Plasticomanía
cuento de Guillermo Fernández

Los ojos son espadas, son pedernales, son los instrumentos más insidiosos de que se puede valer un hombre para injuriar a una mujer.

Sergio Pitol

Un amable y culto egipcio apodado Barkhia fue nuestro guía. Además de saber muchos idiomas, era un hombre reacio y flexible, que aún no había entrado a los 40 años y cuya cortesía no distaba a veces del servilismo.

Mientras éramos guiados por este amo de las arenas, noté que en varios recorridos sus miradas recaían con prontitud sobre mí. Su astucia no permitió que mi esposo Rubén reconociera el balance que hacía el hombre de su mujer, ni el matiz entusiasta que cobraban sus pupilas cuando me tenía de frente, mientras ofrecía una explicación gentil sobre la imposible pirámide de Keops.

Yo misma me sentí enaltecida, pero prudente, y debo decir que las miradas de Barkhia me anduvieron por dentro como pisadas de un exótico animal, sacudiendo el promontorio de mis esfinges mudas y llevando a mis calladas sequías los escarceos de una lluvia fogosa.

Y toda esa prudencia, al fin, tan necesaria.

Los días caminaron con aroma de desiertos poblados de turistas y debo decir que entre las ventas de tiliches egipcios –amuletos vanos, piedras falsamente extraídas de la tumba de Tutankamón, ibis de diorita y todos los papiros que usted quiera para cubrir las paredes de su sala–, hubiera deseado encontrarme el que estampaba la efigie de Barkhia, para llevarlo colgando entre mis pechos, o aquel otro que pudiera conjurar su hechizo.

Nada vino en mi ayuda, sin embargo, ni para encontrarme a solas con el guía y así sondear lo que parecía su deseo, ni para verlo reducido en su delimitada circunstancia, lo cual me hubiera valido quitarme un gran peso de encima.

Hice que mi mirada le hablase, obsequiosa, como es bien sabido que lo hace la mujer cuando no descarta por completo ni deja tampoco ningún camino hacia ella, y así hasta el último día que terminamos en el Valle de los Reyes, emocionados realmente por el acento obsesivo de una poderosa religiosidad, incrustada con fuego en la entraña de la piedra.

Con alegría estábamos en ese sitio muerto, cuando Barkhia advirtió una tormenta de arena. De inmediato tomó las precauciones e improvisó el resguardo, de manera que, cuando pasó el fenómeno, pocos sentían temor. Fue la única ocasión en que Barkhia se me aproximó con una deferencia riesgosa para saber cómo estaba, como si hubiéramos dormido largas noches en senderos ocultos por palmeras, y fue también el momento en que el pobre hombre abrió los ojos con desmesura, y a través de ellos leí una sentencia que me cayó como un guillotinazo. Enseguida, indignado por lo que había visto, se arrojó a los demás turistas para conocer si habían pasado el trance en orden, y por momentos me miraba con aprensión. En ese instante, y como si hubiésemos vivido juntos toda la vida, mi deseo era exigirle de inmediato que se explicara, pero no tardé en sentir lo absurdo de todo.

Llevada por mi propio sentido común, saqué un espejo de mi cartera y me vi con prisa el rostro. La razón de la extraña actitud de Barkhia se me presentó ante mis propias pupilas: la arena arrastrada por la tormenta no solo había arruinado mi maquillaje, sino que había corrido la pomada especial que siempre usé para invisibilizar las patas de gallo, exponiendo con sus miles de partículas el surco de las arrugas, como si hubieran sido trazadas por un lápiz delineador.

La imagen cimbró mi propia vanidad y desde ese entonces Barkhia se convirtió en un odioso enemigo, al igual que a veces detestamos la indiscreción de un espejo.

Salí de Egipto como de un lento funeral. Las escalas en ciudades populosas y de una arquitectura que humilla el recuerdo de las nuestras, me dieron después la idea de que las piedras pueden ser transformadas por un poco de ingenio. Piedras que serían mudos acantilados allí enseñan los más caprichosos relieves y las más audaces subversiones de la razón en un mundo como el nuestro donde el tiempo marca la extinción de todas las hazañas, lozanías, bellezas, amores, bondades y estaciones.

Me comparaba yo misma –bajo los techos modernos y el bullicio irreal de un aeropuerto en Madrid–, con la más desvalida de las piedras, y aun cuando quise hallar un refugio en el brazo de Rubén, siempre tan atento a mis desmayos peregrinos, me faltó impulso, entrega, pasión, debiendo sentirme como cuando nuestra individualidad es fragmentada por todas las fuerzas destructivas del universo.

Mi ciudad natal me acogió de nuevo entre sus esquinas aseguradas y firmes. Despertar luego al otro día en mi propia cama, al lado del cuerpo de Rubén, oyendo el ruido de mi propio vecindario fue un consuelo fortificante. Pero no dejé de imaginar el rostro de Barkhia durante toda la noche y de concederle una fisonomía amenazadora, muy distinta a la del gentil egipcio. Entre mis visiones nocturnas, los ojos de Barkhia, que habían podido seducirme como a la moza del parque seduce el ceño ávido del colegial, pasaban del interés obsesivo, casi lujurioso, al del impúdico desprecio.

Desperté sin fuerzas.

Ni el canto del gallo, ni las prisas de nuestros hijos para ir a la universidad, ni las llamadas telefónicas de mis amigas, que me preguntaban sobre mi viaje, podían favorecer mi ánimo. Rubén me abandonó –porque abandono es la palabra–, ya que debía reintegrarse de inmediato a su fábrica de galletas y confites y tradicionales sabores que nunca deben faltar en su mesa, y yo tuve que beber sola el café mirando el reflejo de mi rostro en las vítreas puertas de la terraza.

Después recibí muy temprano a Carmen, quizá porque le pedí venir cuanto antes pudiera, y le brindé un obsequio merecido por su prontitud: un anubis del que deseaba deshacerme por ser el señor de los infiernos y dios evaluador de los pecados. Aunque me maravilló al principio su contextura suave y su largo hocico de perro que resguarda una misteriosa sabiduría, me confirmaba demasiado el recuerdo de Barkhia, y deseaba alejarme de la crisis que este hombre o la vida me había producido.

Carmen me rescató durante las últimas horas de la mañana. Viéndome triste me llevó de compras a las tiendas de siempre y cuando era el momento de comernos algo, me dijo conocerme demasiado para no saber que ocultaba un suceso. No pude negarle nada. Y le narré lo acontecido con la aclaración de que yo misma sentía vergüenza por mi falta de consistencia espiritual ante las simplezas y absurdos experimentados. “No jodás, Julia, está bien claro, necesitás apoyo”.

Lo último dicho por mi amiga me hizo pensar en toda clase de medicinas, y le respondí: “No quiero sedantes, ni hipnosis, ni yoga, ni aeróbicos… No quiero nada… No te acepto…”. Carmen rió moviendo el exceso de su mimada carne de sedentaria, y se pidió enseguida una ensalada de palmito. “Tampoco quiero otra dieta”, concluí.

La sugerencia de Carmen, mientras comía su ensalada inocua (que luego sentiría como demasiado inocua, y con lo cual habría de pedir un bocado de comida “real”), me dio un poco de lástima de mí misma porque es un hecho que la humillación, de cualquier forma, toca a nuestra puerta. Sin embargo, la mujer me hablaba con una resolución cruda, como una amazona vital.

—Una cirugía cualquiera se la hace, Julilla, no te me hagás la dramática. Y ya es hora te lo digo. Yo, por ejemplo, estoy pasada un poco de libritas, pero pronto me haré una abdo-mi-no-plas-tia.

—¿Y qué dirá mi esposo? ¿Y has pensado lo que pensarán mis hijos? ¡Y las amigas! Algunas de ellas no son tan amigas. Las hay pasablemente envidiosas y perversas. Yo misma me he burlado de las mujeres que acuden a eso.

—Todos seremos algún día el blanco de nuestras propias críticas. Y esta es una ley universal.

La transfusión de empeño que me brindó Carmen aquella fecha alimentó mi desnutrido ánimo. Y para quienes no somos buscadores de nirvanas ni griales, el engaño generalizado constituye nuestra única defensa contra la horrible paradoja del destino. Siempre será mejor el paliativo a no tener más que el deslumbrante horizonte de los hechos frente a nuestros ojos de carne.

No me lancé de golpe a la sugerencia, sino que medité unas dos semanas tratando de encontrar una razón suficiente para iniciarme en la cirugía plástica. Leí todo acerca de ello. Me reí de mí misma cuando me sentía atrapada por algún reportaje clínico en el cual se prometían resultados exitosos. Y, lentamente, como cuando asimilamos los nuevos rumbos de los tiempos –ya con enojosa resistencia, orgullo o desolación–, una tarde que bebía café en la casa de Carmen y vi sobre la consola de su sala el anubis que le había regalado, con su mirada insondable y fiera, le asenté con estruendo festivo que ya había tomado una decisión positiva. La mujer me abrazó en un alarde de felicidad extremo, y bailamos en la sala haciendo temblar la vieja osamenta de un armario sobre el cual se movieron relojes, retratos y floreros.

Después Carmen me dio el nombre de la clínica. Ella misma me acompañó. Y, finalmente, ella me llevó a mi casa después de las primeras operaciones.

Transcurridos varios meses, mi temor de ser vista como la traidora del guión biológico que debemos representar se había desvanecido y la novedad dejó de serlo para todos. Las famosas patas de gallo desaparecieron. Las manchas que produce el martillo oficioso del sol. Las venillas rojas que exponen los arrebatos e indignidades invencibles. Las huellas de ese atlas de desventuras y batallas que es la faz humana se limaron de mis carrillos, y así fui renaciendo en partes.

Rubén, que jamás me contrariaba, me dijo estar contento con mis transformaciones. Mis hijos suponían que era algo muy moderno ver a su madre resistirse contra la muerte o de irrespetar sus medios de sometimiento. Y las amigas, que no dejaba de temer, apoyaron mi idea y algunas hasta me pidieron las tarjetas de mi cirujano para darse ellas mismas esa oportunidad.

Pasado el susto, me sentí más libre. Fui testigo del retorno de mi humor juvenil, que había casi perdido por completo en algún suburbio de la vida, y hasta pensé que las mejores facultades nunca se extinguen sino que consentimos en abandonar por decisión propia, debido a que estamos acostumbrados a incorporar los papeles estándares de nuestro medio. Así, por ejemplo, tener sueños y cautivarse con frescas esperanzas, nunca será un error ni un malentendido, pero a alguien se le ocurrió que debemos deshacernos de tal soporte cuando ya no somos jóvenes atolondrados.

Desterré de mi vida esta falsa apreciación de las cosas y salí a divertirme como cuando tenía 20 años, sin arrebujarme ante las miradas miopes –y que son miopes porque buscan demasiado el ridículo ajeno–. Obtuve gloriosa satisfacción, canté de nuevo, aprendí nuevos ritmos de baile, me hice vestidos más audaces. Al fin, cuando fue imposible que cupiera en mi nuevo papel –o en algunos vestidos que exigían de mí volúmenes inexistentes a mi edad– busqué de nuevo asesoría técnica.

Entonces llegaron las formas. Abajo de mi piel se llenó el Sahara de caudal, y muy pronto exhibí los frutos…

Mis amigas, casi todas de mi edad y enfrentadas a los mismos dilemas, me habían seguido desenfrenadas. Era habitual que nos reuniéramos para comentar los últimos avances de la cirugía en tal o cual tratamiento y estábamos decididas a asumir hasta el más atrevido. Carmen lució por esos días un cuerpo de bailarina de flamenco y mostraba las casi invisibles cicatrices.

—¿Quién las notará? –reía satisfecha ante sus preciados pastelillos de carne y pollo.

Esperábamos puntuales escuchar siempre acerca de mejoras y nos proveíamos de pomadas y medicamentos extraídos de las fuentes más raras. Empezamos a correr contra la senectud y la dejadez. Nos movilizábamos como una banda contra los operativos de una ley inflexible. Nuestras reuniones se distinguían porque dejábamos el salón inundado de perfumes frescos y maravillosos. Todas nosotras congregadas no nos hacía más que pensar en el bosque: siempre creciendo y renovándose. El sol que se infiltraba a través de nosotras era el tesón de mantenernos alertas. Las flores se seguirían abriendo, los arroyos continuarían manando, los gorjeos serían siempre escuchados, si no nos dejábamos vencer por nosotras mismas, por la gran falta de juventud que nos aqueja desde el momento en que así lo pensamos.

Nuestra consigna fue no dar marcha atrás. Si los años transcurrían como perros hambrientos que nos quitaban pedazos de nuestro esplendor, nosotras debíamos poner muros a esos perros hasta donde fuera posible. Era lógico que algún día seríamos derrotadas. Sí. La derrota al fin sería absoluta, pero de igual manera, nuestra falta de aprobación.

Esto último, sin embargo, no era tan sencillo de integrar a nuestro reino. Las consecuencias alentadoras de nuestras operaciones nos pudieron haber insuflado un poco de orgullo. Se había hecho familiar oír charlas desorbitadas de algunas de nosotras en relación con los avances científicos. Estábamos seguras de que la obtención de tejidos jóvenes de nuestros propios genes se iba a realizar algún día, y que la posibilidad de injertamos huesos ya no desechables como los que nos había dado la naturaleza, sino imperecederos e irrompibles, no era tema de burla, sino una hipótesis que necesitaba un poco de fe.

El ansia por ver estos sueños realizados se asentó entre nosotras con su poder hipnótico. Muchas creíamos que éramos apenas la punta inicial de un camino de conquistas que jamás habríamos de ver. Las mujeres futuras tendrían a mano lo que para nosotras era solo una especulación. Nuestras tataranietas podrían pasar a la clínica más cercana y pedir al médico un trasplante de esqueleto como se solicita hoy la remoción de una uña infestada por un hongo. El tiempo se habría detenido para ellas porque siempre hallarían la forma de detenerlo con nuevos implantes. Aunque la eterna juventud estuviera siempre un paso más adelante de las innovaciones, cada día más conturbadoras, se tendría algo muy próximo que dejara de partir en pedazos nuestra alma, cuando el retorno de un día más nos asentase de nuevo el rotundo éxito de la muerte, la enfermedad y la amargura.

Fue sencillo volver a la depresión si nos reconocíamos en una etapa muy primitiva de algo que en el futuro habría de ser como tomar un vaso de agua. Juana, por ejemplo, una de las más rozagantes y afanosas con las operaciones al principio, empezó a declinar de una manera brusca. Recordamos con cierto temor que no habían transcurrido ni siquiera unos días desde que la habíamos escuchado reír con ese desparpajo del hedonista brutal, cuando nos sorprendió verla sumida en un estado de introversión y lobreguez insanas. A pesar de que intentamos hacerla salir de su celda, no logramos sino que se escondiera de nosotras. Puso a su empleada doméstica a tomarnos los recados al teléfono, como si fuéramos desconocidas, y si alguna de nosotras la vio por última vez sobre los pasillos de algún supermercado o conduciendo su automóvil por una de las calles de la ciudad, la describió como oscurecida y yerta.

La última noticia que supimos de Juana la recibimos a través de una de sus vecinas, y nos embargó en una pena espantosa:

“Apareció muerta en el jardín, después de haber desayunado tranquilamente con su marido. Este recuerda haberla visto comer alguna que otra fruta. Nada de café porque ella se había plegado a una dieta estricta. Aunque algunos de sus familiares andan diciendo que la mató un ataque cardiaco, un joven médico que trabaja en la clínica donde la llevaron y que es novio de mi hija, nos ha dicho que tal vez se suicidó. Una sustancia que hallaron en su sangre lo comprueba. Claro. A la familia no le sirve que se sepa esto. Nadie quiere pensar que una madre, una esposa, una abuela, simplemente se suicida como cualquier loco desesperado. Esto podría confundirnos a todos. Y creo que tienen razón”.

La muerte de Juana incrementó la esperanza de que nuestra comunidad ya no produjera errores semejantes contra alguna de sus miembros. Entendimos con esta atroz experiencia que habíamos confundido la senda y tratamos de suplantar el entusiasmo ingenuo y la devoción ciega por la austera sensatez.

“Sí, señoras –dije en una reunión–, lo que le pasó a Juana fue porque nos hemos alejado de la realidad. Nunca le podremos ganar la batalla a la destrucción. Y esto no nos tiene que deprimir. Que se quiten algunas arrugas y se depositen más rellenos está bien para todas, pero de ahí a considerar…”.

Mi discurso fue sensato, pero nunca convincente. La muerte de Juana solo había detonado algo que ya estaba dentro de nosotras: no queríamos quedar atrás, ni envejecer, ni sentirnos un despojo. Queríamos mostrar alegría, brillo, encontrar nuevas rutas, rescatar lo perdido y ponerlo como un pony sobre una sabana verde recién llovida.

En este sentido todas sabíamos que Juana tenía razón. Nadie quiere a los vejestorios. Si debemos triturarnos como pasas es mejor que nos encuentren tiesos después de haber dejado todo listo. Es más, aun después de haber regado las flores del jardín, como había hecho Juana, porque ella había entendido que su desilusión era cabal y se dirigía contra un episodio de su existencia que hubiera detestado vivir en esas condiciones. Estaba claro que su amor y admiración por la vida permanecían iguales y que su acción no tenía por finalidad ser la anulación de todo lo existente.

Una tarde, guiadas por el fantasma gigantesco que habíamos creado, invitamos a nuestra obligada reunión semanal al doctor Mejías, el mago que hasta la fecha se había enriquecido más con nuestras operaciones. Llegó con un pequeño maletín del que sacaba revistas sobre los más modernos avances en cirugía plástica. Aunque ya parecíamos conocerlo todo sobre el tema, Mejías nos desplegaba sobre la mesa nuevos métodos que nos sorprendían y estimulaban.

Las gesticulaciones del hombre, rodeado de mujeres ávidas de novedad, sus manos repletas de anillos con piedras preciosas, su rostro límpidamente afeitado y su voz servil, a muchas les parecían la seña de que se podía seguir confiando en él, pero su premura para que firmáramos algunos documentos sobre nuevas experimentaciones me alertó.

—Algún día las operaciones ya no serán tan posibles… y créanme que yo no las imagino como ancianitas… –susurraba con astucia–. Sería mejor que ingresen al futuro, señoras. Sí, eso he dicho, al futuro. Nuestra compañía ya puede darles lo que han soñado…

Mis amigas enloquecieron con la imposible noticia de que se habían descubierto promisorias recetas de juventud. Rodearon al hombre como ingenuas adolescentes, y la mayoría estampó la firma sobre los documentos, sin tan siquiera leer las cláusulas, que hasta podrían haber sido redactadas por el mismo diablo.

—¿No firmará usted, Julia? –me señaló.

—Esperaré unos días –dije.

—No se preocupe –le exclamó jocosa Carmen–, yo me encargaré de que se convenza. ¿Verdad, amiga?

El rostro de Carmen me abordó con una ansiedad odiosa, aunque tuve que encogerme de hombros.

—Ya veremos –respondí.

—Algún día las operaciones ya no serán tan posibles –volvió a decir el médico–, porque la naturaleza corrompe desde lo profundo. Ahora mismo la muerte pasa su hoz sobre el campo de su vida, y las últimas flores son llevadas por el viento.

—¿Es usted poeta?

—¿Cómo no serlo un poco en estos días?

Las mujeres despidieron al médico con adioses azucarados y muestras de una indefensión crónica. Antes de cerrarse la puerta ante su rostro, su mirada, que no había visto sino imparcialmente y en el frío consultorio, me recordó a Barkhia. Y casi de inmediato me fui a la ventana para verlo desplazarse hasta su automóvil. Desde allí, analicé sus movimientos, su perfil, su porte oriental, relajado, satisfecho, y creí que Barkhia estaba vestido de cirujano y que él mismo se había aplicado algún tipo de cirugía para reaparecer en estos lindes.

Lo primero que hice fue reír, más tarde, mirándome ante el espejo de mi casa, segura de que nadie me podía escuchar. Acto seguido, la inquietud y la sospecha empezaron a cobrar proporciones que me alarmaron.

—Es él –le dije a Carmen por teléfono–. Estoy segura. No puedo estar confundida.

—¿Todavía te persigue ese hombre? –me regañó–. ¡De veras que te tocó, Julilla! Demostrále a su recuerdo espantoso que tu imagen en los espejos puede ser más lozana. Vamos, demostráselo.

El tono de Carmen no me gustó. Había tomado en los últimos días un timbre a hojas secas movidas por aire del desierto. Su oficiosidad para que todas nos embarcásemos en las aventuras más desesperadas de la cirugía me había indicado, al principio, que la mujer era el extracto del espíritu de hoy. Su alegría y su apetito me daban la confianza suficiente para sentir que sus determinaciones eran cariñosas, pero, a lo largo de nuestras reuniones, a veces reparaba en la forma de su semblante y me negaba a confirmar –de seguro porque no todo el tiempo deseamos ser testigos de los hechos reales que había cambios sinuosos en sus miradas, con lo cual parecía impaciente y fúrica.

A la mañana siguiente, me fui para la clínica del doctor Mejías. Conduje hasta el centro de la capital, dejando que el viento me diera en el rostro, un viento que casi no podía sentir porque los trabajos sobre mi piel la habían dejado insensible. Lo mismo podía decir de mis pechos y nalgas, aunque los efectos habían estado claramente consignados en el contrato.

Disfruté del viaje corto en mi automóvil bajo un cielo que derramaba su perenne lozanía sobre las cordilleras, ríos, ciudades, sueños, guerras, aburrimientos, homicidios. Un cielo que perecía cada tarde y volvía con el mismo rubor todas las mañanas, al igual que un obsequio de flores para el corazón. Desde el fondo de cada célula tal vez escuché una voz o un eco en señal de que permaneciera tranquila, sin miedo, gozando de las imágenes que se alternaban y que eran escorzos de parques, arboledas, rotondas, raudas perspectivas de edificios en construcción, muros rotos, costados de suburbios heridos como largas y exitosas caries.

Señora Julia, ¡qué placer verla! –me celebró Mejías al verme abrir la puerta de su inmaculado consultorio lleno de afiches con productos para la reparación física y facial–. ¿Acaso viene para firmar el contrato? ¿Se encuentra ya preparada?

—No he venido para firmar el contrato, señor Mejías –le respondí sentándome ante su escritorio, después de haber caminado por los pasillos de la clínica y de precisar el aroma de absoluta y sospechosa pulcritud en cada recinto–. Usted sabe a qué he venido.

—¿Perdone? –me rogó con el asqueroso servilismo que Barkhia me había representado sobre las tierras de los faraones.

—Barkhia, Mejías, no importa el nombre –le dije–. Ustedes son el mismo hombre. Una figura juzgadora, atractivamente varonil, pero con un rostro hecho de reproche. ¿Así me quería ver, sin las patas de gallo? Y si me hubiera visto desnuda, señor Barkhia, si me hubiera visto desnuda le pregunto yo, ¿también habría deplorado la flacidez? ¿Sí? ¿Verdad que sí?

Al decir esto me desabroché la faja de mi enagua. El hombre fingió asombro colegial y tomó su teléfono, pero no pudo asirlo con fuerza. Mi estómago macizo y terso se reveló ante sus ojos. Con prisa, me quité la blusa e hice brotar dos pechos firmes y perfectos.

—Señora… por favor… ¿qué hace?

—Su gran clínica ha puesto todo en orden sobre mi cuerpo, señor Barkhia o como se llame. Gracias por su ayuda.

Desde mi cartera saqué el revólver con silenciador de mi esposo y le descargué todo el casquillo. Luego me vestí apropiadamente y salí de la clínica como si me hubiera quitado de encima a un fantasma.

 

Cuento de Guillermo Fernández

 

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                      Guillermo Fernández en Letras Uruguay

 

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