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Historias con nombre y apellido
El pasajero de la última fila
por Jorge Fernández Díaz

El tránsito imposible de Buenos Aires estuvo a punto de ahorrarle la tragedia. Pero hizo todo lo posible por llegar y logró embarcar a tiempo; le tocó la última fila junto a la puerta, justo detrás de dos contadoras con las que viajaba a Córdoba para realizar una auditoría bancaria.

Rubén Perotti se quitó el saco y el abrigo, colocó el morral de cuero en un costado y se dispuso a disfrutar del viaje. Le gustaba mirar por la ventanilla y ver los foquitos de la pista para sentir la aceleración del avión cuando tomaba carrera. Perotti había viajado mucho y sabía que si después de alcanzar cierta velocidad la nave no ascendía eso significaba que había surgido un problema técnico.

Pero al verificar el 31 de agosto de 1999 ese exacto e inquietante fenómeno creyó, de todos modos, que el Boeing 737 de LAPA se despistaría y que la cosa no pasaría de un leve incordio. No imaginaba que al final de esa maniobra fallida habría 65 muertos, 17 heridos graves, un avión incendiado y un escándalo nacional.

Sabido es que cuando uno se enfrenta con la muerte ve pasar toda su vida en un instante. Perotti nació en 1941 y se crió en Córdoba. Allí se enfermó de tuberculosis y estuvo casi todo un año en cama leyendo, sin discriminar, a Shakespeare, Sartre y la Colección Rastros. Esa experiencia formó su carácter, lo hizo más sensible y abierto. Estudióabogacía y se recibió de sociólogo en la UBA. Pero trabajó en una panadería, en una pyme y en Acindar. Finalmente recaló en un banco, donde hizo carrera, desde auxiliar de cuentas corrientes hasta gerente de sucursal.

Perotti, un ex bancario, fue uno de los sobrevivientes del frustrado vuelo de LAPA que en 1999 se cobró 65 vidas
Foto: LA NACION / Miguel Acevedo Riú

Se llevaba bien con los números. Y también con el trotskismo. Comenzó a simpatizar con Trotsky en la facultad: estuvo primero en el PST y después en el MAS. Militaba dentro de la Asociación Bancaria y también formaba parte del Frente de Intelectuales y Artistas. Esto, en aquellos tiempos, implicaba reuniones en locales, picnics trotskistas para buscar adeptos y "cohesionar a la tropa", mítines en las plazas, marchas en las calles, resistencia gremial. Sobre todo, aprender a caminar por la sombra de la clandestinidad permanente.

Cuando llegó la dictadura militar, un grupo de tareas del Ejército se presentó en la sucursal donde Perotti trabajaba y "apretó" a su jefe. Ese ejecutivo le salvó la vida. Declaró que el militante hacía meses que no iba al banco, cuando en realidad estaba almorzando a la vuelta. Rubén se tomó unas largas vacaciones. Emigró a España y trató vanamente de acostumbrarse a Barcelona, pero extrañaba muchísimo y regresó a la Argentina a pesar de todos los peligros. En el banco le decían "el zurdo", pero así y todo le ofrecían puestos gerenciales. En un determinado momento era, al mismo tiempo, jefe del personal a su cargo y delegado del gremio.

En una peña folklórica se enamoró de una morocha y la dejó embarazada. Los trotskistas no se casan, pero Rubén fue contra la corriente. Ella venía del dolor. Salía de un campo de concentración, había estado presa a disposición del Poder Ejecutivo en Devoto y la habían excarcelado. Le decían "la guerrillera", a pesar de que esta rama del trotskismo había abjurado de la lucha armada. Se casaron en el Registro Civil de la calle Uruguay. La morocha se convirtió en una reconocida psicoanalista y aquella hija hoy vive y estudia en Nueva Zelanda.

Más tarde tuvieron otra hija, que padecía el síndrome de Williams, un raro trastorno genético, primo hermano del Down, que produce retraso madurativo y problemas cardiovasculares. "Nunca me pregunté por qué nos tocó a nosotros -me aclara-. Al contrario. Siempre me dije: menos mal que nos tocó a nosotros, porque le vamos a poner el pecho." Y se lo pusieron. Perotti se separó de aquella morocha, pero vive hoy pendiente de aquella niña maravillosa que asiste a un colegio especial, hace teatro, estudia canto, lee libros y escribe poemas.

Desobedeciendo al partido, el bancario votó a Raúl Alfonsín al retornar la democracia. La posición del PST durante la Guerra de Malvinas le había producido un cierto cansancio moral. Lo había "fundido", como se dice en la jerga de los "trotskos". Pero siguió su carrera sin cambiar sus ideas. Llegó a tener cien personas a su cargo y era subgerente de Auditoría Operativa cuando ocurrió el accidente de LAPA. Ese rol implicaba viajar a las sucursales del interior todo el tiempo.

Antes de eso, el destino le había avisado dos veces. Durante un vuelo desde Roma hacia Atenas, el avión en el que se trasladaba Perotti entró en un bloque de cumulunimbus y, de repente, empezó a caer y a caer. Los portaequipajes se abrieron y los bolsos y la ropa volaron en medio de gritos de pánico. Era una caída vertical, sin frenos, y desde la ventanilla redonda Rubén veía cómo el mar se le acercaba a velocidad escalofriante. En esos instantes pensó: "Qué lástima, tan lejos de casa". Pero la caída empezó a atenuarse y el piloto logró, a último momento, estabilizar el aparato.

Otra vez, Perotti entró en el ascensor de un viejo edificio de Buenos Aires, apretó el botón de planta baja y sintió un tirón. Uno de los cables se había cortado. El ascensor cayó vertiginosamente diez pisos, chocándo contra las paredes. No reventó contra el suelo porque en el camino se trabó con un borde y quedó encajado y torcido.

"Está bien, nos vamos a salir de la pista", pensó mucho después de eso Rubén Perotti, cuando se dio cuenta de que el Boeing 737-200 de LAPA no lograba despegar, aquella noche del 31 de agosto de 1999. Pero enseguida sintió el golpe y los alaridos. El cilindro del avión se sacudía de un lado a otro, y el asiento de adelante se le vino encima. "Se acabó -pensó en un destello-. Se acabó". Y vio la carita de su hija menor estampada en ese respaldo. Era su imagen delicada y perfecta.

No lo sabía Perotti, pero los flaps seguían retraídos y la pista del Aeroparque se había terminado. Los pilotos no podían frenar, y entonces la carrera continuó y el Boeing atravesó el enrejado perimetral del Jorge Newbery, cruzó como una aparición alada o como un dinosaurio rengo la avenida, se llevó por delante un auto que pasaba, al que arrolló entre sus ruedas, se prendió fuego en contacto con el pavimento y por el combustible derramado, se metió de lleno en un predio de máquinas viales y terminó en el terraplén de un campo de práctica de golf, tras haber arrasado una casilla de gas natural. Y comenzó a incendiarse con las alas rotas.

Perotti salió del ensimismamiento de la misteriosa imagen de su niña justo a tiempo para gritarles a las contadoras: "¡Chicas, el cinturón! ¡Sáquense el cinturón!" Lo rodeaba un fuerte olor a nafta, y cuando giró la cabeza vio gente quemándose viva en la fila de al lado. Entre todos ellos detectó a una mujer vestida de rosa con llamas en la espalda y la nuca.

Logró finalmente zafarse de su propio cinturón, se levantó y buscó la puerta trasera entre el humo. El y las dos contadoras llegaron juntos atrás. La azafata estaba parada, en posición de firme, todavía extrañamente formal. "¡Abran, la puta que lo parió!", gritó el bancario. "Calma", respondió la mujer; se dio vuelta y destrabó la puerta. Perotti agarró a sus compañeras y a la propia azafata y las empujó al vacío, y él saltó también a tierra.

La adrenalina del peligro era tanta que no sintieron el golpazo. "¡Corran, chicas, que esto explota!", les gritó. Y empezaron a correr en la oscuridad. Faltaban tres minutos para las nueve de la noche. Corrían con la mole quemándose a sus espaldas e iluminando las tinieblas. Llegaron hasta la calle, y una de las contadoras, algo desorientada, siguió avanzando: Perotti tuvo que gritarle para que se detuviera. Se abrazaron los tres mientras escuchaban las explosiones. Veían cuerpos desmembrados, cadáveres y pasajeros que corrían con la ropa y el pelo en llamas. Los tres bancarios se refugiaron en una estación de servicio. Todo se estaba llenando de bomberos, policías y curiosos. De pronto irrumpió en la estación un muchacho desorbitado que los encaró: "¡No saben lo que pasó! ¡Se cayó un avión!" El muchacho venía con la conmoción y el atropello de una anécdota: iba con su 147 por la Costanera y el Boeing había surgido de la nada y se le había cruzado a centímetros. Tenía el parabrisas todo negro del hollín del incendio. "¡Cayó un avión!", repetía. "Sí, y nosotros veníamos adentro", le respondieron los tres fantasmas pálidos.

Un bombero se les acercó y les ofreció subirlos a una ambulancia. "No -dijo Perotti-. Nosotros volvemos al banco." El muchacho del 147 ya no tenía más trabada la mandíbula por el asombro; se ofreció a llevarlos.

A esa hora todavía había empleados trabajando dentro de la sucursal. "Ay, Rubén, ¿los asaltaron?", le preguntó una mujer. Recién entonces se dio cuenta Perotti de que tenía la camisa abierta y manchada de sangre: se había clavado en el esternón una placa identificatoria, una pequeña medalla con su nombre y apellido que su madre le había regalado en las épocas de militancia y desapariciones. Ni cuenta se había dado de esa herida, ni de los pelos chamuscados del brazo, ni del hecho de que apretaba en el puño cerrado sus anteojos, insólitamente ilesos, desde hacía una hora.

Dentro del banco estaban mirando en la televisión el accidente aéreo. Llamaron rápidamente al SAME y los conminaron a que se dejaran trasladar al Hospital Argerich. Allí les hicieron curaciones y placas. Escaparon por poco de la prensa, y un hermano de Rubén pasó a buscarlo y lo llevó a su casa: su madre estaba dura, sentada en la cocina; lo abrazó transida de lágrimas.

Perotti se quitó la ropa, se bañó y se acostó. Al otro día tenía una contractura feroz; no podía ni bajarse de la cama. Tomó un antiinflamatorio y llamó a su hija. Cuando escuchó su vocecita se largó por primera vez a llorar. Lloró un largo rato. Y unos días después acordó con las dos contadoras encontrarse en un lugar y regresar juntos al banco. Los recibieron con bromas y cariños, y con un photoshop donde Perotti estaba disfrazado de Superman, y las contadoras de sirenas.

Pero pasados los primeros festejos vinieron la digestión del asunto y sus secuelas psicológicas. Había días en los que el ex militante trotskista no podía ir a trabajar. No tenía pesadillas ni terror ni claustrofobia, pero algunas cosas habían perdido su sentido: el encuentro cara a cara con la muerte suele deparar estas revoluciones internas.

Repentinamente, se paró un día, cruzó la oficina y se anotó en un retiro voluntario. Desde entonces es, como decía mi padre, un millonario sin plata. Abrió al principio un restaurante, y después emigró de nuevo a España y a Bolivia buscando una nueva vida, pero siempre regresó a Buenos Aires. Por su hija y porque le sigue doliendo y fascinando este país.

Si le doy la mínima oportunidad, critica con dureza a los Kirchner. No se la doy. Quiero saber qué pasó cuando tuvo que volver a volar por primera vez después de semejante experiencia. Fue un 31 de diciembre. Me aclara que a pesar de que la religión era, para los marxistas, el opio de los pueblos, él nunca había dejado de creer secretamente en Dios. Nunca. Ese fin de año se fue con su hija mayor a Córdoba. Sentía que si no lograba subirse de nuevo a un avión y superar el pánico, viviría con su fobia en tierra para siempre. Todo marchaba bien hasta que el piloto se dispuso a aterrizar en el aeropuerto de Pajas Blancas. El cuerpo de Perotti se crispó de repente y su hija le dijo en un susurro: "Papi, estás blanco como un papel". Ella lo agarró de la mano, lo condujo por el sendero del miedo y lo depositó al final en el alivio. Hizo todo eso mientras el avión tocaba la pista, carreteaba unos metros y frenaba suavemente bajo el sol.

RUBEN PEROTTI
Sobreviviente del accidente de LAPA

  • Quién es: ex bancario y militante de izquierda, de 68 años. Tiene dos hijas. Era uno de los pasajeros del vuelo de LAPA que se accidentó el 31 de agosto de 1999 en el aeroparque Jorge Newbery.

  • Qué pasó: el avión llevaba 95 pasajeros y 5 tripulantes. Los pilotos olvidaron configurar los flaps para el despegue y perdieron el control de la nave, que salió de la pista, rompió el cerco perimetral del Aeroparque, cruzó la avenida, arrolló a un auto, chocó contra unas máquinas viales y un terraplén, se destruyó y se prendió fuego. Murieron 65 personas y hubo muchos heridos graves.

  • El caso: pasado mañana, nueve años y medio después de la tragedia, podría conocerse la sentencia por el accidente de LAPA, en la que están acusados los principales directivos de la empresa. Es la primera vez que, por un accidente aéreo, se enjuicia a la cúpula de una aerolínea en el país.

Jorge Fernández Díaz 
Director de adn CULTURA 

jdiaz@lanacion.com.ar
http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1227689

30 de enero 2010
Autorizado por el autor

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