Un retrato de Ida Vitale

Ensayo de José María Espinasa

La poeta uruguaya Ida Vitale recibió el año pasado el Premio Internacional Alfonso Reyes. Esta circunstancia se tradujo en su regreso a México —país en que residió a partir de su exilio— y en la publicación de la antología Sobrevida. Estos dos hechos se hallan detrás de la sosegada y precisa lectura crítica que hace José María Espinasa, autor de El tiempo escrito, en el siguiente ensayo.

Y canta, luego si puedes,

si nadie escucha,

lo que te queda por no decir.

                          Ida Vitale

Unamuno expresó alguna vez su deseo de ser eterno y seguir escribiendo. Frente a él Rimbaud, la imagen del poeta niño que a los 20 años lo ha dicho todo (al menos todo lo necesario). Cioran por su lado ha expresado su elogio del morir joven con una extraña y misteriosa paradoja: quien no ha muerto joven, no merece morir. Sin embargo, el poeta longevo adquiere el rostro de un profeta, un sabio, un —ya lo dijo Mallarmé— guardián de las palabras de la tribu.

¿Y ellas? Sobre las escritoras la edad significa de manera distinta, se diría que no tienen edad, que han escapado de ella. Ida Vitale, por ejemplo, acaba de cumplir 93, el 2 de noviembre pasado, y es de una belleza fascinante, como su poesía, demasiado traviesa para ser angelical, demasiado ligera para no andar este mundo algunos centímetros por encima: anda elevada como se decía antes, pero sobre todo anda. Y desde allá arriba su andadura nos cuenta las virtudes de este mundo en donde y en su verbo hasta los defectos son poesía.

Ella se la ha pasado naciendo todos los días, varias veces en México, adonde ha vuelto a fuerza de amistades, libros y premios. Su generación, por una u otra circunstancias, no pocas veces políticas, vivió el exilio de su patria —Uruguay— y se arraigó en la lengua. Frente a la acidez profunda y el desencanto vital de Juan Carlos Onetti y la convicción colectiva de un Benedetti, ella edifica una enredadera de palabras en las que los negros heraldos de la desgracia se posan en las heridas vueltas flores cual mariposas festivas. Y desde allí miran a la naturaleza, la miran con atención y demora para habitarla con naturalidad, cosa nada sencilla pues una naturaleza que nos acoge es lo menos natural posible, si acaso recuerdo o eco de un paraíso que alguna vez habitamos.

Ella surge al mundo de la literatura bajo la “clara sombra” de un Juan Ramón Jiménez a la vez deslumbrante y opresivo, y hoy visto si no con desprecio sí con desgano por los cada vez más escasos lectores de poesía. Grave error que ni las altas torres erigidas por Octavio Paz ni las llanuras barrocas sembradas por José Lezama Lima pueden hacernos olvidar. Muchos poemas de Ida Vitale tienen la transparencia del aire que miran: son apariciones que no se ven, que no se pueden ver, que sólo se nombran, y así aparecen. Parecería que una poesía tan trabajada y precisa formalmente no le costara ningún esfuerzo. Heredera de las vanguardias supo también tomar distancias de los fuegos fatuos e iluminarse, como su admirado Bachelard (a quien tradujo espléndidamente) con el chisporroteo de la llama en los ojos de un gato.

Cuando su exilio la trajo a México llevaba ya varias décadas escribiendo. Su primer libro, de sintomático título, La luz de esta memoria, es de 1949. Lo que más me llama la atención es la manera en que vuelve concreto el maridaje de dos palabras evanescentes, luz y memoria, a través de ese “esta” que casi podemos ver, enfático, en una mano que traza en el aire la designación de su presencia. Cuando en México el FCE publicó Sueños de la constancia, una especie de antología personal o poesía reunida, ella invirtió el orden cronológico de los poemas, de los más recientes a los más antiguos, como si uno mirara atrás el camino recorrido y lo que se ve más lejos son aquellos parajes primeros. Mirara atrás sin volverse estatua de sal sino bosque de palabras.

Los poetas contemporáneos suyos —Tomás Segovia, Jorge Eduardo Eielson, Guillermo Sucre, Alvaro Mutis— buscaban a la vez olvidar y guardar en la memoria la gran poesía que los había antecedido, intuían la irrupción de la frivolidad en muchas de las búsquedas de la vanguardia y buscaban una fuente de agua pura, algo que les ofrecía Jiménez, agua —sin embargo— que el autor de Espacio no se atrevió a beber sino a sorbos y ellos la querían a manos llenas e incluso a borbotones plenamente humanos, lejos de los telúricos manantiales nerudianos en los que intuían algo de falso.

En efecto, hay épocas en que el poeta mira hacia adelante, se abre ante sí la promesa o la maldición de un futuro, y otros en que mira retrospectivamente, y sobre el pasado no hay ya en su gesto una sensación o idea de juicio: el pasado por ser eso, pasado, ya no puede ser bueno o malo, es a secas. Lo mejor es cuando se mira al pasado como se mira al futuro, no con afanes inquisitoriales, sino con la convicción de que lo que fue es y sigue siendo, al menos en el poema. Ese dilema se lo plantea un poeta cuando reúne su obra en un momento de su vida. En 1988 Ida Vitale tenía 65 años y estaba en plena madurez creativa.

La senda lírica abierta por Jiménez se enriquece, además, con una curiosidad y un conocimiento muy amplio de otras literaturas (Ida es espléndida traductora, entre otros autores, como se dijo, de varios libros de Gaston Bachelard) y poseedora de una actitud especial, digna de un naturalista, como veremos más adelante. Entre sus ritmos está esa duración del tiempo que plasmó Marcel Proust en su gran fresco narrativo: la búsqueda. Esa vivencia del tiempo no la tenían los vanguardistas y apareció intermitente en la generación de Lezama y Paz; en cambio fue ya necesaria y habitual para los escritores del medio siglo. Vitale es muy proustiana: tiene una gran conciencia de la duración como densidad existencial y deber del poema.

Jiménez, por ejemplo, describió una y otra vez los árboles que mira desde su ventana —adelfas, olmos, cipreses—, con mirada de pintor que los estudia (en sentido pictórico) para tratar de entenderlos en su asombrosa y misteriosa presencia. Así mira el mundo Vitale, y así traza sobre la página su estar como duración, su “ser siendo”. La interrogación sobre el tiempo proustiano será una constante de una generación de poetas latinoamericanos en los que la obra de Proust combinada con la de Jiménez influyó sustancialmente.

La evolución natural de los estilos llevó a que los poetas nacidos después de 1920 se alejaran del barroco gongorino reivindicado por algunos poetas —no todos y no siempre— de la Generación del 27 y derivaran primero hacia un barroco concentrado más de sesgo quevediano y después hacia una transparencia fundacional vinculada a la estética de Octavio Paz. Ida Vitale fue de las que llegó más lejos: si sus textos en prosa son una fascinante conversación, no con los difuntos sino con los vivos, sus poemas tienen algo de cristal de roca, de palabra en camino de concentración absoluta (y diamantina, diría un modernista).

La reflexión sobre la palabra, la poesía como tema de la poesía, presente desde Mallarmé en toda la lírica moderna, encuentra en Paz uno de sus mejores practicantes. Y en cierto momento Vitale elige también esa senda, pero más que escribir las palabras ella intenta oírlas; las entiende no tanto como una notación abstracta que designa, convención de por medio, al mundo que nos rodea, a nuestras ideas y sensaciones, sino que esa notación es ya voz, encarnación de lo dicho y lo dicho mismo. Lleva más allá algunas ideas de las formuladas por Paz en El arco y la lira. Jugando con la idea del poeta adánico, digamos que es la contraparte, la palabra de Eva (¿se puede decir “avánica”?).

Ya no se trata del poeta primero sino del escritor que va en el camino del reencuentro con el paraíso, no con el origen sino con el lugar en sentido cotidiano, el espacio del entorno visto —o nombrado— por una palabra transfigurada en su misma presencia. Es una lenta pero segura evolución de una poesía intelectual a una sensorial, de la que busca entender el mundo a la que ya lo entendió (en la medida en que se lo puede entender) y lo celebra. La intensidad en su escritura ya no viene de la violencia implícita en el nombrar sino de una naturalidad en lo nombrado que es correlato de ese nombrar.

Líneas arriba se dijo que su escritura funciona como la de una naturalista: copia “del natural”, y al hacerlo no cae en la tentación de desnaturalizar al modelo sino de subrayar su condición. No lo mata: lo vuelve habitable. Esto se puede apreciar en la naturalidad con la que la escritora maneja su gusto respecto a su propia poesía: acostumbra más antologías que obras reunidas, pero sus selecciones, cuando las hace ella, proponen un nuevo libro, una distinta articulación del sentido de los textos y de la relación con ellos, de manera que no elige casi nunca los mismos. La idea del jardín se hace presente: uno lo siembra pero el azar dicta en buena medida su crecimiento, unas flores en una estación, otras en la siguiente, verdes ocres o brillantes según el mes y el día y la hora y los ojos que los miran, que tampoco son siempre los mismos aunque sean los suyos.Veamos por ejemplo el trabajo reciente que hizo en Cerca de cien. Es inevitable sentir en el título algo de aquel legendario La centena que proyectó vertiginosamente a Octavio Paz a principios de los años setenta. Pero Paz tuvo una conciencia de la obra distinta a la de Vitale: a esta última el mismo concepto de obra le parece siempre abierto, mientras que a Paz le evoca una idea de completud, aunque él mismo luego pueda cambiarla. Paz busca en su antología ser representativo, tal vez Ida no. Pues para ella lo completo está en buena medida en el poema, no en el libro, y todavía menos en la suma de libros. ¿A eso se refiere el dubitativo “cerca” del título? Nada le habría costado alcanzarlo, pero tal vez la cifra cerrada, tan rotunda en la centena, no le simpatizara del todo.

Ella misma habla del azar provocado por los cambios en el gusto según el estado de ánimo, que es la respiración de la escritura, y también la manera en que se lee el propio autor, que es a la vez distancia (temporal) e involucramiento emocional: ¿son los poemas que más nos gustan los mejores? Yo contestaría, escondiendo la espada de la crítica, que sí. Lo planteo de otra manera: Valéry habla de que el poema se abandona, no se termina. Si tomamos la primera parte de la frase y nos dejamos tentar por el melodrama tan ajeno al autor de El cementerio marino, nos preguntaríamos: ¿se abandona por otro... por otro poema, por otra pulsión o llamada de la escritura? Y cuando se lo lee, ¿se regresa a ese tiempo, se entrega uno a la nostalgia de lo abandonado?

Comparar Cerca de cien con Sueños de la constancia es ilustrativo: el sentido inverso de la cronología en el segundo es deudor de lo que hicieron Paz, Chumacero, Pacheco y Aridjis en Poesía en movimiento, una manera de entender el viaje de la modernidad, pero si bien la historia es un proceso de decantación del hoy en búsqueda hacia un ayer que aspira en su modernidad a ser ya referente clásico, un autor no se puede ver a sí mismo de esa manera, su origen es inevitablemente —al menos para sí— aprendizaje. También son ilustrativos los poemas que elige de libros como La luz de esta memoria (1949) o Palabra dada (1953). La relación de la literatura con el lenguaje es algo que está en el aire y se respira: Paz titula su poesía reunida Libertad bajo palabra, con las connotaciones de quien ha estudiado abogacía y subvierte la idea de la libertad en su relación con la palabra, mientras que en el segundo título de Vitale es una ofrenda de confianza.

Una posibilidad es que tomemos a Ida Vitale como escritora de poemas y no de libros de poesía. Sus textos son como anotaciones —escolios, diría Nicolás Gómez Dávila— al margen de ese otro gran texto que es la vida, o mejor aun, la existencia. Entre vivir y existir hay un matiz importante, una superación de la inercia biológica y un subrayado de la condición humana. Por eso su poesía presta tanta atención a la naturaleza y propone una síntesis entre la sintaxis barroca y la transparencia del sentido, volviendo natural la primera y necesaria la segunda. Esto es aun más evidente en su prosa, prosa que no admite el calificativo de poética, pero que es modelo de la que caracteriza a un temperamento lírico. Tiene —de ello nos ocuparemos un poco más adelante— la característica del paseo atento al entorno, a las maravillas del mundo. Toda aparición se resuelve en encuentro y todo hallazgo en milagro cotidiano, si bien único también cotidiano. Dicho de otra manera: el ritmo, tanto en el poema como en la prosa, es una manera de estar en el mundo y de dejar que él se manifieste.

En ciertos momentos de su libro Léxico de afinidades, modelo de cuaderno de lecturas y memorias literarias, ella intuye que hay una manera de recordar en que el recuerdo se hace presente y es recordado como si se viviera por primera vez, en cierta manera lo contrario de esa sensación, también frecuente en la literatura, en que se vive algo por primera vez, pero parece que se le recordara, que ya se le hubiera vivido antes. Esto a su vez provoca la sensación de estar ante el poema o el ensayo en el momento de escribirse; como la conversación, es un presente permanente.

En su prosa —mezcla de diario de lectura, memoria y reflexión— liberada ya de la impostación inevitable que implica el poema, ella teje la conversación con sus lectores con paciencia y buen humor. Léxico de afinidades es un libro que glosa sobre el vivir y el leer, y toma como guía el abecedario, porque requiere ese soporte el espacio-tiempo de la página, no tanto para no ser informe sino para no ser inacabable, o más bien imposible, al no vislumbrarse su finitud. Esa es una enorme diferencia entre la literatura y las matemáticas: el abecedario es finito, la numeración inacabable. Elegir el abecedario como pretexto formal es claramente una decisión cargada de sentido, de la misma manera que en este párrafo yo he usado varias veces (y la usaré aún más) la palabra abecedario y no la palabra alfabeto. Es muy frecuente que algunos pintores elijan dibujar un abecedario. Y el abecedario remite al diccionario, pero este ya no es en sentido estricto dibujable. Y en Léxico de afinidades Ida Vitale crea eso: un léxico, en el que puede haber palabras extrañas, cuya presencia se justifica por su extrañeza, o nombres propios (sin apellido) cuya inclusión la provoca lo entrañable: sugiere que, en su distancia léxica, extrañeza y entrañable, están para ella muy cerca. Sí, evidentemente.

Y a ese azaroso léxico lo condimenta la autora con unas gotas de un escepticismo amable, lejano del iracundo de un Cioran, pero también lejano del amargo de Gómez Dávila. Para su densidad existencial Vitale no necesita de la amargura ni del histrionismo; está mirando siempre de reojo a su lector, con la coquetería de quien busca ver el brillo en la mirada al pescar el guiño sutil, al que reconoce la especia singular y poco frecuente en un guiso. Así hay que leer también su poesía.

Los poetas que surgen al doblar el siglo tendrán varias tareas complicadas: su temperamento ya no será el de iconoclastas que derriban a pedradas los ídolos líricos (de eso ya se encargaron las vanguardias y sus relevos —Paz, Lezama—), pero tampoco repetirán sin cambio lo que sus modelos y amigos han hecho. Buscarán algo imposible por paradójico: el alto nivel literario como normalidad. Y, de cara al futuro, tendrán dos elementos extraliterarios que ensucian su lectura: la sombra de una extraordinaria generación de narradores promovida, además, comercialmente, con gran éxito de público —el Boom—, y como consecuencia la progresiva distancia con el lector, resultado probablemente del abandono sentimental y la entrada en el universo metaliterario. A ello se le debe sumar otro elemento: la autoconciencia literaria generacional a través de críticos no académicos, con gran libertad y conocimiento, como Saúl Yurkievich, Guillermo Sucre y Rafael Gutiérrez Girardot.

Ida Vitale elige mantener viva la conversación, charla o plática, con los matices que el léxico propone, con los lectores. Poesía sin melodrama pero con intensidad, lectura del mundo que nos rodea y su transformación en el texto. Sueños de la constancia se titula su poesía selecta, publicada en 1988 en el FCE, que la da a conocer más ampliamente fuera del Uruguay, en México —donde se edita— y en otros países de lengua española. La herencia del modernismo a través de su afrancesamiento insistirá en señalar que no hay lírica silvestre, que toda poesía es culta, hasta (sobre todo) la popular, a la que rinde constante homenaje, ya sea en reescrituras, parodias o juguetes verbales.

Ida Vitale, además, prolongará cierto sesgo cartesiano de la literatura uruguaya, menos dada a telurismos, como ocurre con la chilena y peruana, y también distante de la cerebralidad experimental de la otra orilla del río, en Argentina. Ella claramente empatizó con la tradición propuesta por los Contemporáneos mexicanos.

***

Una designación apropiada para el método —si es que queremos encontrarle alguno— en la literatura de Ida Vitale es el de una atracción aleatoria. La misma palabra tiene connotaciones extralingüísticas: resonancias metálicas tanto como corporales, ambas en abrazo. Así el azar encuentra una forma. O mejor dicho, un orden: el abecedario, pero el mundo que nos rodea en su infinita oferta también es un orden, una danza. La escritora puede ir de una cosa a la otra, de un concepto a un insecto y de un insecto a una zeta. El poema propone incluso la experiencia como aleatoria, un sistema de atracciones o de afinidades electivas, un orden mágico como el de un sistema planetario, aunque Einstein lo explique en su frágil —por los siglos de los siglos— equilibrio. Y esa fuerte fragilidad es la que le interesa a la escritora: por eso sus textos en prosa y sus poemas tienen algo de memoria, y algo de destino.

En esa elección —nueva paradoja— se da siempre un ejercicio cartesiano. ¿Cómo puede ser ordenada la memoria? Ese es un misterio, pero se aclara un poco si entendemos bien cómo ocurre el recuerdo. A veces uno recuerda algo, alguien, antes de que eso —ese— ocurra, y al recordar el futuro aparece la única profecía que hoy podemos siquiera imaginar —Delfos ya nos queda demasiado lejos—, la del pasado. Algo de eso intuye Proust al ir en busca de ese tiempo perdido que su novela hace ganancia existencial. El logos asume su papel de decirnos el porvenir como memoria. El umbral del sentido ya no es ese presente que infinitesimal separa el pasado del futuro, sino el puente entre el pasado vivido y su memoria, entre el futuro por venir y su ocurrir, nunca ocurrencia. El ya varias veces mencionado naturalista decimonónico —cuyos nombres son legión, del sabio Mutis a los hermanos alemanes que ya sabemos— describe el mundo y su afán de fidelidad proviene de su necesidad de documentar, pero eso —esa misma expresión— podría definir también a la novela.

Por eso Ida Vitale en De plantas y animales deslumbra con su poder de descripción asociativa y se propone, como toda la literatura de esta autora, como una relectura continua. Ese afán documental del naturalista es la forma de dar realidad a un don de observación. Como se dijo, nuestra autora estudió, leyó y tradujo autores surrealistas, pero está muy lejos del tono del movimiento; a ella le interesa un estadio anterior: lo fantástico de la realidad. No se trata de clasificar sino de describir. Lo primero implica la creación de categorías fijas que permitan su uso práctico; lo segundo es el reino de la libertad: nunca se fija. Como el placer, debe renacer en cada frase, en cada palabra. Es un cartesianismo lúdico: invento, luego existo.

De allí la invocación de un espíritu que no se cansa. Aunque, como Mallarmé, ha leído todos los libros. Pero el hastío que está en el francés no está en la uruguaya. A causa —o a pesar— de la oscilación pendular en la literatura de su generación que se crea entre Lezama y Paz, ella adscribe su filiación a un tercero, Borges, ese hombre que se enorgullece no de los libros que ha escrito sino de los que ha leído. El argentino no se adscribe a su vez desde luego al optimismo rampante de las vanguardias, mismas que abandonó casi de inmediato, pues le parecen menos que ingenuas, tontas, pero tampoco se complace en ese hastío francés, el de una lengua, como diría Cioran, capaz de los más sutiles matices pero ya sin capacidad de grito.

¿Cómo evita Ida en su escritura esa condición exangüe del último simbolismo? Transformando ese diario de lecturas, ese inventario de sensaciones, en memoria de la vida, intensa experiencia a través de lo leído/vivido. A ella le sonará extraño si la califico, con facilidad metonímica, de escritora vital, pero la palabra me ronda desde hace ya varias páginas. A lo largo de sus libros de poemas y ensayos, sus reflexiones, sus recuerdos, sus afinidades van escribiendo el tiempo perdido transformado ya en tiempo recuperado.

Hasta ahora no he mencionado casi a Valéry, pero lo he tenido presente en cada línea: dio a los cuadernos (cahiers) un estatuto literario que no tenían antes: las bitácoras de viaje, las libretas de apuntes y notas, los conjuntos de hojas sueltas, los diarios adquirieron a partir de él un sentido distinto. Ida Vitale lo leyó con provecho y, sin mimetizarse a su tono racional, dejó abierta la puerta de lo inesperado e imprevisto, consideró que en el milagro no hay que creer, hay que dejarle la puerta abierta. Supo que la lucidez del señor Teste se emparejaba con la alucinación kafkiana, y que los cuadernos del checo no estaban tan lejos, sino al lado, de los del francés. La cucaracha proverbial tampoco puede, en sincronía con el señor Teste, escribir “la marquesa salió a las cinco”.

Así su prosa nos lleva a su poesía y de vuelta: el lector ideal para su lírica es aquel que se complace no sólo en reconocer los condimentos sino en apreciar su combinatoria, su constante complicidad tanto con la tradición como con la actualidad, el juego de palabras, el calambur, la sinestesia. La misma idea de originalidad, tan presente en las vanguardias, en ella pierde valor en la medida que hace tabla rasa, y no porque considere a la literatura un asunto acumulativo, sino porque siente —y propone a su lector— que la luz que emerge del ático viene de los basamentos. Esa relación con las raíces no tiene sin embargo ninguna connotación telúrica: es la circulación natural del sentido. Por eso muchas veces la divulgación de su poesía ha ido de la publicación de libros sueltos en editoriales de escasa circulación a las azarosas antologías que la han hecho llegar a un público más amplio, articulando en el orden que ese azar, a veces bajo su mando, a veces bajo el de algún lector, propone según el humor y el momento.

El valor del conjuro no depende de su efectividad práctica, el abracadabra no abre nada, pero vale por sí mismo en su plasticidad y belleza. Eso, aparentemente una pura actitud estética, es en realidad una pregunta sobre el sentido: ¿esa puerta se abre, deseosa de escuchar el conjuro, seducida por esa música oída por vez primera o brotada de las raíces de la memoria? Para el caso la pregunta es ya una respuesta. Las palabras, las expresiones, los ritmos tienen memoria y surgen en ellas al mismo tiempo que el olvido —de allí esa luz no usada— y así comunican. Esa es la potestad de la poesía, ser memoria y olvido simultáneamente. Por eso su interés por la demora: “¿El tren de alguien con prisa? / Mejor puerto desierto, / andén abandonado”.

Lo que define a la poesía de determinado tiempo es muchas veces y de manera sintomática su relación, precisamente, con el tiempo. A los escritores que surgen en la segunda mitad del siglo XX los atrae la demora, por eso son refractarios a la aceleración que la modernidad les quiere imponer, y deciden ser más que modernos, contemporáneos. Eso es una diferencia de matiz, pero muy importante, respecto de la generación anterior, la de Lezama y Paz. Y toman de ellos la noción de un silencio por decir, sobre todo por oír.

Digamos que es la diferencia entre alzar la voz y bajar la voz: lo primero es gritar y no poesía, lo segundo, la posibilidad de cantar. Y el susurro o, más todavía, el silencio, llena la expectativa, el grito tiene que aprender a jugarse en el matiz y dejar de ser estridencia.

La autora ordenaba y reordenaba sus poemas, alguna vez unos, otra vez otros, de manera que cada antología personal resultaba un libro distinto. En México, Minerva Margarita Villarreal, con motivo de que se le otorgara a Vitale el Premio Internacional Alfonso Reyes, seleccionó a su vez los que ella prefirió en su lectura bajo el título Sobrevida. Es un libro distinto, muy bueno, que nos ofrece una nueva faceta de la autora, quien en este caso delegó en otros ojos la elección. Sigan un orden cronológico tradicional o inverso o no lo sigan, hay una coherencia siempre en el discurso, como si el tiempo no representara cambio, y las variaciones no dependieran de la época, esa aspiración de que el poema se sustraiga al devenir, y que esto lo consiga no tanto significando siempre lo mismo sino haciéndolo de forma distinta. Son en cierta forma como un camaleón: los poemas cambian al sentir la mirada del lector sobre sus versos.

Uno de sus libros lleva por título Donde vuela el camaleón. Es un buen ejemplo de la práctica literaria de esta autora: del ensayo al poema en prosa al poema en verso hay tenues fronteras. Entre la designación prosa poética y la de poema en prosa es esta última la que se ejerce. En ella la sombra de la narración está siempre presente: canta y cuenta. Y eso es porque son páginas de un diario, anotaciones de un cuaderno de lectura, fragmentos de una conversación en la que habla y escribe. Ya se dijo: en el conocido pronunciamiento de Mallarmé (“La carne es triste y he leído todos los libros”), hay un perturbador pesimismo que Ida Vitale transforma en melancolía alegre. Esa sobrevida del libro que antologa Villarreal no es triste, la partícula sobre indica tanto un sentido de sobrevivencia como uno de volar por encima de la vida. Si el francés supo bien que el azar no se anula a sí mismo, la uruguaya sabe que nunca, de verdad: nunca, se habrá leído todo. Y nosotros la leeremos a ella por mucho tiempo.

 

por José María Espinasa

 

Publicado, originalmente, en: Revista de la Universidad de México  156 / artículos / Febrero de 2017

Revista de la Universidad de México es una publicación editada por la Universidad Nacional Autónoma de México

Link del texto: https://www.revistadelauniversidad.mx/articles/575592c8-14cd-40a1-9e97-24481e71f9cb/un-retrato-de-ida-vitale

 

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