Llegué a Madrid el 4 de marzo de
este año, cuando el coronavirus todavía era una broma de buen gusto. Habían
muerto como cuatro personas, octogenarios con patologías previas, cuyos decesos
se minimizaban en comparación con otras enfermedades: ¿sabías que el año pasado
murieron 6000 personas de gripe? Una semana después, los muertos ya eran casi
500. Comencé a tener síntomas de un resfriado, quizá influenza común o el temido
virus, y tuve la suerte de contar con los medios para confinarme. Tres semanas
más tarde, la cifra de muertes superó los 8000 y ya nadie se atrevía a bromear
con el asunto. Se reforzaron las medidas de restricción, únicamente permitían
salir de casa en busca de insumos imprescindibles. Había ciertos vacíos legales,
como la compra de tabaco o salir a pasear al perro. Por fin se aceptaba esa
dinámica inversa que ya era una realidad desde hacía unos años: los perros sacan
a pasear a sus dueños.
Con la llegada del mes de abril, el gobierno español extendió las restricciones
y anunció que las medidas se reducirían de forma gradual, una vez que se
aplanara la curva de infectados. No me enteré de mucho más. Desde que rebasé la
barrera de los 14 días sin que mis síntomas empeoraran, tomé la decisión de no
atender a las noticias ni a las redes sociales. Pese a que ha resultado
imposible concentrarme en la lectura desde que comenzó el confinamiento, destiné
mi memoria e imaginación a pensar en todos esos libros que me han reconfortado
en limbos semejantes.
De esta selección mnemotécnica, rechazo aquellos libros que retratan los temas
de actualidad (en este caso: pandemias, encierro, enfermedad) y lecturas
simplonas que nos distraen pasajeramente del caos (bestsellers,
minificción dominguera, novelas informativas, autoayuda); únicamente busco esos
“libros habitables”, mundos totales capaces de sumergirnos en una trama
paralela, incompatible con la actual pero no del todo ajena a sus conflictos.
¿Qué obras cumplen con estas características? Me vienen a la mente algunos
novelistas ingleses del siglo XX, historias de amor y delirio:
El mago de John Fowles, El mar, el mar de Iris Murdoch, El
libro de Rachel de Martin Amis. Historias musicales: Alta fidelidad
de Nick Hornby, El buda de los suburbios de Hanif Kureishi. Tramas
metaliterarias: El loro de Flaubert de Julian Barnes.
En cuanto a literatura estadounidense, qué mejor momento para adentrarse en esas
sátiras de excéntricos predicadores, como La sangre sabia de Flannery
O’Connor o La conjura de los necios de John Kennedy Toole o
Matadero 5 de Kurt Vonnegut. Otra literatura habitable de un corte más
hipocondríaco pero igual de incisiva me devuelve a El palacio de la luna
de Paul Auster, Zuckerman encadenado de Philip Roth o cualquiera de (y
de preferencia todos) los cuentos de Lucia Berlin.
En Latinoamérica, vuelvo a ciertas obras maestras en formato diario que
representan una buena compañía cotidiana. La proliferación de las aves que
cruzan por mi ventana me incita a mencionar La novela luminosa de Mario
Levrero. Pero el libro de estas características que siempre procuro tener a la
mano es La tentación del fracaso, los diarios del peruano Julio Ramón
Ribeyro. Tampoco sería un mal momento para revisitar Los detectives salvajes
de Roberto Bolaño, magistral novela de ciencia ficción en la que el chileno se
dio a la labor de inventar un mundo en el que la poesía era la cosa más
importante del mundo.
Como no puede haber una lista de grandes libros sin hablar de literatura
argentina, propondré tres novelas excelentes en la categoría de habitables:
Enero de Sara Gallardo, El viajero del siglo de Andrés Neuman y
Canto Castrato de César Aira. Como cereza del pastel, un clásico de la
literatura brasilera que nunca falla en periodos de encierro: los Cuentos
completos de Clarice Lispector.
En cuanto a la literatura mexicana, mis búsquedas se distraen en dos caminos
dispares: los libros artefacto a medio trecho entre lo ensayístico y lo
narrativo, como El manual del distraído de Alejandro Rossi, El arte
de la fuga de Sergio Pitol, Papeles falsos de Valeria Luiselli; y,
por otro lado, acudo a esas narrativas suspendidas en el tiempo que tienen la
virtud de hipnotizar al lector suprimiendo todas sus preocupaciones anteriores,
novelas como Los recuerdos del porvenir de Elena Garro, José Trigo
de Fernando del Paso, Balún Canán de Rosario Castellanos o
Nadie me verá llorar de Cristina Rivera Garza.
Soy consciente de que en el título hacía referencia a más de 26 libros. Supla el
lector los restantes con cualquiera de las 54 novelas que publicó en vida Jules
Verne y sumarán 80. Animo al lector lejano a buscar alivio en alguno de estos
títulos, y, sobre todo, a no conformarse con distracciones efímeras o
exclusivamente insustanciales. Mejor aprovechen para buscar otros mundos que
puedan habitar ahora y, tal vez, en unos años, cuando todo este caos se
convierta en recuerdo.
El autor:
Alejandro Espinosa Fuentes (Ciudad
de México, 1991). Estudió la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas en
la UNAM, la maestría
de Escritura en la Universidad Complutense y el doctorado en Literatura
Comparada en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor de Nuestro mismo
idioma, Agenbite of inwit y Sonámbulos. Ha sido recibido,
entre otros, el Premio Nacional de Cuento “Sergio Pitol”, el Premio Nacional de
Novela “José Revueltas” y el Premio Nacional de Cuento Breve “Julio Torri”. |