (184). Artaud habla de un “grito de chacal estrangulado”. Por último, si la ceremonia oculta de Artaud tiene lugar en un sitio casi secreto —“cubierto y cerrado como la misma noche”—, el sacrificio órfico se propaga por “secretos lugares de los bosques” —“the secret places of the woods”— (Spence 184). La narración del antropólogo escocés fue decisiva para Artaud.

¿Viajó o no Artaud a la Tarahumara? No me he propuesto responder a esta pregunta, aunque durante mis lecturas me he sentido tentado por las dos respuestas. Me he limitado a revisar algunas fuentes que pudieron catalizar las visiones de Artaud en la sierra, fueran éstas —como dije antes— reales o fantásticas, etnológicas o esotéricas, documentales o akásicas. He intentado hacer una exploración —si puede “explorarse” la irrealidad— del viaje de Artaud a la Tarahumara, y sobre todo, de la escena sacrificial celebrada en el pueblo de Norogáchic. Y en este punto, no me cabe la menor duda: aunque una pluralidad de fuentes converja en la ceremonia, el rito es una invención de Artaud —poderosa y desgarradora—, y es una fuente del teatro de la crueldad. Quizá pueda decirse de Artaud lo mismo que él escribe de Platón:

Que se piense lo que se quiera de la [a]similación que intento. En todo caso, como Platón nunca vino a México y los indios tarahumaras jamás lo vieron, precisa aceptar que la idea de este rito sagrado les llegó de la misma fuente fabulosa y prehistórica. Y esto es lo que he pretendido señalar aquí (284-285).

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Notas:

[1] Entre esos estudios antropológicos se encuentra uno sobre el que volveré más adelante: Monografía de los tarahumaras, de Carlos Basauri, terminado en 1927 y publicado en 1929. Allí se especifica lo siguiente: “Las observaciones de antropología física se practicaron en Norogáchic, distrito de Andrés del Río, por ser en este lugar en donde se encuentran tarahumaras del tipo clásico de esta raza, pues conservan sus tradiciones y un sistema de vida primitivo y, además, no se dan casos de matrimonios con individuos de otras razas, por lo que seguramente no existe mestizaje” (Basauri 17).

 

[2] Cf “El hombre contra el destino”: “Tenemos la idea de una cultura unitaria [...]. Quien pretenda actualmente que existen varias culturas en México [maya, tolteca, azteca, chichimeca, zapoteca, totonaca, tarasca, otomí, etcétera] ignora, en realidad, lo que es la cultura, confunde la multiplicidad de las formas con la síntesis de una idea. Existen el esoterismo musulmán y el esoterismo brahamánico; existen el Génesis oculto y los esoterismos judíos del Zohar y del Zefer-Ietzirah, y aquí en México, el Chilam Balam y el Popol Vuh. ¿Quién no comprende que estos esoterismos son el mismo y quieren, en espíritu, decir la misma cosa? Ocultan la misma idea geométrica, numérica, orgánica, armoniosa, oculta, de la naturaleza y de la vida. Los signos de estos esoterismos son idénticos. Poseen analogías profundas en sus palabras, en sus gestos, en sus gritos” (Artaud 121-122).

 

[3] Cf Ana Ortiz de Montellano: “There is a carefully corrected typewritten copy of these four articles in Ortiz de Montellanos’s papers, which seems to indícate that he translated them, particularly since he normally cut out of the newspaper articles he simply wanted to keep” (43 n. 33).

 

[4]  Luis Mario Schneider reproduce este artículo —publicado en El Nacional el 11 de julio de 1936 y no incluido en la recopilación de sus obras en prosa— en una nota inusitadamente extensa de su “Artaud y México”, estudio preliminar de los documentos que Artaud escribió en México o a raíz de su Viaje al país de los tarahumaras (Schneider 60-63 n. 53).

 

[5] Sobre el “espiritualismo” de Bernardo Ortiz de Montellano, así como sobre sus vínculos con la tradición poética indígena y con el hermetismo y la “tradición subterránea” de Occidente (Paz dixit), cf. mi trabajo sobre las influencias indígenas y herméticas en el Segundo sueño de Montellano: La imagen desollada. Una lectura del “Segundo sueño" [en prensa].

 

[6] Cf. “El rito del peyote entre los tarahumaras”: “Fue un domingo por la mañana que el viejo jefe indio [un “sacerdote del Sol”] me abrió la conciencia de una cuchillada entre el bazo y el corazón [...]. Retrocedió rápidamente tres o cuatro pasos, y después de trazar un círculo con la espada en el aire a la altura de mi muslo y por detrás, se precipitó contra mí con toda su fuerza como si quisiera aniquilarme. Pero la punta de la espada apenas me rasgó la piel e hizo brotar una pequeña gota de sangre. No sentí dolor alguno, pero tuve la impresión de despertarme a algo” (Artaud 305).

 

[7] Los comentarios de Gabriel Weisz provienen de un capítulo de un libro de Monique Borie —Antonin Artaud: le théátre et le retour aux sources— que no he podido consultar: “Géographie des sources: de la réverie aux territoires certains”.

 

[8] Le Clézio agrega una frase que hace retroceder su argumentación: “Si no podemos dudar de que Antonin Artaud en verdad fuera a la Tarahumara [s¿c], entonces debió ir solo o, con más exactitud, sin ayuda oficial” (Le Clézio 224). Por otra parte, no debe extrañar que el director de Bellas Artes “ni siquiera [recordara] el nombre de Artaud” (Le Clézio 224).

 

[9] El baile se desarrolla en un espacio plano de veinte pasos de largo por diez o doce de ancho, con tres cruces a oriente y otras tres a occidente, y al lado una tabla con las ofrendas, incluida la carne sacrificada. Tras la invocación al sol, “se acercan dos hombres que son los cantores, portando en la mano derecha sendas sonajas [...], hechas con huejas llenas de piedrecitas del río y con mango de madera, y se colocan frente a las cruces. A la izquierda de estos cantores, que son también directores del baile, se acomodan los hombres y a su derecha las mujeres [...]. Retroceden andando hacia atrás, dando siempre la cara a las cruces, unos diez pasos, e inician el baile al compás del canto y marcando el ritmo con golpes de las sonajas; llegan hasta las cruces y dan media vuelta para volver hasta el sitio en que iniciaron el baile; de allí se dirigen otra vez hacia las cruces repitiendo este movimiento de ir y venir, diez o doce veces. En este momento, se detienen unos instantes en que suspenden el ruido de las sonajas, pero no el canto, e inician nuevamente el baile en cuanto suenan las sonajas” (48).

 

[10] Cf. las fotografías tomadas por Cari Lumholtz en la Tarahumara en el libro: Montañas, duendes, adivinos. Cf., también, de Pedro Tzontémoc: Tiempo suspendido. Fotografía sobre la ruta de Antonin Artaud en la Sierra Tarahumara, con prólogos de Louis Panabiére y de Luis Mario Schneider.

 

[11] Sobre lo dicho en este párrafo, cf el libro de Ida Rodríguez Prampolini: La Atlántida de Platón en los cronistas del siglo xvi (27-29). La autora habla de una “fascinación irresistible” por la idea atlántide (43), y cita el ejemplo de Las Casas: “La razón última por la que el padre Las Casas se decide a favor de la llamada interpretación histórica del diálogo consiste en que lo halla confirmado por Marsilio Ficino, ya que éste ‘afirma no ser fábula sino historia verdadera, y pruébale con sentencia de muchos estudiosos de Platón, y todos ellos fundándose en palabras platónicas’” (39).

 

[12] Brasseur dice extraer este pasaje de Humboldt de su Essai sur l’histoire de la géographie du Nouveau Continent (XCIII, n. 1). En cuanto a la Tierra Croniana de Plutarco, refiere a un pasaje del diálogo De facie in orbe lunae (XCIC).

 

[13] Cf. el Glosario teosófico de Blavatsky, en especial las entradas “Heliolatría”, “Sol” y “Sol espiritual”. Relacionadas con el sacrificio presenciado o imaginado por Artaud en la Tarahumara, están las entradas “Toro” y “Culto del toro”, que establecen su naturaleza solar, aluden a sus sacrificios y lo vinculan a un poder generador, “poder de creación generatriz” con dimensiones solares: “El Toro servía para simbolizar el papel del macho en el acto de la generación. Para expresar que el sol se sucede a sí mismo en sus diversas fases, los egipcios decían que se engendra, y expresaban esta idea llamándolo fecundador (o toro) de su madre” (802). La leyenda de los magos orientales que adoran a Cristo tiene un lugar en el Viaje... de Artaud a la Sierra Tarahumara y aparece en el Glosario teosófico como otro símbolo solar (53).

 

[14] Un texto del Viaje al país de los tarahumaras se titula “Una raza-principio” y comienza así: “Con los tarahumaras se entra en un mundo terriblemente anacrónico que es un desafío a nuestra época. Yo me atrevería a decir que esto es tanto peor para nuestra época que no para los tarahumaras. Es así que, para emplear un término hoy en completo descrédito, los tarahumaras se dicen, se sienten, se creen una raza-principio, lo cual prueban en todas formas. En nuestro tiempo nadie sabe ya qué cosa es una raza-principio, y si yo no hubiese visto a los tarahumaras creería que esta expresión ocultaba un mito. Pero en esa sierra muchos grandes mitos antiguos se revisten de actualidad” (Artaud 285).

 

[15] En 1926 se fundaba, en la Francia de Artaud, la Société d’Études Atlantée-nes, la cual terminó dividiéndose en forma tan violenta que una de las facciones irrumpió en la sede de la otra “con bombas de gases lacrimógenos” (Ashe 21).

 

[16] A Artaud le fascinaba la idea del sacrificio humano. Vino a México a ser sacrificado. Lo cual se revela, creo, en esta declaración: “En este momento existe en Europa una inmensa fantasmagoría, una especie de alucinación colectiva con respecto a la revolución de México. Poco falta para que se vea a los actuales mexicanos, revestidos con los trajes de sus ancestros, haciendo realmente sacrificios al sol sobre las escaleras de la pirámide de Teotihuacán” (Artaud 142).

 

ensayo de Enrique Flores Esquivel

Instituto de Investigaciones Filológicas, UNAM

 

Publicado, originalmente, en: Literatura Mexicana Vol. 10, Núm. 1-2 (1999), pp. 187-224

Literatura Mexicana, es una publicación semestral editada por la Universidad Nacional Autónoma de México, a través del

Centro de Estudios Literarios del Instituto de Investigaciones Filológicas

Link del texto: https://revistas-filologicas.unam.mx/literatura-mexicana/index.php/lm/article/view/356

 

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