La hora de los monos

cuento de Federico Falco

Hablan Fátima y Enrique. En un aeropuerto.

Una vez, hace mucho tiempo, Fátima conoció a una argentina que había abandonado a su marido y sus dos hijos pequeños y se fue a vivir a un pueblo en el medio de la selva. Era una mujer muy hermosa, rubia, de ojos claros. Fumaba unos cigarrillos largos y delgados; el tabaco tenía un aroma suave, como a rosas. Un día salió del trabajo y en lugar de volver a su casa, tomó la ruta y manejó hasta llegar al Brasil. Nunca más volvió ni les dijo dónde estaba pero hablaba todo el tiempo de ellos, de su marido y de sus hijos argentinos.

El mejor amigo de Enrique se fugó con su amante, dejó a sus hijos solos, con la madre. Jamás supieron dónde se había ido. De esto hace casi cuarenta años. Al principio, por lealtad, Enrique siguió visitando a la esposa de su amigo. Durante la infancia de los chicos fue algo así como un tío postizo que de tanto en tanto aparecía, traía regalos para los cumpleaños, los sacaba a dar una vuelta en auto y les preguntaba cómo iban en la escuela. Después, la mujer de su amigo se puso de novia con otro hombre y Enrique consideró que sus obligaciones habían acabado. Dejó de verlos, o los vio mucho menos, siempre por casualidad, porque se cruzaban en el supermercado, en el banco o en alguna esquina. Supo que uno de los chicos, el mayor, se había hecho maratonista. Lo vio correr una vez. Corría sin cuidar el ritmo, siempre a toda velocidad. Fue el primero en cruzar la línea de llegada, se detuvo instantáneamente y se sentó en el cordón de la vereda tratando de recuperar el aliento. Su madre se le acercó y lo envolvió en una toalla. Un par de años después ganó una competencia internacional, en Hungría. Enrique fue a la fiesta de bienvenida que le prepararon en el club. Esperó a que todos se sacaran fotos con él y que firmara autógrafos, y al final, cuando el hijo de su amigo ya estaba más tranquilo, se acercó para saludarlo. Pensó que el muchacho lo iba a abrazar con fuerza y que, de la emoción de verlo, se largaría a llorar sobre su pecho, pero lo saludó como si fuera uno más, alguien apenas conocido, uno de esos parientes que sólo se encuentran en los velorios. Enrique no sabe si su amigo alguna vez se enteró de los triunfos de su hijo maratonista, si tuvo otros hijos, si formó una familia. A lo mejor su amante lo dejó y el amigo de Enrique también se instaló a vivir en un pequeño pueblo en la selva brasileña. A lo mejor conoció a la argentina que había conocido Fátima, se emborracharon juntos, se mostraron fotos de las familias pasadas, se pusieron de novios. Enrique no sabe qué fue de su vida. Fátima tampoco sabe qué sucedió con la argentina aquella. La argentina vivía en un pueblo junto a la transamazónica. Fátima pasó por allí una vez cuando viajó de Manaos a Río en colectivo, un viaje larguísimo. Era de madrugada y el chofer paró a comer algo en un bar junto a la ruta. El pueblo estaba atrás, un poco alejado, Fátima no recuerda ni su nombre ni si era grande o sólo cuatro casas. Simplemente no lo vio. Había un pueblo ahí, en la oscuridad que empezaba detrás del bar, entre la selva. Tal vez fueran cuatro casas, no más. La argentina ocupaba una mesa cerca de la puerta, sola. No había nada sobre la mesa, ni botellas, ni migas de pan, ni los semicírculos húmedos que suelen dejar los vasos. El hule estaba limpio. Fátima bajó a comprar cigarrillos, la argentina le pidió que le convidara un pucho. Como Fátima le respondió en castellano, se puso a charlar con ella. Hacía mucho que no hablaba con alguien en castellano, en la selva casi nadie lo habla. Salieron y fumaron en la galería, mirando el colectivo en marcha, parado junto a la banquina y ahí la argentina le contó su historia. De todo esto han pasado muchos años. Tal vez después los dos argentinos se hayan encontrado.

Enrique acaba de conocer a Fátima en el aeropuerto de Manaos.

Hace mucho calor.

Los dos esperan un vuelo retrasado que sale de Miami, hace escala allí y sigue a Santa Cruz de la Sierra y Buenos Aires.

Los dos tienen pasaje a Buenos Aires; Enrique regresa a su casa, Fátima va sólo de visita. Fátima vive en Manaos y tiene miedo a volar en avión.

Si uno vive en Manaos, el avión es la forma más rápida y segura de salir de la ciudad. Después de que cayeron los militares, la ruta transamazónica quedó abandonada y la selva terminó por tragársela, así que sólo queda el avión o el río. El agua es la única vía de escape, el resto es selva y pantanos, pero un camarote en un buen barco cuesta tanto como un pasaje de avión y un buen barco tarda tres días y medio en llegar a Belem, en la costa. Un barco normal tarda una semana. Enrique llegó a Manaos por el río. Había recorrido Bolivia y Perú y todos los Andes y el Amazonas peruano y en una lancha de pasajeros llegó a la frontera entre Perú, Colombia y Brasil y abordó un barco de carga que prometió llevarlo a Manaos en siete días. Dormía en una hamaca, en la cubierta, entre otras cincuenta o sesenta personas que viajaban con él y que colgaban aburridos de hamacas iguales a la suya. En la frontera le habían dicho que fuera precavido con su mochila, que la tuviera siempre a la vista, que cuidara que no aparecieran bultos extraños cerca de su equipaje. Un par de horas después de zarpar, cuando ya era noche cerrada y navegaban en medio del río oscuro, un enjambre de luces surgió de las orillas y seis lanchas se acercaron al barco. Eran de la policía, hablaban a través de altavoces, con reflectores iluminaron la cubierta. La gente dormía. Se levantaron y cada uno se paró junto a su hamaca. Un bebé comenzó a llorar. Una mujer gritó un par de veces, desesperada, diciendo que junto a sus valijas había una caja que no era de ella. Otra mujer, desde una hamaca cercana, le dijo que no se preocupara, que era la caja de un televisor y que le pertenecía. Cuatro policías subieron al barco, caminaron con perros entre la gente, registraron un par de bultos y palparon por sobre la ropa a algunas personas. A Enrique ni lo miraron. Antes de que llegaran a él, un hombre cruzó corriendo la cubierta y se zambulló al agua en silencio. Los policías desenfundaron sus armas y se apelotonaron contra la baranda. Desde las lanchas, los reflectores iluminaron el agua barrosa. Dispararon un par de veces hacia la oscuridad. Los policías daban órdenes, gritaban, pero el ruido de los motores del barco no dejaba que nada se entendiera. El barco siguió su viaje mientras las lanchas rastreaban el río a oscuras. Enrique se quedó varias horas en cubierta, viendo girar unas alrededor de otras las luces de la policía, siempre en el mismo punto, el lugar donde el hombre había saltado al agua. Después el río hizo una curva y la selva tapó las luces.

A Fátima no le gusta viajar en barco, no puede dormir cómoda en una hamaca, y la gente ahí, todo el día, en cubierta, sin hacer nada, tomando cerveza, hablando, no lo soporta. Antes que eso, el avión, aunque sea caro. Pero viajar en avión le da miedo. La última vez que Fátima viajó en barco, su hijo no había cumplido todavía los diez años. Ahora, el hijo de Fátima es todo un hombre, se casó con su novia. Los dos trabajan, el dinero que ganan lo ponen en una cuenta en común y se consultan sobre cualquier gasto. Acaban de construirse una casa nueva, en uno de los barrios cerrados de las afueras de la ciudad, contra la selva, lejos del río. Invitaron a Fátima a cenar. Ella no podía reconocer la casa, nunca le mostraron los planos, no le consultaron nada, no le pidieron ayuda para la mudanza. Tuvo que preguntar cómo llegar. La casa le gustó. Es grande, con pisos de mármol y paredes de cemento. El hijo le explicó que al arquitecto le habían pedido una casa minimalista y que el arquitecto se las construyó como ellos querían. Fátima conoció la cocina, el lavadero, el living, el comedor, el garaje y la galería amplia, ventilada, muy linda. No la invitaron a pasar a los dormitorios. La esposa de su hijo había preparado una ensalada de pasta y sándwiches de pepino y queso blanco. Comieron en la galería, mirando la fuente del patio y el jardín. Anochecía, detrás de los tapiales de cemento la selva empezaba a hacer ruidos. A Fátima le pareció que estaba cenando con dos extraños. Los envidió. Ella, con Regino, el padre de su hijo, siempre tuvo dudas, siempre supo que todo era más o menos provisional. Nunca se casaron porque Regino no creía en esas cosas. Fátima insistió. Consiguió que se fueran a vivir juntos. No mezclaron la plata, cada uno trabajaba por su lado. Fátima anotaba en una libreta lo que gastaba en el mercado y después lo dividía por dos. La madre de Fátima se enfermó. La llevaron a vivir con ellos. Dividieron por tres, Fátima pagó dos partes y Regino, una. Al poco tiempo nació el único hijo y la madre de Fátima se murió. Después Regino empezó a dormir mal, daba vueltas en la cama, tenía pesadillas, protestaba por cualquier cosa. Hablaba de viajar, de salir de la selva, pero la plata no les alcanzaba y Fátima no quería irse de Manaos. A Fátima Manaos siempre le gustó mucho. No le dejó de gustar cuando pusieron las fábricas químicas en el parque industrial, al lado del río y ya no se pudo caminar por el paseo. Regino decía que quería conocer el mundo. Fátima se dio cuenta de que, en realidad, quería huir de ella y del hijo que todavía era chico y necesitaba a su padre. Regino no se fue a ningún lado. Se quedó ahí, en Manaos, con ella, en la casa de ella, hasta que Fátima lo echó. Fátima es de carácter alegre, prefiere mirar el lado lindo de la vida, ver el vaso medio lleno. No le gustaba tener un depresivo todo el día metido en la cocina, quejándose, dando vueltas en calzoncillos por el patio, regando las macetas. Al final ella tenía que mantenerlo, porque de tan deprimido que estaba Regino dejó de ir a trabajar y un día llamó por teléfono el jefe y le dijo: Regino, no vengas más. A partir de eso nadie lo quiso contratar porque se notaba en su cara que era un depresivo y que no quería tomar las pastillas para dejar de serlo.

Fátima y Enrique hablan sentados en un banco, frente al ventanal.

El aeropuerto está vacío porque una huelga de pilotos ha cancelado todos los vuelos nacionales.

El avión de Miami es el único que esa tarde aterriza en Manaos.

Los bares, el duty free y los kioscos de diarios y revistas también están vacíos. Los altoparlantes transmiten música de aeropuertos.

Una mujer de guardapolvo blanco limpia desde afuera el gran ventanal

que separa el hall de la zona de aterrizaje. Esparce el agua jabonosa en lo más alto del vidrio y luego, con un escurridor, traza movimientos en forma de ocho sobre la superficie mojada. Por momentos la cortina de agua y burbujas no deja que Fátima y Enrique vean la pista de aterrizaje, el prado verde y la selva detrás, pero enseguida el escurridor despeja la perspectiva y el paisaje reaparece poco a poco frente a ellos.

Sobre la selva, más allá de la pista, se encrespa una masa de nubes. Tal vez sea una tormenta o tal vez las nubes que traen consigo la noche.

Fátima busca en su cartera, saca una bolsita de caramelos, le ofrece uno a Enrique.

Son unos caramelos duros como una gema de cristal, con sabor a regaliz.

Los hijos de Enrique se ponían celosos cada vez que él iba a visitar a los hijos del amigo que se fugó con la amante. O cuando les compraba regalos, aunque fuera una golosina, un caramelo. Es normal que los chicos no entiendan esas cosas. Además, desde que su marido la había abandonado, la madre sobreprotegía demasiado a sus hijos. Eran maleducados, sobre todo el más grande, que después se hizo maratonista. Contestaba, faltaba el respeto. La madre no le decía nada, se dejaba prepotear, una mujer sin carácter. En lugar de ponerlos en penitencia les compró bicicletas todo terreno, una para cada uno, de las mejores marcas. En ese tiempo eran una novedad, los chicos les decían bicicross. Los hijos de Enrique se quejaban porque ellos tenían que usar sus bicicletas comunes, viejas, una que habían heredado de un primo y otra que había sido de Enrique cuando era un nene. Al final Enrique entendió que no se podía hacer cargo de los errores de su amigo. Le daban lástima los chicos pero qué iba a hacer. Él tenía su propia familia, tres hijos hermosos, sanos, bien educados. A su nene más chico, al principio, le gustaba el deporte. Hizo un tiempo básquet, parecía que iba a ser bueno, que lo iban a comprar de un club grande. Al final no pasó nada. En ese tipo de cosas, llega un momento en que uno se da cuenta de que nunca va a sobresalir. Un día Enrique lo sentó a su nene más chico y le dijo: hijo, basta de sonsear con el básquet, usted tiene que hacer las cosas como un hombre, usted tiene que estudiar. Su hijo estudió, se recibió de contador y entró a trabajar en una empresa de autopartes. Enrique es viudo. Su mujer se murió hace dos años. De una apoplejía. Enrique estaba trabajando. Ella estaba sola en el departamento. Enrique la encontró caída al lado de la bañadera, toda morada. Si hubiera vuelto un poco antes a lo mejor todavía tenía chances de salvarla. Aunque los de la ambulancia le dijeron que por lo menos hacía cuatro o cinco horas. Poco es lo que podría haber hecho. Un mes más tarde nació Josefina, su primera nieta. Ella no llegó a conocerla.

Glauco, el hijo de Fátima, nació de noche, por eso siempre fue tan responsable. Los que nacen de noche se convierten en personas muy serias, son poco alegres y demasiado trabajadoras. Fátima, en cambio, nació a las tres de la tarde. A ella le gusta trabajar, pero sabe que en la vida lo más importante no es trabajar, sino otras cosas. Para qué se va a poner a hacer la lista de esas cosas. Son muchas y siempre se olvida de alguna. Glauco nació por parto natural. Fátima rompió bolsa a las once y media de la noche. Escuchaban por la radio un programa de jazz que a Regino le gustaba mucho. Fátima sintió que se iba a hacer pis. Se levantó de la cama para no manchar la colcha pero no llegó al baño, mojó todo el pasillo. Le gritó a Regino que corriera a buscar a un amigo de él, que vivía a la vuelta. Regino salió corriendo a llamar al amigo, ya habían quedado de acuerdo para que los llevara en el auto, porque ellos todavía no tenían. Unas semanas antes, cuando le preguntaron si les podía hacer ese favor, el amigo les dijo que sí, que encantado, pero que a cambio lo tenían que hacer padrino del chico. Fátima y Regino pelearon por eso. Fátima no quería y a Regino le daba lo mismo que el padrino fuera ese amigo u otro cualquiera. Al final aceptaron. Fátima se quedó más tranquila cuando una tarde el amigo le vino a mostrar una bandera blanca que había cosido con un trozo de tela de cortina. Era para atarla a la antena del auto antes de salir hacia el hospital, así no tenían que frenar en los semáforos. Fátima pensó que si el amigo se había esmerado tanto en coser la bandera, también se iba a esmerar después, cuando tuviera que cuidar a su hijo si a ella le pasaba algo. Al final, el amigo no estaba en su casa. Había salido con el auto. Regino fue a buscar un taxi a la avenida. El taxista se enojó porque no le dijeron que era para una embarazada. Los llevó de mal modo. No esquivaba los pozos. Iba fuerte. A mitad de camino Fátima le dijo que parara, que ella no le había hecho nada para que la trataran así, que se bajaba y se tomaba otro taxi o que paría el chico ahí mismo, en la vereda. Con las contracciones no le importaba lo que decía. El taxista dejó de quejarse y fue más cuidadoso. Llegaron al hospital sin problemas. El taxista no era un mal hombre pero se asustó porque el auto no era suyo y tenía miedo de que Fátima se lo manchara.

Enrique, en realidad, debería haber salido para Buenos Aires el día antes pero los norteamericanos no dejaron despegar el avión de Miami, por fallas técnicas. La compañía les pagó una noche de hotel en el Sheraton Manaos y para disculparse por las molestias ocasionadas les regaló entradas para un show de odaliscas. Eran sólo dos personas las que, el día anterior, iban a abordar el avión en Manaos: Enrique y un chico joven, que se llamaba Ignacio, estudiaba periodismo y había viajado al Amazonas para entrevistar al último sobreviviente de una tribu de cazadores de cabezas. Un amigo de su papá le había dado el dato. Ignacio tenía que rendir el examen de una materia y estaba seguro de que con esa entrevista iba a deslumbrar al profesor. Su papá le pagó el pasaje a Manaos. El último cazador de cabezas del Amazonas vivía en las afueras de la ciudad, en una casa rodeada de plantas y yuyos altos, demasiado verdes y húmedos. Un guía de turismo pasó a buscar a Ignacio por el hotel y lo llevó hasta allí. El último cazador de cabezas estaba sentado junto a la puerta, en una silla baja. Era un hombre delgado y lampiño. No tenía arrugas, pero por sus movimientos se notaba que era muy viejo. La hija del último cazador de cabezas salió a recibirlos. Los saludó. Ignacio vio cómo el guía le pasaba un rollito de billetes que la mujer no contó y se guardó en el bolsillo. Después le dijo algo a su padre. El último cazador de cabezas se levantó de su silla sin apuro. Tenía puesto un pantalón de jean cortado por encima de las rodillas y unas ojotas negras. Estaba en cuero, no se había puesto la camisa. La hija los condujo a través de la casa con pisos de tierra y cortinas de tela colorada. En el patio había un montón de gallinas. Un gallo alzó la cabeza y batió las alas, pero ningún sonido salió de su pico.

Le han cortado las cuerdas vocales, le explicó el guía a Ignacio.

Lo dijo en voz baja, como si estuviera contando un secreto o criticando a los anfitriones. Era una costumbre de cuando vivían en la selva. Como no querían que los blancos ubicaran sus aldeas, a los gallos le cortaban las cuerdas vocales. Con los perros hacían lo mismo. En el fondo del patio había una pequeña habitación construida con chapas de zinc. La mujer abrió la puerta y los invitó a pasar. Adentro hacía muchísimo calor. Sobre una de las paredes había una biblioteca mal escuadrada y, en sus estantes, ocho cabezas reducidas al tamaño de una naranja. Sin decir una palabra, el último cazador de cabezas se sentó en una silla al lado de la biblioteca. Su hija comenzó a explicar el procedimiento con que se habían reducido esas cabezas. Hablaba en portugués pero Ignacio comprendía casi todo. Cuando se le escapaba algo, le preguntaba al guía. La mujer explicó que su padre era el único sobreviviente de una tribu de guerreros que se enfrentaba con sus vecinos una semana sí y una semana no. Las cabezas funcionaban como trofeos de sus guerras. Una vez terminada la batalla, buscaban los cadáveres y los decapitaban con un machete. Pasaban una cuerda por la boca de la cabeza, hacían que saliera por la abertura del cuello y de ese modo construían un asa de la cual agarrarlas. Las cabezas se colgaban de largas varas que llevaban dos porteadores. A veces, si la cabeza tenía pelo largo, no hacía falta pasarle la cuerda, se ataban al palo directamente por la cabellera. Las mujeres de la tribu eran las encargadas de pelar las cabezas. Les hacían un tajo en el cuero cabelludo, desde la frente a la nuca, y cada una tiraba hacia un costado. La piel salía sola y arrastraba consigo la carne. Sólo había que hacer unos pocos cortes precisos sobre los ojos y la nariz. Después, las mujeres volvían a coser las cabezas y cerraban con aguja e hilo los orificios de la boca y los globos oculares. Las cabezas se ponían en agua tibia y se sacaban justo antes de que llegaran al hervor, porque sino se le caían los pelos. Las rellenaban con arena caliente cuando todavía estaban húmedas y les cambiaban la arena cada vez que se enfriaban. Todo el tiempo aplastaban los cachetes de las cabezas con piedras pulidas, para que la piel quedara bien lisa. Con cada cambio de arena, la cabeza se reducía un poco más. El procedimiento no siempre funcionaba.

Esta no se planchó lo suficiente, o se planchó despareja, dijo la mujer mientras señalaba una cabeza con la mejilla deforme, hinchada como si estuviera mascando tabaco. Y esta otra, la mujer señaló la cabeza del lado, se hirvió por demás y se le cayó el flequillo. Estas dos, señaló un estante más abajo, quedaron perfectas. Son las preferidas de papá. Y estas de acá, están un poco demasiado flojas, si se les hubiera hecho un par de cambio de arena más, hubieran quedado mejor.

¿Su papá mató a algunos de estos hombres?, preguntó Ignacio.

La mujer no entendió la pregunta y el guía tuvo que traducírsela.

Sí, sí, claro, los mató él. ¿No es verdad, papá?

El último cazador de cabezas asintió.

Y una vez casi lo matan. Le atravesaron la espalda de un lanzazo, pero siguió corriendo y pudo escaparse. ¿No es verdad, papá?

El viejo volvió a asentir.

Levántese, papá, dijo la mujer, muéstrele la cicatriz.

El último cazador de cabezas no se levantó, pero giró un poco e Ignacio pudo ver el bubón de piel rosada junto a la base de su columna vertebral.

Ignacio preguntó si podía sacar unas fotografías. Al principio la mujer no quería. Le dieron un par de billetes más y accedió. Ignacio hizo posar al último cazador de cabezas junto a sus trofeos. Le pidió que sonriera y el hombre sonrió. Lo hizo girar y tomó otra foto con el último cazador de cabezas de espaldas. Por un costado aparece el brazo de su hija, un poco quemado por el flash, y señala con el dedo índice la cicatriz de su padre. Después la hija dijo que si hacía falta el último cazador de cabezas se podía poner el taparrabos tradicional, para que las fotos fueran más creíbles. Ignacio no tenía más plata así que dijo que no, que así estaba bien.

Cuando Ignacio le contó todo esto a Enrique, Enrique no pudo creer que hubiera gente con tanto dinero como para ir a Manaos sólo para hacer un trabajo práctico de la facultad. Ignacio enseguida le aclaró que no se trataba de un trabajo práctico, sino que era un examen final. A Enrique, Ignacio le pareció un chico raro. El día en que el avión no despegó de Miami, los de la compañía aérea mandaron a Enrique y a Ignacio en un taxi al Sheraton. Como el hotel estaba completo, los pusieron a los dos en la misma habitación. Ignacio desapareció enseguida. Enrique se tiró a mirar televisión. Ignacio volvió al rato. Estaba transpirado. Había ido al gimnasio del hotel y había hecho gimnasia durante una hora y media. Enrique le preguntó si era deportista y qué deporte hacia. Era alto, capaz que era bueno para el básquet. Ignacio le dijo que no, que nunca hacía gimnasia y que no jugaba al básquet pero que como el hotel era gratis tenía que aprovechar y sacarle el mayor jugo posible. Que nunca hacía gimnasia debía ser verdad porque estaba agitado, respiraba hondo y se tuvo que sentar en una silla, con las piernas abiertas y las manos en las rodillas y quedarse un rato quieto hasta que se le pasó. Después llamó por teléfono a conserjería y preguntó si podía pedir comida al cuarto, si la aerolínea también iba a pagar por eso. Le dijeron que no sabían, que iban a averiguar y lo llamaban en un rato. A los cinco minutos sonó el teléfono, era el conserje. Les avisó que la comida y el servicio al cuarto no estaban incluidos pero todo lo otro sí. Enrique pensó que Ignacio podía tener hambre y que, a lo mejor, no tenía plata ni para un sándwich porque le había pagado las fotos al último cazador de cabezas, así que le ofreció invitarlo a comer, pero Ignacio no tenía hambre de verdad, había preguntado sólo para aprovechar el hotel. Si le agarraba hambre, usaba la tarjeta de crédito de su papá. Enseguida se levantó y se fue al sauna y a ver si el spa estaba incluido. Se hizo la hora de ir al show de las odaliscas, Ignacio no había vuelto y Enrique partió solo. Había una odalisca y un hombre que también bailaba danzas árabes. Enrique no sabe cómo se llaman los hombres que bailan con las odaliscas. Fátima está segura de que no se llaman odaliscos, pero tampoco sabe si tienen un nombre especial, o son sólo bailarines. Cuando Enrique volvió a la habitación, Ignacio ya dormía.

Ahora, en el aeropuerto, Ignacio no espera el avión como lo esperaban ellos, charlando. Camina de una punta a la otra, da vueltas y cuando se sienta no quiere hablar, se pone el walkman y se hace el que está dormido.

Fátima nunca oyó hablar del último cazador de cabezas de Manaos. Ella opina que es uno de esos cuentos que les hacen a los turistas. Igual que el parque temático de los caníbales que inauguraron hace poco. Fátima está contenta de que se retrase el avión, porque así no tiene que subir. El médico le ha dado una pastillita para que tome y se duerma, pero la va a tomar una vez que ya esté arriba, porque sino no tendría sentido. El problema de que el avión se atrase es que se hace cada vez más tarde y se acerca la hora de los monos. Si volar a Fátima le da miedo, despegar a la hora de los monos le da mucho más. Enrique pregunta qué es la hora de los monos. Fátima le explica. Es algo propio de Manaos. No se da en ningún otro lugar del mundo. Es un problema con la pista de aterrizaje, porque está muy cerca de la selva. No hay más de cien metros entre el borde de la selva y la pista. Al atardecer, cuando el sol pega rasante sobre el hormigón alisado de la pista, lo hace brillar y sale el humito con el calor del día, como vahos. Los monos, desde las copas de los árboles, miran la pista y se confunden y piensan que la pista es un brazo del río y se ponen a aullar en las ramas, y se llaman unos a otros hasta que alguno toma confianza y baja a investigar y como los otros no tienen paciencia, no esperan a que vuelva y lo siguen, a distancia, pero lo siguen. Hace poco ocurrió una desgracia cuando aterrizaba una avioneta. Era justo su hora y los monos saltaron el alambrado y se acercaban cautelosos a la pista. Entonces apareció la avioneta, los monos se asustaron y algunos volvieron a la selva pero otros estaban tan aterrados por el ruido y la cosa que se les venía encima que en lugar de correr hacia la selva, cruzaron la pista y la avioneta atropelló a uno, se dio vuelta y se prendió fuego y se murió el piloto, que era un enamorado de Fátima, un enamorado de hace algún tiempo que ella tenía. Para cuando ocurrió el accidente hacía meses que Fátima no lo veía pero igual le había quedado impresión por despegar a la hora de los monos, sumado al miedo a los aviones, que ya era de antes. Le daba impresión también por ese enamorado, que era tan bueno, se llamaba Waldemar, era piloto de avionetas y fanático de la fotografía, era miembro de un fotoclub y, cuando no estaba volando, sacaba fotos y a veces sacaba fotos cuando volaba. Fátima de tanto en tanto compartía sus tours fotográficos. Caminaban, iban charlando y Waldemar sacaba fotos. Después, cuando las revelaban, Fátima miraba las fotos y no recordaba haber pasado por esos lugares, porque Waldemar también era un poco depresivo, como Regino, y elegía siempre sacarle fotos a cosas feas, u odiosas, o a lo que daba asco. En cambio ella, Fátima, que caminaba al lado suyo, por su forma de ser, a esas cosas no las veía y sí veía las cosas lindas de la vida. Por ejemplo, Fátima veía un árbol florecido y Waldemar fotografiaba las hormigas que subían al tronco. Fátima veía unos chicos reírse y jugar a la orilla del río y Waldemar fotografiaba los peces muertos que había en el barro. Pasaban a frente de un shopping center y Waldemar se detenía a sacarle fotos a los tarros de basura. Y después Waldemar se quejaba porque mandaba sus fotos a los concursos que organizaba el fotoclub y no ganaba nunca, ganaban fotos lindas, con puestas de sol en el río, o con gente bailando forró, o con mariposas posadas sobre flores. Como no ganaba, Waldemar se deprimía más, decía que nadie lo entendía y como estaba deprimido le sacaba fotos a cosas más feas, a gente pobre velando a un bebito que se les murió desnutrido, a un barrendero descerebrado en la calle porque lo atropelló un auto, a un yacaré comiéndose la mano de una nena rubia. Por eso Fátima dejó de verlo, porque para depresivos ya lo había tenido a Regino. Pero igual le daba lástima que Waldemar se hubiera muerto. Si aún viviera, Waldemar y Regino se podrían haber hecho amigos, porque los dos eran depresivos iguales, aunque los depresivos no hacen mucha vida social, por ahí no se llegaban a conocer. Sería lindo tener dos ex enamorados amigos. Aunque Regino fue mucho más que un enamorado. Fátima tuvo varios, a veces tres o cuatro al mismo tiempo. Pero hasta ahora no encontró ninguno con el que pueda decir con éste me quedo. A veces duran un año o dos. Con un par convivió. Con otros, cada uno en su casa. Siempre, al final, aparece algo, las cosas se malogran. Ahora Fátima viaja a Buenos Aires a conocer a un enamorado por carta. Hace más de seis meses que se cartean. Empezó en clase. Fátima es profesora de español en un instituto privado. Todos los años organizan un intercambio con una escuela de portugués de Buenos Aires. Ellos les escriben cartas en español y los de Buenos Aires les responden en portugués. El último año, por un malentendido, los argentinos mandaron una carta de más. El grupo argentino tenía once alumnos, y el grupo brasilero, sólo diez. A Fátima le dio lástima que una carta quedara sin responder así que decidió participar ella también. Le tocó la carta de un hombre llamado Aníbal. En un portugués más o menos correcto, Aníbal le contaba que estaba separado, que era médico pero que hacía poco tiempo se había jubilado porque estaba cansado y porque sentía que ya estaba viejo para seguir estudiando y que cuando uno es médico tiene que estudiar todo el tiempo, actualizarse, porque si bien no todos los días aparecen enfermedades nuevas, sí todos los días aparecen formas nuevas de curar enfermedades viejas. Como tenía mucho tiempo libre, Aníbal se había puesto a estudiar portugués porque a veces iba de vacaciones a Buzios y le daba vergüenza no saber hablar y tener que inventar y hacer como que sabía. Igual eso no importaba porque Buzios está lleno de argentinos, pero a él también le gustaría viajar a otros lugares del país. Brasil es un país grande y tiene muchos pueblitos en los que es seguro que nadie habla español. Por eso Aníbal quería aprender portugués. Fátima le contestó su carta contándole algunas cosas sobre ella, cómo era su casa, qué cosas le gustaban, cuál era su color favorito, qué opinaba del amor. A la vuelta de correo, Aníbal le contó cosas parecidas. Así, entre cartas, se fueron enamorando, un poco en castellano y un poco en portugués. Ahora se van a conocer. Fátima cree en el poder del amor y por eso, aunque tiene mucho miedo, ella se va a subir al avión, va a ser valiente y va a volar a Buenos Aires. Fátima tiene miedo pero no es un miedo infundado, sabe que un mono les puede salir al cruce, que el avión se puede caer en plena selva, que se pueden morir todos ahí, carbonizados.

Enrique también se jubiló hace poco. Se jubiló y dijo: me voy de mochilero al Machu Pichu. Sus hijos intentaron disuadirlo pero Enrique

no les hizo caso. Papá, ya está grande, dijeron. Les contestó que no lo molestaran y anunció que además de ir al Machu Pichu iba a recorrer Bolivia y todo Perú y los Andes peruanos y a navegar a lo largo del Amazonas, hasta su desembocadura en Belem, en la costa y que de ahí iba a bajar bordeando Brasil y Uruguay y que lo esperaran nomás en Buenos Aires dentro de, mínimo, tres meses, porque tenía ganas de viajar despacio, ir parando, charlar con la gente de cada lugar, ver un poco cómo se vive en otros lados. Hizo eso, pero cuando llegó al Amazonas se dio cuenta de que la gente vive en todos lados más o menos igual y él ya estaba cansado. El cuerpo no le respondía, había sido mucho, era hora de volver. Dudó unos días antes de desistir. No quería llamar a Buenos Aires. Podía imaginarse la voz de su hija. Yo te dije, papá, no estás para estos trotes. Hizo algunos intentos de continuar. Averiguó en el puerto qué barcos salían hacia Belem. Pero cada día se sentía peor. La humedad, el calor de la selva. Finalmente compró el pasaje de avión. En la agencia de viajes había aire acondicionado y después de pagar y firmar y dar por completo el trámite, pidió permiso para quedarse un rato allí, en uno de los sillones de la sala de espera. Le dijeron que sí, que no había ningún problema y Enrique se pasó el resto de la tarde con la vista perdida en un póster que mostraba la Torre Eifell, de noche, iluminada. Abajo decía, París está pronto e a sua espera. Allí sentado, mientras miraba las luces de París, Enrique se preguntó qué lo había llevado a emprender semejante viaje, si él siempre había sido más bien sedentario. Llegó a la conclusión de que justamente eso era lo que lo había empujado. Tanto tiempo perdido, tanta cosa sin ver, tanta vida pasada en el mismo lugar. Aceptó que hubo algo desmesurado en el desafío de recorrer solo y a su edad casi toda América del Sur y, más que nada, el río. Le hacía ilusión, justamente a él, que en su vida había puesto un pié en un bote, navegar el río más largo del mundo desde la vertiente hasta el mar. Como si hacerlo le diera carnet de algo. Y entonces, sentado allí, en sillón de la agencia, disfrutando su aire acondicionado, por primera vez Enrique se dio cuenta de que el viaje no valía la pena, y que tampoco cambiaba nada. Mientras tanto, afuera oscurecía sobre Manaos. Se hizo la hora en que cierran los negocios y una secretaria de la agencia de viajes lo llamó por su nombre y le sugirió que se fuera. Enrique se hubiera quedado allí para siempre. Después de mucho tiempo, en ese lugar había encontrado un poco de tranquilidad.

Fátima opina que Enrique es un buen hombre, sí señor, un buen hombre, con una buena vida, muy responsable, que Enrique tiene que estar muy orgulloso de su vida. Y que está bien que se haya ido al Machu Pichu solo, con la mochila, si al fin y al cabo para qué trabajó toda la vida. Aunque también está muy bien que si está cansado se vuelva antes, total Manaos no se va a mover de su lugar junto al río y el Amazonas, a decir verdad, tampoco es el río más largo del mundo, para eso está el Nilo. Y la selva, si uno se fija bien y le presta atención, es un poco aburrida. La mayoría del tiempo es más de lo mismo, y es chata, y hace mucho calor, y hay mosquitos. Por eso Fátima nunca va. La selva es linda para mirar de lejos, pero de cerca da impresión. El barro, la humedad, las cosas se pegotean, se resbalan. En la selva todo se mueve. No hay un minuto de silencio. Nacen y se mueren bichos y plantas a tal velocidad que a veces se confunden y se entremezclan. Eso a Fátima la pone muy nerviosa. No se puede apoyar una manzana en un tronco, en un instante es un puño de hormigas y, en dos horas, nada queda. No se puede bañar uno en el río: en el barro hay pirañas, a la orilla yacarés, a la noche los murciélagos vampiros te chupan la sangre y las víboras se te enrollan en los dedos de los pies. En la selva viven animales que ni siquiera tienen nombre. Aparecen y desaparecen, no le dan tiempo a los biólogos para que los cataloguen, los identifiquen y los bauticen. Fátima lo repite varias veces. Enrique no puede dejar de pensar en el hombre que saltó del barco cuando subió la policía. ¿Qué habrá pasado con él? Deambular solo por la selva, sin comida ni nada. Enrique cree que si le tocara a él estar en el lugar de ese hombre, no sobreviviría dos segundos. Fátima conoce a mucha gente que vive en la selva. No es tan terrible.

Las luces de la pista se encienden.

Enrique opina que si se prendieron debe ser porque está por llegar el avión, pero Fátima no está de acuerdo, no han salido los espantadores. Si estuviera por aterrizar el avión ya hubieran aparecido. Son unos hombres con mamelucos de color naranja que se ocupan de caminar junto al alambrado haciendo ruido y golpeando las manos, para que los monos se asusten y no bajen a la pista. Los contrataron después del accidente.

No hay noticias de ellos, pero se ven las luces rojas del avión sobrevolar el aeropuerto, la panza rasante, blanca, se desliza sobre sus cabezas en silencio. El estruendo de los motores llega un segundo después y más allá, las ruedas del tren de aterrizaje tocan el asfalto con suavidad, gentilmente. El avión es grande, con el logo pintando en los dos costados. Gira en la punta de la pista y se acerca. La música funcional se interrumpe y por los altoparlantes una voz llama a Fátima, Ignacio y Enrique. Fátima piensa que es mala señal que no hayan salido los espantadores. Enrique arriesga que, tal vez, encontraron otro sistema más seguro para mantener los monos lejos, electrificaron la cerca de alambre, pusieron rayos infrarrojos, cualquier cosa. Hay tantos adelantos tecnológicos hoy en día.

Los asientos de Ignacio y Enrique están juntos, apenas ingresan, sobre el ala. Fátima tiene su lugar reservado más atrás. Adentro, el avión va lleno de argentinos que regresan cargados de compras. El olor a desodorante de ambiente no logra sobreponerse al aroma dulzón de los cuerpos entredormidos. Al olor a transpiración y sábanas sucias, a mal aliento, a zapatillas cómodas. Los pasajeros se despiertan después de siete horas de viaje. Observan a Ignacio, Enrique y Fátima ocupar sus lugares. Parecen mirarlos con odio, como si reclamaran tanto aterrizaje y pérdida de tiempo para que sólo suban tres personas a un avión ya atestado. A Ignacio no le molesta nada de eso. Se nota que ha viajado mucho, sabe perfectamente qué hacer. Guarda su mochila en el estante superior, se abrocha el cinturón, se pone los auriculares, aprieta el play de su walkman. A Enrique le toca ventanilla. Está incómodo. No hay mucho espacio para sus piernas y si tuviera que ir al baño tendría que molestar a Ignacio y a otro señor, el que está junto al pasillo. Se levanta y mira hacia atrás. Fátima habla con alguien, revuelve en el interior de su cartera. Está parada en la mitad del avión, bastante lejos. Es bonita, a pesar de ir mal vestida, con un jogging y una campera de jean. Ropa suelta, de viajera. Ignacio mira a Enrique. Se saca del oído uno de los auriculares y le pregunta si quiere que cambien asientos con Fátima, así ellos pueden seguir charlando. Enrique no sabe si se permite, habría que preguntarle a la azafata. Ignacio se ríe, ya se ha levantado, busca su mochila y se aleja para hablar con Fátima. Ella llega con una sonrisa. El señor que está junto al pasillo se pone de malhumor. Para dejar que ellos pasen se ha tenido que levantar varias veces. Ya me tomé la pastilla, es lo primero que dice Fátima, aún antes de sentarse. Está contenta de viajar con Enrique. De la cartera saca una toallita húmeda. Tiene calor. La ventilación se ha detenido, hay tufo. Fátima se pasa la toallita por la cara, el cuello. Le ofrece una a Enrique pero Enrique no quiere. El comisario de a bordo les habla, da la bienvenida y le pide que se ajusten los cinturones. Fátima dice que viajar con Enrique la tranquiliza. No sabe por qué. Tal vez es la pastilla, que ya hace efecto. Fátima prefiere pensar que hay personas que irradian paz y que Enrique es una de esas personas. Es un buen hombre, sí señor. Sería bueno que le anotara su dirección y su teléfono en la libretita que tiene en la cartera. A lo mejor algún día pueden salir a cenar los tres, Aníbal, Fátima y él. O a lo mejor Aníbal resulta ser un pervertido, con estos amores por carta uno nunca sabe. Enrique anota su dirección y su teléfono en la libretita de Fátima.

Sería lindo volver a verla, dice. Después carraspea.

Sería muy lindo volver a verla, vuelve a decir.

Fátima sonríe. Le baja el sueño. El avión avanza hacia el final de la pista, preparándose para despegar. Fátima le pide a Enrique que le cuente una historia, así ella se tranquiliza y se duerme más fácil. Aunque, es raro, no tiene nada de nervios. Se ha olvidado de su miedo a volar y de que es la hora de los monos. Enrique no sabe qué contarle. Empieza de nuevo con el episodio del barco, cuando el hombre saltó al agua en medio de la noche. Era un hombre alto, morocho, con una gorrita de visera. La gorra era azul. Estaban ya bastante lejos de la frontera, habían viajado casi tres o cuatro horas. Eso era plena selva. En la costa no se veían luces, no debía haber pueblos por esa zona. Fátima sabe que hay muchos pueblitos en el Amazonas. Aunque no parezca, la selva no está tan vacía. Enrique no puede dejar de pensar en ese hombre allí, solo, en medio de los peligros. Fátima asiente con la cabeza, tiene los ojos semicerrados. Para ella, no habría que hacerse problema. La gente de la selva está acostumbrada, son como animales. Con cualquier cosa se arreglan, raíces, frutas, el agua la sacan de una enredadera porque, aunque el río anda por todos lados, encontrar agua potable en la selva es muy difícil.

Enrique cree que ese hombre seguramente era un traficante o un prófugo, sino ¿por qué habría saltado?

De algo escapaba.

Fátima ya está casi dormida. Lo último que recuerda son las manos de su mamá, hace millones de años, cuando le enseñaba a juntar agua de las enredaderas. A Fátima siempre le llamó mucho la atención el contraste: tanta agua, pero que no se pueda tomarla.

El avión está en posición, toma velocidad, carretea.

Enrique se imagina al hombre perdido, a merced de las alimañas. Piensa en las tribus de cazadores de cabezas. Las lanzas en alto, los gritos de guerra, los machetes filosos. El hombre corre en la selva. Sus pies se hunden en el barro, resbala, se levanta, sigue. El olor de algún animal muerto, cerca. Las capas y capas de hojas superpuestas que se pudren en un instante. Lo verde de alrededor, tan espeso que el hombre no puede ver ni un metro más allá. Con sus manos arranca ramas y enredaderas. Corre, salta por encima de un tronco caído, inmenso. Apoya la mano para saltar y la mano se le cubre de hormigas rojas. Corre. Busca caminos, senderos, pero no hay. El agua le llega a las rodillas. Las cerbatanas zumban a su lado. De liana en liana, los cazadores de cabezas vuelan entre las copas de los árboles, lo señalan y gritan cosas incomprensibles. Uno orina sobre su cabeza. Se están riendo de él. Es presa cercada. El avión despega. El hombre ya no tiene fuerzas, no puede seguir corriendo. El corazón se le agolpa en el pecho y siente que va a vomitar sus vísceras, que se le van a salir sin que pueda hacer nada. Llegó el momento de detenerse. El hombre frena en seco. Gira. Por un instante lo recibe la selva quieta y el silencio. El hueco en el estómago de Enrique cuando las ruedas del avión abandonan el suelo. Y entonces, desde lo alto, un grito y el primer cazador de cabezas se arroja sobre él. Detrás, otros mil. El machete brilla en un haz de luz. Fátima ya se ha dormido por completo. Enrique la toma de la mano. Fátima sonríe. El avión se alza en el cielo y se aleja. Los monos lo miran asombrados, desde la selva, al borde de la pista.

Espacio, espacio

Carlos Suchowolski

Un día, y más concretamente una noche, notamos por primera vez que algo sucedía en el interior de las paredes, aunque no lo consideramos de excesiva gravedad. Los signos eran tan leves y esporádicos que no nos preocuparon, aunque debo reconocer que habíamos sido entrenados a lo largo de la vida para actuar con un talante resignado y pacífico, un tanto displicente, con notable indolencia y con la convicción de que debíamos dejar que las cosas transcurrieran a su ritmo; es decir, para que en lo posible, a pesar de los malestares pasajeros, nada perturbara la rutina y pudiéramos seguir respirando con las mismas esperanzas.

El fenómeno, fue poco a poco en aumento, indicando que algo proliferaba y se hacía más y más complejo ahí dentro. No obstante, no fuimos capaces de ir más allá de asistir a ciegas, como con los ojos vendados y atados a las butacas ante una representación o como quienes sienten vergüenza de ser los primeros y quizás los únicos en abandonar la sala antes de que termine, provocando molestias, resentimientos y silenciosos gestos de venganza en los demás. De este modo, nos fue poco menos que imposible buscar, hallar y tomar medida alguna, y permanecimos a merced del tiempo, acunados a la deriva por la ingenuidad, el optimismo y la esperanza de un retorno a la normalidad, con la idea de que estábamos asistiendo al segmento creciente de la curva al que seguiría la pendiente marcha abajo. Mi mujer, puede que más pragmática, manifestó un aparente desinterés y apenas ponía la cabeza sobre la almohada se dormía como si no se escuchara nada. No obstante, aunque los inicios pareciesen poco amenazantes y la habituación progresiva, lenta y bien dosificada, permitiese justificar la conducta pasiva que seguíamos, debo reconocer que la amenaza se nos había anunciado desde el primer momento, desde los primeros y más sutiles pasitos inocentes, y que, a pesar de todo, nos negamos a tomar medidas, que intuíamos peores, antes incluso de que se nos ocurriera darles forma. ¿Cómo, por ejemplo, habríamos estado dispuestos a marcharnos y cambiar de casa, con todo lo que habíamos almacenado y acomodado allí dentro, con lo que nos habíamos acostumbrado a todo eso y a verlo donde lo habíamos colocado? ¿Cómo alejarse y empezar de nuevo en otra parte, en impensables condiciones de penuria?

Nos sentíamos presos en una trampa en la que no parecía imposible continuar viviendo.

Debo decir también que nunca nos engañamos con suposiciones fabulosas o mágicas; que siempre supimos que nos hallábamos ante una situación real (porque todo lo demás lo fuimos añadiendo, jugando con la imaginación a partir de hechos cuya objetividad nunca se nos ocurrió poner en duda). Tanto los primeros, los más tímidos pasitos, como, noches después, los primeros trotes, leves, infrecuentes e irregulares todavía, fueron atribuidos a andaduras y carrerillas verdaderas. Esas noches aún podía leer un rato antes de dormirme (porque los ruiditos no me distraían de manera continuada), y, precisamente me encontraba acabando, por suerte, una novela de Gombrowicz, donde, unas líneas, leídas contra aquellos golpeteos sincopados de fondo que venían del otro lado con creciente insistencia, me llevaron a considerarlos muy relacionados —misteriosamente, sin duda— con lo que esas páginas estaban describiendo; como ecos nacidos en realidad del libro (aunque noches más tarde, cuando ya lo había acabado y durante el breve paréntesis que como de costumbre abriera antes de dar comienzo a una nueva lectura —un intervalo que esta vez no se llegaría a completar—, comprendería que siempre había sido lo contrario, es decir, que habían sido ellos los que, dueños de la situación, trajeran hasta mí, codificados en morse, los pensamientos, las frases y los sonoros puntos suspensivos que había creído leer). En cualquier caso, aún después de convertirse en monótono, no se nos ocurrió tomar aquello demasiado en serio, y todas las cosas que nos vinieron a la cabeza con la intención de explicarnos mágicamente el fenómeno, como lo de Gombrowicz, sólo fueron especulaciones desconcertantes que nos desarmaron por completo.

De todos modos, permanecimos muy atentos a lo que sucedía detrás de las paredes, o más bien, dentro de ellas, y conseguimos bosquejar, hasta un grado de precisión inverosímil, a qué podían deberse las diversas manifestaciones que llegaban hasta nosotros, leves al principio, esporádicas, luego in crescendo, multiplicándose y diversificándose, y en qué puntos concretos se localizaban creando líneas fragmentadas, arcos o segmentos en zigzag. Los golpecitos iban de uno al otro lado a través del alma de los muros, de extremo a extremo de las paredes que se hallaban al frente, donde habíamos dispuesto la cómoda y un par de cuadros arriba, y más tarde por las que estaban a los lados de la cama hasta que dejaron incluso de respetar la pared en la que apoyábamos los almohadones al leer. A veces se concentraban, repicando en unas u otras zonas por vez, aunque dejando cada vez menos lugares sin ser visitados. Pronto comenzaron a cruzar de lado a lado de la habitación, girando en las esquinas y perfilando el marco de la puerta, como por debajo del suelo y, por fin, utilizando el techo, por el borde, atravesándolo de cualquier manera, en diagonal, siguiendo curvas cada vez más definidas, arcos, cuerdas, parábolas, que nos parecían trazadas por geómetras telegrafistas que estuviesen haciendo mediciones del terreno y registrando los resultados de sus cálculos en la memoria ritual de sus recorridos hasta, por fin, definir túneles precisos o pasadizos delicados.

Una noche, el ruido pasó a notarse especialmente, presentándose de modo más continuo e insistente y añadiéndose a los pasitos y estampidas habituales series prologadas de chillidos, que pronto parecieron constituir órdenes perentorias y desafíos o improperios que provocaban a su vez quejas y protestas. Pronto entendimos que se producían reyertas y en breve las tendríamos de manera frecuente y multitudinaria, no ya entre dos o tres individuos, sino entre grupos, manadas, clanes y, por fin, ejércitos que se verían envueltos en sonadas bataholas y violentas refriegas. Era evidente que allí dentro, enfrente y a los lados, abajo, arriba, se libraban batallas de una fiereza y una incontinencia abrumadoras, de francas pretensiones incondicionales que invitaban a permanecer al margen; con unos resultados que el silencio, que de tanto en tanto se imponía por un tiempo (volviendo, eso sí, a la presencia progresiva de los pasitos y las carrerillas), no podía más que trasmitir cuán luctuosos y difíciles de superar debieron ser.

Todo esto, lo confieso, nos producía una gran consternación que, lógicamente, se remediada cuando, por fin, los ruiditos retornaban y el proceso iniciaba una nueva escalada, que, con toda nuestra fuerza, deseábamos que no repitiera la pasada virulencia. En esos lapsos respirábamos tranquilos, eso sí, cada vez algo más escépticos en el temor de que, alguna vez, todo concluyera con un colapso irreversible que, si bien nos podría liberar del agobio, pronosticara repercusiones igualmente indeseables para nuestras vidas.

Además, debo reconocer que los silencios que seguían a los grandes enfrentamientos bélicos nos mantenían en vilo, esperando que todo volviera a empezar; algo que nos comenzaba a parecer patológico. Como si ya no pudiéramos vivir sin ellos.

En todos los casos, las noches transcurrían para nosotros cada vez con más dificultades para conciliar el sueño. La población del otro lado se multiplicaba de prisa después de cada crisis y, hasta que crecían, las crías se ocupaban de armar casi tanto alboroto, mediante sus penetrantes, sistemáticos aunque inocentes chillidos, como durante las refriegas. Aunque estos eran dignos de ser tolerados, ya que nos llevaban a pensar en bebés faltos de suficiente leche materna, criaturas que imaginábamos tirando desesperadamente, con sus débiles dientes de leche, de unos pechos fláccidos y desgastados, moribundos y sangrantes. Por otra parte, concluimos, el espacio en el que sin duda estaban creciendo los pequeñuelos debía ser lógicamente reducido como para permitir una convivencia aceptable. Las reyertas evidenciaban cuán difícil debía ser sobrevivir allí dentro, con unos recursos por lo visto escasos, y que tal vez fueran — como llegamos a pensar— inevitables. Todo eso nos sumía en una tristeza honda y una culpabilidad insoportable a la vista de nuestra espaciosa casa, en correspondencia con una impotencia que nos impedía movernos de allí, mientras todo aquello progresaba.

Una noche nos despertaron sonidos diferentes a aquellos a los que nos habíamos acostumbrado y que, en cuanto caíamos rendidos en algún punto de la noche y nuestros extraños sueños los fagocitaban o integraban, parecían falsamente enmudecer. Estos, a diferencia de los anteriores, no cesaban más que por cortísimos descansos, y desde ese momento no se interrumpieron, al menos que nos conste. Eran sistemáticos, sincopados, maquinales, hasta el punto en que parecían provenir de cientos, de miles de carros de combate medievales, de enormes ruedas de madera y abrazaderas metálicas en movimiento; carros pesados que rodaban con evidentes esfuerzos sobre un terreno que debía ser rugoso y con la pendiente en contra. Se apreciaba la dificultad con la que lograban avanzar un palmo y cómo resbalaban muchas veces sin poder recorrer un mísero milímetro, fuera a donde fuera que pretendieran dirigirse. Las grandes ruedas giraban sin duda muchas veces en el mismo sitio, a veces durante largos intervalos, quizás por horas interminables, para engranar de golpe en seco y permanecer unos segundos, un minuto a lo sumo, en silencio; el tiempo de una expiración y una inspiración nueva tras la cual recomenzaba el trabajo, arañando la piedra del camino, trazándolo si acaso, por el que esos pesados carros buscaban en apariencia afianzarse y ganar algo de terreno. Era sin duda una visión imaginaria, pero capaz de permitirme comprender la naturaleza de los nuevos ruidos.

De nuevo, como era inevitable, permanecimos expectantes, sin vislumbrar lo conveniente (aunque, igualmente, lo que hubiésemos decidido no habría servido ya de mucho, como descubriríamos en breve). En cualquier caso, alelados en la cama, pegados con temor el uno al otro, asistimos al paso lento de las horas durante aquella sobrecogedora noche, sufriendo por anticipado ante la desgracia que se nos auguraba.

Era evidente que se preparaba una contienda mayúscula, tal vez definitiva, que nosotros no nos sentíamos en condiciones de detener. Tendría lugar esa misma noche, que nos pareció interminable, en la que nos sentimos hundirnos bajo el fragor del ritmo de timbales y poleas, engranajes en marcha y resbalones abruptos, constantes, sin variaciones, rítmicos como arcaicos tambores de guerra o golpes de una infinidad de martillos sobre igual número de yunques, y del resoplar de fuelles alineados trabajando al unísono, allí, alrededor nuestro, del otro lado, abajo en el subsuelo, arriba, envolviéndonos como desde lo que cada vez más nos parecían los infiernos, tan ilocalizables y omnipresentes como habían sido considerados siempre; desde dentro. Se trataba de un ruido ensordecedor de tanto en tanto suspendido por aquellos silencios, a veces prolongados, que atribuíamos a unos supuestos atascos inesperados con los que se encontrarían de improviso y a los que seguían (llegando hasta nosotros en medio del ensordecimiento que aún afectaba a los oídos y la sensación que nos invadía de estar simplemente imaginándolo, es decir, de que íbamos enloqueciendo) unos susurros perentorios de incontables vocecillas discutiendo que terminaban acalladas por unas órdenes breves, firmes e incontestables, emitidas mediante chillidos perentorios que nos recordaban a los jefes militares japoneses de las películas de guerra. Y, al rato, volvía el fragor de las tareas ingentes apenas con variantes no siempre perceptibles bajo el cual aprovechábamos para darnos ánimo con palabras quedas tras permanecer abrazados en silencio en espera de que continuaran, no fueran a mal interpretarnos, en caso de que nos escucharan, y pensaran que planeábamos el modo de vencerlos o deseáramos el fracaso de sus lógicos proyectos. Nos manteníamos así cada vez más juntos, arrebujados en la cama adonde, en cuanto estallaban los trallazos, corríamos con un bocadillo apresurado o una botella de agua que habíamos podido ir a buscar.

Tratabamos de tranquilizarnos, pero fue difícil evitar el creciente desasosiego que comenzaría a invadirnos cuando una fuerza inexplicable empezó a empujarnos hacia arriba, con cama y todo, pasito a pasito, milésima a milésima, tan sutilmente que no lo habíamos notado al principio, haciéndose cada vez menos sutil hasta hacernos dar saltos abruptos hacia arriba, mientras se añadían a los golpes conocidos unos redobles de tambores dentro de las paredes huecas y vaya a saber por cuantos conductos atravesadas. Más, más, más, sin que parecieran tener visos de detenerse alguna vez, violando ya de manera notable todas las leyes en las que se basaba nuestra certidumbre..

De golpe, nunca mejor dicho, sufrimos una sacudida enorme, más violenta que todas las anteriores, esta vez contra los cuatro costados de la cama a la vez, lo que la hizo crujir como si hubiese sido aprisionada por una gigantesca prensa.

Desconcertados, ya no pudimos seguir tomando aquello a la ligera. Teníamos que saber lo que pasaba. Y hacer algo. De modo que estiré la mano (ella también debió hacer lo mismo por su lado) con el objeto de alcanzar el interruptor del velador, pero mi mano chocó, antes de lo previsto, contra la pared, que estaba completamente pegada a mi costado, a ras del borde de la cama y el colchón. No obstante, el instinto me dijo que la lámpara no podía haber desparecido, tragada por la pared o algo parecido (aún tenía la certeza de lo que era sólido, lo que era líquido y lo que era vaporoso, lo que era inerte y lo que podía tener vida), de modo que mi mano, algo dolorida a raíz del impacto, tanteó sobre la colcha buscándola hasta que, ¿por suerte?, dio con ella, ¡y con los restos despedazados de la mesita de noche que también habían sido lanzados sobre nuestra cama! (Con el alboroto de timbales y chirridos, no pudimos escuchar el progresivo quebrarse de las maderas y la destrucción de muchas de nuestras preciadas cosas... )

No obstante, el velador, al menos el mío, ¿por suerte?, funcionaba y, al accionar el interruptor, la bombilla se encendió deslumbradora poniendo en evidencia las ruinas. Fue un auténtico latigazo en pleno rostro, que hirió nuestra habituación a la oscuridad, para al momento desvelar una visión dantesca: estábamos metidos, con cama y todo, en una auténtica caja, una caja apenas más amplia que el espacio que ocupaba la cama con nosotros dentro y un montón de escombros, cristales, maderas rotas y demás destrozos; un espacio que a su vez comprobamos que continuaba estrechándose hacia el centro, acercando a la vez el techo hacia nosotros mientras la cama ascendía y los laterales del bastidor de metal crujían, doblándose hacia adentro y engulléndonos entre las sábanas y el colchón.

Y mientras nos abrazábamos, voluntaria pero también involuntariamente sin remedio, sucumbimos a lo que debimos suponer que acabaría sucediendo: que aquellas decenas de millones de criaturas contumaces y voluntaristas, tras las duras penalidades y múltiples desencuentros que noche tras noche estuvimos pacientemente comprendiendo, terminarían uniéndose a las órdenes de algún mando supremo para lograr, separando las paredes de sus anclajes y elevando el suelo hasta más allá del techo, conquistar el espacio que necesitaban a costa del que estábamos tan encariñados.

De lo que ya no está

 

cuento de Federico Falco

Federico Falco: Nació en General Cabrera, Argentina, en 1977. Es autor de los libros de cuentos 222 patitos y otros cuentos, 00, La hora de los monos y Un cementerio perfecto. También del libro de poemas Made in China y la novela breve Cielos de Córdoba. Obtuvo su MFA en escritura creativa en la Universidad de Nueva York y fue escritor residente en el 473 International Writing Program de la Universidad de Iowa. En 2010 la revista Granta lo eligió como uno de los mejores narradores en lengua española menores de 35 años.

 

Publicado, originalmente, en: Inti: Revista de literatura hispánica No. 87, Article 39

Providence College’s Digital Commons email: DigitalCommons@Providence

Link del texto: https://digitalcommons.providence.edu/inti/vol1/iss87/39

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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