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Historias con nombre y apellido
Cerca de un nuevo aniversario del fin de la Guerra Civil Española, el 1° de abril
El maestro, el herrero y el ebanista

por Jorge Fernández Díaz

José era carpintero y farrista, y abandonó a su familia en la pequeña aldea de Asturias con la excusa de progresar en Madrid y luchar por sus ideales. No era comunista, pero se consideraba un republicano. Se afilió al sindicato de la madera, participó de ardientes asambleas gremiales, donde se pedía de viva voz que se le entregaran armas al pueblo para sofocar el golpe de Estado, y el 20 de julio de 1936 entró a sangre y fuego en el Cuartel de la Montaña, que había tomado el general Fanjul.

Aquel general había ganado batallas en Marruecos y en Cuba, pero ya era casi un político cuando ingresó de civil y de incógnito en ese cuartel estratégico de Madrid. Sublevada la tropa contra el gobierno legal, cometió un error histórico: no distribuyó a sus hombres en distintos puntos de la ciudad, sino que los situó en el interior a la espera de varios helicópteros que le enviarían los rebeldes de Burgos y Valladolid.

Los leales los cañonearon y los bombardearon, y hubo combate cuerpo a cuerpo, y al final las milicias populares irrumpieron en el cuartel matando y muriendo, y pidiendo armas y cerrojos de fusiles. José iba en la turba, y cuando los disparos se acallaron, alcanzó el reducto de los oficiales y descubrió que muchos de ellos se habían suicidado para no ser atrapados con vida. Había una pila de oficiales en la Sala Bandera -contaba-; se habían levantado la tapa de los sesos con sus propias pistolas.

Foto: La Nación

Fanjul fue juzgado por rebelión militar y fue fusilado en septiembre de ese mismo año. Y José Díaz siguió luchando en distintos campos y montes, y con irregular suerte. Nunca supimos bien: las hazañas no se contaban. Había que ser muy poco hombre para contarlas, creía el ebanista, y rara vez aludía a aquellos tres años de estruendos, pólvora y miedo. Una tarde, porque venía al caso, contó, sin embargo, que en una refriega había corrido a esconderse tras un muro y había visto que le hacía compañía medio hombre. Una granada le había volado la espalda y la nuca, y yacía espectralmente parado a su lado, con los ojos abiertos y muertos, como si le hubieran arrancado el cuerpo a mitad de un bostezo.

A pesar de todo, Díaz sobrevivió a la Guerra Civil Española, y luego emigró a la Argentina. Durante aquellos tiempos hubo cruentas escaramuzas en las calles, en los bosques y en las llanuras de Asturias, hasta que los fascistas finalmente se impusieron con las armas, y los republicanos notorios fueron cazados y fusilados.

Antes de eso, en otra aldea asturiana pero ubicada sobre el Cantábrico, un herrero con diez hijos y una fuerza de toro se enroló en la misma causa. Se llamaba Nicasio Fernández y en su taller fabricaba hoces, guadañas y cuchillas. Era el jefe de un comité que ayudaba a los pobres y sabía que los enemigos vendrían a degollarlo. El hijo mayor no vivía con él y fue convencido de lo contrario: se alistó como voluntario de las fuerzas falangistas. Y por una bendita casualidad padre e hijo no se encontraron frente a frente en la famosa y sangrienta batalla de Teruel. En aquellos terrenos, al hijo lo volaron literalmente en pedazos: su familia no pudo siquiera darle cristiana sepultura.

En la aldea, mientras tanto, los otros hijos de Nicasio eran hostigados por los fascistas y se peleaban a puñetazos cuando intentaban injuriarlos diciéndoles "rojos". Eran multitudinarias peleas de adolescentes libradas como duelos al sol en los prados asturianos. Y los hermanos regresaban a casa con las bocas y las narices sangrando, mientras entonaban con hidalguía la canción del fracaso: "Ellos eran cuatro y nosotros ocho. Qué paliza les dimos. Qué paliza les dimos? ellos a nosotros".

Fernández cruzó España combatiendo contra el ejército rebelde hasta que todo terminó y debió escapar a Francia con algunos compañeros. Se refugió luego en una granja y allí lo sorprendió la Segunda Guerra Mundial. Lo mataron en Normandía durante aquellos días de desembarco y fieras resistencias.

Se cumplen en estos días 71 años del final de la guerra entre españoles. Después de tantos muertos sobrevendrían la hambruna y el exilio económico y político de miles, y una siniestra dictadura de treinta y cinco años que hundió a la Madre Patria en el atraso y la ignorancia.

El herrero y el ebanista, Fernández y Díaz, eran mis abuelos. Y yo crecí rodeado por aquellos relatos heroicos y tristes. Pero había cierto glamour en la derrota: habíamos sido vencidos y aniquilados por defender causas nobles. Nos habían vencido los malos, los despiadados, los violentos, los injustos.

Durante la escuela primaria conocí en un aula salesiana al maestro Vicente Vázquez, otro español que narraba una tragedia de la guerra civil. En 1936, un grupo de violentos amenazaba con tomar un convento salesiano. Vicente y su hermano Esteban Vázquez estaban haciendo el seminario: querían ser curas y consagrar su vida a Dios. Junto con algunos compañeros, huyeron al bosque, pero los atraparon. Casi todos quedaron confinados en calidad de prisioneros, pero seis seminaristas fueron enviados a una cárcel. Vicente se quedó y Esteban marchó a prisión. La separación fue un azar y un desgarro de lágrimas.

Unos meses después, comenzaron los fusilamientos. Esteban fue ejecutado junto con otros trescientos, y arrojado a una fosa común. Mi maestro había sobrevivido por milagro, y a partir de entonces había decidido entregar su existencia en cuerpo y alma a la tarea evangelizadora y a la Virgen, y a lograr lo que finalmente hizo el Vaticano: beatificar a Esteban Vázquez, el mártir de aquellas jornadas infames.

A Vicente yo lo daba por muerto, muchísimos años después, cuando novelé la historia de mi familia. Sin embargo, el maestro Vázquez vivía en el Colegio Santa Isabel, de San Isidro: tiene ahora 92 años y una lucidez sobrenatural. Me llamó porque había leído el libro y quería dos cosas: agradecerme el recuerdo y pedirme con humildad que subsanara en una próxima edición una pequeña errata. "Los que fusilaron a mi hermano no eran soldados del franquismo -me dijo-. Eran milicianos del otro bando."

Me quedé frío al descubrir que había cometido un error tan grueso, una vergonzosa injusticia. El inconsciente me había traicionado. Nunca, desde la infancia hasta la madurez, yo había sospechado siquiera por un minuto que los impiadosos fusiladores del inofensivo hermano de mi maestro podían ser los "nuestros".

Esa falla en la corteza de la memoria es producto de viejas categorías y recalcitrantes prejuicios, y de las simplificaciones que el ser humano busca siempre para dividir en buenos y malos, calmar su conciencia y exorcizar su propensión a la crueldad. Esa ceguera puede ser excusable en la niñez, pero no puede serlo en la madurez plena, cuando hemos vivido lo suficiente para reconocer los matices inquietantes e incómodos de la historia y para no caer en las trampas del blanco y negro.

Toda una corriente revisionista, en libros y películas, intenta mostrar ahora precisamente los grises de las guerras europeas de izquierdas y de derechas. Empezando por la española, sobre la cual varios escritores tratan desde hace años de sacudir a la cristalizada opinión pública con relatos veraces e incómodos, en los que no hay solamente víctimas impolutas y monstruos apocalípticos. También hay idealistas siniestros, libertarios corrompidos, derechistas honrosos o abyectos, izquierdistas maravillosos o criminales. Canallas heroicos y héroes imperfectos.

Esta visión no borra, sin embargo, la línea entre culpables e inocentes, ni relativiza dictaduras ni crímenes de lesa humanidad. Pero ayuda a comprender la verdadera naturaleza de la tragedia humana y a liquidar demagogias mediáticas, y usos y manipulaciones de políticos falsamente épicos.

La gran lección que surgió de aquella lucha fratricida entre las dos Españas fue la convicción de que el fragor de los ideales y posicionamientos no debía nunca más vulnerar los límites del respeto hacia una democracia seria e integral. Aquellas dos Españas abandonaron el uniforme y el fusil, y vistieron el traje moderno de las repúblicas y el bipartidismo, con acuerdos permanentes de fondo y debates encarnizados en la superficie, con diferencias inocultables, pero a la vez con una paciencia infinita para cuidar la división de poderes, el progreso, la tolerancia y las reglas de juego. Los argentinos no envidiamos la guerra civil ni aquella interminable y absurda tiranía. Pero envidiamos la calidad política e institucional de España. Algo pequeño que cuesta muchísimo. Algo imperfecto. Pero también algo que hoy nos suena tan lejano y exótico como una utopía del género fantástico.

Tal vez no otra cosa añoraban el maestro, el herrero y el ebanista, que no eran hombres de sofisticaciones ideológicas. Sólo eran hombres simples luchando contra el descreimiento, la indolencia y la injusticia. Un apotegma asturiano aseguraba que para no sufrir desilusiones había que carecer de esperanzas. Pero ¿qué somos sin ellas? ©LA NACION

Jorge Fernández Díaz 
Director de adn CULTURA 

jdiaz@lanacion.com.ar
http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1245290

20 de marzo 2010
Autorizado por el autor

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