Amigos protectores de Letras-Uruguay

Pequeña comedia humana

Esfuerzos de un padre sublime
Jorge Fernández Díaz
LA NACIÓN

Hugo tenía cinco hijos que iban de los diez a los dieciséis años, y la obligación íntima y moral de hacerlos felices a toda costa. Ese fin noble e irreprochable lo llevó progresivamente al infierno.

Para amoldar las instituciones educativas al carácter de sus niños adorados, los dividió en tres colegios de la zona norte: los varones con los salesianos, las chicas en una escuela inglesa y la menor en un establecimiento más moderno que proponía desarrollar "talentos diferentes". Naturalmente, Hugo no podía resistir el incordio que a sus hijos le producían las arduas tareas hogareñas o la terrible eventualidad de una nota baja, así que después de la oficina montaba en su casa una segunda escuela donde él ejercía las veces de profesor privado de todas las materias. Esa faena lo conducía, en ocasiones, hasta la madrugada, puesto que también daba una mano con los trabajos prácticos.

Pero donde este padre sublime colocaba toda su energía era en el área del transporte. Gastaba toneladas de nafta súper en llevarlos a rugby, fútbol, básquet, navegación, tenis, canto, danza, piano, cine, bailes, médicos, dentistas, cumpleaños, tes, cenas y reuniones. Los días hábiles podían ser complicados, pero los fines de semana eran verdaderas maratones por los caminos de Olivos, Martínez, La Lucila, San Isidro, Acassuso, Becar, Victoria, San Fernando. Y también por el ramal Pilar-Campana, y por supuesto en todos y cada uno de los remotos countries y barrios cerrados donde pernoctaban los compañeros de sus hijos.

La tarea se hizo tan compleja, la coordinación tan escabrosa, que Hugo trataba los días previos de confeccionar una hoja de ruta. Pero con los adolescentes eso es imposible: ellos deciden a último momento todo, acuerdan una fiesta a horas extrañas por teléfono o Chat y la anuncian de sopetón. Sus deseos suelen ser derechos y órdenes, y la improvisación, una praxis cotidiana e inocentemente perversa. De manera que el abnegado padre permanecía en eterno estado de guardia. Como si fuera un enfermero del SAME, aunque sin poder gozar de los francos y beneficios sociales del caso. Era un remisero de lujo, acostumbrado además a callar y a no hacer demasiadas preguntas, puesto que los adolescentes detestan ser interrogados a la vuelta de una juerga o en presencia cuchicheante de sus amigos. En ocasiones los esperaba una hora durmiendo en el coche, o hacía tiempo en su casa mirando películas trasnochadas. Es que había desarrollado un insomnio utilitario. Cuando llegaba tarde era reprendido por sus vástagos, y una noche cuando uno de ellos salía de una mansión al borde del río junto con otros tres chicos de altísima sociedad, percibió que su hijo lo trataba como a un chofer profesional. Sostuvo la charada durante todo el viaje (repartir por distintas casas lejanas a esos amigos nocturnos era rutina) y al quedarse a solas con su hijo no se atrevió a recriminarle la desconsideración.

En la tarde de Navidad, después de cargar nafta en una estación de servicio, el motor de su automóvil se declaró agónico. Los empleados no entendían qué había pasado, y Hugo comenzó a llamar desesperadamente al auxilio. Por la Navidad, nadie atendía, y le entraban las directivas destempladas de sus hijos, impacientes porque les estaba fallando. Al final uno de ellos le cortó con violencia, indignado por tanta impericia.

Hugo se quedó tieso, con el celular en la oreja, dos o tres minutos. Luego dejó caer el teléfono al suelo y caminó como un sonámbulo, sin rumbo fijo, por aquel laberinto de calles.

Hace dos años que nadie sabe nada sobre su paradero. Hay una foto con sus datos en varias pegatinas de la línea del ferrocarril Mitre. Dice: Perdido.

Jorge Fernández Díaz 
jdiaz@lanacion.com.ar
Domingo 9 de enero de 2011
Autorizado por el autor

Ir a índice de América

Ir a índice de  Fernández Díaz, Jorge

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio