Camino de estelas
Cuento de Guillermo Fernández

Para Eliécer Chavarría

 

A medida que pasaron los años, sin embargo, se fue haciendo indiferente al reclamo de las tierras exóticas. Se vio a sí mismo inmerso en la extraña y embarazosa situación común a todos los marinos:

no pertenecía, en última instancia, ni a la tierra ni al mar.
El marino que perdió la gracia del mar, Yukio Mishima

Recomendado por un amigo, acepté un trabajo de mecanógrafo en el periódico Excélsior.

No había olvidado que el 26 de diciembre de 1972, fecha de mi cumpleaños, había salido del puerto de Golfito –luego de recibir un cable de Miami firmado por el señor Onorati, General Manager de la Wesfruco–, con destino a Puerto Barrios, Guatemala, donde me embarcaría en el Lord Frontenac, construido, como todos los barcos de la compañía, en Francia. La flotilla constaba de 10 barcos y casi todos eran lores: Lord Niágara, Lord Deepe, Lord Frontenac...

Eventos como este se mantuvieron nítidos en mis primeros días como funcionario del periódico. Mis compañeros de trabajo me ayudaban a guardar una memoria de mis travesías por mar, debido a que constantemente me preguntaban sobre ellas. Me gustó contarles anécdotas, a la hora del café o en los interludios de los almuerzos:

Fue una gran sorpresa –les decía– que el mismo día del primer embarque no hubiera radiotelegrafista en el Lord Frontenac, pues el anterior a mí se había peleado con el capitán Rioja, no habiéndome esperado para explicarme los ajustes de los transmisores, receptores y muchos aparatos más. Yo mismo traté de conocer el manejo de estos y, después de tres horas, ya estaba recibiendo el primer reporte del tiempo.

La mayoría de la gente mira la televisión y acepta más el maquillaje que la experiencia verdadera –les aseguraba–. En el rostro de los náufragos hay una transfiguración que solo puede verse en el momento del rescate. Cuando nuestra nave salvó a tres marinos, únicos sobrevivientes de un barco que transportaba hierro, habían pasado tres días asidos a una balsa, con todo en su contra. Había uno de ellos que tenía una pierna herida. No solo era el hambre, la sed y el sol lo que los venía matando, sino el hecho de que los tiburones andaban cerca. La huella de todas las adversidades estaba impresa en sus rostros. A pesar del naufragio, la destrucción y las necesidades insoportables inspiraban el respeto de quienes han traspasado el nivel...

El hecho de contar mis experiencias en los barcos mercantes me producía, al principio, el sentimiento de ser diferente. Consideraba limitados a mis prójimos porque jamás habían navegado en barcos en los que yo había sido tripulante. Era una consideración que, con el transcurso de los meses, me tuve a mí mismo porque mi trabajo en Excélsior se volvía monocorde. Mis dedos eran hábiles con las viejas máquinas composser y desarrollé una velocidad digna de verse.

Esta labor podía ser buena para sobrevivir; pero nunca se ajustó a mi temperamento. No tenía previsto que mi nueva ocupación, las constantes demandas de mi señora y la formación del hábito, cada día más enraizado en mi rutina, de ver levantarse a mis hijas, acariciarlas, llevarlas a jugar los domingos, estar cerca cuando lloraban, irían alejándome de la idea del mar.

Sin embargo, uno puede apartar una inclinación por una larga temporada. Lo más probable es que, cualquier día, nos den ganas de llorar sin razón o de ponernos iracundos con quien nos hace una pregunta inocua.

Entonces ocurrió lo predecible. Mis compañeros de trabajo dejaron de escrutarme sobre mis peripecias en altamar. Me transformé en un obrero como todos. Mi mujer guardó mis fotos de oficial en álbumes sellados:

—¿Dónde están las fotos? Vladimir quiere verlas... –le pregunté a mi esposa una noche que invité a un compañero nuevo a mi casa.

Ella me respondió, apenas asomándose por el vano de la puerta:

—Están en el álbum verde, pero tiene llave. Creo que vos la perdiste.

El mundo en sí quería borrar todas las pistas de cuando era oficial y me extraviaba toda relación con mis días oceánicos. Empecé a sentirme realmente denso. Engordé mucho en esos días porque me puse demasiado ansioso.

Cierto día mi primo Vicente me detuvo en una calle y me preguntó cuál había sido mi mejor experiencia como marino. La pregunta me obligó a recordar minucias de mis travesías. Fue cuando se me vinieron de golpe, como un árbol iluminado, la visión de muchas ciudades y gentes.

“Sí, sí –le respondí–. Una Navidad, en Nueva Orleans, fuimos invitados a pasar en las casas de una misión de marinos. Se nos dio una acogida maravillosa. Hubo licor, baile y una cena espléndida. Al día siguiente nos llevaron a conocer unas playas. Esta es una magnífica costumbre que existe en Estados Unidos y en Europa, y me afirmó la noción de que hay amigos para los viajeros en todo el universo. Es difícil explicar que gente extraña te acoja en su hogar y que te sirva de su propia mesa. Lo mismo ocurre cuando viajás con hombres de distintas nacionalidades y tenés que aprender algo de ellos para comunicarte. Un poco de griego, de inglés, de alemán, de ruso. Al principio se deben decir las peores palabras de todos los idiomas para que te tomen respeto. Esas son las primeras palabras, también, que aprenden los niños y que, entre marinos, es necesario conocer para que te traten como en familia.”

La respuesta que di la hice desde el corazón. Solo después de unas horas, mientras hacía reparaciones en el techo de mi casa, me reproché a mí mismo haber dado una respuesta a Vicente, que tal vez no era la real.

“No se puede hacer una discriminación –le debí haber explicado–, al menos no por ahora.”

Y hubiera sido mejor dicha otra respuesta porque la Navidad en Nueva Orleans solo fue uno de tantos encuentros dignos de ser recordados.

 

Angustiado por el trabajo mecánico de Excélsior y los recuerdos de horizontes y ciudades que ocasionó la pregunta de Vicente, quizás atraje que la compañía naviera donde trabajé me llamara de nuevo; al no aceptar, porque también estaba a gusto con mi mujer y mis hijas, me ofrecieron honorarios más altos. Posiblemente el motivo económico me relanzó a la navegación. Era un hecho que la familia me haría falta. Analicé que el aumento en el salario era una excusa entendible a medias por mi esposa: en verdad, quería ejercer como oficial radiotelegrafista y, ahora, en el Lord Niágara.

Como mi esposa tenía tres meses de embarazo acepté el puesto por un año. Volvía cada mes a Puerto Limón. Estando de vacaciones fui llamado por la compañía suiza Swiss Outremer, a la que envié mi currículum siendo oficial de la Wesfruco, pues pagaban más. Un radiotelegrafista suizo del barco Cabalino me había hecho la conexión. Ingresé, para empezar, haciéndole las vacaciones al radiotelegrafista del barco Favorita, un barco bananero que más bien parecía un crucero. Una nave modernísima.

Gracias a esta prueba, me contrataron para el barco Cassarate, donde fui testigo de la disciplina alemana. Cuando el capitán Ladewig quería jugar conmigo master mind, me gritaba con su vozarrón: Funker, Funker. Mientras jugábamos bebíamos cervezas como Becks o Kool.

El asunto de la disciplina tenía sus fisuras. La tripulación se ordena para navegar y cumplir con las misiones, pero el mar produce efectos en los hombres contrarios a los de una rígida conducta.

Quizás lo que me gustaba de los barcos era eso: reírme de la jerarquía una vez que se llegaba a los puertos. Confabularme con mis amigos. Bañarme con las auras de los meridianos. Experimentar en el rostro la influencia de una mañana desde el suelo de nuevas geografías, urbes, aguas.

Si en el mar convergen los grandes ríos como el Amazonas, el Nilo, el Orinoco, el Mississippi, en los puertos suelen confluir todas las etnias. Allí la sangre de todo el mundo se da la mano, o, por lo menos, se mezcla ardorosamente. En los puertos del mundo no hay un etnia en particular sino un solo cuerpo de músicas, historias, risas, peleas, neblinas, huracanes, borracheras, naves, mercancías, dineros, hoteles, pitazos, escaparates, tripulaciones, desnudos, vagos, tatuajes. Y cuando se llega a estos se pierden las líneas de la corporeidad propia. No se es más que un tizón agitado en la marejada ígnea que los incendia durante las noches y los vuelve a edificar en el amanecer.

Esta era la emoción que había perdido y a la que deseaba volver una y otra vez. Era, también, la emoción buscada por los demás marinos. El comercio nos suplía de naves maravillosas, de 16 a 18 nudos de velocidad, que nos llevaban en días tan solo a ciudades como Ciudad del Cabo y sus zoológicos; East London y sus astilleros enormes; Hamburgo y su estruendosa avenida de San Paulis; Liverpoll y sus autobuses de dos pisos.

Quienes recibían el importe de las jugosas ventas de banano no sabían que ellos trabajaban para nosotros de alguna manera. Desde las agencias costeras nos mandaban mensajes para que pudiéramos sortear las devastaciones de los huracanes. No tenían la intención definida de dotarnos con rumbos hermosos y claros bajo el sol para que nos solazáramos ni creo que en los puertos internacionales se ocupasen de construir las guaridas del placer. Claro que no. Nadie trabaja gratuitamente para el esparcimiento de los otros. Pero podíamos pensarlo en algún momento. Podíamos pensar que las populosas ciudades costeras, una vez embarcados, desaparecían con la bruma. Ningún puerto era una realidad en sí misma, sino una aspiración, un anhelo.

 

Transcurridos tres años de mi segundo embarque volví con mi esposa y mis hijos. Me reincorporé al periódico Excélsior y me fui especializando en la corrección de pruebas, labor que realicé luego para otros periódicos. Esta vez la decisión fue rotunda. Los hijos habían crecido. Ellos comienzan a enredarte con argumentos. Y tuve que defenderme contra los cables que reiteraban sus invitaciones para que me embarcara por tercera vez. Los colocaba sobre la mesa y solía mirarlos como se mira un arma. Si me dejaba llevar por la invitación me convertía en asesino del hombre que estaba tratando de construir.

No es extraño tocar tierra, para el que ha navegado, y sentirse impropio. Sediento de algo que no es agua. Y andar con la sensación de estar siendo reclamado por el horizonte. Por el confín. Es algo que se debe superar con el tiempo. Estimé que el trabajo en el periódico me produciría desgaste. Y no digo desgaste del cuerpo físico sino de aquel otro que se había estado formando bajo mi piel, y que era el cuerpo del viaje, el nostálgico viajero pertrechado en mí.

Con los años me hice maratonista de éxito. Gané trofeos. Entrenaba muy de mañana para próximas competencias. De la embriaguez por las montañas de aguas de sal, pasé a la borrachera por los campos de hierba y las autopistas ardientes. Sudé hasta la última gota la amplitud del mar por mí conocido. Mis pies habían desarrollado una cualidad imprevista (aunque siempre fui gran jugador de futbol), porque deseaba pisar la tierra, de modo tan insistente, como para no alejarme nunca más de su orilla.

Ningún heraldo de mar tocó, entonces, a mi puerta. Los cables desaparecieron como por un acto de magia. Y me convertí en un corrector quisquilloso de esquelas para defunciones. Por mis ojos desfilaron los nombres de miles de muertos.

“Hoy hay un muerto importante, Chava –me decía el coordinador de anuncios para el departamento de filmación–. ¡Preparáte para la cosecha de esquelas!”

Y en verdad, la cosecha de muertos es la única que no falla. Las esquelas nunca faltan en las páginas de obituarios de los periódicos. Vi nombres renombrados y otros apenas conocidos. Nombres que el río de la muerte envuelve en sus aguas y los devuelve al océano de lo innombrable, donde nadie es Pedro ni María, donde nadie lleva ni siquiera el recuerdo de lo que vivió porque todo se disipa como la cola del cometa en los cielos.

Siempre guardé, aun así, muy en lo profundo, el ansia de reembarcarme. Cultivé esa esperanza porque la juventud nos convence de que está demasiado a gusto en nosotros. El día que se escabulle por una ventana, sabemos que no hay vuelta atrás.

En 1998, mientras hacía mi trabajo frente a mi computador apple, apareció la siguiente esquela: 

Los radiotelegrafistas del mundo y

Eliécer Chavarría lamentan

el fallecimiento de la clave Morse

Sus funerales se efectuarán

sobre las aguas de los océanos.

Después habrá competencia de fragatas

y bebetoria gratuita para todos los dolientes. 

Se trataba de una broma hecha por mis compañeros de trabajo. Y como ya sabía la noticia de la descontinuación de la clave Morse, me reí con ellos de la astucia. No entenderían jamás, ¡oh desgraciados!, que, aunque lejano, mantenía un anhelo. Y que la esquela representaba el adiós de un oficio y su transformación en historia.

La desventurada noticia me instigó una nostalgia por varios días. Y recordé la vez que mi primo Vicente me había detenido para preguntarme sobre cuál había sido mi más hermosa experiencia en altamar. Reflexioné, también, sobre mi respuesta y la insatisfacción que me produjo.

Un noche, necesitando ofrecerle otra versión a mi primo, lo llamé a su casa, aunque tenía años de no verlo. El hombre se sorprendió sobremanera cuando me oyó tratando de explicarme.

—¿Respuesta de qué, Chava? –me preguntó.

—Hace 19 años me interpelaste sobre la mejor experiencia que había vivido en altamar.

—¿Ah, sí?

—Pues te narré algo que no era cierto. Mirá, la noche navideña en Nueva Orleans fue muy bella, pero no fue mejor que otras noches.

—¿Entonces?

—No estaba preparado para decirte, en aquel momento, que el capitán español Jorge Rioja, del barco Lord Frontenac, en uno de mis primeros viajes, hizo algo muy extraño.

A principios de mi primer embarque, del puerto de Limón a Nueva York, después que dejamos atrás Cabo Hatteras, y casi por ingresar a Wilmington, Delaware, nos encontramos con una manada de ballenas, muchas con sus ballenatos. Delante de ellas iban docenas de delfines. La tripulación se mantuvo en la cubierta para observar la caravana.

Como al capitán Jorge Rioja le pareció muy hermoso, optó por seguirlas durante tres horas. Un cielo límpido cubría el curso del Lord Frontenac y de los cetáceos. El mar fluía como si estuviera risueño.

El chapoteo de las ballenas iba dejando una estela espumosa que el Lord Frontenac rompía con su poderoso tajamar; pero en la coincidencia de las estelas de los mamíferos y del barco, se produjo una estela mayor. ¿Cómo pudimos haber permanecido tres horas contemplando a los enormes animales? ¿Qué le sucedió a la mente de Rioja para no respetar su curso hacia Wilmington? ¿Por qué ningún oficial trató de disuadirlo? Creo que fue imposible para nadie optar por no ver el chapoteo de las ballenas. Se levantaban de las aguas y volvían a caer en un juego que nos pareció divino.

Para algunos seres el jugar debe ser la cosa más seria. Y para las ballenas el acto de incorporarse de las presiones marítimas, suspenderse en arco unos segundos, no solo era una acción que se hacía con el gozo más absoluto sino con la religiosidad más profunda.

Cuando llegamos a Wilmington nos esperaban los problemas. Sobre todo para el capitán.

El arribo estaba programado para las cuatro de la tarde y el Lord Frontenac desembarcó en el muelle a las siete de la noche. La demora causó una gran pérdida para la compañía y, en el siguiente viaje, las autoridades de esta nos esperaban en Charleston, Carolina del Sur, y el capitán Rioja fue despedido.

—Todo eso está muy bien, Chava –me respondió mi primo–, ¿pero qué hubiera pasado si hubieran seguido el camino de las estelas?

A la pregunta de Vicente no pude responder. Me quedé sin argumentos. Tartamudeé tontamente en el auricular.

 

Vinieron días duros para mi salud. Los médicos me indicaron que me despidiera del maratonismo. Las migrañas me atacaban de improviso frente al computador y eso me hacía pasar errores dactilográficos que los jefes me reprochaban con balances económicos.

—Don Chava, ¿cuánto lleva usted en el periódico?

—17 años, sí, señor...

—El médico recomienda un mes de descanso. Y esperamos que se reponga. ¿Verdad, don Chava?

—Claro... con mucho gusto...

Los días marinos se borraron de mis horizontes. Las travesías se transformaron en aventuras que le pasaron a un lejano Eliécer Chavarría.

Como hay preguntas cuya falta de respuesta nos puede ir matando con el tiempo, la voz de Vicente, convertida en una voz que lo trascendía a él mismo, era el timbre de un acreedor que martillaba mi cotidianidad.

“Sí. Chava. ¿Qué habría pasado si hubieran seguido el camino de las estelas?”

Me hice descuidado en mis asuntos. Mientras se precipitaba un aguacero, un vecino me indicó que abriera el paraguas pues lo llevaba en la mano y, aun así, me mojaba. Torpezas de toda clase, como romper el cheque de pago y quedarme con la colilla...

Mis evocaciones de la tripulación sobre la proa del Lord Frontenac me pusieron sobre una cuerda de equilibrista. Las analizaba con el propósito de hallar una solución. Maldecía en mi interior a mi primo por haberme formulado una pregunta tan peligrosa. Hay cuestionamientos que no se deben realizar a un hombre: “¿Existe Dios? ¿Para qué se sufre en el mundo?”

Sabía que las autoridades que despidieron a Rioja en Charleston, Carolina del Sur, jamás habrían de comprender que el capitán desvió el curso de la nave con un propósito esencial. Negligente hubiera sido su desinterés. Inhumano y estúpido hubiera sido cumplir con el horario, abandonando un instante donde todas las puertas que nos separan entre los hombres, y entre estos y los animales, estaban abiertas y nos unía un inmenso e inocente himno de alegría. Pero la posibilidad de seguir en pos de la manada de ballenas no tenía ningún sentido. ¿Hasta dónde podríamos haber llegado?

Un extraño limbo se aposentó en mis actividades y todo parecía haberse estancado.

Yo trataba de hacer mis asuntos: trabajar, comer, asistir a mi familia, conducir mi moto por las carreteras; pero, en realidad, comprendía que la pregunta de Vicente me había puesto de nuevo en mi tercer viaje y ahora sobre la tierra sólida.

En ese nuevo viaje, el Frontenac se había detenido. Rioja no había dado la orden de volver a puerto. Las ballenas seguían su curso delante de nosotros. El cielo estaba despejado como el ojo de un niño. La brisa era generosa. Hasta el barco tenía vida en su poderosa estructura. Rioja portaba sus binoculares y no se decidía a cambiar de curso. Estaba anonadado. Nos miraba con anhelo. Reía. Era un hombre libre y desnudo. Sin embargo, ahora Rioja era yo. Y no había más que mi presencia sobre la cubierta del barco. Aunque oía las voces de los marinos y rememoraba sus rostros, cada uno de ellos era mi propia forma de sentir y gozar. Inclusive el Frontenac era parte de mi propia sustancia.

Antes de consumirme con la indecisión, me dejé llevar por el impulso más hondo. No luché más. Estaba cansado.

Un día escuché nítidamente la voz de mi primo dentro de mí:

“Sí. Chava. ¿Qué habría pasado si hubieran seguido el camino de las estelas?”

Como lo había dado todo a ese impulso interno, me respondí:

“Las ballenas tenían un camino fijado, un camino libre, transparente. Los hombres no tenemos vidas propias. Le damos el nombre de aventura a todo lo que nos enerva. Necesitamos un gran estímulo para sentirnos vivos. Potentes licores, desconcertantes luces, párpados invitadores en una ribera soñada. Lo que sentimos ante las ballenas fue la nostalgia del cuerpo impostergable de Dios y tal vez nos quisimos fundir en su curso. No había necesidad de seguir buscando más afanes para justificar el nuevo día.

”¿Qué habría pasado si hubiéramos seguido el camino de las estelas? es una pregunta que solo sirve para arrojar un poco de luz en el sendero donde los hombres nos vamos inclinando, como ramas de árboles viejos. Mantenerla viva en mi corazón debe bastarme. No creo que ha sido formulada para ser respondida. Se trataba solamente de una invitación.”

 

Cuento de Guillermo Fernández

De Efecto invernadero, Editorial Costa Rica, 2001

 

Ver, además:

 

                      Guillermo Fernández en Letras Uruguay

 

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