Carlos Robledo Puch, en Sierra Chica
La sombra del ángel negro
Jorge Fernández Díaz 
LA NACIÓN

EL prefecto del penal de Sierra Chica no quería que me fuera con las manos vacías, así que me ofreció al Loco del Martillo. No era un mal bocado. Se trataba de un asesino serial que había aterrorizado al país sorprendiendo a sus víctimas en la cama: entraba por las ventanas y les destrozaba de un golpe la cabeza. Pero yo había viajado hasta Olavarría para verme cara a cara con el mayor mito negro de la historia de la Argentina, y era muy joven, no admitía sustitutos. El prefecto fue sincero: Carlos Eduardo Robledo Puch no había recibido a ningún periodista en trece años de encierro. A una reportera que le había escrito una carta rogándole una entrevista, le había mandado decir que sólo lo haría si le compraba un camión Scania. Yo tenía veinticinco años, era cronista policial y había leído a Soriano, que escribió en La Opinión un artículo antológico sin haber conocido al múltiple asesino.

Todavía me recuerdo a mí mismo en un viejo archivo de la calle General Hornos leyendo aquellos ajados y escabrosos recortes en el que se lo veía al muchacho rubio y angelical de Olivos que inesperadamente había cometido once homicidios, diecisiete robos, una violación y una tentativa, un abuso deshonesto, dos raptos y dos hurtos, y que por una desinteligencia con su socio lo había asesinado y le había quemado con un soplete el rostro y las huellas dactilares. No se dio cuenta de que, oculta en el bolsillo trasero, el occiso guardaba su cédula de identidad: la policía hizo las conexiones obvias y detuvo a Robledo Puch. También recuerdo el día en que se escapó y hubo alarma en todo Buenos Aires, como si un monstruo hubiera roto las cadenas y anduviera vagando por las calles sediento de sangre. Lo recapturaron a las pocas horas, y en 1980 fue juzgado y condenado por el tribunal de la Sala 1a. de la Cámara de Apelaciones de San Isidro. "Esto fue un circo romano -dicen que dijo Robledo-. Algún día voy a salir y los voy a matar a todos."

Cinco años después estaba confinado para siempre en una estrecha celda de aquella prisión de máxima seguridad. No quería ver a nadie y pasaba los días en el pabellón de homosexuales. Le propuse al prefecto que simuláramos una visita guiada y que me llevara hasta su calabozo. Traspusimos puertas y rejas, y nos metimos en esa galaxia fría y gris rodeada de granito y vigilada por ojos duros y armas largas. Una fortaleza dominada por un olor indescriptible. El olor de las fieras. Entramos en el pabellón señalado y caminamos por ese corredor gótico espiando por ventanucos infames a los hombres que sobrevivían a la sombra. Cada preso era una historia violenta y luctuosa. El funcionario me indicó la puerta de la verdad y ordenó que la abrieran. Vi en un relámpago cómo Robledo Puch se tiraba de la cama cucheta y se ponía en posición de firme frente a la autoridad. No era ya el muchacho pecoso, rubión y siniestramente aniñado de las fotografías. Ahora era un sujeto maduro y gastado por la desgracia. Traté de que no me temblara la mano. Me la apretó blandamente, con una inesperada condescendencia, y escuchó mis argumentos, que parecían una improvisación: "Estamos visitando la cárcel, pero me encantaría poder charlar con usted, Carlos". Robledo no tenía ningún inconveniente; me pidió que lo esperara un rato. El prefecto me llevó hasta el edificio redondo que domina la boca de los pabellones y me sugirió que aguardara a Robledo en un cuarto que era más pequeño que un ascensor. Pensé, con taquicardia, que si Robledo se daba cuenta de mis intenciones se me tiraría encima y me arrancaría los ojos. Pero tragué saliva y aguanté un rato. Repeinado y provisto de un grabador y carpetas, el tipo cerró la puerta y comenzó a hablarme a borbotones sobre Dios, las profecías, los querubines que lo habían visitado en su celda, la inocencia absoluta de todos los crímenes que se le endilgaban y la maldición que había caído sobre quienes lo habían condenado: abogados que eran arrollados por un tren, testigos que se habían suicidado, personas que eran asesinadas o morían de horribles y repentinas enfermedades, y otras pestes bíblicas. Intercalaba, en sus relatos, oraciones grabadas de pastores evangélicos que pronunciaban su sermón, y me pedía una y otra vez que tratara de comprender las entrelíneas de esas admoniciones. Pasamos cuatro horas parados, uno junto al otro, unidos por su mirada fija y escrutadora y su discurso chirriante e hipnótico.

Al final lo acompañé hasta su pabellón. Arrastraba los pies y era más pobre y andrajoso que un mendigo. Le dije tímidamente que escribiría algo acerca de todo esto. Nos despedimos. En un arrebato de torturada compasión, dejé en la entrada todo el dinero que yo traía en un sobre a su nombre. Al regresar a Buenos Aires sentí mareos, jaquecas, paranoias, miedo seco y vergüenza por tener todos esos sentimientos. Durante años sentí también una especie de telaraña pegajosa que me acompañaba y no me dejaba en paz. Fue una de las experiencias más extrañas y traumáticas de toda mi vida profesional, y volví a recordar cada detalle de esa pesadilla hace unos pocos días, mientras devoraba El Angel Negro , un libro alucinante que acaba de publicar el periodista Rodolfo Palacios.

Este experimentado escritor de no ficción, que pertenece a la nueva generación periodística, viajó decenas de veces a Sierra Chica y trabó una relación mucho más larga y honda con el hombre de la oscura leyenda. El diálogo que reproduce a través de las páginas recuerda a El silencio de los inocentes y las revelaciones que glosa no dejan de asombrar. Las escenas se suceden. Robledo escribiéndole una carta a Galtieri y haciendo todo lo posible para ser enviado a la Guerra de Malvinas. Robledo fantaseando con robar un banco y cometer el crimen perfecto, y soñando con salir en libertad y suceder a Perón: "Llamaré a los jóvenes para encabezar una revolución". Robledo Puch es ahora un neoperonista capaz de anunciar el fin del planeta a la manera de Cormac McCarthy: "Se vendrá (más rápido que despacio) una era de canibalismo? Este fenómeno se dará cuando haya desabastecimiento en las góndolas por las causas que sean. El mundo será dominado por los insectos. La guerra empezará en las cárceles, donde combatirán entre todos".

La alusión al canibalismo y los combates carcelarios es el eco irreflexivo del motín de Semana Santa de 1996, cuando un grupo de convictos tomó a 17 rehenes y mató a ocho presos. Se dice que jugaban a la pelota con la cabeza de uno de ellos y que convirtieron al otro en picadillo de empanadas. Robledo Puch corrió hasta la parroquia con su Biblia amarillenta en la mano y se encerró durante días para no ser presa de los cazadores.

Cuarenta y cinco misivas le escribió el ángel negro a su biógrafo, quien cuenta entre sobresaltos cómo un famoso neurocirujano intentó someter a Robledo a una lobotomía frontal, y cómo éste, más adelante, perdió los estribos y prendió un fuego en la carpintería de Sierra Chica: "Se puso antiparras, una frazada de capa y gritó: «¡Abran paso, soy Batman y voy a escapar volando!»". Palacios narra la escena en la que Robledo le confiesa que pretendía ganar un millón de dólares por venderle a Hollywood su gran historia. El plan consistía en seducir a Francis Ford Coppola, Quentin Tarantino o Martin Scorsese, y ser interpretado por Leonardo DiCaprio. "Cometí el pecado de reírme de su idea delirante -cuenta el cronista-. Golpeó la mesa, apretó los dientes, me miró con odio y sentenció: «Sos un ignorante, un apocado, un timorato y un pusilánime»."

Pese al horror de sus crímenes, los delirios de sus sueños y sus amenazantes cambios de humor, Palacios jamás pudo verlo como una hiena. Siempre mantuvo una mirada humanitaria y trató de comprender realmente por qué un chico común de un barrio acomodado se había transformado en un multihomicida. Sus extenuantes encuentros incluían desagradables requisas y Robledo terminó anotándolo como "amigo" y condoliéndose por su suerte. Al final de las entrevistas solía decirle al periodista esta frase significativa: "Cuidate, acá adentro es un infierno, pero afuera está peor. Mucho peor".

El trabajo de Palacios es apasionante, y toca dos puntos muy altos cuando toma conciencia de que en la Argentina nadie jamás firmará la libertad de ese psicópata, por más que apele una y otra vez y demuestre buena conducta. Y luego cuando irrumpe con su propio relato el decano de los médicos legistas, Osvaldo Raffo, que también tuvo largas tenidas con el asesino en los Tribunales de San Isidro. "No era un adversario fácil -confiesa Raffo treinta años después-. Los psicópatas son manipuladores. El pretendía jugar conmigo al gato y al ratón". Palacios le pregunta al perito: "¿Cree que si sale algún día volverá a matar?". El perito no lo duda: "¿Alguien se animaría a liberar de la jaula al león viejo porque hace mucho que no come?". Y es entonces cuando el periodista percibe que Raffo volvía de aquellos duelos verbales con dolor de cabeza, perturbado. "Descubrí que estar tanto tiempo con ese personaje, que destila maldad por todos sus poros, me había intoxicado. No era un humano. Sentía un desasosiego, algo inexplicable. Me había metido en su alma y en su mente, había bajado a los infiernos? Tenga mucho cuidado, Palacios. No sé si era su mirada penetrante, el halo maligno que lo rodeaba o algo misterioso. Pero seguramente usted va a sentir cosas raras."

Al leer ese sentimiento común que aquejó efectivamente al cronista después de aquejar al médico regresé a aquella lejana tarde de 1985 cuando yo mismo probé esa turbia gelatina del mal que lo rodeaba y que nunca pude olvidar. Los ojos de un ángel negro te persiguen para siempre. © LA NACION

 

Jorge Fernández Díaz 
La nación (Bs.As., Argentina) 

jdiaz@lanacion.com.ar
24 de julio 2010
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