Semióticas del nombre: Identidad y anonimato en la obra de José Saramago

José Enrique Finol
Laboratorio de Investigaciones Semióticas y Antropológicas
Universidad del Zulia, Facultad Experimental de Ciencias. Maracaibo, Venezuela
joseenriquefinol@gmail.com

José Saramago

Resumen / Abstract

Los objetivos de la presente investigación son analizar e interpretar la organización semiótica del nombre propio en la obra de José Saramago, un tema recurrente en muchos de sus escritos, tanto de ficción como autobiográficos. Para ello se revisan las novelas, cuentos, diarios y escritos autobiográficos, así como algunas de sus intervenciones en foros y conferencias. Una vez hecho un inventario de las semióticas del nombre, tanto de su presencia como de su ausencia, se recurre, siguiendo la propia sugerencia de Saramago, al autor como fuente de interpretación, para, finalmente, proponer una hipótesis interpretativa que explique las diversas problemáticas de la identidad/anonimato a través de recursos antroponímicos. Dicha hipótesis se fundamenta en los cambios que el propio autor sufrió en la constitución de su identidad civil (nombre, fecha de nacimiento, etc.).

Palabras clave: Saramago, nombre, semióticas, identidad, anonimato.

This research aims at analysing and interpreting the semiotic organization of names of the characters in the works by José Saramago, a recurrent theme in many of his fictional and autobiographic writings. A revision of his novels, stories, journals and autobiographic writings has been conducted, as well as some of his participations in forums and conferences. Once an inventory of the semiotics of given names –regarding their presence and absence– has been completed, the research turns, following Saramago’s own suggestion, to the author as a source of interpretation. Finally, an interpretive hypothesis is offered to explain the diverse problematic of identity/anonymity through anthroponymic resources. This hypothesis follows the changes the author suffered in the constitution of his own civil identity.

Key words: Saramago, name, semiotics, identity, anonymity.

 

Introducción

Si (como el griego afirma en el Cratilo)
El nombre es arquetipo de la cosa,
En las letras de rosa está la rosa
Y todo el Nilo en la palabra Nilo.
Jorge Luis Borges
El Golem, de El otro, el mismo

El nombre propio constituye uno de los objetos culturales más poderosos en las culturas humanas. Usualmente implica un proceso de selección muy cuidadoso pues, en general, es para toda la vida y afecta normas legales que garantizan la identidad personal, familiar y social. Tiene, además, un componente estético, tanto en sí mismo como en la sintagmática en la que se inserta para acompañar el segundo nombre y los apellidos. Ello hace que en la elección de un nombre no solo se tome en cuenta el futuro del niño sino también la propia identidad familiar, grupal y social. En el caso de los padres, por ser quienes deciden el nombre, implica una responsabilidad que les acompañará por el resto de sus vidas e, incluso, de su memoria en el hijo y en el seno familiar.

Para la Semiótica los procesos de significación que se generan gracias a los nombres propios son de extrema importancia, pues identifican un campo en el cual operan ricos y variados procesos que implican mecanismos semánticos, sintácticos y pragmáticos de una gran complejidad. Se trata, además, de un fenómeno cuya universalidad revela un rasgo que define a las comunidades humanas y a sus esfuerzos de representación, identificación y pertenencia. 

Las semióticas del nombre

Quería yo decir entonces que,
viviendo rodeado de señales,
nosotros mismos somos un
sistema de señales.
José Saramago
José y Pilar (documental, 2006)

Las problemáticas del nombre han ocupado numerosos esfuerzos en Filosofía, Semiótica y Sociología. Los griegos (Platón, en el Cratilo, Aristóteles, en la Retórica) se interesaron por los problemas particulares del nombre propio y del nombre común, y algunos de ellos discutieron su carácter especial. Para Bertrand Russell, los nombres propios son “descripciones abreviadas” y por ello otorga mayor trascendencia indexical a los demostrativos.

En 1967, Barthes[1], en un artículo en homenaje a Román Jakobson, planteó el problema del nombre en la obra de Marcel Proust. Allí señalaba que el nombre propio “es un signo voluminoso, un signo lleno de un espesor denso de sentido, que ningún uso puede reducir, aplastar, contrariamente al nombre común que no produce sus sentidos sino gracias al sintagma” (Barthes 1972: 125). Es esta condición paradigmática la que hace particularmente poderoso al nombre propio, a lo que Lotman agregaba que “[e]s probable que la más aguda manifestación de la naturaleza humana sea el uso de los nombres propios” (1999: 52).

Para Peirce, los nombres propios, al igual que los demostrativos, son Subíndices o Hiposemas, pues denotan un vínculo real con los objetos que designan. En otra ocasión clasificará al nombre propio como Legisignos indexicales remáticos, pues se trata de un signo general, tienen un vínculo referencial con el objeto que designa y no es ni verdadero ni falso (Zelis 2012, en línea). En 1902, Peirce atribuye mayor fuerza indicial al pronombre que al nombre, lo que es válido para el nombre común pero no así para el nombre propio, cuya especificidad y capacidad referencial son mayores que la del nombre común y del pronombre, incluso si el nombre propio es repetible y, en consecuencia, designa personas diferentes.

Los nombres forman un capítulo fundamental en la constitución del capital simbólico (Bourdieu 1997) del individuo, la familia y la sociedad. En la constitución de ese capital simbólico, Bourdieu, además de la asignación de un nombre propio, incluye procesos de nominación[2], como la asociación entre el nombre y las instituciones escolares de prestigio (Harvard, La Sorbonne, MIT, etc.), una “nobleza de escuela que engloba a una parte importante de herederos de la antigua nobleza de sangre que han reconvertido sus títulos nobiliarios en títulos escolares” (1979: 37); y también la competencia del Estado para hacer nombramientos (appointings), acto mediante el cual se asigna a alguien para un cargo, “un acto muy misterioso que obedece a una lógica próxima a la de la magia” (1979: 113). Agrega que el nombre propio “es el certificado visible de la identidad de su portador a través de los tiempos y de los espacios sociales, el fundamento de la unidad de sus manifestaciones sucesivas y de la posibilidad socialmente reconocida de totalizar estas manifestaciones en unos registros oficiales” (1979: 79). 

El nombre propio como hipersigno

Para nosotros, el nombre propio constituye un hipersigno, entendido “como un campo de ex-tensiones e in-tensiones compuesto a su vez por signos subordinados a la totalidad del sistema” (Urbina 1992, en línea), pues es capaz de concitar, al mismo tiempo, una identidad personal absoluta y un conjunto de rasgos semánticos de carácter cultural. En cuanto a lo primero, el nombre propio actúa como la foto carné, cuya relación con el referente es unívoca, no por razones indexicales sino por relaciones de escasa polisemia, fijamente establecidas entre los códigos culturales y el referente. Ahora bien, mientras la fotografía guarda algunos rasgos de semejanza con el referente, aunque éstos sean mínimos y culturalmente afectados, rasgos que hemos aprendido a identificar gracias a una larga tradición de codificación y decodificación de imágenes visuales, el nombre, como signo verbal, se construye de manera absolutamente convencional, donde el peso semántico mayor se deriva de la tradición y, hoy, de los medios de difusión masiva que han prestigiado unos nombres sobre otros. En cuanto a lo segundo, el nombre propio forma parte de una tradición histórica, religiosa, política, que lo marca de manera definitiva. Si bien en Occidente el peso religioso fue uno de los elementos decisivos en la selección y uso de los nombres, esa influencia ha cedido paso, poco a poco, a otras alternativas, entre ellas, tal como ocurre en varios países latinoamericanos, con particular énfasis en Venezuela, la construcción de nombres combinando sílabas de los nombres de los progenitores, como Orlimar (Orlando + María), copia de nombres de artistas o dirigentes políticos, con frecuencia con marcado predominio de nombres en inglés, que llegan a extremos difíciles de creer como el de Usnavy (US Navy)[3]

José Saramago: una arqueología del nombre

En la obra literaria de Saramago encontramos una serie de juicios, análisis, comentarios y observaciones que podrían parecer aisladas si no se las reúne, clasifica e interpreta. Podría decirse que, como se verá, el autor tiene una militante conciencia semiótica; siempre está reflexionando sobre los signos y sus significaciones, tal como se ve en El año de la muerte de Ricardo Reis donde afirma: “Extrañas relaciones son éstas entre el hombre y los signos” (2002b: 587), lo que revela su profundo interés en los procesos de significación. En tal sentido, vistas las teorizaciones sobre el nombre propio, nos proponemos ahora hacer un inventario de esos juicios y analizar las problemáticas que ellos plantean. Se trata, sin duda, de un componente recurrente en la obra del escritor portugués, una temática que incluso da nombre a algunas de sus novelas (Ej., Todos los nombres, 1998). Luego del inventario y análisis propondremos una hipótesis interpretativa que explicaría el origen de tal recurrencia antroponímica.

En Manual de Pintura y Caligrafía (2007c. MPC, de ahora en adelante), donde Saramago discute largamente la identidad entre pintura y escritura, una actividad que denomina escripintar, el tema del nombre es planteado insistentemente. En primer lugar, los nombres de varios de los personajes son identificados con una sola letra (S, para el administrador de la empresa SPQR, M para una de sus amantes, cuyo hermano, sin embargo, se llama Antonio). El autor da una explicación:

No obstante, no lo disfrazo todo, porque SPQR son las verdaderas iniciales del nombre de la empresa de la que S. es señor. Mezclo el senado y el Pueblo Romano con este capitalismo (…) Tengo todavía una razón, una confusa razón, quizá un tortuoso artificio, para no escribir por extenso los nombres: en mi oficio (que es el de pintar) empezamos por aplicar los colores tal como vienen en los tubos, que tienen nombres fijados para siempre jamás. Pero al unirlos, en la paleta o en la tela, la mínima superposición los modifica, o la luz, y un color es el que era, más el color vecino, más la conjunción de los dos… (Saramago 2007c: 27).

Como puede verse, aquí Saramago plantea el problema de la sintagmática del nombre: así como los colores al unirse entre sí se modifican, también los nombres propios al unirse con los apellidos, los apodos y seudónimos adquieren nuevas dimensiones, nuevos sentidos que se derivan no solo de la historia de cada individuo sino también de la propia historia de ese particular nombre propio.

En segundo lugar, Saramago hace una extensa lista de posibles nombres (entre ellos su propio apellido) que comienzan con la inicial S que identifica a su personaje. Al contrario de lo que podría esperarse, los personajes importantes son los que se identifican con una sola letra: “Otras personas tendrán nombre aquí: no son importantes. De Adelina, por ejemplo, diré el nombre: solo duermo con ella: no la conozco ni deseo (conocerla)” (2007c: 29).

¿Por qué esa desemantización, esa reducción del nombre? ¿Por qué desnudar al personaje importante de su nombre? Una hipótesis preliminar es que, justamente, el autor no desea teñir semánticamente al personaje, pues desea identificarlo a través de sus descripciones y acciones, en lugar de marcarlo, desde el inicio, con un nombre que, quiérase o no, trae atadas connotaciones culturales. Para contrastar este recurso el autor recurre al opuesto: “Al volverme descubro a la secretaria Olga (así se llamará cuando diga su nombre)” (2007c: 36), un recurso donde agrega la profesión del personaje a su nombre propio y que mantiene a lo largo de la novela, aunque a veces, se diría, ese recurso le estorba: “La secretaria Olga (¿por qué me cuesta tanto separarle el nombre de la profesión?, ¿el nombre de la profesión?)” (2007c: 70).

En Levantado del suelo (2007e), el escritor recurre al saber común para mencionar de nuevo, con una suave ironía, el problema de las relaciones entre el nombre y la identidad: “Hay quien dice que sin el nombre que tenemos no sabríamos quiénes somos, es un dicho que parece perspicaz y filosófico” (2007e: 239). Esa ironía queda expresa unas líneas más abajo: “…este ciclista avanza tan en paz con su alma que bien se ve que no le afectan estas sutiles cuestiones de identidad, tanto de sí mismo como de los papeles” (2007e: 239).

En esta misma novela Saramago introduce un personaje que no es difícil identificar con su padre. Se trata de un guardia de nombre José Calmedo que, como José de Sousa, el padre de Saramago, renunciará, emigrará con su mujer y dos hijos y trabajará en la vida civil. Sin embargo, al hablar del guardia Calmedo, sin explicación alguna se refiere al apellido Sousa, en lugar del de Calmedo, y señala lo siguiente:

Es un hombre con historia, que desgraciadamente no puede relatarse aquí, salvo lo concerniente a su apellido, por ser relato breve y gracioso, e ilustrativo de la hermosura de los nombres y de la singularidad de su nacimiento, lo malo es nuestra mala memoria o nuestra escasa curiosidad que hace que no sepamos o hayamos olvidado que el apellido sousa quiere decir paloma torcaz, fíjense que hermosura y no esa trivialidad puesta en la partida de nacimiento (…). Pero lo bueno es cuando la hermosura de los nombres viene de forzar otros anteriores o de palabras dichas sin intención de nombre… (2007e: 265-66).

Este párrafo prefigura una explicación de la constante preocupación de Saramago por los nombres propios y por la identidad, pues anuncia la problemática del origen de su propio nombre y de los trastornos, como veremos, de su propia identidad. Pero, al mismo tiempo, muestra un nuevo aspecto de su concepción antroponímica: la estética del nombre. Según el texto citado, a menudo la hermosura de un nombre (en este caso de un apellido) se deriva de los orígenes y de su familiaridad con otros nombres anteriores.

En Memorial del convento (2001a), Saramago hace un planteamiento aparentemente contradictorio. Por un lado, al identificar a uno de los condenados a la hoguera por la Inquisición, y después de señalar los seis nombres completos por los que se le conoce, afirma que “quién sabe que otros nombres tendrá y todos verdaderos porque debería ser un derecho de hombre elegir su propio nombre y cambiarlo cien veces por día, que un nombre no es nada” (2001a: 63. Destacados nuestros), una afirmación que, en su constante crítica a las religiones[4], repite en Historia del cerco de Lisboa: “Un nombre no es nada, la prueba podemos encontrarla en Alá que, a pesar de los noventa y nueve que tiene, no ha conseguido ser más que Dios” (2003d: 312). Aquí, como se ve, Saramago plantea, a) que hay más de un nombre verdadero; b) que debe ser derecho del afectado y no de sus padres el elegir el nombre; y c) que, finalmente, “un nombre no es nada”, lo que implica una descalificación, una reducción o minimización del nombre propio, como si ello, al fin, le permitiese aceptar su propio cambio de nombre.

Pero por otro lado, como un homenaje, político e ideológico, a los miserables hombres obligados a sacrificar sus vidas en la construcción de un convento, Saramago quiere dejar un testimonio: “dejemos al menos aquí escritos sus nombres, ésa es nuestra obligación, solo para eso escribimos, para hacerles inmortales” (2001a: 321); y agrega inmediatamente una lista de 24 nombres, uno por cada una de las letras del alfabeto, “para que queden aquí todos representados” (2001a: 321). Este mismo recurso, propio de una isotopía política, lo repite en Historia del cerco de Lisboa, donde también quiere solidarizarse con las mujeres pobres: “Por muy poco que valga un nombre estas mujeres lo tienen también, aparte del general de putas con que las conocen” (2003d: 313); e inmediatamente va mencionando, uno por uno, los nombres de las mujeres, varios de los cuales comenta, para finalmente agregar que “da ganas de sacarlas de la vida (de prostitución) y llevárselas a casa (…) para intentar saber qué secreto liga la persona al nombre que tiene, incluso cuando ella parece todavía menos que él” (2003d: 313. Destacados nuestros).

De modo que, aunque “un nombre no es nada”, como ha dicho 258 páginas atrás, es, finalmente, el nombre lo que simboliza, representa e identifica, de manera eficaz, al hombre, ya no solo al individuo particular sino al ser humano universal. A pesar, pues, de lo deleznable que el nombre pueda parecer, su eficacia simbólica lo convierte en un instrumento semiótico que el autor no puede ignorar, lo que más adelante confirma cuando se trata de identificar al hombre y ya no al niño: “No ha llegado aún Gabriel, imagínense, hace tantos años que conocemos al mozo y hasta ahora no sabíamos su nombre, tuvo que esperar a hacerse hombre para que lo supiéramos” (2003d: 367).

Finalmente es importante notar que también en esta novela, en lo que pareciera ser una suerte de homenaje a los pobres y desamparados que sufren la construcción del convento, Saramago escribe sus nombres con letra inicial mayúscula (Sietesoles, Blimunda, Baltasar), a diferencia de lo que hace en varias de sus otras novelas donde los nombres los escribe con minúscula y reserva la mayúscula para indicar cuando habla otro de los personajes o cuando se inicia un párrafo. También en Levantado del suelo los pobres campesinos tendrán escritos sus nombres con mayúscula (Antonio Maltiempo, Gracinda, Manuel Espada, etc.). Se trata de una expresión política, ideológica, de su identificación y solidaridad personal con los pobres.

En El año de la muerte de Ricardo Reis (2002b), Saramago señala “la vaguedad de esas curiosas palabras que son nombres, las más vacías palabras si no les metemos dentro un ser humano” (2002b: 545). Ya antes, al hablar de la plaza de provincias como lugar de encuentro y comunicación, había señalado que esos espacios están allí para que “los nombres no sean palabras muertas sino que se peguen a rostros vivos” (2003a: 115). Aquí, como vemos, se introduce el tema del nombre como identidad, pues el nombre está vacío si no hay “dentro” de él un ser humano particular. Pero en la misma novela el escritor señala que a pesar de que tenga el mismo nombre el ser humano cambia: “Es que la gente nunca se da cuenta de que quien acaba una cosa nunca es aquel que la empezó, aunque ambos tengan nombre igual, que es solo eso lo que se mantiene constante, nada más” (2002b: 68). Este juicio lo ha expuesto ya en MPC, donde afirma que “darle nombre (a un hombre) es fijarlo en un instante de su transcurso, inmovilizarlo, quizá en desequilibrio, darlo desfigurado” (2007c: 28). Así, pues, la identidad que el nombre sostiene es una identidad ilusoria, cambiante, efímera.

En La balsa de piedra (2001b) Saramago atribuye al nombre, junto con la vista, la capacidad de hacer existir las cosas: “En definitiva, tiene entera razón Roque Lozano, que para que las cosas existan son necesarias dos condiciones, que el hombre las vea y que les ponga nombre” (2001b: 100). Se trata de una nueva dimensión en la que la nominalidad es anterior a la de la identidad, pues la existencia biológica es anterior a ésta. Sin embargo, desde el punto de vista semiótico, tal como lo señala Saramago, la existencia cultural y social es dada por el cuerpo, con su simple estar en el mundo, pero verbalizada en y gracias al nombre.

Historia del cerco de Lisboa (2003d) es una de las novelas donde Saramago expresa con mayor frecuencia su interés literario en el nombre propio. En numerosos lugares se refiere a esa temática y en ocasiones la desarrolla de tal modo que es imposible no advertirla. Ya en la página 31 aparece explícita esa preocupación: “El corrector tiene nombre, se llama Raimundo (…) si es que nombre y apellidos han podido añadir alguna vez provecho que se viera a las acostumbradas referencias sinalécticas y otros diseños, edad, altura, peso, tipo morfológico, tono de la piel, color de ojos y de cabellos…” (2003d: 31). Inmediatamente el narrador[5] se apresura a explicar cuál es el apellido de ese corrector, “aquel que más se estima, en este caso Silva, nombre completo Raimundo Silva”; para luego extenderse en el segundo nombre, “que (a Raimundo) no le gusta” pero que al narrador le parece que “debería apreciar por encima de todo lo demás el llamarse Bienvenido, que precisamente dice lo que quiere decir, bienvenido a la vida, hijo mío, pues no señor, no le gusta el nombre” (2003d: 31). Acto seguido nos dice que los padres de Raimundo, esperando de los bienes de la madrina “alguna parte para el futuro del hijo”, “faltando a la costumbre que mandaba dar al niño solo el nombre del padrino, se añadió al nombre de la paraninfa, pasado a masculino” (2003d: 32). El texto también plantea el problema estético del nombre:

En Raimundo Bienvenido Silva, los motivos, que en momento alguno de su vida habían sido de rencorosa frustración, son hoy, unos, meramente estéticos, por no sonarle bien la vecindad de los dos gerundios, y los otros, por así decirlo, éticos y ontológicos, porque (…) solo una ironía muy negra pretendería hacer creer que alguien es realmente bienvenido a este mundo (2003d: 32).

Luego, a partir de un encuentro desagradable con la nueva supervisora de los correctores, Raimundo Bienvenido Silva tiene que lidiar, intensamente, con el hecho de que no conoce su nombre: “Cómo se llamará”, se pregunta un par de veces, y no encuentra otro recurso que buscar su nombre en la columna de la sección onomástica del Vocabulario de José Pedro Machado, que comienza con el antropónimo Aala, hasta quedarse dormido en la letra M, justo “con el dedo sobre el nombre de María” (2003d: 105), lo que confirma que, como dice el narrador, “cada palabra es un peligroso aprendiz de brujo” (1989: 108); o, quizás, que “las palabras andan ideológicamente desorientadas” (2003d: 191), una desorientación que seguramente se debe a que “ya recorrieron millones de páginas y de bocas antes de que llegara nuestro turno de utilizarlas, palabras cansadas, exhaustas de tanto pasar de mano en mano y dejar en cada una parte de su sustancia vital” (2003d: 255). O tal vez el nombre María tiene su propia eficacia, su alto nivel jerárquico: “Las palabras también tienen su jerarquía, su protocolo, sus títulos de nobleza, sus estigmas plebeyos” (2006: 237).

Más tarde, el narrador de la novela se preocupa por las injusticias que se cometen al cambiarle e, incluso, desfigurar el nombre de los hombres. Un caso así se presenta en Historia del cerco de Lisboa con un soldado a quien “habrá que reconocerle un nombre, que lo tiene, (...) pero el problema está en que tendremos que escoger entre el que él supone que es suyo, Mogueime, y el que le darán más tarde, Moigema será (…), esta cuestión de los nombres no se debe tomar como insignificante” (2003d: 201). De hecho, el narrador toma no solo esos dos nombres del soldado sino que unas páginas más adelante agrega un tercero: Mogueime, Moqueime o Moigema. Como si garantizar su identificación, aun en su variedad, fuese una responsabilidad crucial para quien narra.

La constante preocupación por el nombre evidencia los conflictos entre la palabra y el referente, entre ese nombre y lo que designa:

…cierto es que los nombres son importantes, pero solo llegan a serlo después de conocerlos, antes de eso una persona no es sino una persona, y basta (…) Y si, en fin, acabamos sabiendo cómo se llama, lo más seguro es que del nombre conjunto nos limitemos a escoger o recibir, como más precisa identificación, solo una parte de él, lo que prueba que, siendo el nombre importante, no todo él tiene la misma importancia, que Einstein se llamara Alberto nos es relativamente indiferente, como tampoco nos pesa no saber qué otros nombres tenía Homero (2003d: 206-207).

El Evangelio según Jesucristo (2005) es la única novela, entre las leídas para esta investigación, donde Saramago no menciona el tema del nombre. Su enorme esfuerzo literario está dirigido allí a mostrar la humanidad de Jesús y los errores que Dios ha cometido con los hombres. Se trata de una visión sobre la historia de Jesús en la que el marco de la cultura y las tradiciones judías dan nueva luz a la vida de Jesús como hombre, esposo y padre. Como ser humano.

En Ensayo sobre la ceguera (2004b) ninguno de los personajes tiene nombre[6] y para identificarlos el narrador los denomina “el médico”, “la mujer del médico”, “el viejo de la venda negra”, “la chica de las gafas oscuras”, etc. Aquí Saramago relaciona la posibilidad de vernos con la existencia misma, con la capacidad de ser, pues en la medida en que la ceguera nos extraña del mundo iniciamos nuestro camino hacia la muerte y, en consecuencia, dejamos de existir, una inexistencia que se confirma en la escasa importancia que, entonces, adquieren los nombres: “Tan lejos estamos del mundo que pronto empezaremos a no saber quiénes somos, ni siquiera se nos ha ocurrido preguntarnos nuestros nombres, y para qué, ningún perro reconoce a otro perro por el nombre que le pusieron” (2004b: 84. Destacados nuestros); lo que confirma tres páginas más adelante: “No ha dicho cómo se llama, seguro que sabe que eso aquí no tiene importancia” (2004b: 87). Y, finalmente, desplaza la identificación nominal hacia la identidad vocal: “los ciegos no necesitan nombre, yo soy esta voz que tengo” (2004b: 388). 

Todos los nombres: una alegoría del mundo

Todos los nombres (1998) es la novela de la que Saramago habla con más frecuencia en sus diarios. No solo registra en sus cuadernos el día en que la idea principal del relato se le ocurrió sino también que éste se originó en la búsqueda de información sobre la muerte de su hermano Francisco, describe el plan de trabajo y el proceso de escribir los primeros párrafos. Más aún, discute, incluso en sus notas, el problema del nombre:

Otra vez la cuestión de los nombres. A primera vista, contrastando con el Ensayo, donde ningún personaje tiene nombre, aquí, con este título, se supone que deberían aparecer todos los nombres, que debería existir incluso la preocupación de hacerlos sobresalir, de jugar con ellos. Simplemente, eso me repugna. El nombre de la persona es demasiado intrigante para ser trivializado (2002a: 288).

El 2 de julio de 1997, Saramago terminó de escribir Todos los nombres, la que Pilar, su esposa, cree que es la mejor de sus novelas. Desde el epígrafe Saramago muestra su preocupación por el nombre: “Conoces el nombre que te dieron, / no conoces el nombre que tienes. Libro de las Evidencias” (1998: 9). A pesar de llamarse Todos los nombres, solo el personaje principal tiene nombre propio, José, precedido por un título, don, pero aunque este personaje tiene apellidos el autor nunca nos los dice: “Además del nombre propio de José, don José también tiene apellidos, de los más corrientes, sin extravagancias onomásticas, uno por parte de padre, otro por parte de madre” (1998: 19). Saramago nos explica que a este personaje no le sirve de nada dar sus apellidos lo que, probablemente, “se desprende de la insignificancia del personaje” (1998: 19).

En esta novela, de kafkianos tonos parabólicos, Saramago confronta sistemáticamente las múltiples problemáticas onomásticas con las de la existencia misma. Si tal como hemos sostenido en otra parte (Finol 2013), la Conservaduría General del Registro Civil es una metáfora del laberinto y éste del mundo, en Todos los nombres, Saramago construye una elaborada alegoría del universo, de los seres humanos y sus nombres y, como un recurso antitético, lo hace dejando sin nombre a todos los personajes, excepto a un don José transformado en el Teseo liberador de la anonimia y la insignificancia, para lo cual elabora una historia destinada a rescatar a “la mujer desconocida”, “la profesora de matemáticas”, de su muerte física, para darle una vida simbólica, en ocasiones mucho más poderosa que la primera.

La Conservaduría General al igual que el Cementerio General tienen como divisa “Todos los nombres”, aunque en la primera “todos los nombres efectivamente se encuentran, tanto los de los muertos como los de los vivos, mientras que el Cementerio, por su propia naturaleza de último destino y último depósito, tendrá que contentarse siempre con los nombres de los finados” (1998: 251). A pesar, pues, de que estamos ante un relato que se desarrolla en el depósito universal de los nombres, ninguno de sus personajes los tiene, y por ello, para mencionarlos, el autor recurre bien sea a nombres comunes, como “la señora del entresuelo derecha”, “el director”, “los escribientes”, “la madre”, etc., bien sea a denominaciones como “Fulano de Tal”, “Beltrano de Tal”, “Zutana de Tal”, etc.

Si, como dice Herrera, “una de las funciones de la literatura es encontrar otros registros” (2013: PL3), en Todos los nombres el autor construye una alegoría de lo humano que no se limita al nombre, un nuevo registro, una nueva percepción, en la que los límites entre la vida y la muerte no son definitivos ni insalvables sino que la existencia se prolonga, no en una vida celestial o divina, en la que el propio Saramago no cree, sino en los otros, en el recuerdo, como acto, y en la memoria, como presencia compartida. Esa memoria está expresada así:

Aquí vivió una mujer que se suicidó por motivos desconocidos, que había estado casada y se divorció, que podría haber vuelto a vivir con los padres después del divorcio, pero que prefirió continuar sola, una mujer que como todas fue niña y muchacha, que ya en ese tiempo, de una cierta indefinible manera, era la mujer que llegó a ser, una profesora de matemáticas que tuvo su nombre de viva en el Registro Civil junto a los nombres de todas las personas vivas de esta ciudad, una mujer cuyo nombre de muerta volvió al mundo vivo porque este don José fue a rescatarlo al mundo de los muertos, apenas el nombre, no a ella, que no podía un escribiente tanto (1998: 313. Destacado nuestro).

Si en Todos los nombres el mundo es un caos laberíntico (Finol 2013), un caos geométrico, ordenado, en el que incluso los nombres colocados en las tumbas del Cementerio General no corresponden a las personas efectivamente enterradas en ellas (cf. pág. 269-281), es necesario encontrar un sentido a la vida que vaya más allá de su mero significado[7]. Se trata de un esfuerzo por encontrar y construir un nuevo registro del mundo, por darle sentido al mundo a pesar de que “Nada en el mundo tiene sentido”[8] (1998: 317), y la construcción de esa nueva significación Saramago la hace gracias a una enorme metáfora –“la metáfora es siempre la mejor formas de explicar las cosas” (1998: 309)–, gracias a una compleja alegoría en la que el ser, el mundo y el nombre se reconcilian en la vida, en la que un insignificante personaje, don José, recupera para la vida a un ser igualmente insignificante y anónimo, una profesora de matemáticas que se ha suicidado y cuya ficha en la Conservaduría General, por azar, llega hasta este escribiente que, paradójicamente, coleccionaba noticias de personajes famosos. 

La Caverna, El hombre duplicado y Ensayo sobre la lucidez

La Caverna (2007b) es otra de las novelas donde desde el primer párrafo el narrador comienza por identificar a los personajes: “El hombre que conduce la camioneta se llama Cipriano Algor (…) El hombre que está sentado a su lado es el yerno, se llama Marcial Gacho (…) Como ya se habrá reparado, tanto uno como otro llevan pegados al nombre propio unos apellidos insólitos cuyo origen, significado y motivo desconocen” (2007b: 9). Inmediatamente el narrador pasa a explicar el significado de cada apellido. Aquí, incluso, como en el caso de Cerbero en La balsa de piedra, se da nombre al perro de Cipriano Algor, se llama Encontrado, porque en efecto fue encontrado por casualidad, extraviado como estaba; se trata de un perro que después de ver a su amo espera ser llamado por su nombre para acercarse a él: “El perro ya había levantado la cabeza al verlo, y ahora, escuchado finalmente el nombre por el que esperaba, salió de la caseta de cuerpo entero” (2007b: 64-63). Así, el narrador nos introduce en el tema de la identificación animal y de la relación de éste con Cipriano Algor, quien, después de encontrarlo, lo primero que hace es darle nombre: “No sé qué nombre tenías antes, a partir de ahora tu nombre es Encontrado” (2007b: 63).

Luego el narrador plantea la dependencia entre hombre y mujer que los nombres simbolizan, particularmente cuando Cipriano Algor “se encontró pensando en Isaura Estudiosa, en ella en persona, pero también en el nombre que usa, que no se entiende por qué tendremos que seguir llamándola Estudiosa, si ese Estudioso le vino del marido, y él está muerto” (2007b: 142). Para romper esa dependencia, Cipriano Algor necesita conocer el apellido de soltera de Isaura: “En la primera ocasión, pensó el alfarero, no me olvidaré de preguntarle cuál es su apellido, el suyo propio, el de origen, el familiar” (2007b: 142). Luego de pensar tanto en Isaura Estudiosa, Cipriano Algor comienza un juego de palabras que consiste en repetir, variando el orden, los nombres de Marta, Marcial, Isaura y Encontrado, a los que, finalmente, agrega su propio nombre. Vemos aquí, una vez más, un esfuerzo onomástico del autor para, por un lado, dar contornos específicos a sus personajes, y, por el otro, para explicar las vinculaciones y asociaciones que los nombres tienen, lo que le permite crear un micro-universo en el que la nominación establece sentidos particulares.

El hombre duplicado (2007a) es un caso curioso de discursividad antroponímica, pues Saramago desde la primera página introduce, con una fuerza semiótica extraordinaria, la problemática del nombre, pero ya no de la identidad sino de la diferencia, ya no de la belleza sino de la fealdad. En efecto, la novela comienza diciendo:

El hombre que acaba de entrar en la tienda para alquilar una película tiene en su documento de identidad un nombre nada corriente, de cierto sabor clásico que el tiempo ha transformado en vetusto, nada menos que Tertuliano Máximo Afonso. El Máximo y el Afonso, de uso más común, todavía consigue admitirlos (…) pero el Tertuliano le pesa como una losa desde el primer día en que comprendió que el maldito nombre podía ser pronunciado con una ironía casi ofensiva (2007a: 11).

Es por esa “pesadez” nominal, que el empleado de la tienda inmediatamente percibe y de la cual se ha reído en este primer encuentro, que en el siguiente, al dirigirse a Tertuliano Máximo Afonso, lo llama por los apellidos, “los cuales, siendo también nombres propios, tal vez lograsen, a partir de ahora, en su espíritu, empujar hacia la sombra el nombre auténtico, el nombre verdadero, el que en una mala hora le provocó ganas de reír” (2007a:59).

Aquí la fuerza semiótica nominal se deriva no solo del nombre, Tertuliano, sino también de su formato triple y, principalmente, del hecho de que el escritor cada vez que se refiere al personaje, y son muchas pues es el principal, lo denomina con sus tres nombres completos. Saramago incluso utiliza un recurso de intertextualidad propia, pues inmediatamente después de mencionarlo lo compara con los personajes de cuatro de sus propias novelas, “todos pertenecientes, por casualidad o coincidencia, al sexo masculino, aunque ninguno tenía la desgracia de llamarse Tertuliano” (2007a:12).

Asimismo, el personaje, en un diálogo imaginario con un actor de cine que resulta ser su idéntico doble, después de dar su propio nombre le pregunta al actor cuál es el suyo, pues “si dos personas iguales se encuentran, lo natural es querer saber todo una de la otra, y el nombre es siempre lo primero porque imaginamos que ésa es la puerta por donde se entra” (2007a: 29. Destacados nuestros).

Ahora bien, mientras en MPC, como vimos, Saramago da nombres a quienes no son personajes importantes y una sola letra a los principales, en El hombre duplicado usa el procedimiento inverso y así el personaje principal se llamará, como se ha dicho, Tertuliano Máximo Afonso, mientras que otros personajes, como la esposa de Tertuliano, ni siquiera le pone una letra identificatoria: “Las probabilidades de que esta (…) atractiva persona venga a tener un papel en la historia que estamos narrando son infelizmente muy reducidas, por no decir inexistentes (…) Ésta es la razón por la que no consideramos necesario ponerle un nombre” (2007a: 76). Un recurso que repite en Historia del cerco de Lisboa: “… y adonde de vez en cuando asiste, aunque trabajando, una mujer de quien tal vez nunca sea necesario conocer el nombre completo” (2003d: 97).

Finalmente, en esta novela Saramago plantea dos temáticas novedosas. En primer lugar, la del nombre como máscara: “Ahí, mi nombre no ha sido más que una máscara, la máscara de tu nombre, la máscara de ti” (2007a: 198), una afirmación hecha por María Paz, la novia de Tertuliano, cuando éste hace que le envíen información pero usando el nombre de ella. En este proceso de enmascaramiento onomástico para enmascarar a una persona, Saramago plantea la vacuidad del nombre y la sustitución del hombre, lo que viene a contradecir, como en otras ocasiones, la presunta relación identitaria entre el primero y el segundo.

La segunda temática es aquella que se plantea cuando se utilizan dos nombres para denominar a dos personas que, sin embargo, son idénticas. En efecto, el gemelo idéntico de Tertuliano no tiene un nombre igual al de él sino dos nombres diferentes: Daniel Santa-Clara, su nombre artístico, y Antonio Claro, su nombre legal. Este esfuerzo onomástico revelaría, una vez más, el intento de des-identificar la relación nombre-hombre o, mejor, nombre-nombrado.

En Ensayo sobre la lucidez (2004a) ninguno de los personajes tiene nombre, una ausencia que ya habíamos visto en Ensayo sobre la ceguera (2004b). No es esta la única coincidencia entre ambas novelas, pues en la primera aparece el mismo personaje, la mujer del médico, única en haber conservado la vista en la ceguera generalizada que se cuenta en la segunda. El único nombre que encontramos, sin embargo, aparece en las páginas finales cuando el autor juega con una confusión de uno de los personajes para introducir un nombre que en realidad no pertenece a nadie sino a una compañía:

Siendo así, haga el favor de anunciarme, recuerde, la firma providencial, s.a., seguros & reaseguros, Me dice su nombre, Providencial bastará, Ah, comprendo, la firma tiene su nombre, Exactamente. El recepcionista hizo la llamada, explicó el caso y dijo, tras haber colgado el teléfono, Ya vienen a buscarlo, señor Providencial (2004a: 387).

En esta novela, la única excepción a la carencia de nombres es cuando se mencionan figuras mitológicas, como Jano, el historiador griego Jenofonte o famosos detectives, como Maigret o Sherlock Holmes.

La ausencia de nombres en Ensayo sobre la lucidez parecería indicar una cierta igualdad democrática, horizontal, de los habitantes de la capital de un país que no se menciona, puesto que la novela nos cuenta la subversión silenciosa de un setenta por ciento de los votantes que deciden votar en blanco, lo cual, como era de esperarse, crea una crisis política de grandes proporciones. Al no utilizar nombres, Saramago apela a la igualdad de seres políticos que son los ciudadanos y, en el mejor de los casos, se limita a identificar a los personajes por las funciones que cumplen (primer ministro, ministro del interior, médico, mujer del médico, etc.). 

Las intermitencias de la muerte, El viaje del elefante y Caín

Las intermitencias de la muerte (2006) es la segunda novela donde Saramago no trata, explícitamente, los problemas onomásticos de sus personajes y, al igual que en Ensayo sobre la ceguera y Ensayo sobre la lucidez, no da nombre a ninguno de los personajes. Pero aun esta ausencia es significativa: la carencia absoluta de nombres es también, en cierto modo, la igualdad humana ante la muerte, convertida en personaje femenino principal de esta novela.

Pero en El viaje del elefante (2008) el autor plantea la relación entre el poder político y el nombre, y también el de la relación de los nombres con la cultura donde se originan o se usan. Después de que el cornaca hindú conduce, desde Lisboa hasta Viena, el elefante que el rey Juan III le envía como regalo a su primo Maximiliano, archiduque de Austria, éste decide cambiarle el nombre tanto al elefante, conocido hasta entonces como Salomón, como al propio cornaca, conocido como Subhro. El primero pasará a llamarse Solimán y el segundo Fritz:

Cómo te llamas (…) Mi nombre es subhro, Sub, qué, Subhro, mi señor, ése es mi nombre, Y significa algo ese tu nombre, Significa blanco, mi señor, En qué lengua, En bengalí, mi señor (…) Te gusta tu nombre, No lo elegí, fue el nombre que me dieron, mi señor, Escogerías otro, si pudieras, No lo sé, mi señor, nunca he pensado en eso (…) Entonces el archiduque maximiliano dijo, Tu nombre es trabajoso de pronunciar (…) pasarás a llamarte fritz, Fritz, repitió con voz dolorosa subhro (…) Yo preferiría seguir con mi nombre de siempre. Ya lo he decidido, y quedas avisado de que me enfadaré contigo si vuelves a pedírmelo, métete en la cabeza que tu nombre es fritz y ningún otro (2008: 158-59).

Más adelante, entristecido, el cornaca se lamentará: “Fuimos subhro y salomón, ahora seremos fritz y solimán. No se dirigía a nadie en particular, se lo decía a sí mismo, sabiendo que estos nombres nada significan, incluso habiendo venido a ocupar el lugar de otros que sí tenían significado. Nací para ser subhro, y no fritz, pensó” (2008: 160).

Sin duda, Saramago utiliza esta larga escena para ironizar sobre la injusticia del dominio sin límites, la de aquellos que, prevalidos de poder, pueden determinar ya no solo la vida de un hombre sino, incluso, su propio nombre. La ironía es más eficaz si se toma en cuenta que el archiduque cambia, también, el nombre del animal. A diferencia de Cipriano Algor, que da un nombre al perro que encuentra, Encontrado, porque no conoce el que pueda tener, el archiduque le quita los que tienen al cornaca y al elefante y les da otros que pertenecen a su dominio cultural.

En Caín (2010), Saramago no plantea el problema del nombre propio sino excepcionalmente, para explicarnos que éste se deriva de la diferencia, de la existencia del otro. En efecto, cuando Caín se encuentra con quienes venían de fracasar en la construcción de la torre de Babel, todos hablando lenguas diferentes, les pregunta cómo se llamaba el idioma común que todos hablaban antes de que Dios confundiese sus lenguas, a lo que ellos responden: “Como era la única (lengua) que había no necesitaba tener un nombre, era la lengua, nada más” (2010: 95).

También en la colección de cuentos titulada Casi un objeto (2003c) Saramago omite nombres, excepto los de personajes de películas como Tom Mix, Chaplin o Buck Jones, que aparecen en el cuento Silla. Sin embargo, en el último cuento, titulado El cuento de la isla desconocida, Saramago hace que los personajes den nombre al bote que les ha regalado el rey: La isla desconocida

Quien retrata, a sí mismo
se retrata. Pero ¿también se
escribirá a sí mismo quien escribe?
José Saramago
Manual de pintura y caligrafía

Un cambio de nombre

¿De dónde nace esta preocupación, obsesiva casi, que Saramago muestra por los nombres, tanto en su presencia como en su ausencia, a lo largo de casi todas sus novelas, cuentos y textos biográficos? Para responder a esta interrogante y verificar que un “manuscrito es algo más que una montaña de letras, lleva un ser humano dentro” (del Río 2012: 12), decidimos seguir el consejo del propio Saramago: “Por mi parte, me limitaría a proponer (…) que regresemos rápidamente al Autor, a la concreta figura de hombre o de mujer que está detrás de los libros (…) para que nos digan quiénes son” (2001: 124-25); o, dicho de otro modo: “Tal y como lo entiendo, la novela es una máscara que esconde y al mismo tiempo revela los trazos del novelista. Probablemente, el lector no lee la novela, lee al novelista” (2002: 203); siguiendo, repetimos, esos consejos, creemos que la respuesta parece estar en sus propios textos biográficos, particularmente en Las pequeñas memorias (2007d), donde cuenta la historia sobre cómo vino a recibir como apellido lo que era el apodo de su padre, y cómo este, más tarde, tuvo que cambiar su identidad e incorporar ese apodo como apellido propio, lo que llevó al escritor a afirmar: “Supongo que habrá sido éste el único caso, en la historia de la humanidad, en que el hijo le dio nombre al padre” (2007d: 57).

La falsificación onomástica se produjo cuando el padre de Saramago fue a inscribirlo en el registro civil de Golegá, la aldea portuguesa donde entonces vivían, y un funcionario llamado Silvino, bajo los efectos del alcohol y sin que nadie se diese cuenta, “decidió por su cuenta y riesgo, añadir el Saramago (“apodo por el que era conocida la familia en la aldea”[9]) al lacónico José de Sousa que mi padre pretendía que llevara” (2007d: 56). Ese “fraude onomástico” no se descubrirá sino siete años después, cuando ya la familia vivía en Lisboa:

Entré en la vida marcado con este apellido de Saramago sin que la familia lo sospechase, y solo a los siete años, al matricularme en la instrucción primaria, y siendo necesario presentar partida de nacimiento, la verdad salió desnuda del pozo burocrático, con gran indignación de mi padre, a quien, desde que se mudó a Lisboa, el apodo le disgustaba mucho (2007d: 56).

Esa temática del cambio del nombre está plasmada en Manual de pintura y caligrafía, donde, usando un recurso de intertextualidad, Saramago copia los primeros párrafos de Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe, en los cuales el narrador, en tono autobiográfico, señala cómo su verdadero nombre, Robinson Kreutznaer, fue cambiado a Crusoe “debido a las habituales corruptelas de palabras en Inglaterra”.

En similar dirección, es posible interpretar la conclusión final de la discusión planteada, en la misma novela, en torno al retratarse o escribirse a sí mismo, cuando se hace un retrato o se escribe: “Ojalá no muera en el camino, como siempre acontece a quien, vivo, no encuentra lo que busca. A quien erradamente tomó el camino –y el nombre” (2007c: 85. Destacado nuestro).

Ese problema de la identidad se extiende también a su hermano Francisco, muerto en la primavera de 1924, a los cuatro años, a causa de una bronconeumonía. En efecto, en el registro civil de Golegá no aparece constancia de que Francisco haya muerto y en el hospital donde murió, Instituto Bacteriológico Câmara Pestana, no aparece constancia de que ese niño hubiese estado hospitalizado allí alguna vez. No es sino en el Cementerio de Benfica donde aparece registrado que Francisco murió el 22 de diciembre y fue enterrado allí el 24 de ese mismo mes. Es esa experiencia con los registros civiles la que originará la novela Todos los nombres, donde, justamente, solo uno de los personajes tiene nombre, ¿casualmente?, José. En Cuadernos de Lanzarote (2002a), en la entrada del 21 de septiembre de 1996, Saramago confiesa que esa novela “no llegaría a existir (suponiendo que la escriba) si el óbito de Francisco de Sousa hubiera sido registrado en la Conservaduría de Golegá, como debería…” (2002a: 231). Escribirá las primeras frases de esa novela el 24 de octubre de 1996.

Pero a esa problemática identitaria viene a agregarse la de la fecha de su propio nacimiento, también erróneamente señalada en su partida de nacimiento: “Como si no tuviéramos suficiente con el delicado problema de identidad suscitado por el apellido, otro vendrá a juntársele, el del día del nacimiento” (2007d: 60). La partida de nacimiento señala que Saramago nació el 18 de noviembre de 1922 y no el 16 como en efecto ocurrió. 

Conclusiones

Pensaba que el poeta es aquel hombre
Que, como el rojo Adán del Paraíso,
Impone a cada cosa su preciso
Y verdadero y no sabido nombre.
Jorge Luis Borges
La Luna, del poemario El Hacedor

Nunca se insistirá bastante en la densidad y eficacia simbólica del nombre en las diferentes culturas humanas, densidad y eficacia que Saramago a menudo muestra a través de un recurso semiótico de inversión: no por la presencia de nombres sino, por el contrario, por su ausencia, tal como ocurre, entre otras obras, en Todos los nombres, Ensayo sobre la ceguera, Intermitencias de la muerte y Ensayo sobre la lucidez. Saramago está consciente de la importancia del nombre[10] porque, como él mismo afirma, “ésa es la puerta por donde se entra”; pero también porque para el escritor portugués la indagación, casi arqueológica, sobre el nombre es una búsqueda, casi obsesiva, del hombre mismo: “Antes yo decía: ‘Escribo porque no quiero morir’. Pero ahora cambié. Escribo para comprender qué es un ser humano”.

Saramago, como el poeta de Borges, construye las identidades de sus personajes, individuales o colectivos, gracias a recursos onomásticos que los caracterizan de modo definitivo, con un nombre “verdadero y no sabido”, pero que, en sus ausencias, logran significar una definitiva presencia que forma parte de alegorías elaboradas para re-significar el mundo, el ser humano, la vida y la muerte. Aunque pareciese contradictorio, la ausencia de nombres, su sustitución por letras iniciales o el uso de apodos no buscan disminuir la identidad de los personajes, su importancia personal o su condición humana; buscan darle una dimensión universal en la que el ser humano sea reconocido por sí mismo y no ignorado o escondido en el anonimato y en el caos del mundo. Es curioso, sin embargo, que en su segunda novela, terminada en 1953 pero solo publicada en 2011, un año después de su muerte, el autor utiliza nombres para todos sus personajes. Es una novela que si bien prefigura su universo narrativo no problematiza las estructuras de nominación y denominación y está escrita con una técnica narrativa tradicional.

Sin duda, la propia experiencia vital de Saramago y de su familia emerge en las estrategias discursivas de muchas de sus novelas, en particular de Todos los nombres, donde los errores cometidos con la construcción de su propia identidad personal, nombre y fecha de nacimiento, y la ausencia de registros de la muerte de su hermano Francisco, sirven de base para la organización de alegorías sobre la identidad general de lo humano. 

NOTAS

[1] Es irónico que en este trabajo nos apoyemos en Barthes, cuando sabemos que Saramago afirmaba en 2001: “Debo ser el único escritor del mundo a quien Roland Barthes nunca cautivó y se atreve a decirlo…” (116).

[2] Para los lingüistas, el acto de nominación es “un proceso de producción de sentido puesto en juego en el momento de la actualización de un nombre, mientras que la denominación es el resultado de ese acto” (Laurent y Rangel Vicente, 2007: 69).

[3] Ver al respecto el reportaje de BBC Mundo.com del sábado, 15 de septiembre de 2007.

[4] Una de las críticas más fuertes a las religiones aparece en su obra de teatro In Nomine Dei (2003b), en cuya introducción Saramago afirma: “No tengo yo la culpa, ni la tiene mi discreto ateísmo, de que en Münster, en el siglo XVI, como en tantos otros tiempos y lugares, católicos y protestantes anduvieran despedazándose unos a otros en nombre del mismo Dios –In nomine Dei–, con el fin de alcanzar, en la eternidad, el mismo Paraíso” (2003: 7. Cursivas en el texto). En la obra, el personaje de Heinrich Gresbeck afirma: “Quizás Dios no sea católico, quizás no sea protestante, quizá no sea sino el nombre que tiene” (2003: 175), duda que el mismo personaje repite un par de páginas más adelante: “¿Y si Dios no es más que el nombre que tiene?” (2003: 178).

[5] Utilizo aquí el concepto de narrador a sabiendas de que Saramago, el 26 de febrero de 1996, en un debate en el Pen Club entre críticos y autores, negaba “la existencia del narrador, o ‘instancia narrativa’, como más científicamente se le llama (…) ¿Dónde está el narrador de una pieza de teatro? ¿Dónde está el narrador de una pintura? No traje respuesta” (2001: 86). Un punto de vista que desarrolló el 9 de agosto de ese mismo año en una conferencia en la Universidad Complutense, y que, dos años antes, también había presentado en un congreso de Literatura Comparada en Edmonton, Canadá: “La pregunta que me hago (…) es si la atención obsesiva prestada por los analistas de texto a tan escurridiza entidad (el narrador) (…) no estará contribuyendo a la reducción del autor y de su pensamiento a un papel de peligrosa secundariedad en la compleja comprensión de la obra” (2001: 200).

[6] También Borges, en el cuento titulado Utopía de un hombre que está cansado, deja sin nombre al protagonista del cuento, un pintor que se ha retirado a vivir solo. Al comentar ese cuento el propio Borges señala: “Él no tiene nombre: los nombres sirven para distinguir a unos hombres de otros, pero él vive solo” (2003: 24).

[7] En Todos los nombres, Saramago, convertido, una vez más, en teórico de Semiótica, distingue magistralmente entre significado y sentido: “Al contrario de lo que se cree, sentido y significado nunca han sido lo mismo, el significado se queda aquí, es directo, literal, explícito, cerrado en sí mismo, unívoco, podríamos decir, mientras que el sentido no es capaz de permanecer quieto, hierve de segundos sentidos, terceros y cuartos, de direcciones radiales que se van dividiendo y subdividiendo en ramas y ramajes hasta que se pierden de vista, el sentido de cada palabra se parece a una estrella cuando se pone a proyectar mareas vivas por el espacio, vientos cósmicos, perturbaciones magnéticas, aflicciones” (1998: 154-55).

[8] Aquí Saramago parafrasea unos versos de su admirado Fernando Pessoa: “Pero el sentido oculto de la vida es que la vida no tiene ningún sentido oculto” (en Saramago 2012: 281).

[9] Ese apodo aparece en El memorial del convento: “…y este mulato de Caparica que se llama Manuel Mateus, pero no es pariente de Sietesoles, y tiene por apodo Saramago, Dios sabe que descendencia será la suya…” (1982: 124).

[10] En una conferencia dictada en febrero de 2004 en el Instituto Tecnológico de Monterrey, México, Saramago iniciaba diciendo: “Si yo digo el nombre y la cosa, tengo que explicar que aquello que está allí tiene el nombre de botella y es algo que supuestamente cumple la función de la botella. En este caso (…) la cosa no va muy bien con el nombre y el nombre no está muy de acuerdo con la cosa, por eso la conferencia se llama ‘El nombre y la cosa’” (2006: 23). En realidad, Saramago hizo en la conferencia una dura y sistemática crítica política, pues consideraba que nombres como democracia, igualdad, Estado, derechos humanos, no reflejan la realidad que vive la mayoría de los seres humanos.

BIBLIOGRAFÍA

Nota: En la lista de obras de José Saramago mencionadas en estas referencias, se ha colocado entre paréntesis el año de las ediciones consultadas para esta investigación y entre corchetes el año de publicación en portugués.

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por José Enrique Finol
Publicado, originalmente, en Revista Chilena de Literatura Núm. 87 (2014): Noviembre

https://revistaliteratura.uchile.cl/index.php/RCL/article/view/33822/35536

 

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