El paisaje sonoro y la música en la red cultural |
El paisaje sonoro y la música
en la red cultural No es difícil ver, aún
para quienes por razones políticas y / o religiosas esto es inconcebible
y perjudicial, que todos los fenómenos sociales, considerados entre ellos
los fenómenos culturales, están sujetos a cambios constantes, los cuales
no deberían ser valorados per se
de manera determinante en términos de positivos o negativos. Sin embargo,
al igual que sucede con muchos otros procesos que tienen lugar en el
mundo, es necesario estar atento a dichos cambios y tomar consciencia de
su carácter favorable o amenazante para el bienestar común de la
humanidad y de su entorno, de esa manera, en concordancia con nuestra
libertad y voluntad, promover las acciones necesarias para conducir su
desarrollo. Estos cambios pueden ser
valorados en su magnitud y comprendidos en su importancia si se observa el
sistema cultural de las comunidades humanas como un sistema vivo, de la
forma como lo plantea el Físico Fritjof Capra en su libro “Las
Conexiones Ocultas”. Este referente, sumado al concepto de Ecología Acústica
propuesto por el Compositor canadiense Murray Schafer, será el marco de
referencia para el presente texto, en el que se pretende hacer una
exposición de los cambios acaecidos en los paisajes e identidades
musicales de mi entorno sociocultural, con una valoración de los mismos a
la luz del marco propuesto y mi experiencia como docente de música. La cultura como red viviente Para comenzar, se hace
conveniente la visión que de la cultura ofrece Capra, al demostrar cómo
esta es equiparable a un sistema vivo, entendiéndose como tal en la
medida que, al igual que una mínima unidad vital (una bacteria), es una
red “delimitada por una membrana, autogenética y organizativamente
cerrada” (Capra, 2003, p. 58). A estas características mínimas, es
necesario agregar otras que el autor define a lo largo de su obra, tales
como las capacidades cognitivas y la consciencia. Para esto, es necesario
redefinir la cognición más allá de los procesos puramente cerebrales de
la especie humana, puesto que se ha entendido cómo el simple hecho de
interactuar con un entorno y responder a los estímulos que este ofrece,
bien sea con adaptaciones temporales o definitivas, es un proceso
cognitivo. La consciencia, por su parte, es una forma especializada de
cognición que precisa del registro, valoración y organización de las
experiencias, por lo que, sin ser exclusiva de la humanidad, es más
avanzada en la misma y por lo tanto, trasciende hacia las organizaciones
que son formadas por ella. Para continuar con esta
interesante forma de ver la cultura, es necesaria también una acertada
definición de partida de dicho término, para lo cual me remitiré a la
que menciona Fritjof Capra, extraída de la Columbia
Encyclopedia: “sistema integrado de valores creencias y normas de
conducta socialmente adquiridos, que delimita el ámbito de
comportamientos admitidos por determinada sociedad” (Capra, 2003, p.
122). En esta definición, cabe resaltar dos términos: por un lado, la
palabra “sistema” nos remite a un conjunto (red) de elementos que
interactúan de forma constante y organizada, por lo que se confiere
importancia tanto cada uno de los mencionados componentes como a las
diferentes interacciones entre ellos. De otro lado, cuando se hace
referencia a “determinada sociedad”, se resalta el hecho de que no es
posible hacer generalizaciones o juicios de valor respecto a un
comportamiento, idea o creencia, sin establecer de antemano los patrones
culturales en los cuales se han generado. Como se puede deducir de los
párrafos anteriores, son muchas las similitudes entre un sistema cultural
y un ser viviente. Si nos remitimos a la estructura de una célula,
encontraremos diferentes partes dentro de la misma, con estructuras,
funciones y ciclos de interacción entre ellas. De igual forma, una
cultura está conformada por los individuos y agrupaciones de ellos,
quienes tienen papeles determinados dentro de la misma y ejercen
interacciones que son las que la mantienen viva y en constante progreso.
Estas interacciones, a diferencia de los procesos puramente biológicos,
están mediadas por significados, los cuales son compartidos por los
miembros de una misma cultura. Estos significados, llamados por Capra
“estructuras semánticas” (Capra, 2003, p. 127), son aquellas formas
de conocimiento (ideas, creencias, etc.) que son generadas por los
sistemas sociales. Estas estructuras semánticas, actúan entonces a
manera de “membrana celular” que delimita (de forma inmaterial) el
entorno de dichos sistemas sociales, en palabras de Capra, le confiere su
Identidad. Para continuar con las
asimilaciones entre los seres vivos y los sistemas culturales, vemos la
capacidad de autogenerarse (autogenética), correspondiente a la
participación de cada uno de los componentes de la red que integran el
sistema en la producción de los demás, se puede ver, como lo menciona
Capra (2003) en el fenómeno cultural de la comunicación. Es mediante la
comunicación, llevada a cabo en los sistemas humanos por medio del
lenguaje (hablado, escrito, icónico, etc.), que los individuos
pertenecientes a una cultura promueven la formación de patrones de
organización entre los individuos, tanto en cuanto a jerarquías
(relaciones de poder, costumbres, normas de comportamiento) como en la
generación de objetos culturales (textos, obras de arte, artefactos y
tecnología, entre otros), que son la manifestación material de las
llamadas estructuras semánticas. De esta manera, y dada la posibilidad de
diseñar y asignar un propósito a cada uno de los elementos mencionados,
se garantiza la prevalencia de los sistemas culturales, con su constante
evolución y transformación. Como queda expuesto, una
cultura es entonces un sistema viviente, con las características mínimas
para ello (ser una red, estar delimitada y tener la capacidad de
autogenerarse y tener una relación cognitiva con su entorno) y las
particularidades de sistemas vivos complejos (término este bastante más
apropiado que “superiores”, que nos ha venido acarreando tantas
responsabilidades mal llevadas a los humanos) como la consciencia. El
modelo propuesto por Capra es aún más esclarecedor de esta asimilación,
cuando habla de cuatro perspectivas para la comprensión de los fenómenos
sociales. Son estas la perspectiva de forma (es decir, el patrón de
organización), la materia o estructura material, el proceso (las
interacciones internas y externas del sistema) y la que es más visible y
definitiva de los sistemas humanos, la perspectiva de significado. El
ejemplo que Capra expone, sirve para concluir esta sección, a manera de
resumen: “Integrar las cuatro
perspectivas significa reconocer que cada una de ellas contribuye
significativamente a la comprensión del fenómeno social. Por ejemplo,
veremos que la cultura es creada y sostenida por una red (forma) de
comunicaciones (proceso) que la dota de significado. La encarnación
material de la cultura (materia) incluye artefactos y textos escritos, a
través de los cuales el significado es transmitido de generación en
generación” (Capra, 2003, p. 107). Terminada esta síntesis de
la asimilación entre cultura y seres vivos, continuaré, en la siguiente
sección, con una breve descripción del concepto de Ecología Acústica. Fundamentos de la Ecología Acústica Todos los días se escucha
hablar del desarrollo sostenible, de la defensa del medio ambiente, de la
reducción de emisiones de CO2, del Protocolo de Kioto, de
automóviles híbridos, de la reciente cumbre de Copenhague y de muchas
otras valiosas ideas del ser humano para lograr reducir y revertir el daño
que se le ha hecho a la red viviente más importante de todas: el planeta
que habitamos actualmente y que, si no median viajes, hallazgos y logros
que rayan en el terreno de la ficción, habremos de seguir habitando por
muchísimos años más. En todas estas ideas aparecen como constante dos
elementos de vital importancia: el adecuado manejo de residuos convirtiéndolos
en recursos y el cambio de una economía orientada al producto a otra
orientada al servicio y al flujo (Capra, 2003, p. 303), que son premisas
fundamentales en la búsqueda de una red global equitativa y perdurable. Todas estas ideas,
corresponden a la consciencia colectiva sobre el devenir económico y
material de la inmensa red de culturas, organizaciones e individuos que
componen el complejísimo ser viviente llamado humanidad. Dentro de esta
red, existen varias “células” conformadas por individuos cuya
principal fuente de recursos, servicios y supervivencia es el sonido.
Estos individuos se describen en la introducción del texto “Una
introducción a la Ecología Acústica” de Kendall Wrightson, profesor
de la Licenciatura en Tecnología Musical del Middlesborough College,
Reino Unido, al referirse a los potenciales lectores de dicho artículo:
“Probablemente Ud. sea un músico, un ingeniero de sonido, un artista
Foley de efectos especiales, un biólogo marino o un compositor de arte acústico.
Puede ser que haya estudiado el sonido en ambientes cerrados, que lo haya
usado en composiciones, en películas o videos, o que haya investigado el
sonido submarino y entre los animales. Es posible que se haya dado cuenta
de lo importante que puede ser el sonido para comunicar el estado de ánimo,
significado y contexto” (Wrightson, 2007). Para estas células que se han
mencionado, existe un aspecto importante de la ecología que va más allá
de la indiscutible y preocupante presencia de la polución generada por el
sonido en el medio ambiente. Si bien es este un elemento importante a
tomar en cuenta, el concepto de Ecología Acústica, al igual que todas
las demás formas de Ecología, tiene que ver con mucho más que con el cómo
no contaminar o con el uso racional y eficiente de la energía. Al ser la
ecología el estudio formal del “hogar” (ecología viene del griego
“οἰκο” – casa o
morada) (Microsoft
Corporation, 2008), la Ecología Acústica estudia el
surgimiento, desarrollo y evolución del entorno sonoro como elemento
fundamental en la construcción de cultura y en el bienestar tanto de la
comunidad humana como de su entorno físico, artificial y natural. Es
decir, estudia el nivel de consciencia que se tiene del aporte del sonido
a la construcción del ambiente (hogar). El concepto fundamental de la
Ecología Acústica es el “Paisaje Sonoro”. Este se puede definir como
el conjunto de elementos acústicos distintivos de un lugar o de una
comunidad. Según resume Wrightson (2007), son tres los elementos que
componen un Paisaje Sonoro: la tónica o sonido fundamental, las señales
sonoras y las marcas sonoras (Keynote, sound signals y soundmarks, en el
texto original en Inglés de R. Murray Schafer (1977) “The tuning of the
World”). Para ampliar estos conceptos, uso la definición que de los
mismos aparece en el artículo “Soundscape” de Wikipedia (Wikimedia foundation, Inc., 2009). La tónica, término prestado
de la teoría musical, es el sonido principal y característico, del cual
se puede apartar momentáneamente el “paisaje”, pero al igual que en
una composición musical tonal, siempre se regresa. No necesariamente es
un sonido totalmente audible de forma consciente, por ejemplo, puede ser
el sonido de las olas en una comunidad costera, el ir y venir del viento
en la montaña o, en un ambiente urbano, el incesante zumbido del tráfico. Las señales sonoras son
aquellos sonidos del paisaje que de forma natural o artificial son
producidos para llamar conscientemente la atención. El llamado de un ave
en época de apareamiento, el ladrido de los perros ante un extraño, las
campanas de la iglesia local o la sirena de la ambulancia, son ejemplos de
dichas señales. Por último, están las marcas sonoras. Este término es
también un préstamo, en este caso de la geodesia. Para la medición o
delimitación de un terreno se usan mojones o marcas (landmarks, en inglés).
Análogamente, para el reconocimiento de un paisaje sonoro, se
“determinan” por parte de una comunidad o de quien la estudia marcas
de sonido (“soundmarks”). Estas marcas de sonido delimitan un paisaje
en la medida en que son características de ese paisaje y de ningún otro
(por lo menos cercano). Como las señales de sonido, las marcas sonoras
pueden ser naturales o artificiales. El murmullo particular del viento en
un espacio, el repentino canto de una especie animal endémica de una región,
un toque de campanas característico de una iglesia o el himno de un
territorio hacen parte de esta categoría. Schafer también realiza una
clasificación de los paisajes sonoros de acuerdo con la calidad de la
información que proveen. De acuerdo con esto, existen dos clases de
paisajes: Aquellos en los que es posible distinguir con claridad las
diferentes fuentes sonoras que lo componen, de manera que ninguna impide
el reconocimiento de las otras, es decir, no las enmascara y que al estudiarse con detenimiento presentan patrones
de organización temporal y espectral (es decir, en cuanto a su frecuencia
o altura) son los paisajes denominados como de Alta Fidelidad o “Hi –
Fi”, término tomado de la Ingeniería de Sonido. Por el contrario,
aquellos paisajes en los cuales no existe un patrón de orden en los
sonidos que lo componen y en los cuales, uno o varios sonidos enmascaran a
los demás impidiendo el reconocimiento tanto de la fuente como de la
información que ofrecen, son los llamados de Baja Fidelidad o “Lo –
Fi” (Wrightson, 2007). Una vez expuestos estos
conceptos elementales sobre ecología acústica, en la sección siguiente
discutiré la situación actual de un elemento específico de los paisajes
sonoros de mi entorno sociocultural, es decir, la actividad musical en la
zona andina de Colombia a comienzos del Siglo XXI. Inventario de la música en la zona andina de Colombia El paisaje sonoro es mucho más
que el conjunto de los sonidos que se encuentran en un lugar o comunidad y
las interrelaciones entre ellos y con los individuos. Como expone
Wrightson, en su resumen del concepto de ecología acústica, “el sonido
de una localidad particular (sus tónicas, señales sonoras y marcas
sonoras) -al igual que la arquitectura local, sus costumbres y vestimenta-
puede expresar la identidad de una comunidad, al punto de que los pueblos
pueden reconocerse y distinguirse por sus paisajes sonoros” (Wrightson,
2007). En este sentido, cabe resaltar el hecho de que un paisaje sonoro
humano (para distinguirlo del paisaje sonoro de los lugares desprovistos
de la presencia o de la acción humana, como el mar profundo o las pocas
selvas vírgenes que quedan) tiene un componente de gran importancia: la Música. Como se expuso en la primera
sección de este ensayo, las obras de arte, entre ellas la música, hacen
parte de la “membrana celular” de ese ser vivo que llamamos cultura.
La función de esta “membrana”, como lo explica Capra, es que
“refuerza las defensas de la red al crear un perímetro de significado y
expectativas que limitan el acceso a ella de personas e información” (Capra,
2003, p. 123). Colombia, y gran parte de América Latina, en este sentido,
podría decirse que tienen lo que llamaré una “membrana musical” de
gran permeabilidad y, por decirlo de alguna forma, porosidad. Este hecho
se debe a los orígenes mismos de la cultura musical colombiana, la cual
es surgida, como lo expone el historiador colombiano Javier Ocampo López
en su libro “Música y Folclor de Colombia” (Ocampo López, 2004, p.
19) de un proceso inicial de “deculturación” en el que los sistemas y
costumbres musicales de la cultura más fuerte, es decir, la europea
(principalmente española) se impusieron y apabullaron casi hasta su
destrucción a la cultura indígena y a la cultura africana, que también
aporta a la formación de la identidad nacional. A este proceso siguió uno
de aculturación, es decir, de fusión de los elementos culturales de los
tres orígenes mencionados, para la generación de la nueva etnia mestiza.
Ya que los lazos de interacción entre los sustratos culturales de origen
se forman de manera abrupta y muchas veces forzada, la red resultante
adolece de la suficiente solidez, por cuanto cada uno de esos sustratos
presente en la consciencia colectiva, se percibe en términos de dominante
o dominado en función del origen y la extracción socioeconómica de los
individuos. Así, cada uno de esos sustratos es tomado como más cercano,
más lejano o como totalmente ajeno a la imagen musical propia. Es por
esto que la “membrana musical” de la cultura colombiana,
constantemente es permeada por diferentes manifestaciones de otras
culturas, que ingresan sin mucha dificultad a la red cultural nacional a
través de los “poros” de gran tamaño formados por la anteriormente
descrita percepción de extrañeza del colombiano hacia su propia cultura
musical. Es por esto que, para tomar
un ejemplo, el paisaje sonoro de la región Andina colombiana en donde
habito y me desempeño, está matizado con un rango muy extenso de
manifestaciones musicales. Tenemos por un lado las llamadas “músicas
urbanas”, que es en donde más se puede ver el efecto permeable de la
membrana musical. En este entorno, el paisaje sonoro de las ciudades de
los andes colombianos no se diferencia en gran medida del de otras
ciudades del mundo. Está presente en este paisaje el Pop y todas sus
vertientes actuales, entre otras: la Balada (en inglés y en español), el
Rap, el Hip – Hop, el Reguetón, etc. con todas sus variaciones y
mezclas. Igualmente puede escucharse en éste ámbito, como parte del
paisaje, el Rock con todas sus caras: Metal, Punk, Hard Rock, etc. Sin embargo, en este paisaje
sonoro musical urbano de los Andes colombianos, pueden distinguirse
elementos que pueden sere considerados marcas de sonido. Muchas de esas
marcas, corresponden al entorno musical nacional aunque no sea propio de
la región, por ejemplo, el fenómeno del Vallenato, música de origen
hispano – africano llegada desde la costa norte del país. Esta
manifestación ha logrado afincarse en la identidad sonora urbana
colombiana sin distingos étnicos, económicos o sociales, gracias a un
punto de encuentro entre su carácter folclórico y cierta estrategia
comercial que discutiré posteriormente. Producto de una hibridación
entre esta música y otro elemento dominante del paisaje sonoro urbano, el
Pop, surge otra fuerte presencia musical en el llamado “Tropi –
pop”, dentro del cual se desempeñan un gran número de representantes
de la cultura urbana nacional. Si bien el Pop, el Rock y
los mencionados Vallenato y Tropi – pop son parte importante del paisaje
sonoro de los andes colombianos, no debo dejar de mencionar otro fenómeno
incluso más antiguo en cuanto a su incidencia en la identidad sonora de
esta región, aunque su presencia, al igual que la del Rock y del Pop, se
deba a la permeabilidad de nuestra membrana musical. Se trata de la música
mexicana, más exactamente, a la proveneinte de Jalisco conocida como
“ranchera”, y más recientemente, la llamada “Tex – Mex” o
“Norteña”. Es esta música un punto de encuentro con las comunidades
rurales de la región, y su gran aceptación y difusión se basa en la
identificación que se hace de los héroes de la épica popular
presentadas en esta música, con el ciudadano corriente perteneciente a
extracciones trabajadoras y agrícolas, aunque en ocasiones esta música
haga apología en sus textos de algunos personajes de mala recordación
para la historia de la humanidad por sus hechos criminales. Su llegada al
ámbito urbano se da por el fenómeno del desplazamiento, sea este forzado
por la violencia o voluntario en busca de oportunidades diferentes a las
que ofrece la vida agrícola. Junto con esta música
mexicana que ha atravesado sin dificultad la membrana musical, el paisaje
sonoro rural ofrece marcas de sonido que están más ligadas a la tradición
musical de la región que las que se encuentran en el ámbito urbano. Se
trata de las músicas campesinas, que a pesar de ser originadas
principalmente en la música española de la Colonia, representan muchos
de los ciclos de la vida del campo, teniendo canciones para la cosecha,
para la romería (peregrinación religiosa), para la fertilidad, etc.
Estas músicas campesinas son a su vez fuertemente relacionadas con los
llamados “ritmos típicos” de la zona andina colombiana, que como
sucede con muchas otras músicas folclóricas en el mundo, son cada vez
menos parte del paisaje sonoro y cada vez más joyas que se guardan en el
museo de los festivales y academias. Ecología de la Música Como se dijo al comienzo de
este escrito, no hay razón para juzgar los cambios o la estructura de un
sistema cultural en términos de bueno o malo, por cuanto, como se ha
visto en el apartado dedicado a la asimilación de los sistemas culturales
a los sistemas vivos, el cambio y la generación de nuevos paradigmas y
estructuras es inherente a la vida misma, y como queda claro al leer el
libro de Capra “Las conexiones ocultas”, estos cambios nunca se dan
por azar. En la naturaleza más básica, una de las características de un
ser viviente está en su capacidad de replicarse. Sin embargo, puede verse
que “al parecer, hay ciertos mecanismos que generan activamente errores
de copia relajando alguno de los procesos de control. Es más, parece que
cuándo y dónde se incrementan de ese modo los niveles de mutación
depende tanto del propio organismo como de las condiciones en las que se
encuentra” (Capra, 2003, p. 215). Esto no significa otra cosa sino que
la vida misma consiste en la capacidad de cambiar para adaptarse. A pesar de esto, como
individuos que formamos parte de una red cultural viviente, debemos
sopesar los cambios que ocurren en la misma, valorando los medios y los
fines que los generan. Este es el papel que entra a cumplir la ecología,
tanto en las redes económicas como en las redes culturales y para el caso
que estoy tratando, las redes musicales. Así como Capra (2003) promueve
en su texto una visión responsable del mercado y la economía, pasando de
la economía centrada en la posesión a la que se oriente al servicio y de
una política de producción orientada a la optimización antes que a la
maximización, respetando de esta manera las identidades regionales, sus
modos de producción y conocimiento, es necesario aplicar estos principios
a la generación y apropiación de objetos culturales. Como lo apunta Wrightson en
su resumen, “Lamentablemente, desde la revolución industrial, hay una
cantidad cada vez mayor de paisajes sonoros únicos que o bien han
desaparecido completamente o se han sumergido dentro de una nube de ruido
homogéneo y anónimo” (Wrightson, 2007). Esto concuerda con los
peligros de la globalización que Capra anota en su libro, y deben verse
con detenimiento. Así como diversas culturas han sido forzadas en aras de
la productividad o la competitividad económica a abandonar sus modos y
medios de producción sostenibles y tradicionales, muchos grupos
culturales han tenido que sucumbir ante esta misma premisa. La cultura se ha convertido
en un producto, de la misma manera que se ha hecho con la vida humana y la
de muchas especies, como lo menciona Capra, cuando afirma que la visión
de las grandes corporaciones “redefine los organismos vivos como máquinas
que pueden ser manejadas desde el exterior, susceptibles de ser
patentadas, vendidas y compradas como cualquier otro recurso industrial.
La vida se ha convertido en la mercancía definitiva” (Capra, 2003, p.
256). En este orden de ideas, la visión corporativa es la que determina
qué hace parte de la cultura y qué no. Retomando un punto anterior, las
grandes corporaciones que dominan el entretenimiento en Colombia, vieron
en la sencillez, alegría y desenfado del Vallenato una gran oportunidad
de trascender las “membranas” culturales y de esa manera generar
valiosas ganancias. Es entonces cuando un género musical restringido a
sectores populares de la costa norte del país se difunde en telenovelas,
emisoras especializadas, se fusiona con el Pop (fenómeno Tropi – pop) y
de esa forma se convierte, casi por fuerza, en la identidad nacional,
representada en el sonido del acordeón y la imagen del sombrero “vueltiao”. Si bien esto confirió valor
a una manifestación folclórica más bien cerrada a un ámbito pequeño,
su explosión se hizo en detrimento de identidades sonoras locales. Así,
en Leticia, en el corazón de la selva amazónica, es más fácil tener
acceso a un vallenato que una canción indígena ticuna o en Boyacá,
tierra que tradicionalmente representa un importante centro de conservación
de la música del campesino de los andes colombianos, se encuentra una
escuela formal de música vallenata, pero ninguna de música andina
colombiana. Es este, pues, un ejemplo de lo que Vandana Shiva, citada por
Capra (2003) llama “el monocultivo de la mente”, característica
aterradora de la globalización. No es este, como es de esperarse el único
caso. La omnipresencia del Rock y el Pop, es una versión global de lo que
en Colombia se ha hecho con el Vallenato. Es por esto que se hace
necesario desarrollar, como lo promueve Schafer un mayor desarrollo de la
que el llama “Competencia sonológica”. Si bien este concepto, en el
ámbito de la ecología acústica, comprende la apreciación y
concientización sobre el sonido ambiental y la importancia de cada uno de
ellos en la formación del paisaje sonoro, en el campo de la educación
musical debería orientarse de forma más específica a ofrecer las
herramientas al estudiante, ojalá desde edades tempranas, para decidir de
manera fundamentada cuales de esas construcciones sonoras llegan a formar
parte de su paisaje sonoro, en ese sentido, se aplicaría el concepto
expuesto por Capra (2003) de la Ecoalfabetización, en este caso específico,
se trataría de una Ecoalfabetización musical. Así, de la mano con la
conservación del ambiente físico, se promovería la conservación de una
parte importante del ambiente cultural y su aplicación puede extenderse a
todas las demás partes de la red viviente que denominamos Cultura. Bibliografía Capra, F. (2003). Las
Conexiones Ocultas. Barcelona: Editorial Anagrama, S.A. Microsoft Corporation.
(2008). Microsoft Encarta. Ocampo López, J. (2004). Música
y Folclor de Colombia. Bogotá: Plaza y Janés. Schafer, R. M. (1977). The tuning of the world.
Nueva York: Knopf. Wikimedia foundation, Inc. (30 de Diciembre de 2009).
Soundscape. Recuperado el 31 de Diciembre de 2009, de Wikipedia, the free
encyclopedia: http://en.wikipedia.org/wiki/Soundscape Wrightson, K. (04 de 2007). Una Introducción a la Ecología Acústica. Recuperado el 29 de 12 de 2009, de Paisaje Sonoro Uruguay: http://www.eumus.edu.uy/ps/txt/wrightson.html |
Manuel Espejo
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