Menelao y la Reina
cuento de Guillermo Fernández

Menealo 

En medio de una agitada estación de autobuses, su rostro de perfil griego se reclinó un poco para saludarme, porque a pesar de ser yo bastante alto, Menelao, como le habíamos puesto en la clase opcional de literatura, era todavía un poco más alto: lo suficiente para hacerme sentir defectuoso en alguna medida.

En ese momento Menelao portaba una valija enigmática que sostenía su muñeca nervuda llena de esclavas de oro. Una corbata flamante lo hacía innecesariamente notorio pues Menelao era de por sí un rubio que no pasaría nunca inadvertido.

Sin interés enfático me inspeccionó. No creo que hubiera durado mucho en hacerse un análisis somero de mi situación actual. Había en él desarrollada una cualidad astuta que se asomaba en sus ojos azules como llama viva. El humo y el bullicio de la estación de buses no me dejaban casi oírlo, pero Menelao me asió de un brazo, llevándome bajo el alero de un restaurante chino.

—A mí me ha ido demasiado bien… –pronunció con su voz pausada y suave–, he sabido ganarme mis pesos…

—No puedo decir lo mismo –repliqué casi con fastidio–.

Tal vez no me den plata para ir a la universidad.

Los ojos de Menelao se fueron iluminando como el lago risueño de un almanaque.

—Podría ayudarte –me dijo alzando más su mirada y casi contento por tenerme en una situación inferior–. No olvido que fuiste un buenazo conmigo. ¡Por vos pasé el quinto año!

Y en efecto era así. Rápidamente desfilaron por mi mente todas las artimañas para que holgazanes como Menelao obtuvieran notas como las mías. Integrado al grupo adonde iban a parar todos los quedados y repitientes, que por falta de campo no habían podido matricular otros cursos –debiendo contentarse con las clases de literatura–, había optado por cargar a los fracasados. Menelao era uno de esos que bordeaban una existencia sin fines.

En el fondo, jamás había considerado que mi labor extra en favor de tales diademas de la desidia, hubiera podido ser irresponsable de mi parte, una explotación a mí mismo. Solo el tiempo me lo refirió. Entonces pensé que hubiera tenido más tiempo para ser excelente o un alumno por encima de la norma. Hasta quizá hubiera podido disfrutar de alguna beca especial por algunas de mis facultades que, por un tonto afán de aceptación, las había socializado. Invertí todo mi empeño en conferencias y presentaciones de grupo que se diluían, inmerecidamente, en el nombre de todos. “¡Muy buena exposición!”, “¡Qué ideas más ingeniosas!”. Cuando un profesor experimentado olfateaba la creatividad del trabajo como emanación de un anónimo cabecilla, me parecía indecoroso salir con el premio del elogio y callaba a la pregunta: “Esta redacción no pudo haber sido hecha por todos, ¿quién la hizo?”. Estas y otras muchas escenas nos corrieron por la mente a mí y a Menelao, quien se había provisto de herramientas más útiles para bregar en el mundo. Sí. Él me debía algunas cosas y quería pagarlas.

La noche de esa fecha de encuentro con un antiguo condiscípulo se pobló de dudas y esperanzas: Menelao me invitó a ingresar a su equipo de trabajo en una rama del comercio que, definitivamente, le había dado ese aire autosuficiente de la actualidad. Solo quedaba del viejo Menelao su voz dulzona y lejana, como si no quisiera ofender a su interlocutor. Seguía, sin embargo, por saberse, la naturaleza del nuevo trabajo, porque, solo para mi sorpresa, mi amigo se había rehusado a explicarme. Por su gran maletín de cuero y su radiante corbata lo avistaba halagüeño.

La reina  

No tuve reparos, al otro día, en portarme un poco prepotente con mi padre que, viendo en mí estampados los 17 años, se agradecía por haberme llevado a una edad en la que ya podía ir sorteando solo las vicisitudes del mundo y los costos de la vida. Lo último sobre todo lo hacía tratarme con aspereza necesaria, con el desenfado de los machos rudos de la tribu. En el fondo siempre odié esa falsificación de la paternidad, ese interés espantoso de los padres hombres por ver rápidamente los frutos concretos de los hijos. Sin embargo, necesitaba comprobarle que era capaz de producirle admiración hacia mí, y de ofrecerle las pruebas irrefutables de mi eficiencia.

El nuevo encuentro con Menelao se hizo esperar, mientras contaba los minutos en la salita lujosa y aséptica de una oficina de algún edificio del Paseo Colón, donde la secretaria del negocio me había invitado a sentarme. Recuerdo haber llevado un librillo de mitología, donde, por el azar de los cambios de la existencia, y llevado por una fuerza realmente desconocida, me fijaba en el apartado relativo a la M (“Menelao”, “Minotauro”), un juego de las coincidencias extrañas que me gustaba interpretar de inmediato con cierta burla: “Esto quiere decir que he estado, hasta la fecha, enfrentado ante la bestia aniquiladora de los hombres, y que ahora vengo a ver al rey”.

Mi ex condiscípulo apareció con el esplendor que ya había instalado en mi admiración, aunque por dignidad del mejor alumno de mi clase no se lo demostraba abiertamente.

Menelao me llevó a una sala de reuniones donde los demás colegas suyos bebían coca cola y comían bocadillos. Una rubia hermosa con vestido de ejecutiva me miró de reojo, quitando la vista bruscamente, como si el intruso no le revelara la más mínima distracción. Era evidente que se trataba de la hermana de Menelao, porque el parecido era innegable. Solo lo diferenciaba el fuego frío de sus pupilas, un frío fanático. En las paredes del lugar colgaban cuadros estadísticos y fotografías con el equipo de colegas sosteniendo un gran trofeo o con solo uno de ellos, evidentemente agasajado en una gran reunión, mientras elevaba una medalla del tamaño de una cabeza. Había globos que pendían del techo y serpentinas. Parecía una fiesta de cumpleaños. Un hombre jovial, el más viejo de todos, indicaba una cifra sobre un portafolio a la hasta ahora supuesta hermana de Menelao, con un bolígrafo que hería los ojos de resplandeciente. La mujer imprecaba. El hombre consentía, para después reponer una objeción que apenas se podía comprender como tal.

—Bienvenido a Rena Ware –me indicó el hombre jovial mientras se paraba de la silla y me extendía una mano demasiado ocupada para sostenerse por mucho tiempo en la mía–. Joaquín me ha hablado de usted, y me ha parecido idóneo.

Al llegar a este punto había olvidado por qué razones sería yo idóneo, y se dirigió a Menelao:

—¿Es él quien organizaba las conferencias? –Interpelado, mi amigo asintió casi con solemnidad, como si el hombre emanara un destello venerable.

—Entonces no tiene más que entrenarse uno o dos días.

Con estas palabras, el gerente, como me lo hizo saber Menelao en un susurro, volvió a su asiento a la par de la joven que, ciertamente, este último me señaló como su hermana. De ella solo pude obtener un “hola” seco. El resto de hombres y mujeres atendían deprisa las cosas sin prestarle mucha atención a los nuevos.

Un vistazo más lento me hizo descubrir, al fondo de la sala y enmarcada con primor, a la reina por la que se efectuaba tanta agitación: la famosa olla Rena Ware de acero inoxidable, con sus diversas presentaciones, en medio de un colorido celestial. Sobre bancos y papeleras se amontonaban grandes cantidades de revistas y guías que hablaban sobre la grandiosidad de la olla y su diferencia con el resto de ollas productoras de cáncer y estreñimiento.

—Era una sorpresa –me dijo–, ahora ya sabés de qué se trata.

De inmediato, mi ex condiscípulo me llenó las manos de panfletos con los que se me entrenaría para ofrecer un delicado producto. No. No sería un vendedor común y corriente. Los vendedores ofrecen cosas que pueden ser perniciosas o de muy poca duración. Yo, en cambio, iba a ofrecer un producto que excedía el deseo de sacarle dinero a la gente. Iba a contribuir con su salud y esto podría demostrarlo científicamente. Por otro lado, mi amigo me desplegó un folleto sobre la mesa con la cantidad de artefactos que podrían venderse y las regalías que habría de obtener por dicha venta.

Una vez superado el shock de encontrarme en un sitio de vendedores, y de estar yo por convertirme en uno de ellos, el tema de las regalías parecía surtir un embrujo en mis oídos. ¡Cómo se había superado Menelao! Ahora era yo el que escuchaba su locuacidad, una locuacidad llena de música, aunque penetrada de giros chuscos y poco audaces. El logro personal puede impregnar a algunos individuos de fascinantes lentejuelas.

Siendo intrínsecamente anti-materialista, fui entrando a la órbita donde el gerente, la hermana, Menelao y los otros, giraban alrededor de los negocios reales, y no de las ensoñaciones estúpidas en las que venía tejiéndome como una oruga. Qué cerca estaba yo de ser un hombre de acciones concretas y de resultados sólidos. El hecho de ir de casa en casa no me parecía indigno, sino parte del esquema de vida del hombre cazador, del hombre que domina la tierra con sus negocios y triunfos. ¿No se podía poner a Henry Ford como ejemplo? ¿Tenía que ser yo diferente? Podía hacer un poco de dinero y después dedicarme a otra cosa, u ocuparme simultáneamente de todas las cosas. Un mar de posibilidades se me desplegó y yo lo empezaba a transitar, primero, en una rústica lancha. No tardaría quizás en surcarlo en un trasatlántico.

El primer día de entrenamiento fue trivial. No tuve más que conocer todo el proceso de presentación de un producto absolutamente atractivo para las amas de casa. Manejé con rapidez la información a mano. Ante una demostración del gerente, quien a su vez hacía sus ventas, quedé atónito por la facilidad de vender el artículo.

—El fin de semana tuve pereza de quedarme en casa haciendo lo que todo el mundo hace: ver televisión. Así que me dije: “Raúl, estás perdiendo dinero, ponéte tu saco, alistá la valija, y andáte al campo: vos sabés que los campesinos compran a diestra y siniestro. Ya el área metropolitana está quemada; aun más, demostrále al equipo de vendedores lo que se puede hacer cuando uno se decide”. De inmediato me dirigí a Pérez Zeledón, y no fue un sitio que escogí apegándome a alguna estadística. Solo apunté el dedo en el mapa, y cerré los ojos. Yo siempre se los he dicho: la plata está en el campo, los precios del café están en buena época, y los cafetaleros grandes y pequeños no saben qué hacer con la plata. Ahora, vean ustedes las cifras: sigo siendo el vendedor estrella.

Enseguida, Raúl presentó ante nuestros ojos asombrados una cifra de bonificación a su nombre. Le temblaba la boca, y como todo hombre que crece económicamente, hablaba para sí mismo, para darse más ánimo:

—Esto me ayudará a cambiar de vehículo, así que si alguien necesita uno usado, hablemos…

La imagen de éxito total nos indignó a algunos, pero como había querido lograr el gerente, nos inoculó su veneno. Hasta Menelao, uno de los mejores, y ante las cifras manejadas por Raúl, se quitó la máscara risueña que andaba y me propuso de inmediato hacer un viaje rural.

Como no contaba con el entrenamiento suficiente me aconsejó ese día emplearlo en visitas locales. Tenía que quitarme el miedo. Una sensación de parálisis en las piernas que acomete a todo nuevo vendedor.

—Presentále a tus tías el producto, ofrecéselo a tu mamá, qué sé yo. Tenés que ir cogiendo “volados”.

La sugerencia no pudo ser más propicia y no tuve reparos en llamar a una de las tías adineradas de mi madre para venderle la olla. Sin embargo, una cosa era nadar en las aguas donde se alimentaban Raúl y Menelao, y otra salir yo solo.

Antes de ingresar a la casa de mi tía, adonde se me esperaba para hacer la demostración, tuve que soportar las befas de la voz interna, que hacía añicos las intentonas de ataque del pequeño cazador que yo deseaba alimentar dentro de mí. “No se puede vivir sin ese gran empuje de Raúl, sin la confianza en los medios propios de Menelao, ¿por qué me hacés esto, ¿por qué?”.

La lucha interna era terrible. Sentía mi mano sostener la pesada valija que me había ofrecido Menelao para mi primera incursión, y oía el escarceo de los trastes finos y caros con cierto cinismo espantoso. “Dentro de la valija está la reina, yo he de venderla, tengo que hacerlo…”.

El resultado fue triste, porque la tía adinerada de mi madre, a la que hice mi primera muestra, después de haber asentido durante toda mi presentación, me agradeció la visita, me auguró suerte para mi nuevo empleo, y siguió hablándome de su estado de salud, del último infarto de mi abuela, de lo buena que había sido mi madre con su mamá. Nunca hizo mención sobre su deseo de adquirir alguno de los artículos de Rena. Y solo fue clara cuando me confesó que nunca había dejado su bendito fogón de leña. Llegado a este punto, mis fuerzas estaban agotadas. Mi capacidad de reacción y de probar una nueva acometida sobre algún otro terreno se había extinguido.

Sin embargo, el desaliento fue borrado de la superficie de mis ojos con la voz aflautada de Menelao que respondió a toda mi experiencia pasada con: “eso ocurre siempre”.

Jamás me aconsejó tomar en serio la prueba.

—La familia es la peor compradora –añadió.

Solo el viaje a la zona rural aparecía con sentido. Y después de otras pruebas, terminadas con idéntico resultado a la anterior, estaba desesperado, casi hambriento por encontrarme con los cafetaleros llenos de plata. “La gente de la ciudad está harta de vendedores; no así la del campo. Se considera a los vendedores como visitas familiares, como distantes primos”.

Candelaria

Al saber mi padre que viajaría a su pueblo natal, donde su abuelo había sido poseedor de inmensas zonas cafetaleras, hizo rememoraciones tristes:

—No olvidaré nunca que dejé allí a mi madre enferma para venir a la ciudad a convertirme en un guardia civil. Todo por abuelito: él quemó la hacienda de la familia. Lo tiró todo en guaro y mujeres…

Habiendo crecido con esta anécdota en medio de las conversaciones de las hermanas de mi padre, cuyos ojos destellaban ante las fortunas perdidas y las posibilidades descuartizadas, lo miré sentado sobre el sofá raído con una compasión que hubiese querido expresar en un abrazo, pero algo físico me lo impidió. Solo atiné a preguntarle por el clima y otras vaguedades, como por dónde estaba la parada de autobuses, a lo que de nuevo dijo:

—Llegarás al parque de Palmares, que fue donado por abuelito y que al final, en su miseria, terminó por barrer para la municipalidad como cualquier peón, y allí encontrarás una terminal de autobuses…

Una paradoja de este tipo había formado el carácter de toda la familia paterna, y esta cargaba, por años, con la imagen del hacendado convertido en barredor, especie de trauma que necesitaba expresarse en continuas lamentaciones o apelaciones al perdón divino por el alma del disoluto, y sentimiento de derrota anticipada que nos legó como sangre a los nuevos frutos.

Luché internamente contra el significado de la historia del abuelo desordenado, porque me parecía de mal agüero cargar con ella hacia un misión donde necesitaba lo contrario. “Los males de familia no se transmiten”, pensé, mientras subía con Menelao al autobús, oyendo sus especulaciones de vendedor entusiasta, pero sin arte oratoria.

Las dos horas del viaje las completé robando ímpetu al viento que se colaba por las ventanas. Quería ser ese viento. No tener ninguna forma humana y poder atravesar los campos con la despreocupación de una criatura silvestre. La sola conversación de Menelao, su gran admiración por las proezas de Raúl, sus referencias a la superioridad de su hermana en asuntos de ventas y otras banalidades, me hacían sentir que estaba en el infierno. Que salir del colegio había sido entrar al infierno. A través de los campos se me figuraba la existencia de una ciudad libre de Menelaos y de hermanas ambiciosas y de hombres rapaces y de ollas que pueden darte la felicidad económica.

El pequeño pueblo apareció ante nuestros ojos bajo un cúmulo de radiante bruma mañanera. El aroma de las cosechas de café, un aroma dulzón, pletórico de bonanza, nos picaba las narices. Desde el vértice de una delgada curva vimos el perfil de la iglesia, y algunos despreocupados viajeros se empezaron a bajar en sitios aledaños. Los miramos descender del autobús y dirigirse con parsimonia hacia casitas cubiertas por matas y enredaderas tupidas de flores.

Ya en el parque nos sentamos en un poyo y descansamos bajo las altas palmeras. El radiante día que nos rodeaba no podía ser pasado por alto, así que nos paseamos por las calles, sin dejar de hablar de las ventas que haríamos. Menelao era optimismo absoluto y no dejaba de mostrarlo en cualquier momento. Sin embargo, su optimismo era solo una dosis. Mañana tendría que ir por otra donde Raúl, o adquirirlo de un folleto redactado para vendedores de la casa matriz en Estados Unidos.

La esperanza en la conversión económica me sostuvo en el asiento del vetusto autobús que nos llevó a Candelaria, y me hizo reforzar los formulismos triviales que lanzaba Menelao acerca de la obtención de grandes bonificaciones, sonriéndole a veces con ese inconfesable dolor que nos produce el fingimiento necesario.

Solo al descender del armatoste, y tocar con mis polvorientos zapatos la tierra que había sido el escenario de la infancia de mi padre, me cubrió una nostalgia que se disipaba como un pájaro hacia el cielo azul. ¿En qué rincones habría padecido mi padre la terrible hepatitis que lo hizo sucumbir hasta quedar hecho un harapo? ¿Qué parte de esta tierra guardaba el sudor de agonía de mi abuela, que expiró de peritonitis mientras los vecinos ponían ladrillos calientes sobre su estómago? ¿Por cuál camino descendieron los pasos de mi padre en busca de mejores horizontes? ¿Qué albergó en su pensamiento? ¿Cuáles habrían sido las tierras despilfarradas por el abuelo disoluto? ¿Caminaba yo con Menelao por encima de ellas? ¿Serían tantas hectáreas o había algo de invención en esas historias?

El sol de Candelaria ponía el suelo de color ocre. Las cigarras producían sonidos casi visibles. El murmullo de las infinitas hojas de los cafetos se confundía con el de los cogedores de café. Vimos laderas donde solo se alzaba una casita rodeada de un movimiento ufano: el precio del café se pagaba bien y la gente estaba contenta.

Menelao me señaló una sencilla vivienda que imperaba alrededor de un cafetal cuyo verde competía con el rojo chillón de las bandolas caídas por el peso de los granos. Hasta allí se decidió, dando enormes zancadas, como un antílope.

¡Sorpresa!

Una mujer retozona nos abrió la puerta. Una vez que Menelao hubo explicado la razón de nuestra visita, nos hizo pasar adelante. Su cordialidad nos hizo sentir renovados, porque estábamos por perder el aliento, algo que no se debe abandonar nunca en estos malditos quehaceres. Mientras Menelao preparaba su exhibición de ollas inoxidables, las tres hijas de la señora se hicieron presentes, más quizás por la descripción que les hizo la madre en secreto de la apariencia prototípica de este. Afectando impresión e interés desmesurado, las tres mujeres, hermosas y frescas todas, no cesaban de interrumpir a Menelao en su aburrida defensa del producto. Hechizadas por la voz débil pero suplicante de mi amigo y por sus rasgos de estatuaria griega, empezaron a competir en gestos y miradas para atraer la atención del guapo, una oportunidad digna en una comarca cafetalera y de pocos habitantes.

Como el propósito de Menelao era vender, desplegó muy pronto un serio contrato sobre la mesa que las mujeres apenas percibieron. Un guiño me permitió confirmar que muy pronto íbamos a ser testigos de una venta fácil y sin impedimentos. Sin embargo, la madre, saliendo ella misma de los vahos del encanto producido por el rubio capitalino, nos hizo una señal en medio de una batalla que parecía ganada desde nuestra llegada, aduciendo que el criterio decisivo para la adquisición de las ollas, como debíamos haberlo sabido, recaía en la voluntad de su esposo.

Amo y señor de la situación, Menelao instó a las mujeres a que buscaran al esposo y padre, para que también se uniera al corro de admiradores de las ollas.

La orden fue digerida con rapidez, y la madre, sabiendo que la disputa de las hijas iba en aumento y peligrosidad, con lo que ninguna de ellas se ausentaría para darle más chance a otra, salió en busca de su marido, internado en sus cafetales.

La efímera ausencia de la madre fue aprovechada por las jóvenes mujeres para pulir sus armas de guerra, pero Menelao, como correspondía en un caso como ese, jugó al inocente inaccesible, papel que las provocaba aun más. La refriega fue interrumpida, sin embargo, cuando el padre asomó por una de las puertas traseras, con su traje caqui y sus altas botas de hule. Aleccionado por la esposa durante el camino, venía dispuesto a firmar cualquier cosa: ¿no habían sido unos años de magníficas cosechas?

En un clima que se hacía casi familiar, el hombre nos confesaba algunos de sus intereses futuros. Era un hecho inminente que algunas de sus hijas necesitarían ir a la universidad y estaba pensando en disponer de vehículos. Las hijas lo mimaban apretándolo por el cuello. Su mujer le daba tiernos codazos para que dentro de sus planes no se olvidara de sus necesidades de esposa, a lo cual el hombre le reprochaba haberse ido llenando de artículos que compraba a un montón de vendedores, que luego amontonaba sin saber qué hacer con ellos.

El finquero se sentó sobre una de las sillas del comedor para mirar el contrato y hacer muestra de su capacidad de firmar tales papeles ante sus hijas que, felices de poder contribuir con el destino laboral de Menelao, no cesaban de estimular a su padre sobre la importancia de contar con las ollas. Fue en ese momento que el hombre, adormilado, pero no ciego por las telarañas, dirigió una mirada más certera sobre la mercancía reluciente extendida sobre la mesa. Contrariado por lo que pudo averiguar, jugó con el bolígrafo que le extendió Menelao, mirando de pronto hacia el vacío. Como si algo lo hiciera sentir pena, pena de no poder cumplir todos los deseos de la gente, se excusó un momento y se perdió de la sala. Al cabo de unos segundos retornó con un paquete polvoriento del que fue sacando el juego de ollas marca Rena Ware. El encantamiento de todos se hizo pedazos. El finquero también parecía pedir perdón, perdón porque muchachos tan trabajadores vinieran en balde hasta su casa. Aun así, nos desafiaba a que le ofreciéramos cualquier cosa con tal de seguir agradándonos a todos. “¿Que llevan de más?, ¡a ver, quiero ver!”. Si hubiéramos sido vendedores de carros, los deseos se habrían cumplido, pero no llevábamos más que una sartén, bastante modesta en precio.

Además, Menelao tuvo que volver a rendir la explicación sobre el uso de las ollas, advirtiendo sobre el pecado de mantener en una bodega recipientes tan caros, útiles y saludables. Finalmente partimos. Exhaustos. 

El alza del dólar 

El apocamiento que esas primeras experiencias pudieron provocarme no fue suficiente. Ensayé una y otra vez ante clientes invisibles, y vecinos colaboradores, la forma de vender un equipo de ollas. Cuando me disponía a hacer uso de mi parafernalia de vendedor en cierne, el dólar se encumbró como nunca antes y los precios de las ollas brillaron en altitudes inaccesibles para la mayoría.

Menelao fue instruido para seguir adelante, y aunque parecía dudoso, me aseguraba que todo volvería a tomar su cauce.

Yo renuncié a nuevas incursiones. Pero tuve sueños en los que vendía miles de ollas y me casaba con la hermana de Menelao, solo como premio por haberme convertido en el mejor vendedor del año.

Cuento de Guillermo Fernández

 

Ver, además:

 

                      Guillermo Fernández en Letras Uruguay

 

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