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Anticipo / Literatura de lo marginal

Alguien quiere ver muerto a Emilio Malbrán
Por Jorge Fernández Díaz

"Bórmida corrió con desesperación, tratando de no entrar en el campo de los espejos retrovisores e intentando batir a toda costa un récord imposible. La buena suerte le dio una mano"

1.

Nadie sabe a ciencia cierta cuándo comenzó a gestarse en la mente de Manuel Bórmida aquella idea. Los presos viejos de Sierra Chica explican filosóficamente que llegó como un príncipe, vivió como un perro y escapó como un tigre. Cuando la noticia recorrió los pabellones, encontró más gestos de perplejidad que de alegría. Algunos años después, un recluso verborrágico me develó el misterio: Había quien pensaba que la jugaba de buchón, señor. Y aunque nunca hubo pruebas, los muchachos se le fueron abriendo como a un leproso. Sus alicaídas acciones, en ese dudoso y contradictorio mercado, se pusieron bruscamente en alza al divulgarse los detalles de su proeza.

La reconstrucción periodística de los hechos -en la que participaron por igual amigos y enemigos- reconoce un punto inicial. Y ese punto se encuentra justo al final de aquel lóbrego corredor por el que caminaba despreocupadamente un oscuro guardiacárcel. La celda de Bórmida era apenas un sombrío rectángulo de paredes grises, catre desordenado y ventana de rejas. Una bolsa llena de arena colgaba de aquel descascarado techo y los puños enrojecidos descansaban sobre sus piernas. El empleado tiró de la pesada puerta de hierro y le dijo simplemente: Salí, che. Llegó el camión.

Se puso de pie con desgano y se dejó conducir con mansedumbre hasta el patio. Anduvieron juntos una veintena de metros sin decirse nada, bordeando el pabellón y adentrándose en aquel vasto predio que daba a los fondos del penal. El camión de la basura era un lento y destartalado Mercedes que alguna vez había pertenecido al ejército. Su chofer lo había estacionado a cinco pasos del muro. Los presos solían apilar allí desordenadamente diez o doce cestos de plástico, siempre desbordados de desperdicios y de podredumbre.

Bórmida y el guardiacárcel repitieron casi mecánicamente aquel día la invariable rutina de todos los martes. Uno comenzó a vaciar los cestos en la caja del Mercedes y el otro se trabó con el chofer en una eterna discusión sobre motores. Bórmida descargó el último y esperó con los brazos caídos treinta segundos hasta que por fin el chofer y el empleado consiguieron despedirse.

El camión se puso entonces en marcha con un agónico ronquido y el guardiacárcel regresó a su lado con una pálida sonrisa. Bórmida permitió que se acercara y repentinamente le partió la boca de un puñetazo. Luego le aplicó dos golpes rápidos y muy profesionales, le rodeó el cuello con los brazos mientras caía y lo estranguló en el piso. Cuando pudo incorporarse, el camión ya casi había alcanzado, a paso de hombre, los confines.

Bórmida corrió con desesperación, tratando de no entrar en el campo de los espejos retrovisores e intentando batir a toda costa un récord imposible. La buena suerte le dio una mano, el chofer frenó para doblar y Bórmida logró arañar por primera vez la culata del camión. Se aferró como pudo, tomó impulso y trepó de un salto.

Se incrustó en la basura, contuvo el aliento. Rezó con lo que se acordaba un padrenuestro.

2.

El camión atravesó aquel patio cubierto de centinelas, cruzó varios umbrales sin ser detenido, retomó una vereda de cemento y un playón, y quedó finalmente estacionado frente al portón central de la penitenciaría.

Sepultado en aquella repugnancia, Bórmida debió haber escuchado difusamente los amistosos insultos que se intercambiaban el chofer y los guardias. Un siglo más tarde, el Mercedes y su corazón volvieron a ponerse en movimiento. El camión ascendió en primera un interminable camino de tierra, desde cuyas banquinas crecían hacia el horizonte campos sin alambrar, y fue alejándose a velocidad de carreta.

El informe oficial señala que desde ese momento hasta el instante mismo en que la fuga fue descubierta había transcurrido alrededor de media hora. Alguien hizo entonces sonar un silbato, estallar una alarma y organizar una requisa. No tardaron mucho en descubrir lo que había pasado.

El encargado de la seguridad ordenó de inmediato trasladar el cadáver hasta la enfermería y llamó por teléfono al prefecto para imponerle de las novedades y para pedirle carta blanca en el operativo. Liberaron a un grito suyo los catorce perros de presa y los condujeron precipitadamente hasta el pabellón. Penetraron en la celda de Bórmida, husmearon y destriparon cada una de sus pertenencias, y luego se dejaron arrastrar hasta una camioneta gris, donde ya preparaban sus rifles y escopetas quince o veinte guardiacárceles.

La partida alcanzó al Mercedes en un camino secundario y a unos dos kilómetros del penal. El chofer no parecía haberse enterado de nada. Dedujeron fácilmente que Bórmida había saltado a la carretera y que se había escondido entre los pajonales.

Se separaron en cuatro grupos con la consigna de rastrillar el área desde diferentes ángulos y disparar contra todo lo que se moviera. Los perros buscaron el rastro durante dos horas y apuntaron con sus hocicos hacia el noroeste. A unos mil quinientos metros, Bórmida avanzaba a los trancos entre la maleza, el barro y los insectos.

Las sienes le latían, los ojos le lloraban y el aliento se le entrecortaba en esa demencial carrera hacia la muerte. Salió trastabillando a un claro por el que serpenteaba una delgada línea de agua y se arrastró hasta una boca de cemento que emergía de la espesura.

La investigación revelaría más tarde que se trataba de un desagüe ubicado en el último tramo de una red cloacal en desuso. Bórmida había escuchado en rueda de presos falsas historias sobre fugas subterráneas y había trazado sus planes sobre la base de una conjetura. Suponía que los perros guiarían a las patrullas hasta ese sitio y que perderían el tiempo internándose por ese túnel imprevisible y maloliente, que paradójicamente no llevaba a ningún lado.

Descansó un rato a la sombra, luego caminó en la oscuridad con la mierda hasta las rodillas y se zambulló en esa sustancia gelatinosa. Se revolcó en aquellas bostas y orinas antiquísimas para neutralizar de alguna manera los olores de sus propios miedos y se dirigió nuevamente hacia la salida con el estómago conmocionado. Cambió entonces abruptamente de dirección y corrió hacia el sur con los ladridos y el sol del atardecer a sus espaldas.

La trampa evidentemente funcionó. Los guardiacárceles perdieron el tiempo y los perros su rastro. Entre una y otra cosa, cayó la noche y el teléfono sonó en mi casa.

3.

Prendí la luz de un manotazo, aparté las frazadas y caminé en sueños hasta esa gruesa voz.

-Yo creía que los periodistas no dormían nunca -hubo una pausa para que yo me riera. No me reí-. Le habla el prefecto Cáceres, che. De Sierra Chica.

Miré la hora y el bostezo me arrancó un escalofrío.

-Cáceres -repitió con impaciencia-. Le traigo la primicia del siglo.

Traté de hacer memoria y de reprimir el deseo de mandarlo directamente al carajo. En eso estaba cuando de pronto decidió pasármelo todo al castellano.

-Bórmida se fugó ayer. Vístase y dése una vuelta porque se viene la de san Quintín.

Ahora colgó sin darme derecho a réplica y me dejó boqueando. Tuve que sentarme para cobrar conciencia de que seguía despierto. Bórmida se fugó ayer de Sierra Chica. Las imágenes del pasado se ajustaron, y me vi obligado a prender un cigarrillo para dominar el temblor. Evalué un rato las posibilidades. Afuera llovía y todo conspiraba contra la aventura. Tomé el camino de la almohada, pero me desvié a último momento por un atajo hacia el placar. Diez minutos después, ponía en marcha el motor del auto y hacía frente a la tormenta sin pensar siquiera que podía tratarse de un malentendido.

Las calles y las rutas estaban vacías, y los rayos iluminaban espasmódicamente la tierra. Busqué en la radio una música acorde y luego me dediqué a darle un orden racional a toda aquella historia. Había conocido a Bórmida cuando ya llevaba cuatro años preso y tenía por delante una "perpetua" inapelable. Le habían cargado dos homicidios que no negaba y una docena de delitos calificados. Ya era casi un personaje legendario cuando al editor de mis cuentos se le ocurrió la pelotuda idea de preparar un libro sobre su vida. Firmamos un contrato sin el consentimiento de su verdadero autor y yo me hundí durante tres semanas en los archivos judiciales y en las hemerotecas. Pedí por carta a Cáceres una serie de entrevistas y mantuve con Bórmida largas conversaciones en el locutorio del penal.

Nunca supe bien por qué había aceptado recibirme. Especulaba, por entonces, con que había accedido únicamente para combatir su propio aburrimiento. Lo cierto es que, sin mirarme a los ojos, acatarrado por la nicotina y agazapado detrás de una inconcebible frialdad, Bórmida me relató impiadosamente los acontecimientos que lo habían llevado a convertirse en un hombre público, temido y final.

El libro fue, naturalmente, un fracaso. Y el monólogo epistolar que mantuve con Sierra Chica durante varios meses fue languideciendo hasta morir por falta de tiempo y respuestas.

No conseguía imaginarme ahora, corriendo contra el viento y las tinieblas, qué razones podían haber germinado durante aquellos largos años en la cabeza de un delincuente sin futuro. Este jubilado en ruinas, esta especie en vías de extinción que acababa de dar un salto al vacío.

4.

Una patrulla que había virtualmente cortado la ruta me detuvo en las proximidades de Sierra Chica, examinó con desconfianza mis documentos y el interior de mi automóvil, y se comunicó por radio con el penal antes de franquearme el paso. Los reflectores y las ocasionales luces de bengala abrían verdaderos cráteres en la oscuridad, y los hombres y los perros peinaban ruidosamente la espesura.

Manejé con prudencia casi dos kilómetros hasta una garita, estacioné en una explanada y dejé que uno de los guardias me acompañara hasta el edificio principal. Encontré a Cáceres más viejo que nunca, dando órdenes y atendiendo llamadas telefónicas, enfundado en su ropa de fajina y marcando obsesivamente círculos rojos en los mapas que le habían desplegado sobre las mesas del casino de oficiales. Me dio la mano, me invitó a ocupar una silla y me ofreció una taza de café caliente.

-Tiene que disculparme por la hora -dijo-. Se lo resumo en dos palabras.

Me lo resumió en cien, que me llenaron de dudas.

-La tormenta amaina, pero la verdad es que el rastro se perdió para siempre. Seguimos buscando por si las moscas y sobre todo para cumplir con el expediente. Pero, si quiere mi opinión, a estas alturas Bórmida ya debe andar gastando veredas. ¿Más café?

Su pistola reglamentaria descansaba sobre un ejemplar de mi libro. Tuve un estremecimiento y una premonición. Acepté la segunda taza y un cigarrillo negro.

-Era un preso modelo -siguió sin inmutarse-. A los tipos que arrastran una "perpetua" se les presentan, a la corta o a la larga, dos opciones: se resignan o mueren. Creíamos que Bórmida se había tirado a la lona y nos descuidamos. Me está costando un regio dolor de huevos esa equivocación, se lo aseguro.

Atendió a un suboficial que le traía un mensaje y luego me explicó seriamente que le faltaban cuatro meses para la jubilación. "Se boleteó encima a uno de mis hombres y ese hecho me hace directamente responsable." Su gente esperaba que se pusiera al frente de la cacería y él no andaba con ánimos de defraudar a nadie. "Es por eso que decidí llamarlo enseguida. Para que cambiemos figuritas. ¿Me comprende?"

Levanté los hombros y le di a entender que yo no tenía nada que ofrecer a cambio. Recogió la pistola y me señaló el libro. Dijo mirándome a los ojos:

-Usted es el único que conocía bien a Bórmida. En los registros de visitas y correspondencia encontramos solamente su nombre. Acá no cosechó ni una amistad, ni siquiera recibió una carta en diez años. Si usted no puede ayudarnos, no sé sinceramente quién puede hacerlo.

-Todo lo que Bórmida me contó está escrito en ese libro -le respondí con cansancio-. Y antes de concertar la entrevista, quedamos en que usaríamos apellidos falsos para no perjudicar a las personas involucradas. No tengo la menor idea de cómo se llaman y en dónde viven los tipos que van a esconderlo ahora de la cana, si es eso lo que a usted tanto le interesa.

Se acarició la frente, me estudió otros seis segundos y finalmente se reclinó en su asiento para mostrarme toda su fatiga. Sin levantar la vista, dijo roncamente:

-Me debe un favor.

-Y otro a Bórmida -repuse.

-Lo está encubriendo -su voz no pareció alterarse; sus labios dijeron con suavidad-: Y las cosas pueden ponerse feas para usted.

Jorge Fernández Díaz 
jdiaz@lanacion.com.ar
La Nación (Bs.As.)
ADN Cultura
Viernes 25 de febrero de 2011
Autorizado por el autor

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