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Claude Monet y Chaïm Soutine
(Visita realizada al Museo de L’Orangerie el 23 de mayo de 2010)
Berta Lucía Estrada Estrada
Escritora, crítica literaria y traductora

Aunque he visitado varias veces el Museo Jeu de Paume, aún no conocía su gemelo, L’Orangerie, situados los dos en el Jardín de las Tullerías. París es una ciudad infinita, culturalmente hablando, siempre nos sorprende, siempre tiene algo para mostrarnos, nunca acabamos de descubrirla por completo. Ni siquiera los parisinos la conocen a fondo. Así que no me ruborizo al decir que es hasta ahora que descubro las maravillas que alberga en su interior. 

El Museo de L’Orangerie, conocido también con el apelativo de la Capilla Sixtina del Impresionismo, expone desde 1927 “Las Ninfeas” de Claude Monet (1846-1926). La sala fue especialmente adecuada para estas inmensas pinturas, ya que Monet las legó al Estado francés con la condición de encontrarles un lugar permanente. Georges Clemenceau (1841-1929), al aceptar su proposición, le pidió a Monet que él mismo decidiera como deseaba que sus pinturas fueran expuestas. De dos obras que inicialmente iba a donar, terminó por entregar 22 paneles, que componen a su vez 8 composiciones, para un total de 40 metros de lienzo. Este proyecto le llevó 14 años de arduo trabajo. En esta hermosa sala, recientemente renovada, el espectador puede sumergirse en el mundo poético y privado de Claude Monet. Me refiero a su casa de Giverny, a sus jardines y al lago artificial donde sembró cientos de nenúfares, que se convirtieron en su modelo predilecto y en un permanente laboratorio de experimentación pictórica. Monet vivió allí los últimos cuarenta años de su larga y prolífica vida. Es en estos jardines donde pudo entregarse sin reserva alguna a su gran pasión, la pintura; ya que los años de precariedad económica habían quedado atrás. Monet, desde muy temprano, había logrado un rompimiento absoluto de todos los cánones académicos; pero no es sino al final de su vida que logra, gracias a los nenúfares, acercarse a lo que posteriormente se conocería en la historia del arte como abstraccionismo. Hoy en día es considerado uno de sus precursores. Otros dos museos de visita obligatoria, en cuanto a Monet se refiere, son el de Marmottan y el de Orsay. 

El Museo de L’Orangerie expone, además, dos importantes colecciones, una sobre la obra de Paul Klee, perteneciente a un importante galerista de arte, Ernest Bayeler, y la colección Walter-Guillaume con obras de Renoir, Cézanne, Modigliani, Rousseau, Laurencin, Picasso, Matisse, Derain, Utrillo y Soutine. La primera es itinerante y la segunda permanente. Y si bien reconozco que Paul Klee es un artista extraordinario, tampoco puedo negar que su obra no me hace vibrar. Por eso he decidido hablar sobre Chaïm Soutine, artista que hace parte de la colección Walter-Guillaume.

La Colección Walter-Guillaume, lleva el nombre de dos coleccionistas. Paul Guillaume, marchante de arte, cultivado y con una sensibilidad especial que le hizo comprender desde muy joven la importancia del arte moderno. Es de anotar que contó con la suerte de conocer muy joven a Guillaume Apollinaire, quien se convirtió en su mentor, y el poeta Max Jacob le presentó a personajes de la talla de Modigliani, De Chirico, Marie Laurencin, Picasso o Picabia, artistas que pasaron por su galería de arte. Paul Guillaume supo comprender desde el primer momento hasta qué punto tenía delante de sí obras que pasarían a la posteridad. Murió en el año de 1932. Su esposa Juliette Lacaze se convirtió en su heredera universal; tiempo después contrajo nupcias con el empresario Jean Walter; juntos continuaron la pasión de Guillaume. Poco antes de su muerte Madame Walter-Guillaume decidió donar la colección al Museo de L’Orangerie, que la expone desde 1984.

Y es esta colección la que me hizo descubrir un pintor extraordinario que nunca había oído nombrar: Chaïm Soutine (1893-1943), reconocido como el artista más patético del expresionismo de la escuela de París. Este pintor, de origen lituano, nació en el seno de una familia judía, enfrentada a una vida miserable. Su padre trabajaba como ayudante en un taller de sastrería y con su magro salario debía sostener una prole numerosa. El mismo Soutine comenzó a trabajar a los doce años en el taller de su tío. Pero su verdadera inclinación era la pintura y el dibujo. Su padre se oponía férreamente a esta pasión, ya que era un judío ortodoxo para quien las imágenes representadas por el hombre eran pecado. La austeridad religiosa y el miedo, asediaron su infancia y parte de su adolescencia; sin olvidar al hambre y al frío, que fueron prácticamente sus eternas compañeras. La angustia vivida en sus primeros años nunca lo abandonaría, fue la fuente primordial de su creación artística; no en vano muchos autores han dicho que la verdadera musa es la tragedia. 

En 1913 llega a París, allí conoce a sus compatriotas Marc Chagall y Jacques Lipchitz, y luego encuentra a Modigliani, construyendo con él una larga amistad. Se vuelve un asiduo visitante del Museo del Louvre, y Rembrandt y Courbet se convierten en sus pintores predilectos. Rembrandt mismo es el modelo a seguir. No en vano años más tarde pintaría una obra “La res desollada”, en clara alusión a un célebre cuadro del pintor holandés. La anécdota de esta obra es bastante elocuente con respecto a la personalidad sombría de Soutine. En vez de trabajar directamente en un matadero, delante de la res que acababa de ser sacrificada, Soutine se la lleva directamente a su apartamento y allí procede a la elaboración del cuadro. Cuando el olor a carne descompuesta comienza a sentirse en los corredores, los vecinos llaman a la policía para que indaguen lo que sucede en la vivienda del pintor. Entre 1915 y 1919 descubre el sur de Francia. Sus pueblos fueron la base para un cuadro maravilloso titulado “Árbol caído” (1923- 1924). Un inmenso árbol cae sobre un pueblo entero, pareciera como si sus casas fuesen como la vida misma del hombre, frágil y desamparada. En otro de sus cuadros aparece uno de los característicos pueblos franceses, pueblos suspendidos y cuyas casas se abaten las unas contra las otras, en una clara referencia a la precariedad de la existencia. Sus retratos nos muestran seres extraviados en sí mismos, alejados de todo intento de comunicación humana. Sus miradas no se dirigen a ninguna parte, ni siquiera se miran ellos mismos. Sin embargo, algunos colores utilizados, como el rojo, podrían dar destello de alegría al lienzo, como es el caso de “La joven inglesa” (1934). Pero en soutine el rojo, en vez de dar un tono de alegría a la composición, acentúa el desgarramiento interior de su personaje. En otras palabras, su obra nos enfrenta a nuestros propios demonios. 

Hace poco una persona, muy cara a mis sentimientos, y a raíz de un artículo que publiqué en Papel Salmón sobre Haruki Murakami, me decía que tras la lectura de uno de sus libros “era muy difícil salir indemne”. Pues bien, al ver la exposición de Soutine recordé la frase y a su remitente; ya que sentí exactamente la misma sensación, me costó salir indemne. Y en el cuaderno que siempre me acompaña, anoté, como si de escritura automática se tratase, lo siguiente:

Su obra te lleva por terrenos baldíos, por arenas movedizas. Soutine te agarra de la mano, como si fuese una tenaza, y no te suelta, te sumerge en el desamparo, en el terror, en la pesadilla. Es una obra que molesta, que trata de ahogarte en aguas turbias; no se sale incólume después de haberla visto. Nos enfrenta a nuestros fantasmas, llama a gritos a los demonios que nos habitan, nos lleva por la cuerda floja como si fuésemos funámbulos en busca de un precipicio donde arrojarnos en una caída sin fin. O como si resbaláramos en un terreno cenagoso o fuésemos tragados por arenas movedizas, como si nos perdiésemos para siempre en un terreno hostil y desconocido. Al final tuve la impresión que para Soutine la vida es un hueco negro que atrae hasta el fondo. Este cúmulo de sensaciones lo había experimentado hace dos años con la gran exposición de Louise Bourgeois, organizada por el Centro Georges Pompidou, aunque de una manera mucho más intensa, (para mayor información puede leerse el artículo que publiqué en este mismo blog hace dos años). Esta sensación de extravío también la había sentido dos días antes cuando observaba atentamente la obra de Edvard Munch en La Pinacoteca, exposición reseñada en este blog, el pasado 29 de mayo. 

Si bien los nenúfares de Monet me habían llevado al paraíso, Soutine me paseó por su propio infierno. Lo que quiero decir es que L’Orangerie nos enfrenta a dos lecturas diferentes, pero cada una de una riqueza invaluable. No en vano la vida misma nos hace bascular entre la alegría y la pesadilla a todo lo largo de nuestra existencia. Dejó como legado 482 obras, pero había pintado muchísimas más, desafortunadamente la mayoría de sus obras fueron destruidas por él mismo ya que no aceptaba ni la más leve crítica; pero otras fueron destruidas porque él mismo consideraba que no tenían valor artístico*. 

Bibliografía: Musée de L’Orangerie. Guide de visite. Texte de Jean-Noël von der Weid. 2007

*Nota: No hace ni dos horas que terminé de escribir este artículo en el que hago alusión a la obra de Louise Borgeois; sin saber que había muerto en el día de ayer (31 de mayo 2010), tenía 98 años y una mente completamente lúcida, nunca dejó de trabajar. La paz sea en su tumba. Siempre la recordaré, no sólo como la excelente artista que se destacó a todo lo largo del siglo XX y en este primer decenio del XXI, sino como una mujer que supo luchar contra los avatares del tiempo, sin doblegarse nunca. Siempre será un faro en mi vida. Berta Lucía Estrada Estrada 

Berta Lucía Estrada E.

beluesfeminas.blogspot.com 
Publicación autorizada, para Letras-Uruguay, por parte de la autora, el día 2 de junio de 2010

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