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Pequeña comedia humana

Sin cirugía no hay paraíso
Jorge Fernández Díaz
LA NACIÓN

Hace quince años funcionaba todavía en Pinamar el Club de las Mujeres Naturales, una broma iniciada en un balneario chic que reunía a diez o doce treintañeras que se habían anotado juntas en clases aeróbicas y en rigurosas caminatas. Y cuya alianza alrededor de la amistad y la vida sana continuó en inviernos, otoños y primaveras; contagió a los maridos y a los chicos, y dejó instituido el infaltable rito de febrero en aquel balneario, donde acampaban para reírse y para transpirar. Fanáticas como eran de los cuerpos saludables, se resistían de manera militante a las cirugías estéticas. La primera defección del club fue a causa de que la más veterana de ellas se puso siliconas. Para injuriarla, dieron por cierto el rumor de que una de las cápsulas había fallado y que la silicona le había migrado hacia un brazo.

El tiempo, no obstante, comenzó a conspirar contra el dogma. Las operaciones se fueron perfeccionando y las chicas avanzaron hacia la crisis de los cuarenta. La segunda que desertó fue a raíz de una separación: su esposo la dejó por una más joven y no pudo resistirse a un recauchutaje completo de pechera. Sus antiguas compañeras dieron por cierto el rumor de que al médico se le había ido la mano y que las nuevas protuberancias eran tan grandes que la mujer empezaba a tener problemas de columna. La tercera traidora causó conmoción: anunció que ese año no viajaría a Pinamar sino a Punta del Este, y las integrantes del club iniciaron una investigación. La verdad surgió a la luz: había cedido a las presiones de su hija y le había regalado una cirugía para el cumpleaños de 15. El grupo estaba menguando, pero eso no hacía sino redoblar el odio contra las dueñas de las turgencias artificiales. Mientras caminaban por la playa se divertían señalando qué mujeres resistían la aberración de la época y quiénes hacían trampa. Habían desarrollado un sensor muy fino para detectar los pechos apócrifos y muchas veces compartían con sus maridos esos secretos. Lo hacían con la intención de rebajar las bellezas ajenas. Pero no hacían más que interesar a sus varones, que con esa excusa se la pasaban mirando.

Diez años después de haber fundado el club existía consenso social de que había buenos y malos cirujanos, y que entre los primeros había verdaderos genios. También que realizarse esas intervenciones podía cambiar positivamente la vida de una mujer e incluso de una pareja. Celebridades y damas de alta sociedad practicaban esas metamorfosis y las lucían orgullosas en las revistas del corazón. Ya no estaba mal visto comprar hecho lo que la naturaleza no había servido. Y las chicas de Pinamar nadaban ahora contra una corriente huracanada. Todavía se mantenían unidas en la tormenta, aunque con notables bajas, pero otras amigas y hermanas muy queridas se operaban o estaban en vías de hacerlo, y eso mellaba las convicciones.

La presidenta honoraria del club era una rubia pechugona, y una noche mirándose al espejo se descubrió caída y vieja, y pensó que su marido pronto dejaría de desearla. Estuvo deprimida dos meses, y un lunes de julio se tomó un ansiolítico y presentó sus dudas a un cirujano, que le hizo unos análisis y le dio un turno para el quirófano. La operación fue un secreto de Estado, y salió muy bien. De allí al verano visitaba a sus compinches con rigurosos suéteres cerrados. Para las Fiestas, la presidenta llamó a todas por teléfono y les anunció que no se verían en Pinamar. Le armaron un escándalo y la obligaron a una cena. La rubia se presentó con un escote generoso y las dejó estupefactas. "En mi descargo -dijo seriamente- vaya que no es lo mismo ponerse que sacarse." Y así fue como esa noche quedó disuelto para siempre el enfático Club de las Mujeres Naturales.

Jorge Fernández Díaz 
jdiaz@lanacion.com.ar
Domingo 6 de febrero de 2011
Autorizado por el autor

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