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Periplo de un argentino al que la ONU envía a los lugares más peligrosos del mundo

Un explorador en el infierno
Jorge Fernández Díaz 
LA NACIÓN

Al fin un mosquito insignificante cumplió ese día, en el norte de Uganda, la vieja maldición de los exploradores. Se posó sobre la piel blanca de aquel curtido viajero que había salido ileso de tantos escenarios y tantos peligros a lo largo y lo ancho del mundo, y lo picó sin saña, dulcemente. El viajero eludía las vacunas porque producen jaquecas y otros malestares, y sobre todo porque jamás le había pasado nada. La malaria, esa mítica enfermedad de gran prestigio literario, solía sucederle a otros, a lo sumo podía leerse en algunas páginas de Conrad o de Kipling. No significaba que Martín Caparrós careciera completamente de conciencia. La posibilidad existía pero el narrador se tuteaba con ella y le había perdido el respeto. Estaba trabajando para las Naciones Unidas, y venía de gira por la India, Bangladesh, Egipto y Zambia. Pocos saben que Caparrós trabaja desde hace cinco años para el Fondo de Población, una agencia de la ONU que lo envía todas las temporadas a los lugares más remotos del planeta para escribir escalofriantes historias de vida acerca de las migraciones, la demografía, la juventud en riesgo, la salud reproductiva, el cambio climático.

El periodista argentino más viajado del mundo no acusó recibo en aquellas llanuras de jirafas y elefantes, y siguió su camino hacia Níger, donde entrevistó a una mujer que padecía de una fístula provocada por un alumbramiento. Ella había tenido diez hijos y durante el undécimo parto se había desgarrado: no podía retener orina y se había transformado, como muchas otras jóvenes que sufrían la misma lesión, en poco menos que una apestada al margen de la sociedad. La mujer era tan pobre que no había podido operarse, aunque la cirugía no costaba más de doscientos dólares, y encima había perdido casi todo su rebaño de cabras. Con mucho esfuerzo lograba tener dos hembras, pero necesitaba un macho para hacerlas reproducirse y así alimentar a toda su familia. Caparrós, que no es afecto a la caridad ni a la demagogia, quería comprarle ese chivo pero buscaba una forma de hacerlo sin humillarla: le pidió a cambio una pizarra donde la señora anotaba pasajes del Corán. Luego el argentino regresó a París y compró unas medialunas para desayunar con su primo y su esposa, quienes le preguntaban por sus aventuras en la parte más cruel de Africa. Se dio cuenta, en ese momento, de que el chivo le había costado lo mismo que las medialunas de esa mañana. "Este trabajo es un curso sostenido sobre lo dura que es la vida -me dice. Estamos conversando en su casa del Tigre, a la sombra y presuntamente a salvo de anófeles y malarias-. Porque nosotros conseguimos hacernos los boludos con bastante éxito. Y estas cosas rompen el velo, ponen en perspectiva todos los valores."

Ya en París comenzó a sentirse mal. Y viajó a Madrid con dolores de cuerpo y una fiebre altísima que lo atacó sin tregua durante tres días y tres noches. Apenas le bajó unas líneas se embarcó en un avión y aterrizó en Ezeiza. Lo internaron de urgencia en el Hospital Italiano: los estudiantes de medicina hacían cola para ver en el microscopio el extravagante virus de la malaria. Caparrós adelgazó muchos kilos y después se fue recuperando. Quiere volver en pocos días a viajar. Ha conseguido financiamiento para dar nuevamente la vuelta al mundo con un proyecto personal: escribir un libro sobre el hambre.

Recordemos, brevemente, que este argentino comenzó su carrera periodística bajo la tutela de Rodolfo Walsh, estuvo exiliado en Europa, obtuvo su licenciatura en Historia en la Sorbona, tradujo a Shakespeare al español y a Quevedo al inglés, recibió el Premio Rey de España, da clases en la Fundación Nuevo Periodismo de García Márquez y es reconocido como uno de los grandes cronistas del continente. En su periplo por la no ficción (además escribió ocho novelas) tiene algunos clásicos: Larga distancia , La guerra moderna , El interior , y sobre todo La Voluntad , tres tomos sobre la militancia setentista que escribió a dúo con Eduardo Anguita.

Sus ojos ya habían visto de cerca la miseria, el crimen, la codicia y la crueldad humana antes de iniciar este trabajo de las Naciones Unidas. Pero la realidad no deja de dar sorpresas espeluznantes. Muchas de ellas quedaron impresas en sus dos últimos libros: Una luna y el flamante Contra el cambio , donde acusa a los conservacionistas de conservadurismo y pone valientemente en jaque la ideología del ecologismo actual. Ese largo peregrinar en busca de respuestas lo llevó a Nueva Orleáns, Hawai, Majuro, Manila, Sydney, isla Zarazoga, Rabat, Nigeria y el Amazonas. Le pregunto por el miedo. Sé que en la Argentina pasó por territorios riesgosos y entrevistó a homicidas. Se encoge de hombros, menciona dos lugares: Mongolia y Liberia.

Desde Ulán Bator, la capital mongola, una ciudad de estilo soviético, partió para atravesar campos interminables sin caminos, dominados por pastores nómades. En medio de una estepa, a miles de kilómetros de la civilización, comenzó a llover. Parecía el diluvio universal. Se inundó la estepa, y el agua empezó a subir y subir. El chofer que llevaba a Caparrós trataba de calmarlo mientras un mar gris con olas amenazantes los acorralaba. La naturaleza estaba fuera de control. Tuvieron que subir a una colina y esperar horas y horas, y cuando las aguas se fueron retirando retomaron el rumbo. Entonces una tormenta de arena, como una plaga bíblica, los sacudió con fuerza. "La naturaleza no negocia", me dice encendiendo un cigarrito.

Liberia es también una república muy extraña que queda en la costa oeste de Africa, junto a Sierra Leona, y que fue devastada por una guerra civil. Hace quince años que el país no tiene luz ni agua. Hay mutilados por todas partes. Y cuenta Caparrós que cuando una facción se apoderaba de un pueblo enemigo obligaba a comparecer uno por uno a sus habitantes y les preguntaba: "¿Prefiere mangas cortas o largas?". El atribulado poblador se veía impelido a elegir sin saber de qué se trataba. Manga larga significaba seccionarle el brazo a la altura de la muñeca. Manga corta se llevaba casi todo el brazo. También daban a elegir entre pantalones cortos o largos. Y el llamado "corte celular", que consistía en seccionarle los dedos índice, mayor y anular. Dejarle a la víctima sólo el pulgar y el menor, como si estuviera haciendo para siempre la mímica de llamar por teléfono.

Le habían contado a Caparrós que entre aquellos crueles combatientes, algunos de los cuales habían practicado el canibalismo, los más peligrosos eran los chicos-soldados. El gran Ryszard Kapuscinski, amigo y legendario cronista, le había advertido que ésos eran los más peligrosos, puesto que los niños no tenían ni siquiera las mínimas trabas morales de los adultos. Martín hizo oídos sordos y buscó a dos para una entrevista. Cuando los tuvo frente a frente en una choza vio que ya rondaban los veinte años. Los miró a los ojos y les preguntó sin más trámites: "¿Cómo era matar gente?". Los muchachos pasaron de la frialdad al entusiasmo. Comenzaron a narrar anécdotas y a excitarse con evocaciones atroces. "Conseguíamos lo que queríamos", se decían como sorprendidos, paladeando esa "época de oro". Matar era tan sencillo y daba tanto rédito que aquellos pobres diablos en aquel ostracismo de posguerra volvían de pronto a ser los que habían sido. En un momento, Caparrós se dio cuenta de que ya le miraban con avaricia su máquina Nikon y tomó conciencia de dónde se encontraba: era un desconocido solitario, con una costosa máquina de fotos, en los confines de la Tierra. Una frontera donde nadie lo reclamaría. Pensó que una idea podía llevar a otra y que en cualquier momento se le irían encima y le cortarían la garganta. Finalmente, no sucedió. Todavía no comprende por qué. Había sido tan fácil asesinar, seguía siendo tan fácil.

Seguimos en su casa del Tigre pero su memoria y mi imaginación cabalgan muy lejos. Leo, impresionado, la página 44 de uno de sus últimos libros. Reproduce un testimonio: "Unos rebeldes se pusieron a apostar de qué sexo sería el bebe de una chica embarazada. Se reían, unos decían que macho, otros que hembra. Al final la abrieron con un cuchillo". Más adelante le habla un mara: "Yo pensaba más en mi pandilla que en mi vida. No tenía hijos, no tenía nada, lo único que me importaba era joder y mostrarles a mis homies que era malo en serio, que me podían confiar. Nunca pensé que iba a vivir, sabía que me podían matar en cualquier momento? Nada más pensaba qué voy a hacer dentro de diez minutos".

Mujeres traficadas, refugiados de guerra, polizones de pateras, enfermos del sida, gangsters, parias, víctimas del hambre y del clima, poderosos sin escrúpulos, biempensantes sin ideas y hombres comunes enredados en los malentendidos de la existencia. Ese es el elenco estable de sus libros. A veces ese elenco es argentino. Otras veces proviene de Brasil, Filipinas, Australia, Amsterdam, Lusaka, Monrovia, Marruecos. Caparrós viaja para entender, pero cuando me acompaña hasta la puerta, cuando está a punto de despedirse me insinúa que viaja en realidad para estar solo. No estoy de acuerdo. Tengo la impresión de que lo hace para denunciar de algún modo las injusticias, y por la misma razón que lo hacía su maestro Kapuscinski: "Porque la mía no es una vocación -rezaba el viejo Ryszard-. La mía es una misión". Martín, ya sin malaria ni cigarritos, me sonríe con una tristeza enigmática. Con la infinita fatiga del explorador.

Es un día de cielo pálido en los laberintos del Tigre. © LA NACION

Jorge Fernández Díaz 
jdiaz@lanacion.com.ar
2 de octubre 2010
Autorizado por el autor

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