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Historias con nombre y apellido
Un cazador argentino en el corazón de la selva africana
Por Jorge Fernández Díaz

El año pasado, un cazador sudafricano que guiaba a un grupo de españoles en las praderas de Botswana cometió un pequeñísimo error y fue destrozado.

Se bajó de la camioneta con el rastreador y se alejó 100 metros para mirar de cerca una manada de elefantes. Las leyes locales e internacionales son muy estrictas: sólo permiten cazar machos viejos sin capacidad de reproducción y ejemplares de 5000 kilos a punto de echarse y ser devorados por los animales carroñeros de la jungla.

Bajo pena de multa o cárcel, los cazadores profesionales no pueden tocar a los machos jóvenes ni a las hembras ni a las crías. Sólo pueden sacrificar a los elefantes que no tienen futuro. Las comunidades locales esperan siempre con ansiedad esos miles de kilos de carne que reindustrializarán gracias a la cacería, en una ceremonia de horas y horas a la luz de la luna.

El cazador sudafricano no tuvo en cuenta algo fundamental: el elefante verdadero, no la imagen ingenua y bonachona de Walt Disney, sino la bestia primigenia, es el animal más peligroso y temido de África; se mueve a gran velocidad y sin hacer ruido, tiene una enorme inteligencia táctica y actúa con especial saña.

Aquel cazador andaba en puntas de pie mirando al elefante viejo, cuando de pronto cambió el viento y una elefanta lo olió y se le fue encima, callada y vertiginosamente. El sudafricano alcanzó a percibir el peligro y echó a correr hacia la camioneta. Pero la bestia le dio alcance, estiró su trompa y lo agarró del cuello, le pisó un pie con su enorme pata redonda y tiró con todas sus fuerzas hacia arriba destrozando carne, huesos y cartílagos.

Eber en el terreno: es el primer argentino con licencia para ser guía de caza en África
Foto: Gentileza G. Berrade

Estoy viendo esta escena en los ojos de quien me la cuenta: Eber Gómez Berrade, un camarada de aquel sudafricano y el primer argentino en obtener licencia como guía de caza deportiva en el continente negro. Un hombre que enloqueció de sueños aventureros leyendo de chico en una isla del Tigre libros de Rider Hagard, Rice Burroughs y Rudyard Kipling o viendo en Sábados de Cine de Super Acción Las minas del rey salomón , Watusi , Safari y Mogambo . Como don Quijote, que enloquece leyendo novelas de caballería, Eber decidió visitar los paraísos peligrosos y perdidos que surgían de aquellas páginas y secuencias, y amueblar esos lugares con los recuerdos de cada libro.

Bien es cierto que algo tuvo que ver en su vocación de peripecias su padre Dino, que fue marino mercante y expedicionario. Dino y su hijo nacieron en un tiempo equivocado. Son personajes del siglo XIX. Eber fue escalador, buzo, hizo un curso de corresponsal en el centro de entrenamiento para cascos azules de Naciones Unidas y luego viajó a Medio Oriente aprovechando una beca del gobierno de Israel para "formadores de opinión en áreas de conflicto". Mientras tanto estudió relaciones internacionales y trabajó en finanzas, escribió en diarios y revistas especializadas, se hizo un apasionado de la flora y la fauna, y por lo tanto un ecologista, y asistió a seminarios de caza mayor.

Me explica que los verdaderos cazadores, contra lo que se cree, son necesariamente ecologistas y que aman la naturaleza. Hemos leído los mismos libros y visto las mismas películas, pero la diferencia entre él y yo es gigantesca: yo soy un pequeño burgués sedentario incapaz de matar una mosca y él es un cazador blanco capaz de disparar su 375 Holland and Holland Magnum contra un leopardo y dejarlo seco de un tiro.

Recurre a los libros para darme una lección. Ortega y Gasset tenía un gran amigo que escribía sobre el arte de la cacería. En un largo prólogo de un librito técnico, el gran filósofo español se preguntaba lo mismo: ¿por qué caza el hombre moderno? Porque le permite volver al atavismo de los primeros hombres, aquellos que cazaban para defenderse o alimentarse. Ese ímpetu, ese culto del coraje quedó grabado en nuestros cromosomas para siempre. El hombre no ama haber cazado, sino estar cazando; ese momento en el que sucede lo que sucedía, en el que se prueba algo inexplicable. La diferencia es que en la actualidad los estados civilizados crearon una ética de la caza, que incluye la preservación de las especies y las reglas que reducen al mínimo el ejercicio de la crueldad.

"No he conocido en toda mi vida un solo cazador que haya gozado matando, ni que plantee la cacería como una competencia con el animal -me asegura Berrade-. El cazador compite consigo mismo y siente admiración por la presa y luego tristeza cuando le da muerte. Y es un defensor de los hábitats naturales y de la fauna autóctona. Esta es la verdad verdadera, nada que ver con los viejos arquetipos."

Eber viajó en los años 90 por el sur del Africa y pasó noches junto a ríos y escuchó el ronquido verdadero de los leones. Tomó un tren a las cataratas Victoria y permaneció insomne hasta la increíble salida del sol sobre la planicie de Zimbabwe. "Estoy acá después de haber leído tanto sobre todo esto", se decía. En la Argentina, un amigo que manejaba una compañía de safaris y que tenía cotos de caza lo invitó a participar como free lance . Después de mucha práctica local y viajes internacionales, visitó Sudáfrica para hacer un curso. En ese continente misterioso la cacería está colegiada y para ser guía de caza hay que rendir un estricto examen sobre geografía, zoología, biología, balística, leyes y prevención. Eber obtuvo su licencia y a partir de ese momento se dedicó por entero a la actividad. Tiene ahora clientes de todas partes del mundo. Le pido que me relate el caso de un argentino.

Me relata la historia de Daniel, un porteño que soñaba con viajar a Namibia y cazar un antílope de grandes astas cerca del desierto del Kalahari.

Eber entrevistó varias veces a Daniel, radiografió su personalidad, le contó detalladamente cómo era la zona, le mostró videos y le recomendó libros, lo llevó a Tiro Federal de Buenos Aires y lo hizo practicar con un rifle 30-06 Springfield contra blancos móviles. Y le fue adelantando los pasos de esta travesía; también la posibilidad de que la operación fallara y que tuvieran que regresar con las manos vacías a casa, una alternativa que está en los cálculos de cualquiera y que prepara al cazador para una larga espera y para ampliar sus niveles de frustración.

Volaron juntos al Africa y se instalaron en un campamento sobre el norte del Kalahari, en un lugar seco, con colinas y montes. El primer día tomaron los rifles, los regularon y practicaron un rato. Después llegó el rastreador negro, un políglota que estudia el terreno y lee las huellas. Los mejores rastreadores siguen siendo los legendarios bosquimanos y los pigmeos. Alrededor del safari hay además miembros de los pueblos aledaños: porteadores, cocineros, mecánicos. Y detrás, pobladores que esperan los resultados para apropiarse de la carne del animal. En esas primeras horas, el cliente siempre tiene expectativa e insomnio. El cazador profesional, en cambio, duerme como un bebe luego de manejar la psicología del recién llegado anticipándole una y otra vez todas las jugadas.

Muy temprano arrancaron caminando y los agarró el amanecer en el campo abierto. Eber miraba con los binoculares cada manada buscando a un ejemplar anciano. Pero los antílopes los escuchaban llegar y se escapaban. Regresaron por la tarde y pasaron varias horas tratando de dar con el antílope deseado: vueltas y vueltas en silencio total. Se levantó un viento fuerte y cayó la noche sin que pasara absolutamente nada. En el segundo día, Eber notó que Daniel estaba un poco deprimido. Daban grandes rodeos, hacían aproximaciones a pie, visteaban esquivas manadas, y pasaban horas y horas sin palabras y sin noticias.

El tercer día partieron con un frío duro. Había una manada en un bajo. Eber la vio con sus binoculares desde la colina. Se apearon y dieron varios pasos con aliento contenido. Dos machos se peleaban a muerte, espadeaban sus cornamentas y se embestían: era un joven que intentaba arrebatarle al viejo las hembras y el liderazgo.

Los dos cazadores llegaron a doscientos metros, pero no había un tiro claro. Está completamente prohibido tirar a mansalva. Caminaron otros cincuenta metros entre piedras y arbustos. Eber llevaba su rifle de seguro, un 7 mm por si había que rematar o tenía que defender a Daniel de esas puntas filosas como cuchillos. Cuarenta minutos duró la pelea de los antílopes, que iban retrocediendo y arremetiéndose con ferocidad, mientras las hembras se mantenían en un segundo plano. En un momento dado, el grupo entero desapareció de la vista. "Los dioses de la caza no están con nosotros", dijo Eber entre dientes. Daniel tragaba saliva amarga. Los habían perdido. Son esos momentos donde la preparación, el pago, el viaje y el tiempo invertidos parecen en vano, una pésima idea.

Salieron con la cabeza gacha; ninguno de los dos decía lo que pensaba. Subieron a la camioneta y se lanzaron a girar por ahí como buscando al azar una carambola. A los cinco minutos divisaron otra manada sobre una ladera. Eran siete u ocho antílopes y había un macho grande y viejo. Caminaron otra vez agachados, con los rifles listos. Ahora los dos estaban nerviosos. En un momento dado, Eber notó que el macho se había apartado lo suficiente y que Daniel podría dispararle. Lo ayudó a apuntarle al corazón, y cuando lo vio en buena posición le dijo con un murmullo: "Ahora, Daniel, cuando quieras". Y levantó su propio rifle. Daniel apretó el gatillo y la bala le pegó en la paleta al antílope y lo levantó en el aire: cuando cayó al piso estaba muerto.

El guía abrazó al cazador, que estaba frío y emocionado. Por la noche, comieron un guiso de antílope a la luz de las hogueras, en esos momentos donde los cazadores sienten que algo se ha saldado. "Una de las últimas grandes aventuras del presente. ¡Qué increíble que yo esté en este libro!", dice Eber que piensa en esos epílogos, cuando la adrenalina se apaga y él se siente Clark Gable o Stewart Granger, y cuando se hablan de los detalles de esos días de incertidumbre, de pantanos y sabanas, del gruñido de las hienas en la noche y de los soles africanos.

Hace pocos meses fue contratado por un cazador texano de gran experiencia: Rod. Un grandote con gorra de béisbol, modales campechanos y gran vozarrón. Había leído a Ernest Hemingway, pero no había cazado nunca un elefante. Y se había preparado durante meses. Se había entrenado físicamente, había asistido a una escuela de safaris en los Estados Unidos, había leído muchos libros técnicos y geográficos, y había traído su propio rifle, un Blazer 416 Remington. Traía también una canana con muchas balas. Pero sólo tenía que usar una.

Rod quería una cacería limpia y cercana, nada de un tiro de larga distancia y quería además que el elefante tuviera colmillos simétricos para llevárselos a su casa de Texas. Por la mañana, salieron de una zona arenosa y vieron algunos rastros prometedores. El rastreador encontró en el lodazal unas huellas y dijo que era un macho grande, pesado y viejo. Sabía que era portentoso por la profundidad de la pisada, y que le faltaba poco para morir por la materia fecal: si las hojas y ramas que comió siguen allí casi ilesas quiere decir que el elefante ya no tiene buenos dientes para masticar.

El argentino, el texano y el africano caminaron kilómetros y kilómetros. Encontraban manadas, pero no tenían elefantes viejos o los tenían pero sus colmillos eran irregulares. O eran directamente grupos enteros de hembras y crías. Hubo días en los que caminaron veinticinco kilómetros antes de detenerse a comer. Rod, a diferencia de Daniel, estaba armado de paciencia y de filosofía. Pero en el día número diez se empezó a preocupar. Eber notó que estaba angustiado y triste, pero aún así no le metía presión. No hay mucho que hacer en esos casos, salvo ir manejando las emociones. Esperar sin desesperar. ¿Pero quién sabe cómo hacer eso?

Foto: LA NACIÓN Andrea Knight

El día once salieron de noche. El rastreador rápidamente les dijo que tras un monte había una manada. Era una intuición sobrenatural, y los cazadores se entregaron a ciegas. Se fueron acercando durante horas con sigilo y mutismo absoluto. Cualquier ruido podía poner en alerta al líder de los elefantes, que abre las orejas, se levanta, barrunta y escapa. En un punto de la caminata Eber extrajo los binoculares y oteó el horizonte: había ocurrido lo peor. Se habían esfumando. Regresaron lentamente, con los labios pegados y la boca seca: Rod ya había perdido el vozarrón y los ademanes campechanos. Había perdido la confianza en la suerte y en sí mismo. Pero caballerosamente se mantenía en sus cabales, metido para adentro.

Subieron a la camioneta y decidieron probar en un sector alejado. Tan alejado era que no escuchaban la radio. El rastreador, desde otro punto cardinal, los estaba llamando con desesperación. Tuvo que avisarles un emisario: habían encontrado finalmente el elefante perfecto.

Retornaron, con el corazón en la boca, cortando camino por sendas de tierra a toda velocidad. El rastreador fue claro: era un elefante veterano que tenía dos colmillos parejos de cincuenta libras de peso cada uno. Eber miró a Rod, y el texano asintió: "Vamos". Revisaron los rifles y arrancaron en fila india, detrás del rastreador y con un guardaparque oficial que venía a vigilar que las cosas se hicieran según la ley.

Emergieron del monte a mucho de andar y desembocaron en una llanura abierta, y descubrieron a trescientos metros un macho que marchaba solo. Marchaba solo porque iba buscando un lugar donde morir. Sacaron una media con cenizas y probaron de dónde venía el viento: la brisa empuja el talco y muestra en qué dirección sopla. Los cazadores debían colocarse fuera de esa línea puesto que el macho podría olerlos con mucha facilidad. El macho comía y tenía las orejas abiertas, de manera que había que avanzar detrás e ir acercándose en puntas de pie rogando que no se volviera y los atacara. Si lo hacía, por más viejo que fuera, los destriparía como la elefanta había hecho con aquel malogrado cazador sudafricano.

A los cien metros, sólo Rod y Eber caminaban solos y sin hacer ruido, con los fusiles prestos. Habían acordado que el texano le metería un tiro en el cerebro: era el tiro más difícil pero más indoloro. Rod no quería tirarle al corazón ni a los pulmones. Quería hacer un disparo profesional que no lo hiciera sufrir. El disparo que había leído en los libros. Y Eber le permitía hacerlo porque el texano había demostrado diligencia en el arte de la cacería, a pesar de que casi había perdido la compostura en esos últimos días de frustración y de nada.

No podían hablar, pero el guía le indicó por señas que acortarían al máximo las distancias y que esperarían a pocos metros de esa mole de cinco mil kilos. Esperarían que la bestia mostrara su perfil para que Rod le metiera un tiro en la sien.

A espaldas de aquel animal gigantesco, dos minutos pueden parecer un siglo. Habían esperado ocho meses ese momento y todo se jugaba en esos pocos segundos donde el destino puede cumplirse o trastabillar. No sentían más que respeto por el elefante. Un respeto sagrado. Era un viejísimo sobreviviente de la jungla, y ahora uno de ellos le apagaría la luz para siempre. Eber y Rod pensaban en la dignidad de ese pequeño gran dios que se arrastraba por el ocaso. Sabían, a la vez, que ese dios otoñal podía llevárselos al infierno. Pero igualmente lo admiraban, casi arrobados, oliéndolo en la pegajosa tarde de la selva.

Al cabo de aquellos dos minutos eternos, el elefante giró la cabeza y ofreció la sien, y con buen pulso Rod cumplió con su misión. Una detonación, una sola, y el macho levantó la trompa como un latigazo, se derrumbó de costado, enterró un colmillo en la tierra y murió en el acto.

Todavía Eber, en medio del más sepulcral silencio, le tocó el párpado para comprobar que no tenía reflejos, y después le dio una mano a Rod y lo felicitó. "Sentí que se lo merecía -me dice ahora-. Hay que merecer la pieza. Aquel elefante era un animal noble y Rod había vivido once días de calor, insomnios, bajones y templanzas. Los dos habían cumplido el rito más viejo de la tierra y lo habían hecho con hidalguía. Y te aseguro que aquél era un momento casi religioso. ¿Podés entenderlo?"

Tengo que pensarlo un rato, Eber, le digo. Un rato muy largo.

El personaje

EBER GOMEZ BERRADE
Vida de un cazador profesional
  • Quién es: es el primero y único argentino que ha calificado para obtener una licencia de cazador profesional en la República de Sudáfrica, luego de haber aprobado los exámenes ante la Academia de Caza de Johan Calitz Safaris.
  • Antecedentes: ex miembro del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales y la Escuela Superior de Guerra, entrenado como periodista en zonas de conflicto y como corresponsal en operaciones de paz por las Naciones Unidas. Es miembro asociado de la Royal Geographical Society de Londres, la legendaria sociedad de exploradores británicos.
  • Dónde opera: como guía de caza opera en el país, especialmente en la Patagonia y el norte argentino, Botswana, Camerún, Mozambique, Sudáfrica, Camboya y Namibia.

Jorge Fernández Díaz 
Director de adn CULTURA 

jdiaz@lanacion.com.ar
http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1176389  

17 de octubre 2009
Autorizado por el autor

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