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Pequeña comedia humana

Alejo no se va de casa
Jorge Fernández Díaz
LA NACIÓN

Los padres de Alejo se habían juramentado para lograr de manera drástica e inminente que su hijo de veintisiete años abandonara finalmente la casa e iniciara su demorada independencia. Alejo era un muchachón alegre que había cambiado tres veces de carrera universitaria y que cursaba ahora el segundo año de diseño gráfico. Sus dos hermanos se habían casado: uno vivía en México y el mayor era gerente de una empresa brasileña. El benjamín se había resistido pasivamente a esa clase de empeños laborales, y sus padres veían con enorme preocupación que careciera de recursos e intenciones serias de abandonarlos. Más aún, Alejo había logrado instalar a una novia en su cuarto, de manera que en aquellos días su vida resultaba armoniosa y perfecta. ¿Dónde estaría mejor que en aquel confortable hotel familiar con pensión completa y canilla libre?

Hartos de esta situación, pensando seriamente que el chico debía levantar vuelo por su propio bien, los padres idearon distintas estrategias. Lo llevaron a cenar una noche y le impusieron a solas algunas novedades: tendría que buscarse un trabajo, cocinarse su propia comida, limpiar lo que ensuciaba y lavar y plancharse la ropa. Alejo, a quien solían a veces atacarlo ráfagas de cierto pudor y dignidad, aseguró presurosamente que le parecía un buen trato.

El padre movió cielo y tierra para conseguirle un conchabo: la idea era sobre todo que aprendiera el rigor de los horarios y las exigencias de la vida real. No importaba tanto, en esta primera fase, que el dinero fuera suficiente. Una cosa llevaría inevitablemente a la otra. En seguida, un amigo de un amigo lo metió como vendedor en una tienda de artículos deportivos. Mientras tanto, la madre dejó de ocuparse del hospedaje de Alejo: haciendo de tripas corazón comenzó a ignorar la cama deshecha, el piso polvoriento, la ropa usada y tirada en cualquier parte, y a propósito cocinó lo mínimo necesario para que ella y su marido cenaran solos cada noche. Cuando Alejo cobró el primer sueldo, le pidieron la mitad para solventar su consumo eléctrico, y le transfirieron la cuenta del celular.

El plan empezó a hacer agua al poco tiempo. Una tarde su padre desvió su auto para observar a Alejo en acción sin que su hijo se enterara, y vio cómo el muchachón transpiraba en la vidriera y era reprendido agriamente por un supervisor de menor edad. La escena le amargó el corazón al padre. "Te juro que tuve ganas de bajarme, cagarlo a trompadas a ese jefecito y decirle a Alejo que volviera para casa", le confesó en la cama a su esposa.

Para no ser menos, ella le confesó a su vez que no podía resistir más el disgusto que le generaban las arrugas de las camisas, y que en secreto se las planchaba. También que más de una vez le cocinaba un tentempié y que le hacía una limpieza a fondo del cuarto una vez por semana porque era insostenible la mugre que se acumulaba bajo los muebles. De paso, en tren de poner todas las cartas sobre la mesa, el padre le admitió que pagaba la factura del laverap y que había tomado una oferta de telefonía familiar según la cual el móvil de Alejo les salía prácticamente gratis. No hizo falta más que Alejo, con lágrimas en los ojos, se declarara una tarde humillado por su joven jefe para que el padre lo alentara a renunciar de inmediato y le buscara una ocupación más adecuada. Tampoco que la madre volviera, en el interregno, a sus tareas completas de hotelería. Durante los meses siguientes todos retrocedieron varios casilleros: el nuevo empleo no aparecía y aunque no podían admitirlo verbalmente los tres estaban felices de que las cosas hubieran vuelto a ser como siempre habían sido. Finalmente, un socio del padre los sorprendió con que tenía un cargo fantástico para el chico, algo que encajaba como un guante con su personalidad y con su estética. Y entonces Alejo reingresó al mundo laboral, mostró un entusiasmo notable y al poco tiempo les informó que había alquilado un monoambiente junto con su novia. Los padres, un poco asustados, trataron de ponerle paños fríos, pero no hubo caso: Alejo se mudó y siguió con su nueva rutina. Tres meses más tarde, padre y madre recurrieron a una terapia de pareja. Había algo más grave que el "okupa" del cuarto polvoriento, y era el inmaculado nido vacío.

Jorge Fernández Díaz 
jdiaz@lanacion.com.ar
Domingo 23 de enero de 2011
Autorizado por el autor

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