Septiembre ardido

cuento de William Faulkner

En aquel sangriento crepúsculo de septiembre, en aquella siega de sesenta y dos días sin lluvia, había corrido como llamarada sobre los campos resecos —el rumor, el cuento, lo que fuese. Se trataba de miss Minnie Cooper y un negro. Estupro, vejamen, sobresalto: ninguno de los hombres que llenaban la barbería en el atardecer del sábado —mientras el ventilador del techo agitaba sin refrescar el aire viciado, arrojando sobre ellos oleadas de pomada rancia y de lociones o de sus alientos y olores igualmente rancios— sabía con exactitud lo que había ocurrido.

—Pero con seguridad no fue Will Mayes —decía el peluquero. Era un hombre de edad madura, delgado, con piel color arena y rostro apacible: afeitaba a un cliente—. Conozco bien a Will Mayes. Ese negro es buena persona. Conozco también a miss Minnie Cooper.

—¿Qué sabe usted de ella? —interrogó otro barbero.

—¿Quién es? —preguntó un cliente—. ¿Alguna muchacha?

—No —repuso el barbero—. Debe andar por los cuarenta y es soltera. Es por eso que no creo...

—¡Al diablo lo que usted crea! —exclamó un joven robusto que llevaba una camisa de seda manchada de sudor—. ¿No tiene para usted más valor la palabra de una mujer blanca que la de un negro?

—No creo que Will Mayes haya hecho eso —contestó el barbero—. Conozco a Will Mayes.

—Entonces tal vez sepa usted quién lo ha hecho. ¡Tal vez ya usted le ha permitido escapar del pueblo, maldito ayuda-negros!

—No creo que nadie haya hecho nada. No creo que haya pasado nada. Ustedes saben que las mujeres que empiezan a volverse solteronas no admiten que un hombre pueda...

—Usted es indigno de ser blanco —afirmó el cliente del barbero moviéndose bajo la toalla.

El joven se puso de pie de un salto.

—¿Así que no lo cree usted? —interpeló—. ¿Acusa usted de mentira a una blanca?

El barbero sostuvo la navaja sobre el cliente casi levantado. No miró a su alrededor.

—Es este tiempo atroz —dijo otro—. Es capaz de forzar a un hombre a hacer cualquier cosa. Hasta con esa mujer.

Nadie rió. El barbero repitió en su tono suave y obstinado:

—No acuso a nadie de nada. Pero sé, y ustedes también saben, que una mujer que nunca...

—¡Maldito ayuda-negros! —gritó el joven.

—¡Cállate, Butch! —dijo otro—. Conoceremos los hechos a tiempo suficiente para actuar.

—¿Quién? ¿Quién conocerá los hechos? —vociferó el joven—. ¡Al infierno con los hechos! Yo...

—Usted es un verdadero blanco —dijo el cliente. Con su espumosa barba parecía un pordiosero de cinematógrafo—. Dígales usted que si no hay hombres en este pueblo pueden contar conmigo, aunque sólo sea un viajante y esté aquí de paso.

—Tiene razón, muchachos —dijo el barbero—. Primero hay que averiguar la verdad. Yo conozco a Will Mayes.

—¡Por el demonio! —chilló el joven— Pensar que un hombre blanco de este pueblo...

—Cállate, Butch —dijo el otro—. Hay tiempo...

El cliente calló y miró a quien hablaba.

—¿Sostiene usted que algo justifica a un negro para atacar a una mujer blanca? ¿Cómo puede usted, siendo blanco, soportarlo. Haría usted mejor en volver al norte, de donde ha salido. En el sur no queremos gente de su calaña.

—¿De qué norte habla? —preguntó el otro—. Soy nacido y educado en este pueblo.

—¡Por Dios! —exclamó el joven. Miró alrededor con una mirada violenta y frustrada, como tratando de recordar lo que quería decir o hacer, y secó con la manga su cara sudorosa:

—¡Condenación si he de permitir que una mujer blanca!.. .

—Ya verán, Jack —dijo el viajante—. ¡Por Dios que si ellos!...

La puerta se abrió con furia. Un hombre se detuvo en el umbral:

las piernas abiertas y el cuerpo fácil. Su camisa blanca estaba abierta sobre la garganta y llevaba un sombrero de fieltro. Su mirada, rabiosa y audaz, envolvió el grupo. Se llamaba McLendon. Durante la guerra había acaudillado tropas en Francia, siendo condecorado por su valor.

—Muy bien —dijo—. ¿Van ustedes a quedarse aquí sentados v permitir que un negro viole una mujer blanca en las calles de Jefferson?

Butch se levantó nuevamente. La seda de la camisa se adhería a sus gordos hombros. En cada axila ostentaba una media luna oscura.

—¡Eso mismo les decía! Eso es lo que yo...

—¿Ha sucedido realmente? —preguntó un tercero—. No es el primer hombre que la asusta, según dice Hawkshaw. ¿No se habló, hace cerca de un año, de un hombre que la espiaba desnudarse desde el techo de la cocina?

—¿Cómo? -preguntó el cliente—. ¿Cómo es eso?-. El peluquero lo forzó a sentarse lentamente. Se serenaba al reclinarse, pero aún mantenía la cabeza en alto, mientras el peluquero lo presionaba para tenerlo quieto en el sillón.

McLendon se volvió hacia el tercer cliente:

—¿Que si sucedió? ¿Qué diablos importa que haya sucedido o no? ¿O es que vamos a permitir que los negros se envalentonen hasta que alguno lo haga realmente?

—¡Eso es lo que digo! —gritó Buch. Pronunció un juramento largo, violento, obtuso.

—¡Vamos! —dijo un cuarto—. No tanta charla. No griten tanto.

—Claro —dijo McLendon—. ¿Para qué hablar? Ya he dicho lo que tenía que decir. ¿Quién está conmigo? —Se apoyó sobre los talones, haciendo vagar su mirada.

El peluquero echó atrás la cara del viajante y levantó la navaja:

—Primero averigüen lo que ha pasado muchachos. Conozco a Will Mayes: él no fue. Llamemos al comisario y hagamos las cosas bien.

McLendon volvió hacia él su cara rígida, furiosa. El peluquero no bajó la vista. Parecían hombres de diferentes razas. Los otros peluqueros interrumpieron también el trabajo sobre los clientes reclinados.

—¿Quiere decir, pues —dijo McLendon— que vale más para usted la palabra de un negro que la de una mujer blanca? ¡Usted es un inmundo ayuda-negros!...

El tercer cliente se levantó y detuvo el brazo de McLendon: había sido también soldado.

—Calma, calma. Esto hay que meditarlo. ¿Quién puede saber lo que ha sucedido en realidad?

—¡Que meditar ni qué diablos! —McLendon se soltó el brazo—. Todos los que estén conmigo que se levanten. Y los que no estén...

Miró otra vez vagamente, pasando la manga por su rostro.

Tres hombres se levantaron: el viajante entre ellos.

—Sáqueme este trapo —dijo tironeando de la toalla alrededor de su cuello—. Estoy con él. No soy del pueblo, pero, Dios mediante, no he de permitir que nuestras madres y esposas v hermanas...

Refregó la toalla contra su cara y la arrojó al suelo.

McLendon, de pie, insultó a los demás. Otro hombre se levantó. El único que quedaba se revolvió molesto en el sillón, sin mirar a nadie; los otros, uno a uno, le rodearon.

El peluquero levantó la toalla del suelo y empezó a doblarla cuidadosamente.

—Vamos, muchachos, no hagan eso. Will Mayes no hizo nada. Estoy seguro.

—Vamos —dijo McLendon dándose vuelta. En el bolsillo posterior sobresalía el mango de una voluminosa pistola. Salieron. La puerta sonó secamente detrás de ellos, vibrante en el aire muerto.

El barbero limpió su navaja rápida y delicadamente, la guardó, corrió al fondo y descolgó el sombrero de la pared.

—Volveré en cuanto pueda —dijo a los otros barberos—. No puedo dejar... —Desapareció corriendo. Los otros dos barberos le siguieron hasta la puerta, sosteniéndola cuando iba a rebotar, asomándose v mirando la calle, buscándolo. El aire estaba quieto y muerto. Dejaba un sabor metálico en la base de la lengua.

—No puede hacer nada —dijo el primero.

El segundo repetía entre dientes, sin abrir la boca:

—Jesús, Jesús...

—Will Mayes o Hawkshaw cuentan igual si McLendon está enojado.

—Jesús, Jesús... —murmuraba el otro.

—¿Cree que realmente haya hecho eso? —preguntó el primero.

II

Tenía treinta y ocho o treinta y nueve años. Vivía en una casa pequeña con una madre inválida y una tía flaca, persistente, cetrina. Todas las mañanas, entre diez y once, aparecía en el pórtico, llevando una cofia de lazos y balanceándose en la mecedora hasta mediodía. Después de la comida de la tarde descansaba un rato, esperando que empezara a refrescar. Luego, con uno de los tres o cuatro vestidos de muselina que se hacía cada verano, iba al pueblo y pasaba el fin de la tarde recorriendo tiendas con otras señoras que manoseaban mercaderías y discutían precios con voces frías, rápidas, sin ninguna intención de comprar.

Pertenecía a la clase acomodada —no de la mejor sociedad de Jefferson, pero sí de gente respetable, considerada. Y era escasamente bien parecida, con un fulgor suavemente marchito en sus movimientos y en sus vestidos. En la juventud había tenido un cuerpo delgado, nervioso y de una rígida vivacidad que le permitió por cierto tiempo ocupar un puesto elevado en la vida social de Jefferson —representada por las reuniones de la escuela secundaria y por la vida social eclesiástica— mientras sus contemporáneos fueron los suficientemente jóvenes para no percibir diferencias de clase.

Fue ella la última en comprender que iba perdiendo terreno. Aquellos entre los cuales había sido como una llama luciente y alta empezaban a aprender el placer del snobismo —los hombres— y del desquite —las mujeres—, fue entonces cuando su mirada comenzó a adquirir esa expresión fulgurante y marchita. Siguió así yendo a reuniones, paseando su apariencia en vestíbulos sombríos, en céspedes veraniegos, como una bandera o una máscara, con aquella frustración furiosa y verdadera en los ojos. Una tarde, en una fiesta, oyó el cuchicheo de unos estudiantes, un joven y dos muchachas: jamás aceptó otra invitación.

Vio a las chicas que habían crecido con ella casarse, tener hogar, hijos; pero ningún hombre la solicitó y los hijos de sus amigas la llamaron “tía” durante largos años, mientras las madres contaban a los hijos cuán popular había sido “tiíta” Minnie de muchacha, por entonces el pueblo empezó a verla en automóvil, las tardes de domingo, con el cajero del banco. Era éste un hombre viudo de unos cuarenta años, rubicundo, que traía siempre consigo un ligero olor a peluquería o a whisky. Era propietario del primer automóvil que conoció el pueblo, un trotamundos de color rojo. Minnie usó la primera gorra con velos —de moda para salir en auto— que conoció el pueblo. Por entonces algunas gentes empezaron a decir: “¡Pobre Minniel”. “Pero es bastante crecida para saber lo que hace”, dijeron otras. Fue también por entonces que pidió a sus antiguas condiscípulas que los niños la llamaran “prima” y no “tía”.

Habían pasado doce años desde que la opinión pública la acusó de inmoralidad, y ocho desde que el cajero se trasladó al banco de Memphis para no volver más que en las navidades, por un solo día, que pasaba en un club de caza junto al río. Un club de hombres solteros. A través de las cortinas los vecinos espiaban el paso de los hombres, y en las visitas de ese día de Navidad contaban a Minnie lo bien que se conservaba el cajero, lo que se decía sobre el mucho dinero que ganaba, acechando con ojos ardientes, secretos, su cara ardiente, macilenta. Por lo general, a esa hora su aliento hedía a whisky. Se lo vendía un muchacho empleado en la heladería: “¡Claro! Lo compro para la vieja. La pobre tiene derecho a divertirse un poquito”.

La madre ocupaba ahora cuarto en común con ella. La escuálida tía dirigía la casa. Frente a aquellos vestidos detonantes, los días perezosos y vacíos de Minnie tenían algo de furiosa irrealidad. No salía ahora más que con mujeres, sus vecinas, a las secciones vespertinas de cine. Por las tardes vestía cualquiera de sus vestidos nuevos y recorría el pueblo sola, mientras sus jóvenes “primas” vagabundeaban en los crepúsculos, con sus cabezas suaves, sedosas, sus brazos esbeltos y torpes, sus insultantes caderas. Se colgaban unas a otras, gritando y sofocando risas; o se unían a los muchachos en la heladería. En tanto, ella pasaba frente a las abigarradas vidrieras de los almacenes o junto a los zaguanes, donde hombres sentados y perezosos ya ni siquiera la seguían con la vista.

III

El peluquero recorrió rápidamente la calle en la que aislados faroles, rodeados de insectos, fulguraban en suspensión rígida y altísima sobre la atmósfera muerta. El día había fenecido en un sudario de polvo y encima de la plaza oscurecida, rica de polvo usado, el cielo era tan claro como el interior de una campana de bronce. Muy bajo, hacia el este, se divisaba el anuncio de una luna de cera.

Cuando los alcanzó, McLendon y los otros tres hombres entraban a un automóvil detenido en un callejón. McLendon bajó su cabezota, mirando por encima del grupo.

—¿Has cambiado de parecer, eh? —dijo—. ¡Has hecho bien! Porque mañana en cuanto se enteren en el pueblo de cómo hablaste hoy...

—Bueno, bueno —dijo el ex combatiente—. No hay nada en contra de Hawkshaw. ¡Arriba, Hawk, entra!

—Will Mayes no ha hecho nada, muchachos —dijo el peluquero—. No creo que nadie lo haya hecho. Ustedes saben tan bien como yo que en nuestro pueblo tenemos los mejores negros. Y ya sabemos que una mujer es capaz de imaginar cosas de los hombres cuando no hay motivo, y me parece que miss Minnie...

—Claro, naturalmente —dijo el soldado— no haremos más que charlar con él un poquito...

—¡Nada de charlas! —dijo Butch—. Cuando hayamos terminado con el...

—¡Cállese, por favor! —exclamó el soldado—. ¿Quiere usted que todo el mundo...?

—¡Diga lo que quiera! —gritó McLendon—. Gríteles a todos los hijos de p... que permiten que una mujer blanca...

—Vamos, vamos. Ahí llega el otro coche. —El segundo coche surgió entre una nube de polvo en la boca del callejón. McLendon saltó a su automóvil y empuñó el volante. El polvo parecía niebla sobre la calle. Los faroles callejeros colgaban como rodeados de un nimbo de agua. Se dirigieron fuera del pueblo.

El surcado camino se doblaba en ángulos rectos. El polvo colgaba sobre él y sobre todo el campo. El sombrío bulto de la fábrica de hielo, donde el negro Will Mayes trabajaba de sereno, se erguía contra el cielo.

—Mejor que paremos aquí, ¿no? —preguntó el soldado. McLendon no contestó. Avanzó el coche y lo detuvo de repente: los faros delanteros brillaban sobre una pared vacía.

—Oigan, muchachos —dijo el peluquero— si lo encontramos aquí, ¿no es prueba suficiente de que no ha hecho nada? De haberlo hecho habría huido. ¿No ven que es evidente?

El segundo coche se detuvo. McLendon bajó. Butch corría a su lado.

—¡Oigan! —gritó el peluquero.

—¡Apaguen las luces! —gritó McLendon. Descendía la oscuridad sin aliento. No había más ruido que el de los pulmones de los hombres rebuscando aire entre el polvo abrasado que los envolvía desde hacía dos meses; se oyó después el susurro amortiguado de los pasos de McLendon y Butch. Algo más tarde la voz de McLendon: -¡Will! ¡Will!

Debajo del oriente se intensificaba la pálida hemorragia de la luna. El polvo levantábase sobre las cuestas plateando el aire, de tal manera que les parecía vivir y respirar en un recipiente de plomo derretido. No había ruidos de pájaros nocturnos o insectos; se oían las respiraciones, y en los automóviles un leve latir de metal que se contrae. Cuando los cuerpos se tocaban parecían empapados en sudor seco, porque ya no se sentía humedad.

—¡Cristo! —dijo una voz—. ¡Salgamos de aquí!

Pero no se movieron hasta que ruidos vagos comenzaron a llenar la oscuridad que les enfrentaba. Entonces, inmóviles, esperaron en la oscuridad sin aire. De pronto se oyó otro ruido: un resoplido, una sibilante expulsión de aire, y los juramentos que mascullaba McLendon. Se detuvieron un momento más y luego corrieron hacia adelante. Corrieron en un grupo torpe, como huyendo de algo.

—Matemos, matemos al hijo de... —murmuró una voz—. McLendon los hizo retroceder.

—Aquí no —dijo—. Metámoslo en el coche.

—¡Matemos al negro! ¡Matemos al...! —repetía la voz—. Lo arrastraron hasta el coche. El peluquero esperaba a un lado. Se sintió bañado en sudor; comprendió que se mareaba y que su estómago se descomponía.

—¿Qué pasa, señores? —preguntaba el negro— Juro que no he hecho nada. Lo juro por Dios, míster John.

Alguien suministró unas esposas. Como si fuera un poste quieto, se movían atareados alrededor del negro, rápidos, asiduos, estorbándose. El negro aceptó las esposas mientras miraba prontas y repetidas veces una a una de las opacas caras.

—¿Quién hay aquí, señores? —preguntaba procurando escudriñar los rostros, acercándose tanto que los hombres pudieron sentir su aliento y el vaho de su sudor—. Pronunció un nombre o dos.

—¿Qué creen ustedes que he hecho, mister John?

McLendon abrió la puerta del coche.

— ¡Entra! —dijo. El negro no se movió.

—¿Qué me van a hacer, míster John? Yo no he hecho nada. Señores: yo no hice nada. Lo juro ante Dios. —Pronunció otro nombre.

McLendon golpeó al negro. Los demás lanzaron su contenido aliento en silbidos secos y le golpearon desatinadamente. Entonces él se volvió maldiciendo y chillando y balanceó sus manos esposadas entre los rostros, pegando; e hirió al peluquero en la boca, y el peluquero le golpeó también. “¡Éntrenlo de una vez! ”, dijo McLendon.

Todos lo empujaron. El negro cesó de luchar, subió al coche y se sentó quieto, mientras los hombres ocupaban sus puestos. Se sentó entre el peluquero y el soldado, acurrucándose para no tocarles, mientras sus ojos vagaban prontos y constantes de cara a cara. Butch se colgó al guardabarros. El coche partió. El peluquero se limpió los labios con el pañuelo.

—¿Qué te ocurre, Hawk? —preguntó el soldado.

—Nada —repuso el barbero, lomaron el camino principal y se alejaron del pueblo. El segundo coche sobresalió del polvo. Se alejaban aumentando la velocidad: la última línea de casas quedó detrás.

—¡Diablos! ¡Este negro hiede! —exclamó el soldado.

—Ya arreglaremos eso —dijo el viajante que se sentaba frente a McLendon. Butch lanzó un juramento contra el aire caldeado que embestía el coche. El peluquero se echó delante súbitamente y tocó el brazo de McLendon.

—Déjeme bajar, John —dijo.

—Salta, ayuda-negros —contestó McLendon sin volver la cabeza.

Aumentó la velocidad. Detrás de ellos brillaba entre el polvo las luces sin origen del segundo coche. McLendon tomó un camino transversal. Era una ruta en desuso, llena de surcos, que conducía a un horno de ladrillos abandonado: unos montículos rojizos, cubiertos de cizaña y cubos de vino desfondados. El terreno sirvió para pastar en una época, hasta que el propietario echó de menos una mula. Removió los cubos con un largo palo pero no pudo tocar fondo.

—Mister Henry...

—Salta, pues —repitió McLendon lanzando el coche entre los surcos. El negro al lado del peluquero hablo entonces:

—Mister Henry...

El barbero se sentó más adelante. El estrecho túnel del camino desapareció rápido. El movimiento era como el de un horno apagándose: más fresco, pero muerto. El coche saltaba de surco en surco.

—Mister Henry —dijo el negro.

El peluquero comenzó a tironear locamente el manubrio de la portezuela.

—¡Haga usted el favor!— dijo el soldado, pero el peluquero había abierto la portezuela de un puntapié y estaba ya en el guardabarros. El soldado se abalanzó sobre el cuerpo del negro e intentó cogerle, pero ya el peluquero había saltado. El coche no disminuyó la velocidad.

El ímpetu de la caída le tiró, aplastando los hierbajos polvorientos, hasta la zanja. Bocanadas de polvo le rodeaban. Y yació jadeante y curvado sobre unos tallos ardidos y sin savia que crepitaban insistentemente a cada uno de sus movimientos. Hasta que pasó el segundo coche desvaneciéndose. Se levantó entonces y cojeando, cepillándose la ropa con las manos, alcanzó el camino que llevaba al pueblo. La luna estaba mucho más alta, libre por fin de polvo, y después de un rato las luces del pueblo lucieron entre la tolvanera. Seguía aproximándose, rengueando. Oyó por fin los coches, y el reflejo de sus faros creció delante de él sobre el polvo, y él dejó el camino y se acurrucó otra vez entre las malezas. Hasta que pasaron. El coche de McLendon venía último ahora. Había en él cuatro personas y Butch no ocupaba el guardabarros.

Pasaron; el polvo los tragó; la luz y el sonido murieron a lo lejos. El polvo que levantaron flotó en el aire un tiempo y después el polvo eterno lo absorbió. El peluquero trepó nuevamente al camino y cojeando marchó hacia el pueblo.

IV

Mientras se vestía para la cena del sábado, experimentaba una especie de fiebre de la carne. Sus manos temblaban buscando los ojales, sus ojos tenían una expresión afiebrada, su pelo se enredaba, crujía bajo el peine. Mientras se vestía las amigas pidieron para verla y sentadas la rodearon, en tanto ella desdoblaba su fina ropa interior, sus medias, su vestido de muselina. “¿Te encuentras tuerte para salir?” preguntaron, los ojos también brillantes, con un oscuro centelleo. “Cuando te recobres del golpe nos contarás todo lo que pasó. Todo lo que él hizo y dijo. Todo.”

En la oscuridad frondosa, caminando hacia la plaza, comenzó a respirar hondamente como un nadador que prepara la zambullida, hasta que cesó de temblar. Las cuatro caminaban despacio a causa del terrible calor y en atención a ella. Pero al acercarse a la plaza ella empezó a temblar de nuevo con la cabeza en alto, las manos pegadas a los costados, rodeada por murmullo de las voces también febriles y centelleantes como los ojos.

Entraron en la plaza, ella en medio del grupo, frágil con su vestido liviano. Temblaba mucho más. Caminaba más y más lentamente entre los chicos comiendo helados, con la cabeza erguida y una provocación en el rostro macilento; pasó junto al hotel, y los hombres en mangas de camisa, sentados en sillas a lo largo de la vereda, miraron a su paso.  

—Es ésa. La que va en el medio, vestida de rosa.

—¿Ésa? ¿Qué han hecho con el negro? ¿Lo han... ?

—Naturalmente. Está muy bien.

—Muy bien. ¿Cómo?

—Sí... fue a hacer un viajecito.

Luego pasó por la puerta de la droguería donde holgazaneaban un grupo de jóvenes que requintaron sus sombreros y siguieron con la vista el movimiento de sus caderas y de sus piernas.

Continuaron ellas su marcha entre los saludos de los caballeros; las voces callaban deferentes, protectoras.

—¿Ves? —dijeron las amigas. Sus voces sonaron como un revoloteo prolongado, un quejido de sibilante alborozo:

—¡No hay un negro en la plaza! ¡Ni uno!

Llegaron al cine. Parecía un mundo de hadas en miniatura con su vestíbulo iluminado lleno de litografías en colores donde se representaban las pasmosas y terribles mutaciones de la vida. Sintió ella una comezón en los labios. En la oscuridad, cuando empezara la película, todo estaría bien; ella contendría la risa, así aquello no se desvanecía tan rápido, tan pronto. Y se apresuraron entre los rostros que se volvían y los murmullos sorprendidos, ocupando los sitios de costumbre frente a la tela de plata, desde donde podía ella ver las parejas de chicas y muchachos que entraban de dos en dos.

Se apagaron las luces; la pantalla se plateó y la vida empezó a desenvolverse hermosa, apasionada, triste, mientras los jóvenes y las muchachas entraban perfumados y cuchicheantes en la media luz; veía entre las delicadas siluetas de las parejas de cuerpos esbeltos, desmañados, divinamente jóvenes, mientras más allá de ellos, inevitable, se prolongaba el sueño de plata. Empezó a reírse. Cuando intentó contener las carcajadas aumentó el ruido; las cabezas comenzaron a volverse. Siempre riéndose, las amigas la levantaron y la sacaron fuera. Y permaneció en el cordón de la vereda riendo en un tono alto, sostenido, hasta que la empujaron dentro de un taxi.

Le quitaron la muselina rosa del vestido y la clara ropa interior y las medias; la metieron en cama con trozos de hielo en las sienes y enviaron por el médico. Pero nadie lo encontró, y entonces continuaron renovando el hielo, abanicándola, murmurando palabras tranquilizadoras. Cuando el hielo era nuevo cesaba de reír y yacía quieta un tiempo, gimiendo un poco. Después, la risa surgía nuevamente y la voz se elevaba en chillidos.

“¡Shhhhhhhhhh! ¡Shhhhhhhhhhhhhh!” decían renovando la bolsa de hielo, acariciándole los cabellos, buscando en ellos canas. “¡Pobre muchacha!” Y luego, entre sí: “¿Crees que realmente haya pasado algo?” Brillaban los ojos secretos, apasionados.

“¡Shhhhhhhhhh! ¡Pobre muchacha! ¡Pobre Minnie!”

V

A media noche McLendon llegó a su casita limpia y nueva. Era acicalada, fresca como una jaula de pájaros y casi igualmente pequeña con sus pinturas blancas y verdes. Detuvo el coche, subió al pórtico y entró. Su esposa abandonó la silla junto a la lámpara de lectura. McLendon sostuvo su mirada hasta que ella agachó la cabeza.

—¡Mira la hora! —dijo él levantando el brazo, indicando el reloj. La mujer se mantuvo frente a él, con la cabeza baja y una revista entre las manos. Tenía un rostro pálido, fatigado, atribulado.

—¿No te he dicho que no me esperes para espiar a qué hora llego?

—John —dijo ella—. Dejó caer la revista. Erguido, él la miraba con sus ojos ardientes y su cara sudorosa.

—¿No te he dicho...? —El hombre se aproximó y entonces ella levantó la vista. Él la agarró de un hombro y ella, tranquila, siguió mirándolo.

—No John, no pude dormir... El calor..., algo. ¡John, por favor! ¡Me estás lastimando!

—¿No te he dicho? —La soltó arrojándola o golpeándola hacia la silla y ella permaneció quieta y le observó rápidamente cuando dejó el cuarto.

El hombre atravesó la casa arrancándose la camisa, y en la oscuridad de las celosías del pórtico se detuvo y se refregó la cabeza y los hombros con ella; luego la tiró lejos. Sacó la pistola del bolsillo de la cadera y la colocó sobre una mesa. Después se echó sobre la cama y se quitó los zapatos. Se levantó y se bajó los pantalones. Todo su cuerpo sudaba otra vez, y buscó furiosamente la camisa. Cuando por fin la encontró, con ella enjugó su cuerpo y, oprimiéndose contra la celosía polvorienta, jadeó. No había movimiento, ni sonido, ni insectos. El sombrío mundo yacía agobiado bajo la luna fría y las desnudadas estrellas.

 

cuento de William Faulkner

 

Publicado, originalmente, en: Revista "Sur" Nº 59, agosto de 1939

Gentileza de Biblioteca Nacional Mariano Moreno - Buenos Aires, República Argentina

 

Ver, además:

 

                      William Faulkner en Letras Uruguay

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce

Email: echinope@gmail.com

Twitter: https://twitter.com/echinope

facebook: https://www.facebook.com/carlos.echinopearce

instagram: https://www.instagram.com/cechinope/

Linkedin: https://www.linkedin.com/in/carlos-echinope-arce-1a628a35/ 

 

Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

 

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de William Faulkner

Ir a página inicio

Ir a índice de autores