Música incidental para una triste novela negra
Por Jorge Fernández Díaz 
Director de adn CULTURA

Las músicas han decorado nuestras vidas y, por lo tanto, nos recuerdan de un modo irreflexivo una época, una persona o un sentimiento. Debo confesar que a mí las canciones de Billie Holiday me transportan caprichosamente al cine negro norteamericano de los años 40 y 50, y a las novelas realistas de detectives y asesinos. Siento que la voz doliente y castigada de "Strange Fruit" y de "I Cover the Waterfront" ha quedado fijada, en mi memoria emotiva, como la música incidental de aquellas escenas resueltas con miradas elocuentes y sueños turbios; pequeñas tragedias violentas y románticas protagonizadas por mujeres fatales o heridas, y por antihéroes de saco y corbata con revólveres oscuros, que caminaban por calles peligrosas y se enamoraban o morían en tugurios de Los Ángeles o Nueva York donde casi siempre sonaban la voz sensual de una mujer y los compases suaves de aquel jazz.

"The Blues Are Brewin" o "My Man", escuchadas una tarde de lluvia en mi casa de Victoria, me traen de inmediato a Bogart en El halcón maltés y en El sueño eterno, donde vestía los impermeables de Sam Spade y de Philip Marlowe. O los escenarios y las atmósferas de Houston, Hawks, Fritz Lang, Raoul Walsh, Robert Aldrich. La inquietante Laura de Otto Preminger. La dramática Gilda de King Vidor. Sunset Boulevard de Billy Wilder. Todas las novelas de James Cain y dos de sus versiones cinematográficas: El cartero llama dos veces y Double Indemnity. Específicamente, La llave de cristal de Hammett y Adiós, muñeca de Chandler. Y por supuesto, las andanzas de Ataúd y Sepulturero por el Harlem, de la mano de Chester Himes, el "mejor escritor negro de novela negra".

La Billie Holiday de carne y hueso parece un personaje surgido de esas historias turbulentas. La pobreza, el abandono, el estupro, la prostitución, el chantaje, la mentira, la heroína, el alcohol. Los clubes de la calle 52 y de Manhattan. Los amores con trompetistas y proxenetas. El Bronx, la policía. Su inmenso arte también se vincula con el film noir. Su voz es austera pero profunda, como ese lenguaje seco de Hammett o del Hemingway de "Los asesinos". Frases simples que sólo muestran la punta del iceberg. Debajo, escondido, hay un mundo de verdades ambiguas y gigantescas que se presiente.

Billie tenía una voz limitada e introspectiva, sólo posible en la era de los micrófonos, pero traslucía tal sentimiento cuando abría la boca que helaba la sangre. Con poco lograba muchísimo. Carecía del virtuosismo y del caudal de Ella Fitzgerald o del timbre lustroso y elegante de Sarah Vaughan, pero se apropió en cambio de su repertorio acaso mejor que ellas. Vivía lo que cantaba. Y cantaba como nadie el dolor.

Esa forma de encarnar la vivencia, el desamor y otros sentimientos inabarcables la hizo inmortal. Si hubiera que explicar en el terreno del tango las diferencias, podríamos decir que Ella y Sarah eran como Gardel, y que Billie era como el Polaco Goyeneche, quien sintomáticamente cantó durante años con voz quebrada, limitada pero tremenda y sentida, aquellos versos famosos de Expósito: "Primero hay que saber sufrir,/ después amar, después partir./ Y al fin, andar sin pensamientos".

Billie Holiday, experta en el ardiente arte de sufrir, ocupa la tapa de esta edición. Se cumplen 50 años de su muerte. Escribimos sobre ella mientras escuchamos su música. Esta noche voy a releer Por amor a Imabelle, de Himes. Lo haré por amor a Billie Holiday, que tantos recuerdos me trae.

Jorge Fernández Díaz 
Director de adn CULTURA 

jdiaz@lanacion.com.ar
http://adncultura.lanacion.com.ar/ 

11 de julio 2009
Autorizado por el autor

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