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El asesinato de Julio César, visto con perspectiva actual en una novela reciente
Una inquietante lección de historia
Jorge Fernández Díaz

Los hombres, como los niños, queremos que nos cuenten siempre la misma historia, y el arte consiste en hacer que parezca siempre distinta. En las últimas Pascuas me la pasé leyendo por puro placer a un licenciado en letras clásicas especializado en topografía del mundo antiguo, que enseña en universidades de Milán, Venecia, Chicago y en la Sorbona, y que vive en las afueras de Módena. Se llama Valerio Massimo Manfredi y es uno de los grandes novelistas históricos de Europa.

En nombre de ese género, hay que decirlo, se publican a diario esperpentos literarios, falsificaciones burdas, tergiversaciones obscenas y biografías aburridas. Manfredi, sin embargo, tiene el rigor del historiador serio y el don narrativo, una conjunción astral que le permite ser una mezcla de Jenofonte y Salgari, como lo calificó un crítico del National Geographic. Es evidente que el autor de la célebre saga Alexandros sigue la máxima de Oscar Wilde: "El único deber que tenemos con la historia es reescribirla".

Los idus de marzo , su última novela, reescribe tres cosas: uno de los magnicidios más legendarios de la historia de la humanidad, la famosa tragedia en cinco actos de William Shakespeare acerca de la culpa y, sobre todo, la novela homónima y epistolar del norteamericano Thornton Wilder, que se hundía en la psicología de los personajes a través de interesantes soliloquios. Lo que para el Bardo y para Wilder era un drama humano y existencial alrededor de los planes secretos y las motivaciones personales que terminaron con la vida del emperador Julio César, para Manfredi es un thriller político. Pero escrito -algo bastante inusual- por alguien que entiende profundamente la política.

Entender esa materia parece fácil, pero no lo es. Notables periodistas y politólogos, reputados intelectuales y hasta dirigentes dedicados al asunto suelen carecer del don de la comprensión profunda de la política. A veces ese don se parece al oído musical. Uno puede aprender la técnica suficiente como para tocar el piano, y puede tocarlo aceptablemente bien. Sin embargo, un verdadero talento sabe de la música más allá de los mecanismos.

Algunos creen que cuestiones colaterales a la política son la política. Piensan erróneamente que hablar de la corrupción, del funcionamiento de las corporaciones, del prontuario y la personalidad de los dirigentes o incluso de las razones ideológicas de un acto de gobierno los hace acreedores a la virtud de entender de verdad esa materia difícil y apasionante. Eso sería como pensar que conocer la madera, dónde se fabrican las cuerdas, cuál es la medida ideal del diapasón y cómo se llama la escuela donde estudiaron los mejores luthiers construye necesariamente a un buen guitarrista. Quiero decir: Manfredi no sólo conoce los instrumentos; tiene además un oído político que está por encima, incluso, de su performance literaria.

Borges sostenía que los hombres estaban condenados a revivir, a través de los tiempos, una y otra vez los mismos hitos y batallas. Por fortuna, sin embargo, las democracias modernas tienen ahora formas menos sangrientas de sustitución de los elencos del poder. En América latina la tienen desde no hace mucho: desde que terminaron los siniestros golpes de Estado instrumentados por las fuerzas armadas y desde que los castigos se llevan únicamente a cabo mediante los votos y las urnas. Haciendo, entonces, esta salvedad crucial, el mítico final de Julio César sólo funciona hoy como una simple metáfora del ocaso y la derrota de un gobernante. Aclaración fundamental en esta época de mala fe, en la que cualquier cosa es manipulada para el escarnio.

Manfredi se refiere tangencialmente a esta metáfora cuando explica que lo sucedido en Roma el 15 de marzo del año 44 antes de Cristo tiene connotaciones en el presente: "Para la sociedad civil se planteaba entonces, como se plantea ahora, si se debe preferir la libertad o la seguridad y la paz". El poder total de César era el producto del largo período de desintegración y caos que lo había precedido. La sociedad buscó un hombre fuerte y luego comenzó a quejarse cuando ese líder providencial se perpetuó en el poder y adoptó las irritantes actitudes de un monarca.

Cicerón pensaba, en un primer momento, que esa asunción del poder era un mal menor, pero luego empezó a comprender que el descontento cundía por todos lados y que la defensa de las libertades cívicas quedaba subordinada a la tranquilidad. Esa tranquilidad, en tiempos contemporáneos, podría tener su parangón en cierta estabilidad económica relativa. Se me ocurre esta actualización dilemática: libertades cívicas versus estabilidad económica.

Para los romanos, este dilema significaba, lisa y llanamente, una lucha entre la república y la tiranía.

En palacio, una amante de César lo sorprendió en una intimidad exhausta y fatalista, y le dijo: "Cuanto mayor es tu poder, mayor es la envidia; cuanto mayor es tu valor, mayor es el odio. Es algo inevitable". César sentía que no sólo sus enemigos políticos preparaban su caída, sino que toda la sociedad esperaba, hastiada y ansiosa, ese desenlace. El resultado es conocido: un grupo de "luchadores de la libertad" esperan a Julio César en el Senado y lo apuñalan, y luego salen por la calle buscando las vivas y ovaciones del pueblo.

Los sucesos que siguen a esas primeras horas son más interesantes aún, puesto que encierran una inquietante lección política. El protagonista de ese segundo momento es Marco Antonio, futuro amante de Cleopatra y cónsul en funciones, un guerrero que había luchado junto a César y al que algunos habían intentado implicar en un complot: sugestivamente, Antonio no había aceptado el convite, pero tampoco había denunciado a los conjurados. Era un barón del partido del poder. E hizo de inmediato un descubrimiento asombroso: "No saben qué hacer. No tienen idea. Nadie se ha preocupado de pensar en lo que sucedería después". Se refería a los "libertadores", como se los nombraba. El único proyecto que tenían era desplazar a Julio César, una obsesión que no les había permitido idear qué rumbo le darían después al Imperio Romano.

A continuación, Marco Antonio se movió con rapidez y astucia. Procuró tener a mano, en estado de alerta y a modo de disuasión, un pequeño pero discreto ejército de legionarios, y pidió parlamentar con los senadores que habían vencido al dictador. En una cena con Casio, uno de ellos, le hizo saber que la correlación de fuerzas no los beneficiaba, que la ciudad bullía, que no tenían destino, que habían fracasado en lo político y que el partido del poder se haría cargo del gobierno. "Todo debe arreglarse -pone Manfredi en boca de Marco Antonio-. Todo debe volver a la normalidad. Propondré para ustedes una amnistía y les serán asignados cargos de gobierno en las provincias."

Ese día triunfó Marco Antonio, que era un cesarista portentoso y contaba con un aparato y una vocación verdadera de poder. Los resultados fueron, no obstante, catastróficos: estalló una sucesión de luchas y guerras internas, la república cayó en desgracia y dio paso a una variación monárquica llamada principado, a una figura monumental como Augusto y a una cadena de césares dictatoriales que desembocó en Nerón. Manfredi muestra la inutilidad del derrocamiento de César y el rosario de malentendidos y cegueras entre dirigentes y gobernantes, los riesgos de pretender el poder absoluto, la liviandad de quienes quieren el gobierno sin saber exactamente qué hacer con él y la frustrante experiencia de creer una y otra vez que el problema son los hombres y no los sistemas políticos y las sociedades que los han parido.

Como si ante una sucesión de cortocircuitos y apagones creyéramos una y otra vez que el problema son las llaves térmicas o los tapones y no la instalación eléctrica.

Es cierto. El único deber que tenemos con la historia es reescribirla. Así en los libros como en la realidad.

Jorge Fernández Díaz 
LA NACION 

jdiaz@lanacion.com.ar
15 de mayo de 2010
Autorizado por el autor

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