Libros / Adelantos- Novela La segunda vida de las flores (Ed. Sudamericana)

 

Amores peligrosos
Jorge Fernández Díaz
 
LA NACIÓN

Regresa Fernández, el héroe de Corazones desatados, esta vez con una novela inquietante, La segunda vida de las flores (Ed. Sudamericana), donde vuelve a indagar sobre el carácter fatal e inestable del amor verdadero. Aquí, un capítulo del nuevo libro de Jorge Fernández Díaz

En una mesa de ese bar, justo sobre la esquina y contra los ventanales de vidrio, Fernández solía sentarse por las mañanas con un americano en vaso de vidrio y una medialuna insípida a leer los diarios que dejaban los clientes, a observar el incesante trajinar de los autos y a bosquejar en su libreta una novela que no iba ni para atrás ni para adelante. A esa misma hora, de vuelta del gimnasio, la Colorada se tomaba un jugo de naranja, y ambos pujaban diplomática y silenciosamente por el suplemento de espectáculos. Se tenían vistos del barrio pero nadie los había presentando; el asunto es que una cosa llevó a la otra, y que una mañana compartieron la misma mesa. Y que cinco mañanas después estaban en la misma cama, aquel ruidoso somier que Fernández se había comprado de apuro cuando tuvo que irse con lo puesto.

La Colorada no era, en verdad, técnicamente una pelirroja. Era más bien una trigueña pero con reflejos rojizos y pecas oscuras. No se le notaba en el cuerpo el paso del tiempo ni los embarazos, y su fuerte estaba en el escote, que permanecía joven y obsequioso. Eso sí: se la intuía más triste y aislada que una viuda. Era, para sintetizar, un clásico: necesitaba alguien que le prestara atención y que la deseara. Fernández la deseó de inmediato, y tuvieron tres o cuatro encuentros de considerable intensidad. Pero ella estaba casada con un agrimensor y tenía armada toda su vida, y Fernández no andaba con cabeza como para atracar en un solo puerto y meterse en un gran quilombo. De manera que ella se fue un fin de semana largo a Cariló con el cónyuge y la prole, y luego si te he visto no me acuerdo. No hubo más encuentros, ni llamados ni coincidencias en el bar. Amores de cuatro días, escaramuzas memorables que se lleva el viento. Nada más.

Dos meses después la Colorada reapareció con un llamado telefónico: Estoy en el Montecarlo, necesito hablar con vos. Era la media mañana pero Fernández había estado cerrando la edición del diario y había trasnochado por culpa de una extensa "cena de camaradería", de modo que recién abría los ojos, con mal aliento y muy mal pálpito. Se duchó rápido, se vistió así nomás y la encontró en la mesa de siempre: tomaba un mocaccino amargo y un agua sin gas; tenía acomodados a un costado una valija y un bolso. Me fui de casa, le dijo al verlo, y le dio un fugaz beso en la mejilla.

Fernández tuvo una reacción parecida a cuando se nos viene encima un tren: hay una fracción de segundo en la que nos vemos muertos y la vida entera pasa delante de nuestros ojos. Se sentó despacio imaginando lo que la Colorada diría a continuación. Diría que se había enamorado en aquel somier y que estaba segura de que a él le había pasado lo mismo. Que no se podía sentir amor por dos personas a la vez, y que algo resultaba más que obvio: hacía rato que había dejado de amar a su esposo. En aquel fin de semana largo había intentado reflotar la relación pero evidentemente no lo había logrado. Al contrario, el intento la había persuadido de que estaba negando con la razón el honesto dictado de los instintos. Y ahora se venía a instalar en su departamento porque había entendido que eso era lo que en realidad Fernández anhelaba sin atreverse a confesarlo. El había dado señales inequívocas al respecto, y ella había sintonizado la onda.

Todo eso pensó Fernández en esos segundos de pánico, pero la Colorada no acusaba recibo. Tomó la taza con las dos manos y bebió un sorbito de mocaccino con la mirada perdida. Luego suspiró hondo, ante un Fernández demudado, y dijo mirándolo directamente a los ojos: Me voy a la casa de mi vieja en Mar del Plata, ¿me llevás a Retiro? A Fernández su pobre alma, que había salido corriendo a la calle y era ahora arrastrada como una serpentina por el viento, le volvió de pronto al cuerpo con un largo resoplo de alivio. Le bebió la mitad del agua como si la angustia fuera una sed y le preguntó qué había pasado. Tenía gusto a níquel y a bromuro en la boca.

Al final de un larguísimo hastío sin escape ella había preparado, como todos los días, minuciosamente la mesa con el desayuno para sus dos hijos adolescentes y para su marido. Les había dado con el café unos brownies de pan y canela que habían sobrado de un servicio: la Colorada tenía una modesta empresa de catering. Luego los había acompañado hasta la puerta, trémula como estaba, y los había despedido con un gesto. En cuanto se fueron, subió a su cuarto y sacó una valija y un bolso. Metió su ropa de invierno con movimientos rápidos y decididos, y después abrió la ducha y lloró bajo el agua caliente. Lloró a los gritos. A veces hay que irse al carajo, le dijo Fernández, no pudiendo decir otra cosa. El carajo -le recordó- era aquella maldita canastita del vigía que traían las carabelas: desde el carajo se veía mejor.

La Colorada amaba a sus hijos, a pesar de que cada vez le daban menos bolilla y que se trenzaba con ellos a los gritos por el colegio, las desprolijidades domésticas y las salidas nocturnas. Y sentía realmente "cariño" por aquel agrimensor desatento que era bueno porque no había matado a nadie, pero que la trataba como a una hermana asexuada e insignificante. Les iba bien, tenían una linda casa y formaban una familia normal, pero ella no daba más: se sentía atrapada en aquel corralito dorado y tenía la impresión de que se estaba volviendo loca.

No sabía cómo afrontar a sus amigos ni a sus parientes, para los cuales ella integraba la pareja perfecta. Nunca resulta fácil la comprensión de los demás, que tratan con la superficie, siempre ven lo que quieren ver y no desean reconocerse en el espejo de un drama. El asunto de sus hijos sería, en esos momentos previos, un fuerte punto en contra. Y además el agrimensor abandonado se quedaría en la ciudad y haría su campaña de victimización. Ella no estaría allí para contrarrestar esa versión y perdería imagen y relaciones valiosas por esa ausencia. Intimamente entendía que sus hijos eran grandes y que les vendría bien que ella los dejara una temporada a merced de su propia responsabilidad: sólo bajo ese shock y con ese sufrimiento sorpresivo podrían dejar el autismo y encaminarse un poco. El caso del agrimensor era bien distinto: con él no había cálculo ni histeriqueos. Sólo telón. Telón final.

Pasado el mediodía la Colorada tenía mejor aspecto. Comieron una ensalada a pedido de Fernández, que quería hacer tiempo para convencerla de que volviera atrás con aquella alocada fuga. Y cuando los oficinistas del barrio vaciaron el bar y terminó la hora del almuerzo, la Colorada pidió otro mocaccino y se entregó al llanto. Fernández cruzó hasta un puesto de flores y le compró un ramo de clavelinas. Me gustan más las gerberas -le dijo ella, desagradecida-. Compro rojas, amarillas y naranjas todas las semanas, y después cuando se van apagando les corto el tallo y las pongo a flotar en agua para que vivan su segunda vida.

A Fernández le asustaba todo aquel arrebato y era partidario de hacer las cosas bien: Uno no se escapa; uno se separa como ha vivido, decía. Extremó su rol de abogado del diablo, utilizó argumentos de variada índole y empezó a hacerla entrar en razones cerca de las cuatro. A las cuatro y media ella tuvo un estremecimiento. Es muy tarde, dijo, enjugándose las lágrimas. Fernández cargó con el bolso y la valija, y la acompañó hasta su casa. Luego supo que metió todo en la baulera, se lavó la cara y se puso a preparar el té con scones y bizcochuelo de chocolate y nuez. A las cinco y media llegaron el esposo y los hijos, y merendaron todos juntos como si nada hubiera ocurrido. Y nada ocurrió.

Pero Fernández y la Colorada tuvieron al año y medio una breve recaída. Ella había arrastrado al agrimensor a una terapia de pareja que incluía cambios de rutina, sorpresas sexuales y viajes a lugares paradisíacos. También algunas sesiones de terapia grupal con los hijos, y una oportuna derivación con una psiquiatra infanto-juvenil que colocó a los descarriados sobre rieles más seguros. Al cabo de seis meses, la Colorada había conocido a un chef de Acasusso que le arrastraba el ala y se enfrascó con él en un intenso y muy caliente intercambio digital: e-mails y chateos en un amor virtual que, por una cosa u otra, nunca terminaba de consumarse. Un pálido día de junio, la Colorada volvió a sacarlo de la cama a Fernández para contarle que finalmente le había comunicado al agrimensor la mala nueva y que se había armado la de San Quintín.

Todo había sucedido durante un almuerzo temido y premeditado. Los chicos tenían sports y luego la abuela paterna los llevaba directamente del campo de deportes al cine del Tren de la Costa. El agrimensor se pasó la mañana jugando al tenis y ella pudo acondicionar la casa, cortar los tallos de las gerberas y ponerlas a flotar en un centro de mesa, colocar a mano pañuelos de papel y ensayar mentalmente su discurso mientras cocinaba con paciencia oriental un risotto con almejas y calamaretes, cebollas, hinojos y zucchinis. Se tomó dos vasos de vino blanco para echarle uno al risotto, y sobre todo para darse coraje, y después condimentó el arroz con pimienta negra, ajo y perejil.

Cuando el agrimensor se sentó a la mesa comenzó a contarle en detalle los tres sets que había jugado y ella le siguió en silencio el relato mientras comían. Al final, levantó los platos, los colocó en la mesada y se echó a llorar. El agrimensor no entendía nada, se le acercó creyendo que ella estaba descompuesta, y le alcanzó los pañuelitos. Fue entonces que la Colorada se rehízo de repente y le pidió que volviera a sentarse. Por el tono de voz y por la expresión grave, el agrimensor tomó conciencia en un instante por dónde venían los tiros. Se dejó caer lentamente en la silla y escuchó los argumentos de su mujer, que hablaba sin mirarlo, la cara toda mojada y accesos de llanto y verborragia.

El hombre le objetó tres o cuatro puntos de su razonamiento crítico, pero ella le había señalado treinta. En aquellos meses, en muchas noches de insomnio, la Colorada había cavilado acerca de la separación y había llegado a la conclusión de que todo podía explicarse con una frase corta. Pero era una frase impronunciable. Cuando el ingeniero tomó la palabra e hizo un largo monólogo lleno de buenas intenciones y razones cartesianas, la Colorada rompió el vidrio de emergencias y pronunció la frase: Ya no te quiero más. Sobrevino así un larguísimo momento sin palabras: el agrimensor se mudó a su sillón, junto a la chimenea, y su inminente ex mujer abrió la canilla y comenzó a lavar los platos. Luego oyó que el agrimensor se movía hacia la puerta de calle con la llave de la camioneta en la mano. Escuchó la cerradura y también su voz seca: Está bien, te podés ir cuando quieras, porque te recuerdo que ésta es mi casa. La Colorada se dio vuelta como tocada por un rayo. El agrimensor no le dio chances de una discusión, se subió a la 4x4 y salió marcha atrás arando la vereda.

Sobrevino a partir de ese día una guerra cruel donde no faltó nada. El agrimensor usó a sus hijos para generarle remordimientos, a su madre para horadarle la conciencia, a sus amigas para hacerle cambiar de opinión, a un técnico en sistemas para hackearle la computadora y rescatar los diálogos calientes con el chef, y a un abogado divorcista para convencerla de que su defendido pretendía quedarse con todos los bienes y ser relevado de los alimentos a cambio de retirar una demanda por infidelidad y daño moral. Y no sólo se negaba a irse de casa, sino que también reclamaba para sí, mientras durara la disputa, el cuarto en suite y la cama matrimonial. La Colorada había estado durmiendo tres meses en la habitación de servicio. Adelgazó seis kilos, empezó a tomar pastillas para dormir, cambió su psicóloga por un psiquiatra y contrató a una dura litigante para defenderse de los ataques.

En aquellos días aciagos no tenía libido para el chef ni para nadie. Sentía que su vida había sido arrasada por un maremoto y que había dormido dieciséis años con un monstruo frío y despiadado. No tenía razón, claro está: el agrimensor era simplemente un hombre dolido.

Los abogados de las partes tuvieron varios encontronazos y al final llegaron a un principio de acuerdo. A cambio de todo, el agrimensor había abandonado hacía dos meses la casa. ¿Qué era exactamente ese "todo" que había destrabado la negociación? Camioneta, chalet de fin de semana, inversiones, ahorros y pago en cuotas mensuales de la totalidad de la casa, que un hermano arquitecto había diseñado y construido en persona, y de la que se consideraba por lo tanto "moralmente propietario". Hiciste negocio, le dijo Fernández con sorna. ¿No era que uno se separa como vive?, le respondió ella con el mismo tono. Y... se vive como la mierda, dijo Fernández, y le pidió al mozo otro americano.

Los hostigamientos del agrimensor, puntualmente narrados por la Colorada a su madre y a sus amigas, lograron atenuar en parte los horribles regalos que, como minas explosivas, el ex marido iba plantando en los terrenos comunes: ella era alternativamente una mujer infiel, una caprichosa, una frígida imbancable, una mala madre y, a pesar del laborioso catering, hasta una mantenida. Fue así que muchos no supieron dónde ponerse y a quién darle la razón, algunos tomaron partido por uno y le declararon la indiferencia al otro, y la mayoría asumió que cuando los dos tienen la culpa ninguno de los dos la tiene. La Colorada pudo así identificar quiénes eran sus verdaderos amigos y quiénes simulaban serlo. También se dio cuenta de que al mirar el naufragio de su pareja cada uno de sus amigos inevitablemente pensaba en su propio matrimonio, y reaccionaba según los problemas asordinados que tenía, los pecados que había cometido, los hechos que había negado o los pactos tácitos que había establecido para seguir sobreviviendo.

Hablame del chef, le dijo Fernández. Llevame a tu casa, le respondió ella: Tengo frío. Llovía a cántaros y estuvieron toda la tarde en la cama. El chef es un amor -le dijo la Colorada en un recreo-: Pero no sé, las relaciones virtuales rara vez se concretan, ¿no? Fernández y la Colorada no volvieron a verse hasta dos años después, aunque cruzaron mails castos y cariñosos, y saludos por cumpleaños y navidades. Se encontraron por penúltima vez en el Montecarlo, como si fuera un ritual. La Colorada llegó cambiada, vestida con colores fuertes y un resplandor de felicidad en el rostro. Después del largo abrazo inicial, se sentó frente al mocaccino y le dijo, totalmente excitada: ¡Estoy tan contenta! Me caso.

La noche más importante de su vida, según confesaba, no había sido su primer casamiento en la iglesia del Rosario, sino aquella comida casera que preparó con tanta ansiedad durante un mes entero: tenía que sacar al chef de la clandestinidad y presentárselo a los chicos, y había estado limando las asperezas en el hogar y armando la pista de aterrizaje. Esa noche les pidió ayuda emocional a los dos adolescentes y cocinó tagliatelle al funghetto: hongos, oliva, tomate y parmesano. Destapó un Catena Zapata y puso un disco donde Eleonora Eubel interpretaba suavemente a Duke Ellington y a Cole Porter. El chef llegó temprano, con las uñas carcomidas, y la cena duró dos horas. Los adolescentes mudos habían recobrado de pronto el habla.

La cosa no había sido nada sencilla. Desgastada y entristecida por la batalla jurídica y psicológica que le había planteado el agrimensor y abrumada por una mudanza homérica a Belgrano R, la Colorada había tardado bastante en volver a escribirse con el chef. Pero al fin una noche retomó el contacto y estuvo horas chateando. A partir de ese momento y a lo largo de tres meses, todas las noches después de cenar, la chica de Belgrano R y el chef de Acassuso se contaban las penas. El también estaba en situación precaria: había roto con su mujer y vivía provisoriamente solo en los altos de una trattoria. La Colorada sentía una afinidad total con aquel hombre sensible, y el chef le correspondía con evidencias escritas, pero eludía prolijamente el encuentro de los cuerpos. La chica estaba un poco ofuscada, y encima un sábado leyó en una revista de peluquería que muchos hombres flirteaban en la Web sin buscar el contacto físico: un coqueteo virtual que levantaba la autoestima pero que era aséptico y completamente inocuo. La Colorada le hizo algunas trampas para precisar bien sus coordenadas, se tomó el tren en la estación Lisandro de la Torre y lo fue a buscar al restaurante italiano antes de que empezara el trajín del anochecer. El chef se sorprendió cuando un mozo le dijo que una mujer lo esperaba. Habían intercambiado fotos y, al reconocerla, el chef sintió que el tren se le venía encima y que su vida entera pasaba delante de sus ojos.

Pero como intuyó que no había escapatoria, tomó coraje, se sentó frente a ella y le dijo que le había mentido. Seguía casado, pero tenía toda la intención de terminar con aquella relación marchita. La Colorada se echó a reír mientras él se derretía en explicaciones y excusas, y proclamaba su honestidad y su amor. Ella tomó la cartera y regresó al andén, y viajó sentada hasta Belgrano llorando de rabia, y caminó veinte cuadras de frío y se sirvió un whisky doble. Después borró al chef de su computadora, y estuvo semanas y semanas evitando llamados telefónicos, mensajitos, e-mails, cartas y encomiendas de aquel farsante.

A los tres meses, el chef le cruzó su Ford K y se le arrodilló ridículamente en la vereda. Le provocó una sonrisa, muy a su pesar, y le concedió un café. El chef tomó un cortado y ella un mocaccino en el bar de una estación de servicio, y entonces la Colorada supo que ahora el chef sí se había separado, que estaba dispuesto a ofrecer todas las pruebas para ser perdonado y que quería empezar una relación verdadera. Con mucha prudencia, la Colorada examinó las circunstancias, viajó con él hasta Acasusso sin tocarlo, revisó su piso de soltero y se metió en su cama.

Cuando se confirmaron con la piel las afinidades que se habían tejido con la palabra, los dos avanzaron a una velocidad de miedo. El chef se involucró en el catering, amplió rápidamente el negocio, presentó credenciales ante el siquiatra de ella y conoció y le cayó en gracia a cada uno de sus amigos fieles. La Colorada lo atrajo hacia su vida con pasión desconocida, pero siempre preocupada por la reacción de sus hijos. Al final, como se ha dicho, la noche de los tagliatelle al funghetto fue un éxito, el chef pidió cómicamente la mano de la novia y todos brindaron con Catena Zapata y coca diet. Un momento, un momento -pidió Fernández, algo molesto-. ¿Y el agrimensor?

La Colorada se limpió de crema y moca el labio superior y declaró, sin ninguna emoción manifiesta: Se metió con una empleada de una escribanía y se fue a vivir con ella a Laguna del Sol. La bocina despertó a Fernández del estupor; la Colorada amplió su sonrisa y saludó con la mano. El intrépido chef en su veloz Ford K la esperaba en el cordón de Paraguay. La Colorada lo obligó a Fernández a saludar a la distancia. El chef era un petiso pelado de ojos alegres. Parecía un buen tipo. Le devolvió el gesto desde el coche con simpatía y sinceridad. Fernández sintió una punzada de celos. Nos vemos cualquier día, me alegra que andes bien, le dijo la Colorada poniéndose de pie, sin el menor interés por la vida ni por la obra del periodista, apuradísima por marcharse.

Fernández la retuvo un momento, y sacó del costado una flor. Una gerbera enorme color naranja que había comprado en el puesto de siempre. Ay, qué amor, muchas gracias, dijo ella, y tomó el tallo carnoso y olió la gerbera como si fuese a encontrarle un perfume supremo. Después le dio un beso levísimo en el pómulo izquierdo y salió corriendo a los saltitos. Cuando llegara a su casa, la colocaría en un florero, y cuando se fuera doblando y muriendo no se resignaría: la Colorada le cortaría cuidadosamente el tallo al ras y la pondría a flotar en un simple y cristalino vaso de agua.

por Jorge Fernández Díaz 
jdiaz@lanacion.com.ar
© LA NACIÓN

27 de setiembre 2009
Autorizado por el autor

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