Un "salvaje" de culto
Por Jorge Fernández Díaz 
Director de adn CULTURA

El marketing está convirtiendo a un escritor chileno en el Che Guevara de la literatura latinoamericana. Este milagro ocurre, dónde si no, en el Olimpo del marketing: Estados Unidos. El actor Gael García Bernal, que puso la cara para el ahora inofensivo revolucionario de las remeras en aquella película llamada Diarios de motocicleta, interpretará en breve a Roberto Bolaño, novelista original, combatiente verbal del establishment, polemista rabioso y poeta de vanguardia que vivió sucesivamente en Santiago de Chile, Valparaíso, Viña del Mar, Los Ángeles, Ciudad de México y Barcelona, donde, para conveniencia de su mito, murió joven, a los 50 años, después de haber ganado los premios Herralde y Rómulo Gallegos por una obra maestra: Los detectives salvajes.

Este libro vino, en el imaginario estadounidense, a relevar del centro de la escena al Quijote de las letras de América latina, que encarnaba hasta entonces Gabriel García Márquez con Cien años de soledad. Los anglosajones de América y Europa habían determinado que el realismo mágico de Gabo representaba mejor que nada y que nadie la imagen de nuestras sociedades desmesuradas y supersticiosas, frente a la sobriedad cartesiana, legalista y laboriosa del Primer Mundo. Los detectives salvajes impuso no una trama o una estética sino un conjunto de personajes supuestamente emblemáticos de la Latinoamérica que quieren ver los gringos, es decir: un grupo de "haraganes, adolescentes, temerarios, delincuentes", tal como lo define con rabia y lucidez el escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya.

Esos personajes son puestos en bandeja por un escritor contestatario y nómade que, sin embargo, es cultísimo y civilizado, y que además tiene una biografía tortuosa e interesante, posiciones políticas radicales, resistencias a las dictaduras y un final temprano. La figura personal de Bolaño eclipsa entonces su propia obra, como si la ceguera de Borges estuviera por encima de "El Aleph", o la valentía de Hemingway fuera más importante que "La vida feliz de Francis Macomber". Lamentablemente, en muchas ocasiones así funcionan las modas editoriales. No es que Bolaño no merezca la fama que está teniendo en Estados Unidos; el problema es que esa fama no sucede por los motivos correctos.

Leí Los detectives salvajes mientras atravesaba Asturias, tratando de sobreponerme a la inevitable antipatía que me provocaban siempre sus desprecios públicos a los artesanos honestos de la novela clásica. La novela cuenta la búsqueda de una poetisa y parece, a primera vista, una novela río de estructura gelatinosa; pero a medida que uno va entendiendo su juego, descubre que Bolaño no se priva allí de utilizar el suspenso de una trama de investigación para llevarnos por los caminos de la poesía, la falsificación literaria, la incertidumbre de las nuevas generaciones, las aventuras de la frustración. La palabra "detective" es muy significativa. La palabra "salvaje" describe una exasperación generacional.

Le debíamos una tapa a Bolaño. No porque Estados Unidos lo haya adoptado para domesticarlo, como hizo el marketing burgués con el Che, o el negocio de la música con Kurt Cobain y con tantos otros, sino porque el autor de Amberes, Putas asesinas, Monsieur Pain y la inconclusa e inabarcable 2666 merece ser conocido, degustado y discutido.

La nota central la escribe Leonardo Tarifeño, que lo conoció y trató, y por quien Bolaño sentía admiración profesional.

 

Jorge Fernández Díaz 
Director de adn CULTURA 

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19 de setiembre 2009
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