Miradas
cuento de Guillermo Fernández

El chofer lo había estado esperando durante treinta minutos y ya casi se había dormido. Cuando se abrió la portezuela se levantó del volante como si lo hubieran hallado en falta.

—¡Creí que eras el gerente!

Cristóbal se restregó los ojos con desidia y arrancó el auto. La claridad de la mañana era invitadora. Los niños estaban de vacaciones y algunos de ellos se veían con patines jugando en las aceras. En el cielo transitaban aisladas nubes de fulgor tenaz.

—Cuando salen de clases es un peligro –reclamó.

Valenciano ajustaba la cámara con esmero. También, del fondo de un sobre extraía varias fotos sobre las cuales hacía ceños dubitativos o asentidores.

—¡Nos falta una foto! –farfulló.

—¿Ah, sí? ¿Solo una? –preguntó Cristóbal sin interés, mientras veía a un grupo de mujeres jóvenes con minisetas que exponían al aire sus ombligos. Hizo una mueca como si jamás hubiera visto algo así. Siempre esas modas picantes.

—Sugerí un lugar –murmuró Valenciano–. Creo que tengo la mente en blanco. He hecho posar a tantos viejitos que ya no sé cómo ponerlos. Mirá estas fotos.

Valenciano empezó a exhibir sus fotografías mientras Cristóbal las reojeaba con disgusto y trataba de conducir, al mismo tiempo, con prudencia en el bello día.

—Ya tenemos a la ancianita con sus matas y su gato preferido. A la pareja nonagenaria de enamorados. Al anciano incansable en el huerto. A la viejita que zurce una camisa... La verdad, ya se me secó el cerebro. El almanaque debe estar listo para dentro de tres días. La agencia desea distribuirlo a la mayor brevedad.

—Se habrán cansado de las modelos –reveló Cristóbal para quien el tema de los ancianos era inexplicable.

—No, hombre. Es la moda. Mañana volverán a los semidesnudos.

Cristóbal tuvo la visión del almanaque del último año. Brenda Berlanga, la mejor modelo del país, había salido posando una variedad de biquinis con bolitas, a rayas, de un solo color, muy breves, mojados por las olas del mar, lujuriantes, falsas hojas. “Deberían haberla presentado ahora en traje de noche. ¡Es que no tienen imaginación!”, pensó. Hasta él podría haber inventado algo mejor sin ser el creativo de la agencia de publicidad.

Valenciano proseguía mirando las fotos y no podía decidirse entre unas y otras. 

—Creo que la anciana del gato es muy convencional, pero tiene que ir. ¿Verdad? Veamos... veamos...

Al decir esto arrojó el paquete en una gaveta y se asomó por la ventanilla del pick up. Lanzó una mirada hacia una intersección donde algunos vagabundos y vendedores se apostaban a la par del semáforo. Vio a un anciano bastante singular, barbudo y de una tristeza infinita que alargaba la mano sin que pudiera llegar a nadie.

Como se apoyaba sobre un simulacro de bastón, era imposible que se extendiera hacia las ventanillas de los autos. Otros, sin embargo, podían desplazarse de un carro a otro con prontitud. Algunos vendedores ofrecían sus chucherías indescriptibles con toda diplomacia. Un limpiador de parabrisas, con su equipo de limpieza en mano, era el más atento. Nadie se le comparaba en destreza. ¿Dónde había aprendido a inclinarse como un caballero medieval?

Valenciano le ordenó al chofer que se orillara. Cristóbal frenó lentamente.

—El viejo apoyado en el bastón es mío –promulgó el fotógrafo.

No esperando que se detuviese el pick up se arrojó a la carretera y corrió directamente hacia el pordiosero. Cristóbal, que ya estaba harto de andar en busca de ancianos glamorosos o misérrimos, esperó en la cabina. Prendió la radio para escuchar los comentarios deportivos, pero recordó que su equipo había perdido recientemente, y que solo de eso se hablaba. “Que se vaya el entrenador. Con la mitad de lo que gana hasta yo podría sacarlos adelante.”

Llevado tal vez por el masoquismo buscó la emisora con ansia. El vozarrón de un comentador deportivo entró en la frecuencia. Se echó para atrás, observando a Valenciano que apartaba al viejo hacia la orilla de la carretera. Se le ocurrió un muchacho demasiado estúpido haciendo el papel de fotógrafo como si fuera un gran director de cine. 

 

Valenciano había conseguido convencer al mendigo para tomarle unas fotos. Iba a presentar el último tema como Anciano en el camino. Le prometió darle cinco mil colones después de las tomas.

—¿Me dará cinco mil colones por tomarme unas fotos?

—Claro. Y saldrá en un almanaque muy importante. Hasta el Presidente tendrá uno en su despacho. Cuando llegue diciembre –hay un personaje por cada mes, ¿entiende?, y usted será el último– lo mirará a usted apoyado en su bastón y se dirá: “Este país le debe todos sus valores a ancianos como este.”

A la afirmación del fotógrafo el mendigo esbozó un gesto de no haber comprendido. Tenía demasiado cansancio. Tenía hambre, pero no podía comer debido a una hinchazón que le bajaba y le subía por el estómago.

Hizo todo lo que le pidió el joven bien vestido y oloroso a fina colonia. Sonrió sin gusto. No había tenido razones para hacerlo durante años. Sonrió de nuevo porque era necesario que rectificase la sonrisa. Representó a un mendigo que caminaba en forma difícil. No había nada que representar porque eso era él. Y se sentó en la cuneta, con la mirada perdida en el suelo, aludiendo patetismo.

Cuando Valenciano completó las tomas, le hizo señas muy afectadas a Cristóbal para que encendiera el carro, rebuscó algo en su bolsillo y le extendió al anciano un billete de mil colones. El anciano, reconociendo el arrugado billete, reclamó:

—Usted dijo que eran cinco mil.

—Ni una modelo gana cinco mil en veinte segundos.

—Fue algo más.

—Nos vemos...

Valenciano dijo esto último observando con rapidez al viejo. Lo que vio fueron dos ojos con cataratas. Uno casi anegado en una nube. Después corrió hasta el pick up y le dijo al chofer que arrancara de inmediato. Cristóbal obedeció con prisa. Ya estaba harto de ancianos.

 

El anciano los siguió aguzando la vista, con dificultad, hasta que desaparecieron en una intersección. No tenía suficientes fuerzas ni para maldecir al mentiroso. Depositó los mil pesos que apresaba una de sus manos en algún sitio de su ropa harapienta y analizó que lo más prudente era retirarse de la zona. No estaba para más engaños ese día. Con esfuerzo caminó en dirección al centro de la urbe, solo guiado por el sentido común, porque el mundo se le había vuelto un estanque de aguas turbias. Cada vez que cruzaba una calle los conductores se veían forzados a detenerse. El viejo quiso acelerar el paso, pero no pudo. Lo mejor era tener paciencia.

Avanzó con visible pesadumbre un gran trecho hasta una avenida tumultuosa. No dejaba de pensar en el fotógrafo. Escuchaba su voz. Sus órdenes. Toda esa impulsividad había sido suya, también, alguna vez. No recordaba con quién había sido impulsivo. Realmente no recordaba gran cosa. A veces, al despertarse sobre una cuneta se decía: “Entonces no me he muerto, carajo. No me he muerto todavía...” Y se incorporaba como en una pesadilla que no ha terminado.

Los transeúntes se le apartaban. Las muchachas. Los jóvenes. Los ejecutivos. Las señoras. Él se olvidaba a veces por qué el mundo entero se abría a su paso. La memoria le fallaba. No podía rastrear ni siquiera el timbre de su propio nombre. Sabía que debía elevar la mano en todos los sitios y que esa acción se había convertido en parte de sus últimas fuerzas.

Abrumado en cavilaciones se detuvo para tomar aliento. A un lado de la acera, a través de la ventana de una tienda de artesanía, sintió que se movía una figura. El hombre se acercó al vidrio, con un rescoldo de curiosidad, y vio los contornos de lo que parecía ser una joven. Acaso ninguna de sus líneas en detalle.

Ella se desplazaba a lo largo de un mostrador, sacaba objetos de las urnas y los limpiaba. El anciano aguzó la mirada como quizá hacía mucho tiempo no lo hacía. Poner en orden la poca luz de su visión le produjo una sensación dolorosa en los ojos. La joven parecía molesta por la intromisión del polvo en todas partes. Había ennegrecido una toalla al quitarle la mugre a un reloj. Sus movimientos eran enérgicos pero también delicados.

 

Captar la presencia del viejo tras la ventana la hizo estremecer. No sabía que la había estado mirando. Una de sus compañeras, que hasta ahora no se había visto porque estaba inclinada desempacando otros objetos en el piso: pinturas sobre motivos folclóricos, estatuillas de madera y collares, al incorporarse vio al anciano desastroso y explotó en una risa nerviosa. El viejo, asustado, siguió su camino.

—¿Qué fue eso, Valencia? –preguntó desprevenida.

—¿Qué sé yo? Un mendigo.

Valencia no había sido impresionada tanto como su compañera pese a que la mirada había sido dirigida a ella. Los ojos del anciano la persiguieron por un instante como piedras apagadas rodando por una pendiente. 

—Te veía muy raro... ¿no te dio miedo? –insistió la mujer.

—Era solo un viejito. Decrépito.

El resto del día se movió mucho. Entraron y salieron turistas con sus recuerdos del país. Acomodó cajas. Volvió a limpiar las estatuillas de madera. A intervalos pensaba en los ojos del anciano que la observaban. Eran unos ojos que no tenían interés en ella sino en una propiedad de sí misma. En algo que a ella le pintaba juventud y que a él lo hacía más y más invisible.

 

A las seis de la tarde llegó el joven que recién había conocido y fueron al cine. La película le gustó tanto que sus ojos lagrimearon un poco en la salida. Pablo, conmovido, le dio un beso en el lóbulo de su oreja.

—Por dicha las historias no siempre terminan de esa forma –filosofó profundo.

—¿En la muerte de los amantes?

—En la muerte.

Luego la invitó a comer en un buen restaurante. Mientras comían y comentaban la película, Valencia también le narró el incidente con el viejo.

—Tengo los ojos del pordiosero aquí –dijo poniéndose el tenedor en la frente.

—Pensá en la película. Te podés soñar con él –rió Pablo.

—No es miedo. Es por lo que vi en sus ojos. Ni siquiera es lástima.

—¡Compasión! –especuló el muchacho.

—¿Quién sabe? Es como la sensación de que no hay paredes y que todos nos damos la mano en algún lugar del universo.

—¿Y después?

—Después nadie es ajeno ni extraño ni inferior.

Para exprimir el jugo a la última hora del encuentro, ambos jóvenes caminaron por algunas calles de la ciudad. Especularon sobre el alto precio de la ropa en las vitrinas. Se burlaron de la desnudez impoluta de un maniquí que esperaba lucir al otro día una lujosa vestimenta. Se besaron frecuentemente en algunos rincones propicios. Después de la promesa de volverla a ver, Pablo la dejó en el umbral de su casa y partió silbando.

 

La noche parecía el fondo de una mina llena de cristales. Valencia vio alejarse a Pablo, con las manos enfundadas en los bolsillos de su chaqueta. Sus pisadas se escucharon a la distancia. Era un joven de expresiones concisas. Guapo. Estudioso. No era de muchos recursos, pero eso no era lo fundamental.

Ella no entró de golpe a la casa porque la noche era digna de verse. Siempre le había gustado permanecer algunos minutos rodeada por el silencio del campo.

El poste de alumbrado público, límite entre su casa y el inicio de los potreros, ahuyentaba la oscuridad hasta un límite donde parecía que las cosas tomaban las formas del misterio, pero, sobre todo, de ciertas licencias extrañas. Muy lejos se veían, entre brazos nudosos de árboles, luces que indicaban el avance paulatino de la ciudad, la muerte de la noche y la continuidad de un día falso. Sin bellos espíritus.

El aire pasaba respirando la soledad inmensa. Olía a pasto quemado. Una frescura invadía el rostro, penetraba por los orificios de la nariz, navegaba hasta los sitios más recónditos del cuerpo.

Pudo haber flotado en un sosiego adormecedor, desde el pórtico, si el gato no hubiera saltado hasta la calle desde algún escondite. Allí se desparramó con pereza y se lamió a gusto.

Ante una indefinible percepción, el felino adoptó una actitud de defensa. ¿Cómo es que no se había percatado de la presencia de la mujer? Valencia le extendió su mano. El gato se le acercó, fascinado, por lo que veía brillar en el abismo de sus ojos.

 

Cuento de Guillermo Fernández

De Efecto invernadero, Editorial Costa Rica, 2001

 

Ver, además:

 

                      Guillermo Fernández en Letras Uruguay

 

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