Hagamos un ángel
cuento de Guillermo Fernández

No me gustaría ser aquel a quien he convertido en ángel.

Robert Walser, “El ángel”

A la recepción de nuestra revista llegó la carta de una niña de doce años. La editora creyó que se trataba de una broma y me extendió molesta la misiva, dando por descontado que yo la habría de arrojar al bote de basura. Solo en la tranquilidad de mi casa, mientras mi esposo y los niños dormían, desplegué la carta sobre el escritorio y la leí descubriendo que el bromista era listo. Me gustó sobre todo la manera de imitar la letra rudimentaria de una niña de doce años y los giros inocentes de su mentalidad: 

Queridas señoras:

Me encontré su revista en un basurero y la leí con gusto. Era de un número anterior, el 20, creo. Ahora ustedes publican ya el 22. Eso no importa. A ustedes les agradará saber que la leí con muchas ganas. Mi maestra nos dice que el hábito de la lectura se desarrolla leyendo todo lo que caiga en las manos. Me interesó sobre todo la sección de “Manualidades” que ustedes dedican a la confección de un ángel para Navidad.

Seguí paso a paso todas sus recomendaciones. Antonia mi vecina me ayudó a buscar los materiales. Para eso tuvimos que desviarnos un poco de la lista que ustedes anotaron. Hay algunos que no pudimos encontrar. Para ser sinceras con ustedes, fue necesario que robáramos la mayoría. Sin embargo, como se trataba de hacer un ángel, no nos importó. Antonia consiguió el estereofón, el mecate para el pelo, la tela de yute y la cartulina. A mí me tocó la lija de madera fina, el hilo blanco y la aguja. Para dar con un poco de pintura y los pinceles fue necesario hacer algunas hazañas que no mencionaré en esta carta.

Las dos nos esmeramos mucho. En el patio de la casa de Antonia hay una bodega donde su papá arroja lo que no sirve. Nos quedó un lugarcito para nuestro trabajo, lejos de la mirada de los demás. Después de venir de la escuela nos íbamos las dos. Como nuestras familias son muy grandes nadie se da cuenta de nosotras. Esto de las familias de muchos miembros tiene sus ventajas. Puede una desaparecer y nadie se entera.

El hecho es que nos pusimos a darle forma a nuestro ángel y le cuento que se parece mucho al de la fotografía. Antonia se sorprendió bastante cuando lo terminamos. Apenas lo podía creer. No contentas con este, seguimos trabajando en detalles. ¿Qué sé yo? Las alas de cartulina tienden a caerse. Eso no es bueno. Así que les introdujimos unos alambres. Con estos las alas cobraron fuerza. Parecía un águila. Entonces dibujamos en su rostro una sonrisa amistosa. No queríamos un ángel serio o simplemente bonachón, como ustedes lo presentan, sino un ángel de sonrisa simpática. Sin exageraciones.

El día que Antonia y yo vimos acabado nuestro ángel, nos sentamos a su alrededor, orgullosas de su belleza. Lo habíamos puesto sobre una mesa inservible de metal y la luz de un agujero que caía desde el techo lo cubría. “¿Qué haremos ahora?”, nos preguntamos.

En ese momento el ángel movió las alas, sacudió su cabeza e hizo un giro espectacular con sus ojos. Al ver el sitio en el que estaba, se asustó sobremanera. Hemos oído hablar del ángel de la guarda, pero el que acabábamos de hacer no era de esa clase. Era un pobre ángel asustadizo.

Cuando quisimos consolarlo, el ángel se echó para atrás. Las dos pegamos un grito temerosas de que se destrozara en el suelo, pero, ¡qué tontas!, el ángel se suspendió con sus alas, al igual que un colibrí. Desde allí, con los ojos llenos de miedo nos miraba, sin hablar. Luego, voló por toda la bodega quizás buscando una salida. Como no vio ni ventana abierta ni agujero, se empezó a golpear contra las paredes, despachurrándose un poco el pelo de yute y haciéndose heridas. Al caer al suelo, gimiendo, Antonia y yo lo recogimos y, mirándonos las dos, comprendimos que nuestro ángel nos iba a dar guerra, por lo que aprovechamos ese instante para cortarle las alas; no de manera definitiva, sino para que no se hiciera daño.

Sus gimoteos se acrecentaron cuando vio que guardábamos sus alas en una bolsa. Más tarde le hicimos caricias que aceptó con prudencia y le tratamos de explicar lo que habíamos hecho. El ángel pareció comprender y se durmió, cansado de sus movimientos.

Al despertar, nosotras proseguíamos allí. Habíamos dispuesto, mientras dormía, un lugar adecuado para él en la bodega. No sé por qué, Antonia robó de su casa un florero con algunas rosas, tal vez para que se sintiera a gusto. Al verlo, el ángel se abalanzó sobre las flores y se las comió. Fue la primera vez que lo vimos sonreír. En ese momento comprendimos que comía rosas. Y solo rosas porque le trajimos muchas clases de flores que encontrábamos al volver de la escuela. Flores que una encuentra en el camino o que cuelgan de las tapias. Flores que botan de las floristerías.

No saben lo que hemos debido hacer para alimentarlo. Hemos tenido que meternos a peligrosos jardines. Muchas veces nos pillan y debemos correr. Llevar las rosas a tiempo se nos ha vuelto un trabajo muy duro. El ángel reclama su ración de rosas y como le hemos cortado las alas nos da remordimientos. Nosotras le hicimos esa horrible mutilación, aunque podríamos simplemente devolverlas a su sitio. El problema es que las dos lo queremos demasiado. No dejaríamos que huya. Con todo y tener que realizar por él tantas incursiones a los jardines, el mirarlo engullendo su ramo de rosas nos contenta. A veces solo las mira atentamente, como si no las quisiera y, después de unos segundos, saca una lengüilla tan pequeña como la de un pájaro y las empapa de saliva. Las rosas se llenan de un brillo parecido al amanecer. Luego les arranca los pétalos, con ternura, uno por uno, cuando ya las flores parecen luces de bengala, pero no con sus dientes. Los pétalos se deshacen antes de llegar a su boca, resplandeciendo.

Sé que nuestro ángel está encarcelado. ¿Pero es que no nos pertenece? Quizás no. Eso lo he discutido con Antonia que es más aferrada en estas cosas. Para mí, el ángel es solo un invitado. Vivió porque nosotras queríamos mucho algo nuevo en nuestras vidas.

Miren ustedes, nuestro caserío es casi siempre gris. Las fachadas de las casas están torcidas. Los techos se inclinan y se comban como si sostuvieran pesados elefantes. Desde allí su peso obliga no solo a los sillones sino también a cosas tan pequeñas como roperos y vasos. Tiene algo extraño nuestra vecindad que no quiere ser bella. No es solo falta de dinero. La falta de dinero afecta a la gente hasta cierto punto. Es libertad de las personas dejar que un faltante de suerte destruya sus días y sus pocas posesiones.

Al parecer, en nuestro caserío la mayoría tomó en serio esto de ser pobre. Nadie pinta las paredes. Las grietas se dejan durante largos años, como si no hubiera tablas en algún aserradero que se pudieran obtener a un precio módico. Como nadie quiere ver mucho en el interior de las casas, la luz casi no existe. El televisor pasa prendido todo el día, tal vez para que nadie ose hablar sobre asuntos importantes.

Tiene que haber un momento para decir: “¡ya basta!, necesitamos un lindo caserío, con cortinas nuevas, simples pero limpias; macetas en los corredores y árboles en la rotonda”.

La ausencia de este colorido esencial nos ha dado a Antonia y a mí por contarnos cosas que nunca nos suceden.

—Es una orden desde hoy –le dije un día– que nos contemos solo lo que no nos pasa. Ni vos ni yo tenemos que saber lo que ocurre en nuestro mundo. Las historias de todos los días son estúpidas. No alimentan a nadie. No hermosean la vida de ningún ser humano. En cambio, lo que una sueña puede cubrir de luz el cuarto donde se duerme y esparcir un poco de alegría sobre la calle donde se sale a buscar momentos sin nombre.

Desde ese día, Antonia y yo somos de una familia diferente. No pertenecemos al vecindario más que en apariencia. Cuando suceden cosas terribles como muertes, peleas o borracheras, nosotras no ofrecemos curiosidad. Hemos matado la curiosidad hacia lo feo. Y aquí es donde de seguro entra nuestro ángel. El vino porque cuando se vive de acuerdo con leyes verdaderas acontece lo justo. ¿Es justo tener un ángel, incluso un ángel asustadizo? Yo creo que sí. Dios tiene que verla a una contemplando las cosas grises como cosas grises, y arrepintiéndose de haber nacido en un mundo donde nadie tiene tiempo para repintar un muro o poner una maceta a la entrada de la casa. Una no tiene por qué amar los corazones que se vacían, y en nuestro caserío hay mucho corazón pegado a la ropa como una mano tiesa.

Volviendo a nuestro ángel, es necesario decirles que vino a nosotras un mes antes de Navidad. Sabemos que no era el fin de ustedes darle vida sino el que sirviera de adorno a los hogares. En el fondo sabíamos que no íbamos a llevarlo a ninguna de nuestras casas porque la gente de nuestro barrio celebra cuando alguien se pega la lotería o cuando el equipo de fútbol favorito gana cinco a cero; no cuando dos niñas traen en sus manos a una criatura inocente, llena de temor.

Antonia me dijo que deseábamos tanto algo así que bajamos un ángel y le dimos vida a los materiales de su revista. Si ustedes se ponen a pensar, casi todos los cuentos son de niñas que abren puertas y recuperan extrañas bellezas perdidas. Nosotras creemos que las niñas son los seres más poderosos. Nadie en este mundo es tan fuerte como la ilusión de una niña de doce años. ¿Verdad?

Asumimos entonces cuidarlo como si fuéramos sus padres. Y cada día se aprende algo nuevo de él.

Aparte del problema con las rosas –que no es tan agradable por cierto sino cuando se las come–, hemos visto que el ángel tiene sueños del mundo de donde fue arrancado.

Cuando esto le ocurre su piel de cartulina se oscurece. Sus ojos angélicos se vuelven diabólicos. Una vocecilla gimiente sale de su boca y nos llena de melancolía. Es como una canción.

La melodía es tan hermosa que ambas nos abrazamos, llorando.

Un día estuvimos a punto de llamar a nuestras familias y al vecindario entero porque nos pareció que algo tan bello debería ser escuchado por toda la humanidad. Nos levantamos del suelo, llenas de escalofrío; nos sonreímos presas de terror. Pero no lo hicimos.

—Hay egoísmos válidos –me exclamó Antonia–, no es un pecado oír tanta belleza solitariamente.

Antonia tenía razón. Sin embargo, pensé que nosotras no éramos las dueñas de ese canto, y los demás se estaban perdiendo una melodía crucial, perfecta, transformadora. Los demás no tenían por qué estar excluidos y sentir que la vida los había olvidado. A mi insistencia, Antonia repuso:

—Tal vez nadie quiera oírlo.

Ante tan rudas palabras me senté de nuevo en el suelo y seguí escuchando el canto del ángel. Su voz se hacía dulce, suplicante, y también había en esa dulzura una especie de profundo abandono.

Bueno, dejo esta carta aquí por ahora. En cuanto suceda algo diferente y digno de ser relatado les escribiré de nuevo.

Sus amigas,

Ester y Antonia

Después de leer la carta me fui a dormir. Era evidente que el escritor deseaba tomarnos el pelo para que tal vez nos sintiéramos obligadas a publicar su historia en la revista.

Me olvidé de esa burla que, sin embargo, me hizo sonreír y comprender, también, que el relato carecía de originalidad. Ya los cuentos sobre ángeles están escritos. No es un secreto para nadie que vivimos en una época donde todo el mundo se autoriza a escribir sobre este hecho. Muchos se sienten tan especiales como para atraer presencias angélicas a sus casas. Vivimos el tiempo de los egos disparatados. Horóscopos, retórica curativa del alma, viajes en el astral, ovnis, hermandades poseedoras de la piedra de los alquimistas, científicos que clonan ovejas. Hay para todos los gustos.

En mi caso prefiero entrevistar a seres de carne y hueso, con problemas como los demás y superados en la vida por la inteligencia y el tesón propios. Los milagros me dan alergia. Las cosas del más allá me aburren como la comida vegetariana y el amor por “Internet”.

Aun así, la curiosidad sobre la carta me rondó la cabeza por varios días. No debo ocultar a nadie que para mi sorpresa me dirigí una tarde hacia el barrio descrito por la niña de doce años, como si hubiera perdido la ruta. Fue una traición planeada por mi inconsciente. Quizá el deseo muy hondo y primitivo de que algo de la carta fuera verdad.

El barrio me pareció muy abandonado. Ester tenía razón al decir que se respiraba una especie de derrota en las fachadas. Una se puede ir acostumbrando al rostro cotidiano de su país, pero aceptar con frío estoicismo la miseria es otra cosa…

Recuerdo haber dejado el carro en un estacionamiento por temor de que me lo robaran. Caminé por la ruta consignada en el remitente del sobre y creo que lo vi todo vacío. Sin encanto. Completamente gris. En el aire se respiraba el humo de una conocida fábrica de manteca. Un olor incesante y vomitivo. Realmente estuve a punto de irme, mas cuando pasé por la supuesta morada de Antonia decidí tocar la puerta. Habría muerto de vergüenza si me hubiera visto alguna de mis compañeras periodistas. Y me di ánimo para no llegar a afligirme, en caso de que luego de mis preguntas alguien de la casa me hubiera tomado por loca.

Sin embargo, nada de eso sucedió.

Quien me abrió la puerta fue Antonia. Así me dijo que se llamaba cuando la interrogué sobre la carta. La niña no estaba extrañada de verme allí. Al preguntarle por Ester, la jovencita se quedó en silencio. Sus pequeños ojos castaños se abrieron y cerraron como un mensaje de misteriosa noticia anticipada. Miró hacia el fondo de su casa, con cautela, y cuando supo que podía actuar, me tomó de la mano y me llevó a una contigua y miserable tapia de cinc, donde me hizo pasar por una abertura. Al fondo de la casa vi la bodega. Entre esta y la puerta de atrás observé ropa tendida, una ropa que me pareció muy ajada por el sol.

Temerosa de caer en un sueño sin retroceso, me detuve:

—Esperá un momento, ¿entonces es todo verdad?

—Sí.

—¿Y nada más ustedes lo saben?

–Bueno… Solo nosotras lo sabíamos hasta hace poco.

Realmente la idea de Ester de que éramos unas egoístas y que el ángel solo nos servía de alimento a nosotras me empezó a convencer a mí. Un día me decidí a hacerlo.

—¿A hacer qué, niña?

—A presentárselo a alguien más.

—¿Cómo?

—A mi papá el borracho.

—¿Y qué sucedió?

—Abrimos la puerta y lo condujimos hasta el umbral. Mi viejo me levantó el dedo índice en señal de amenaza. Pero cuando dio un paso hacia el interior y miró a nuestro ángel cayó de rodillas. Al oír su canto empezó a llorar. Temerosas de lo que pudiera pasarle, qué sé yo, un ataque cardiaco o algo así, corrimos para acompañarlo, pero ya era tarde.

—¿Qué decís?

—Llegamos tarde. El ángel lo devoró. Ese día supimos que no solo comía rosas sino también gente triste, sin esperanza.

–Ah, sí, ¿y vos pretendés llevarme a la bodega para que tu amigo me devore?

—No se preocupe. Ester está con él. Le acaba de llevar a su abuela. Yo también le llevé a mi abuela y a mi tía. Poco a poco el barrio va a quedar solo con la gente necesaria. Y si no queda gente entonces la traeremos de otra parte. Destruirán estas casas. Levantarán edificios bellos. ¡Sígame, no tema! Cuando no tengamos rosas le llevaremos a alguien que ya no necesite del mundo. El ángel se le quedará mirando con lástima. No, no es lástima, sino, como dice Ester, ¡interés religioso! ¡Sí! ¡Un gran interés religioso! En menos de lo que canta un gallo, nuestro amigo se incorpora de su aparente timidez, hace como si ensanchara las alas –recuerde que se las hemos cortado–, embruja al oyente con himnos desgarradores, y sin que se percate lo engulle con su boca de pájaro, como si fuera una termita. Al igual que las rosas, todos desaparecen, sin dejar rastro, en una estela brillante. ¡Tiene que verlo! ¿Usted cree que pueda salvarse la abuela de mi amiga? ¡Qué va! ¡No lo creo!

La mirada de la niña se me volvió maléfica. Algo se había encendido en el fondo de sus ojos que miré al principio sin mancha. Rápidamente solté su mano que había aceptado estrechar mientras me llevaba hacia la bodega. Di unos pasos atrás, estrellando mis tacones contra viejas llantas y resortes de catres oxidados. La niña me miró exenta de emociones. Como una criatura de otro mundo. A la espera.

Fue inesperado el momento en que la puerta de la bodega se abrió. Una niña hermosa, Ester, salía con toda serenidad y al ver a su amiga hizo un signo negativo con la cabeza. Al verme, se extrañó. Antonia de inmediato corrió hacia ella y le dijo algo en el oído. Ester se llenó de júbilo y me extendió una de sus manos. Yo retrocedí hacia la puerta de cinc y, sorteándola, de golpe salí corriendo.

A los meses volví a pasar en mi carro. El barriecito ya no existía. Todo había sido demolido para construir un centro comercial. ¿Dónde estaban las niñas? ¿Qué había pasado con el ángel? Creo que tarde o temprano ellas debían de ser devoradas. Mientras tanto, la gente seguiría desapareciendo, poco a poco, en esa parte de la ciudad o, en cualquier otra.

Cuento de Guillermo Fernández

 

Ver, además:

 

                      Guillermo Fernández en Letras Uruguay

 

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