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Pequeña comedia humana

La fidelidad de un enemigo
Jorge Fernández Díaz
LA NACIÓN

Cruz ya era un gerente joven y carismático cuando García llegó a la sucursal y se convirtió sin quererlo en su más fiel enemigo. García venía de Casa Central con muy buenos antecedentes, y Cruz detectó de inmediato que era sólido y efectivo, y que ponía en evidencia los defectos del grupo con sus notorias habilidades. De ahí a pensar que tarde o temprano pondría en jaque su propia supervivencia medió un solo paso.

El gerente era seductor y practicaba cierta demagogia con sus subordinados: comenzó sutilmente a cohesionarlos en contra del forastero y a dejarlo fuera de reuniones, de códigos internos, de chistes colectivos.

García era algo introvertido, pero notó el aislamiento. Nadie le hablaba más de lo estrictamente necesario, y los compañeros se burlaban por lo bajo de sus decisiones y lo trataban con despectiva rudeza; a veces lo ignoraban, como si no existiera. García intuía que Cruz movía los hilos, y no se equivocaba. Pronto el gerente se las arregló para que en Casa Central lo pusieran en la mira. Con cierto consenso interno, Cruz le quitó entonces tareas relevantes y lo confinó a trabajos aislados y poco dignos de su inteligencia. García le pedía una entrevista a solas, pero Cruz no le respondía ni los e-mails. Tres meses de tormentos lo convencieron de escribir una carta al jefe de su jefe. Cuando Cruz se enteró pidió de inmediato un cambio de sucursal para el insolente y desleal empleado a quien nadie quería. García fue a parar a una sucursal lejana, y Cruz ascendió en un año y medio, y fue destinado a Casa Central. Se ocupó desde ese Olimpo de que García peregrinara durante años por cargos y sucursales periféricas, que se le otorgaran misiones que estaban por encima de sus posibilidades, que fracasara con papelones incluidos, que perdiera bonos de productividad e incluso que fuera sancionado.

Cruz trepó por todo el escalafón, García se fue quedando en los descansos. Cinco años después de su infortunado encuentro, ambos coincidieron en una fiesta corporativa. Cruz estaba exultante, García fríamente sereno. Se miraron unos instantes desde lejos y entre la gente, y entonces el supergerente alzó su copa y le dedicó una sonrisa depredadora y triunfal. García bajó la vista y se quedó en su rincón, increíblemente solo dentro de la multitud.

No podía haber dos hombres más diferentes. Cruz estaba casado con una abogada guapísima y tenía tres hijos y una amante. García pintaba para solterón solitario: solo lo apasionaban el aeromodelismo y las partidas de ajedrez. Jugaba simultáneas en una plaza y pasaba sus fines de semana envuelto en una suave melancolía. A veces planeaba minuciosamente una estafa millonaria al banco. Todo quedaba en el terreno de la fantasía: no quería ser millonario, sino simplemente vengarse de aquella larga persecución.

Una tarde de lluvia llegó la noticia de que Cruz había tenido un terrible accidente. Manejaba ebrio por la ruta y se había llevado por delante una combi escolar. Había muchos heridos y Cruz estaba en coma. García no pudo alegrarse, no encontró en ese acto ninguna justicia poética. Pero tampoco pudo resistir visitarlo en el sanatorio dos meses más tarde. Le dijo a la enfermera que era un amigo, y ésta lo dejó pasar a la habitación vacía. Cruz dormía sin sobresaltos su siesta eterna. García, contra su propia naturaleza, comenzó a hablarle. Fue una o dos veces por semana, a lo largo de todo un año de silencio aséptico, a hablarle un rato: a veces le contaba chismes del banco, en ocasiones le narraba puntillosamente una partida de un ajedrecista célebre. La mayoría de las veces le hablaba de aviones. Antes de Navidad le salieron al paso en el pasillo: "Su amigo murió anoche. Lo lamentamos muchísimo". García lloró como si hubiera perdido a un hermano.

Jorge Fernández Díaz 
jdiaz@lanacion.com.ar
Domingo 06 de marzo de 2011
Autorizado por el autor

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