Léeme una poesía con la luz apagada
Berta Lucía Estrada E.

El niño: -Mamá, sé que estás cansada,
Mamá, sé que quieres dormir.
Mamá, léeme una poesía con la luz apagada.
Mamá: -Érase una vez
Una princesa con piel de nácar,
ojos de ámbar,
pelo de ébano.
La princesa era feliz.
En primavera podía vérsela
sentada a la sombra de un cerezo en flor.
Cantaba, leía y escribía poesías de amor.

Un día que presagiaba tormenta,

cantó más fuerte que todos los días.

Cantó tan fuerte que el cruel Kokorikorikó[1],

que pasaba a mil leguas de distancia,

pudo escuchar su voz.

Ese día de tormenta

había comenzado su desgracia,

la princesa no lo sabía.
El cruel Kokorikorikó

paró en seco su caballo.

Escuchó y escuchó atentamente,

supo de donde venían los cantos.

Dio media vuelta.

Emprendió camino en busca

de la voz que lo había cautivado.

Su corcel corrió como nunca antes lo había

hecho.

En pocos minutos las mil leguas

quedaron atrás.

Sin bajarse de su cabalgadura,

Kokorikorikó agarró a la princesa,

que aún seguía cantando.

Emprendió la huida hacia su escondite,

a mil leguas del castillo de la princesa.

Sus súbditos no pudieron hacer nada.

La princesa había sido raptada.

La tormenta comenzó y no paró.

Pasaron los meses y nadie sabía donde

estaba la princesa.

Seguía la tormenta.

Los campos se inundaron,

las cosechas se perdieron,

el hambre azoló el país de la princesa.

El pueblo clamaba su presencia:

-¿Dónde está la princesa?

Queremos nuestra princesa.

Gritaban los niños en los caminos llenos de

barro.

Lo comentaban las mujeres en las cocinas,

en los lavaderos comunales.

Los hombres se inquietaban,

Uno a uno daba soluciones.

Las soluciones no servían.

La solución era el regreso de su princesa.

Sin ella no habría calma.

Pero ¿dónde estaba la princesa?

Le preguntaron a los espíritus del bosque.

Ellos no lo sabían.

Le preguntaron a las ninfas del agua.

Ellas respondieron que la princesa

no había vuelto a bañarse en sus fuentes.

Fueron entonces a las montañas,

Allí, donde vive el Eco.

Pero él respondió que hacía mucho tiempo

que no repetía su canto.

Decidieron ir en busca de los elfos.

Hablaron con su príncipe,

En su lengua élfica.

El príncipe de los elfos

Prometió ayudarlos.

Convocó de urgencia a su Consejo Mayor.

Había que encontrar a la princesa.

Su rapto se había convertido en un asunto de

estado.

Llamaron a los enanos y a los gnomos.

Llamaron a las ninfas de los cielos.

Unos y otras comenzaron a buscar a la

princesa.

Alguien dijo que el cruel Kokorikorikó

la tenía secuestrada en los más profundo de

una caverna.

que en la entrada había un monstruo enorme

de cinco cabezas.

Una, era de un can que babeaba a causa de la

rabia.

Otra, era de un dragón que echaba bocanadas

de fuego,

Otra, era una gárgola robada de un antiguo

templo,

sus ojos paralizaban a quien osara mirarla.

La cuarta cabeza era de un guerrero,

nunca vencido en batalla alguna.

La quinta cabeza era mutante,

Se transformaba en vendaval,

en tormenta de nieve,

en sol de plomo,

en río furioso.

¿Qué hacer? Se preguntó el Consejo Mayor.

¿Qué hacer? Preguntó el príncipe de los elfos

a su Consejo Mayor.

El príncipe quería a la princesa.

El príncipe se había enamorado de la princesa.

Había que rescatar a la princesa.

Su rescate se convirtió en asunto de estado.

Había que hablar con el cruel Kokorikorikó.

Había que llevarlo lejos de la gruta

hechizada.

Había que derrotar al monstruo de cinco

cabezas.

Pero... ¿Cómo hacerlo?

El hermano menor del príncipe de los elfos

se ofreció para llevar al cruel Kokorikorikó de

cacería,

él lo conocía bien,

sabía que no resistiría la invitación.

Su idea fue recibida con alborozo.

Quedaba el monstruo de cinco cabezas.

¿Como derrotarlo?

Alguien (el mismo alguien de antes) dijo que

era muy simple,

que él conocía el secreto.

Todos lo miraron esta vez.

Atónitos, perplejos,

sin dar crédito a lo que veían,

vieron a un diminuto personaje

sentado cómodamente

en el centro de una rosa.

Era el más pequeño de los gnomos.

Tan pequeño e insignificante,

que hasta los demás gnomos se habían

olvidado de su existencia.

El príncipe de los elfos

se dirigió respetuosamente hacia él

y lo invitó a hablar.

El más diminuto de los gnomos

se irguió,

-nunca había sido insignificante-,

(la rosa estaba orgullosa de servirle de

estrado).

El más diminuto de los gnomos habló:

-les dijo que efectivamente el monstruo de

cinco cabezas era aparentemente imbatible,

que los valientes guerreros que se batieron

en duelo contra él, habían perecido en

condiciones desastrosas. Que ninguno pudo

sobrevivir, que ni el recuerdo de uno de ellos

pudo conservarse.

El Consejo Mayor se estremeció,

un ¡Oh! profundo salió de sus corazones,

El Consejo Mayor tenía más miedo que nunca.

El principe de los elfos

le preguntó cual era el secreto tan simple

del que había hablado un instante antes.

El diminuto gnomo respondió:

-Hay que dispararle una flecha en el talón de

su pata derecha, es su talón de Aquiles, y

tiene que ser en el primer intento. Debe ser

un guerrero experto en el manejo del arco y

la flecha, no puede acercársele a menos de

mil metros.

¡Ha!... si es así no hay problema.

Respondieron al unísono

innumerables guerreros que hacían parte del

Consejo Mayor.

Querían pavonearse frente al príncipe,

querían humillar a sus posibles contendores.

El diminuto gnomo volvió a hablar:

-Sé muy bien que muchos de ustedes son

excelentes con el arco y la flecha. Pero ser

excelente con el arco y la flecha y haber

combatido en innumerables batallas, no es

suficiente. Se necesita un valiente guerrero,

de alma bondadosa, justo y sincero. Pero

sobre todo, que ame a la princesa. De lo

contrario será derrotado. Su flecha no

penetrará en el talón de la pata derecha del

monstruo.

Nuevamente

se escuchó un ¡Oh!,

esta vez lastimero.

Todos los guerreros eran valientes,

Pero, o no eran bondadosos,

o no eran justos,

o no eran sinceros.

Pero sobre todo,

ninguno amaba a la princesa.

El príncipe de los elfos

Volvió a hablar:

-Yo soy guerrero, he ejercido con bondad y

justicia. No les he mentido nunca. Pero sobre

todo, amo a la princesa.

El Consejo Mayor lanzó nuevamente

un ¡Oh! de asombro.

Su príncipe por fín se había enamorado.

Su príncipe estaba enamorado.

El Consejo Mayor estaba de plácemes.

El diminuto gnomo habló nuevamente:

-Eso no es todo, aún hace falta un secreto.

Ese secreto debe descubrirlo el valiente

guerrero en el momento de lanzar la flecha.

Nuevamente se escuchó un ¡Oh!

El Consejo Mayor estaba preocupado.

No obstante,

se convino la fecha, la hora y el lugar

de la cacería.

El hermano menor del príncipe

salió en busca del cruel Kokorikorikó.

Este aceptó la invitación,

nunca la habría rechazado.

En la fecha indicada,

el hermano menor del príncipe

vistió su traje de caza

y salió a su encuentro con el cruel

Kokorikorikó.

El príncipe de los elfos

vistió su armadura,

enfundó sus guantes,

cogió su coraza,

sus arcos y sus flechas.

El gran día había llegado.

Liberaría a su princesa.

Partió en busca de ella.

Cabalgó por caminos pedregosos,

cruzó rios embravecidos,

subió y bajó montañas,

hasta que llegó a un paraje rocoso.

Allí estaba la caverna del cruel Kokorikorikó.

Sigilosamente dejó su montura,

se ubicó en un lugar donde pudiese disparar,

sin ser visto por el monstruo de las cinco

cabezas.

Estaba a mil metros de distancia,

Pero la cabeza de can del monstruo podía

sentirlo a una distancia más lejana aún.

El príncipe de los elfos lo sabía,

por eso había impregnado su cuerpo

con la esencia de las flores salvajes

que crecían en los jardines de las ninfas del

cielo.

Un aroma que solo ellas podían sentir.

El can no podía detectar al príncipe de los

elfos,

ni las otras cabezas podían verlo.

La armadura y la coraza

habían sido un regalo de los enanos,

sabios forjadores,

conocedores de antiguas fórmulas mágicas.

Habían utilizado un metal que se encuentra

en el centro de la tierra,

allí donde nadie que no sea enano puede

llegar.

El metal forjado en armadura y coraza

por los enanos,

hacen invisible al caballero que las porta.

El príncipe de los elfos pensó en su princesa.

El príncipe de los elfos suspiró por su

princesa.

Adentro, en la caverna,

La princesa lanzó un suspiro de amor.

Siempre había estado enamorada del príncipe

de los elfos,

aunque él no lo sabía.

El príncipe de los elfos se preparó para

lanzar su flecha.

No podía errar el tiro,

Lo sabía muy bien.

O era esta vez o no era nunca.

El príncipe de los elfos estaba ansioso,

El príncipe de los elfos debía calmarse.

El príncipe de los elfos se inclinó.

Colocó la rodilla izquierda en el suelo,

dobló la pierna derecha,

tensó el arco,

puso la flecha en su lugar.

Espero unos instantes

y la lanzó confiado.

Había descubierto el secreto

que el diminuto gnomo no había revelado.

La flecha recorrió los mil metros

de distancia sin ser vista.

La confianza del príncipe de los elfos

la había hecho invisible.

Penetró firmemente en el talón de la pata

derecha del monstruo.

El monstruo apenas sintió un leve cosquilleo.

El monstruo de las cinco cabezas

cayó al suelo sin saber ni siquiera que le había

pasado.

El monstruo de las cinco cabezas estaba

muerto.

El príncipe de los elfos corrió

llamando a su amada.

La princesa salió de lo más profundo de la

caverna.

Al ver al monstruo caído

supo que su cautiverio había terminado.

Lentamente hizo a un lado el talón de la pata

derecha,

no tocó la flecha,

salió erguida y sonriente.

Afuera la esperaba el príncipe de los elfos.

Se había quitado su armadura y coraza.

Un beso selló su pacto de amor.

El príncipe de los elfos la tomó de la mano,

juntos se dirigieron hasta su montura.

El príncipe de los elfos la condujo hasta su

pueblo.

La tormenta había pasado.

Los cerezos volverían a estar en flor.

El pueblo nunca más tendría hambre.

El príncipe de los elfos y la princesa

Decidieron gobernar juntos.

Desde entonces elfos, mujeres y hombres

Viven en la misma comarca.

Más tarde el hermano menor del príncipe de

los elfos

contaría que el cruel Kokorikorikó cayó al

suelo

quejándose de dolor en su talón del pie

derecho,

pocos segundos después estaba muerto.

Nunca más volvería a asolar ni a la princesa ni

a su pueblo.

El príncipe de los elfos y la princesa

reinan desde entonces con bondad y justicia,

con la verdad y con serenidad.

El niño podría dormir y la mamá descansar. Al

día siguiente habría de leerle otro poema con

la luz apagada. Tú también podrías leerme uno

o contarme una historia...

[1] Personaje de la literatura infantil china.

 

Berta Lucía Estrada E. 

Editorial BLE
Manizales - Colombia, 2008 

beluesfeminas.blogspot.com

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