Imágenes eróticas en el primer Borges

por Mario Eraso [1]

Resumen

La crítica asegura que no hay erotismo en la poesía de Borges; por el contrario, “Imágenes eróticas en el primer Borges” muestra que el joven que escribe Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, más que anudar un follaje de imágenes extraordinarias sobre la exploración del deseo, tiene un diálogo (paciente, despierto, a veces desgarrado) con las muchachas y el paisaje. Es el contrapunto que establece; a la visión de los cuerpos que se juntan, la imagen de otros que se desvanecen.

Palabras clave: Borges, Poesía, Erotismo, Imágenes, Argentina

Abstract

Erotic images in first Borges

As a rule, critics assure there is no erotism in Borges poetry, but in “Imágenes eróticas en el primer Borges”, the author shows that the youth who wrote Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, more than gathering extraordinary images on exploring desire, has a patient, alert, sometimes painful dialogue with girls and the surrounding landscape. To the visión of gathering bodies, the images of those vanishing is the established counterpoint in this early poetry.

Key words: Borges, Poetry, Erotism, Images, Argentina

“Enamorarse es crear una religión cuyo dios es falible”

Borges, Nueve ensayos dantescos

Que la vida erótica de Jorge Luis Borges fue desdichada parece un hecho incontestable. Estela Canto declara: “La actitud de Borges hacia el sexo era de terror pánico, como si temiera la revelación que en él podía hallar. Sin embargo, toda su vida fue una lucha por alcanzar esa revelación” (17). Ella, que conoció a Borges en la intimidad, piensa que a los cuarenta y cinco años estaba “regordete”, tenía “voz temblorosa”, “pies notablemente chicos”, era torpe en sus conquistas amorosas, y sentía por las mujeres una mezcla de horror y seducción. De manera parecida, pero desde una posición que, se supone, corresponde a un crítico literario, E. Rodríguez Monegal escribe sobre el comienzo de la vida sexual del joven Borges en un prostíbulo de Ginebra, hacia 1916: “Al ser iniciado en el sexo por la mediación de su padre, Georgie debió suponer que la chica de Ginebra cumplía los mismos servicios para aquél: compartir una misma mujer con Padre era algo que perturbaba arraigados tabúes” (103).

Los dos criterios no contienen ninguna novedad, repiten la silueta del ser sombrío, avergonzado por cualquier tipo de conocimiento sexual. Sin embargo, a Borges no le interesaría reflexionar sobre su historia erótica, a pesar de la importancia que tenía para comprender el origen de algunos de sus poemas y ficciones. Indulgente con quienes magnificaban el peso de sus desencuentros amorosos, a los setenta y ocho años dijo en una entrevista a Fernando Mateo: “No sé por qué dicen que carezco de sentimientos. O que a mi vida le fueron negadas ciertas experiencias fundamentales. Supongo que se refieren al amor. Se equivocan los que piensan que no he conocido el amor. Puedo afirmar que he vivido enamorado. El primer amor (ideal por cierto) de mi vida fue una actriz, Ava Gardner” (66). Esa alternancia de situaciones en el mundo interior de Borges hace que la interpretación del significado del erotismo en sus tres poemarios iniciales sea demasiado arriesgada. A continuación, nos proponemos estudiar las imágenes de Fervor de Buenos Aires (1923), Luna de enfrente (1925) y Cuaderno San Martín (1929) que expresan cercanía con la experiencia erótica y dan fe de la actitud sensual y gozosa de Borges. Es decir, intentaremos identificar el contenido amoroso de estos libros, mostrando su importancia en la afirmación poética del joven que los escribió.

Palabra en la calle

Después de vivir siete años en Europa, Borges regresa a Buenos Aires a finales de marzo de 1921. Sucede el redescubrimiento de su ciudad natal, acontecimiento que lo llevará a escribir Fervor de Buenos Aires y a dar comienzo a lo que la crítica ha llamado “la poetización de Buenos Aires”: “Según la perspectiva de Borges -explica R. Olea Franco- en este momento, el espacio del campo parece ya completo dentro de la literatura; todo lo contrario sucede con la ciudad, cuya carencia de ‘poetización’ motiva al autor a plantear su primera poesía como un intento por inmortalizar poéticamente a la ciudad. Se trata pues de una tarea efectuada con una profunda conciencia, por lo que podemos afirmar que uno de los propósitos principales de sus tres primeros poemarios -en especial de Fervor- es crear ‘símbolos’ y ‘fábulas’ que correspondan a la ‘grandeza’ de la ciudad” (Franco, 128). El ingreso de la ciudad con posibilidades líricas, la poesía que surge del redescubrimiento de Buenos Aires, significan para Borges ubicarse en relación con fuerzas que son tanto cósmicas como interiores; esto se deduce del prefacio al lector que aparece en la edición original de Fervor (excluido en las sucesivas reediciones):

De propósito pues, he rechazado los vehementes reclamos de quienes en Buenos Aires no advierten sino lo extranjerizo: La vocinglera energía de algunas calles centrales y la universal chusma dolorosa que hay en los puertos, acontecimientos ambos que rubrican con inquietud inusitada la dejadez de una población criolla. Sin miras a lo venidero ni añoranzas de lo que fue, mis versos quieren ensalzar la actual visión porteña, la sorpresa y la maravilla de los lugares que asumen mis caminatas. Semejante a los latinos, que al atravesar un soto murmuraban “Numen Inest”. Aquí se oculta la divinidad, habla mi verso para declarar el asombro de las calles endiosadas por la esperanza o el recuerdo.

Sitio por donde discurrió nuestra vida, se introduce poco a poco en santuario (162-164)[2]

Borges propone la ciudad como heredad y nicho espiritual, lugar de misterio abonado por los habitantes y que debe ser descifrado por el poeta; así, eleva la gente y los espacios de Buenos Aires a un nivel simbólico. La imagen de la ciudad, que parece ilusión, despierta resonancias en su memoria y sus sentidos: patios, casas, portones, estatuas, plazas, cementerios, avenidas, calles, esquinas, terrazas, contienen un enigma que liga al poeta-caminante con su entorno y a ambos con el cosmos. Los dos primeros versos de Fervor dicen: “Las calles de Buenos Aires / ya son la entraña de mi alma” (Las calles).

Además del sentido corporal de los versos, es evidente el abandono de todo tipo de lenguaje suntuoso; el léxico simple muestra la manera como el poeta construye el sentido profundo de su texto a partir de palabras sencillas, sin ceder a la pomposidad absurda o a la súplica patética. Borges anota en “A quien leyere”:

Acerca del idioma poco habré de asentar. Siempre fue perseverancia en mi pluma -no sé si venturosa o infausta- usar de los vocablos según su primordial acepción, disciplina más ardua de lo que suponen quienes sin lograr imágenes nuevas, fían su pensamiento a la inconstancia de un estilo inveteradamente metafórico y agradable con flojedad[3]

El hecho de que el primer Borges confía más en la imagen efectiva que rara, acompaña la capacidad para descomponer las visiones eróticas que lo invaden; versos donde se matizan la angustia, la desesperación, la simpleza sentimental, sin excluir el gozo, la esperanza o la sensualidad, pues los poemas de este período también están situados en el mundo de los sentidos[4]. A partir del procedimiento que suma el lenguaje claro y la expresión de las emociones, Borges hace familiar su temperamento erótico, su carácter vital. La seguridad expresiva corresponde a la enunciación escrupulosa del placer, la palabra limpia, a la expresión mesurada de la sexualidad:

Todo -honesta medianía de las casas austeras,

travesuras de columnitas y aldabas,

tal vez una esperanza de niña en los balcones-

se me adentró en el corazón anhelante

con limpidez de lágrima.

(Fervor, “Calle desconocida”)

El diminutivo “columnitas” ayuda a que la visión -que sigue uno de sus movimientos preferidos- sea más íntima: de un plano general (la casa), se va a uno cada vez más particular e íntimo (columna-aldaba-balcón-niña-corazón-lágrima). La niña, su carga de hermosura y presagio, emerge como un puente entre lo concreto y lo sentimental; su presencia simula desaparecer entre las honduras de la casa, pero se convierte en el lazo que une lo externo y lo interno, afirmando la sensualidad cautelosa de estos versos, que consiguen captar la atención de un aspecto clave: el poeta no escamotea, sino que intuye la visión de la niña, el umbral donde ella está le permite relacionarla con el resto de la casa. Esta imagen es pasiva en el plano sensual, pero tiene que ver con otras de mayor fuerza verbal y con un perfil erótico más acentuado:

(Al salir vi en un alboroto de niñas

una chiquilla tan linda

que mis miradas enseguida buscaron

la conjetural hermana mayor

que abreviando las prolijidades del tiempo

lograse en hermosura quieta y morena

la belleza colmada

que balbuceaba la primera).

(Fervor, “El jardín botánico”)

Estos versos exceden el aspecto lúdico. El lector va hacia un lugar en el que se acumula la belleza y la sensualidad. Una vez más, parecen versos conservadores, pero hay una fuerza erótica que los marca. La suave sensación que transmite la escena, su plasticidad, la niña que contiene el brote del rostro y de la belleza morena de la mujer, la algarabía, el duelo de las miradas, forman un conjunto que imprimen al texto su carga emotiva. La sensualidad que expresa no es resultado de la exaltación amorosa; sugieren, a cambio, un deseo más fino, reflexivo, en el que se celebra -con cierto sobresalto- el paso que va de la belleza germinal, infantil, a la “belleza colmada”, plena. En este confín que casi escapa a la percepción, en ese límite que diferencia la emoción de la pasión, está el misterio de la visión poética en el joven Borges:

Emerson era - dice Borges a O. Ferrari- un poeta intelectual, desde luego. Y no un poeta apasionado, yo diría que no...pero, quién sabe si la pasión es un elemento necesario en la poesía. Puede haber un tipo de poesía, bueno, si uno piensa en Pope, si uno piensa en Boileau, no son poetas mayormente apasionados, pero son poetas [...] De modo que no sé hasta donde la pasión es necesaria. Ahora, la emoción sí, desde luego, sin emoción no se concibe la poesía.

Pero sin pasión puede ser, hay un tipo de poesía así, de poesía fresca, intelectual; de poesía muy lúcida; así, escrita por un hombre muy inteligente, pero no muy apasionado, no necesariamente apasionado (1999, 84).

Borges se reconoce en estas coordenadas: poesía emotiva, diálogo entre el sosiego y la concentración. A la acumulación de versos en los que prevalece la manifestación concreta del deseo, Borges opone una palabra casi en sordina, como si fuera un poeta sin conciencia amorosa, poco elocuente y de palabras lánguidas. Por el contrario, abandonar la estética de la vanguardia en la década de los años veinte, cuando era uno de sus principales impulsores, significó una nueva transformación del lenguaje: “La difícil y oblicua inscripción -dice R. Olea Franco- de la primera escritura de Borges dentro del ultraísmo argentino de la década de 1920, una de la vertientes que adoptó el vanguardismo, resulta obvia en su casi inmediato rechazo de esa corriente. Ya en 1925, en Inquisiciones, Borges habla del ultraísmo en tiempo pasado, como si fuera una escuela superada del todo” (163). Esto explica por qué Góngora y Darío le hayan parecido en 1923 -momento de total entusiasmo por las vanguardias- poetas verbosos: demasiadas palabras para lograr su propósito. Así pues, Borges se declara amante del léxico exacto y de las emociones mesuradas:

Cómo no malquerer -dice en el prefacio de Fervor- a ese escritor que reza atropelladamente palabras sin paladear el escondido asombro que albergan, y a ese otro que, abrillantador de endebleces, abarrota su escritura de oro y de joyas, abatiendo con tanta luminaria nuestros pobres versos opacos, sólo alumbrados por el resplandor indigente de los ocasos de suburbio. A la lírica decorativamente visual y lustrosa que nos legó don Luis de Góngora por intermedio de su albacea Rubén, quise oponer otra, meditabunda, hecha de aventuras espirituales.

El tono enfático revela la confianza en la poesía reflexiva como garantía de un orden estético más amplio, pero sin excluir, sin ignorar el gozo. Borges comprende que sus “aventuras espirituales” quedan despojadas de sentido humano si pierde de vista el valor de las emociones. En esa medida, el despoj amiento al que somete el lenguaje es una renuncia arriesgada, una tentativa por expresar lo esencial, lo definitivo de su experiencia como poeta: “Hay críticos -dice Guillermo Sucre- que ya resultan más borgianos que el propio Borges, por el exagerado gusto de los ‘laberintos del espíritu’, han extremado tanto las sutilezas que no es aventurado pensar en el malentendido o en la aberración. El mito de un Borges esotérico, extraño alquimista del lenguaje, inteligencia suprema y calculadora de los más mínimos detalles de su obra, no pasa de ser elaboración de cenáculos y hasta perversión literaria” (14).

Es posible, pues, reconocer en el joven Borges una palabra sucinta, cuya urdimbre erótica es finísima. Fervor lo obligará a escoger entre el abanico de la estética de los años veinte, y sin renunciar del todo a sus propuestas -algunos poemas de este período son un bordado de imágenes vanguardistas-, su escritura carece de despliegues pomposos. El poema “Villa Urquiza” publicado en Alfar en 1926 -completamente distinto al aparecido en Fervor-, ejemplifica algunos de esos efectos:

Un huraño tranvía rezonga rendimiento

en la borrosa linde que los campos vislumbra

y una corazonada de lluvia apesadumbra

este domingo pobre de arrabal macilento.

Una que otra chicuela sonríe su contento

de posibles piropos en la acera y encumbra

un prestigio fiestero la placita que alumbra

con limpidez de luces el turbio dejamiento.

De golpe un organito profundiza la tarde

publicando en arranque de sonido viviente

lo que en las hondonadas del corazón nos arde:

urgencia de ternura, esperanza vehemente,

carne en pos de la carne con silencio cobarde:

burdo secreto a voces que unifica la tarde.

(El joven Borges poeta, 19-20).

¿De dónde viene la belleza de este soneto de alejandrinos? No viene de una carga metafórica exagerada, el poema está lejos del virtuosismo, tampoco se enfatiza un problema sentimental inmenso o una absoluta plenitud sexual. No es un texto cosmopolita, hedónico, impactante, místico o hermético. Su golpe de luz es simple; a pesar del argumento modesto y de su léxico estereotipado -el tranvía, la chicuela, los piropos, la acera, la placita, el corazón- hay un espacio erótico en que la ternura, la carne y la tarde se compenetran. El deseo y el cosmos se unifican, la “urgencia de ternura” de la carne se complementa con lo no humano de la tarde; en consecuencia, el soneto revela que la fuerza erótica es el brillo que va poblando seres y universo.

De manera parecida, la escena en “Ciudad” es de desamparo, vivencia común a cualquier individuo: el tedio en las calles, la densidad de las sombras que impiden cualquier acomodo, la tarde consumada sobre la multitud; pero el erotismo de los cinco versos finales pone al conjunto muy cerca de la conmoción sentimental:

Anuncios luminosos tironeando el cansancio.

Charras algarabías

entran a saco en la quietud del alma.

Colores impetuosos escalan las atónitas fachadas.

De las plazas hendidas

rebosan ampliamente las distancias.

El ocaso arrasado

que se acurruca tras los arrabales

es escarnio de sombras despeñadas.

Yo atravieso las calles desalmado

por la insolencia de las luces falsas

y es tu recuerdo como un ascua viva

que nunca suelto

aunque me quema las manos.

(Fervor, “Ciudad”)

El recuerdo salva la reflexión del caminante y el poema abandona su tono quejumbroso hasta alcanzar la tensión de esa sensualidad mesurada pero, al mismo tiempo, intensa. Sorprende la irrupción del recuerdo “tu” que cierra el poema: “y es tu recuerdo como una ascua viva / que nunca suelto / aunque me queme las manos”; aunque será en esa caricia de fuego, en ese ardor inextinguible, ingrimo, donde se deberá buscar la riqueza erótica que mueve esta “Ciudad”. El espacio urbano es hostil, el mundo exterior está nutrido de imperfecciones, la nebulosidad de la calle parece impedir el surgimiento de la visión poética, pero (como en “Villa Urquiza”) el matiz erótico conjura el desasosiego en el mundo.

Tarde, pampa, deseo

Leer al joven Borges implica que el aire de contención amorosa que cae como sentencia sobre Fervor, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, corresponde a una crítica que no alcanza a determinar cómo el erotismo se manifiesta en estos poemarios. En contraste, Borges hace de la tarde el lugar donde puede brotar el deseo; la tarde tiene la transparencia absoluta y la textura que le otorgan su aura erótica. Enfrentada a la noche romántica, topos por excelencia donde los amantes se encuentran, se aman, se rechazan, Borges la transforma en el lugar que reproduce la intensidad del deseo sexual. En “Sábados” -hermosa silva del desamor dedicada a su novia Concepción Guerrero[5]- el poeta representa la tarde en correspondencia con el amor diluido. La tarde y el amor no se pueden apresar; en esa medida, imponen su fatalidad al que está solo ante la fugacidad del deseo:

No hay más que una sola tarde

la única de siempre.

Aquí está su remanso. Las palabras

no logran arraigarse en su paraje

y se escurren como agua.

El corazón refleja

tus labios que una noche serán besos

y mis ojos abiertos como heridas

habrán de sostener otros lugares.

Te traigo vanamente

mi corazón final para la fiesta.

En un modo a la vez típico y brillante, Borges elimina cualquier rasgo decorativo. La tarde está aquí como presencia que explica la desazón; no es una pieza más, tiene una importancia viva, invasora. Al mismo tiempo, el amor se le asemeja por su sentido perecedero, inasible: tarde y amor son los elementos que se encuentran para magnificar la solemnidad, la soberanía y el carácter voraz, luctuoso del enamoramiento. Continúa Borges en “Sábados”:

A despecho de tu desamor tu hermosura

prodiga su milagro por el tiempo.

Está en ti la ventura

como la primavera en la hoja nueva.

Quedamente a tu vera se desangra el silencio.

Ya casi no soy nadie,

soy tan solo un anhelo

que se pierde en la tarde.

En ti está la delicia

como está la crueldad en las espadas.

Las palabras en “Sábados” resultan capaces de contener la fuerza del deseo cuando se desmorona y sólo es dolor, es decir, la plenitud del amor, ahora rota. La energía erótica que está desplegada es innegable:

Nuestras dos soledades en la sala severa

se buscan como ciegos.

Acallando palabras momentáneas

hablan la angustia y tu pudor y mi anhelo.

Sobrevive a la tarde

la blancura gloriosa de tu carne.

En nuestro amor no hay algazara,

hay una pena parecida al alma.

“Sobrevive a la tarde / la blancura gloriosa de tu carne”: versos fundamentales para entender la simbiosis que Borges hace entre la tarde y la carne, el lazo establecido entre la carne y el cosmos. La carne es más numinosa que la tarde, porque para el enamorado el cuerpo deseado tiene una luz que la tarde desconoce. En estos versos hay eco de Rubén Darío -“¡Carne, celeste carne de la mujer!”-; un simil de filiación vanguardista: “Nuestras dos soledades en la sala severa / se buscan como ciegos”, pero la decisión estética de Borges hace que su estilo dependa menos de la palabra lujosa y excepcional que de un decir conciso, más cercano a la sencillez que al misterio: “El despojamiento del lenguaje -dice G. Sucre- que (la poesía de Borges) persigue no es sólo tentativa de ascesis interior; también el mundo se ve así reducido a sus formas esenciales. El reencuentro con las metáforas más simples y aun triviales, nos sitúa ante la búsqueda de una permanencia: la inevitable confrontación del hombre con su propio destino” (149).

Quizás por eso, la tarde tiene una carga fatal y en su uso simbólico se puede intuir esa densidad capaz de alterar y doblegar las emociones. En los poemas de este período, implica cierto principio seductor, una forma dominante cuyo propósito final consiste en exponer los sentidos. A propósito, dice Borges en Inquisiciones (1925):

Queda el atardecer. Es la dramática altercación y el conflicto de la visualidad y de la sombra, es como un retorcerse y un salirse de quicio de las cosas visibles.

Nos desmadeja, nos carcome y nos manosea, pero en su ahínco recobran su sentir humano las calles [...] La tarde es la inquietud de la jomada, y por eso se acuerda con nosotros que también somos inquietud [...] Ante esa indecisión de la urbe donde las casas últimas asumen un carácter temerario como de pordioseros agresivos frente a la enormidad de la absoluta y socavada llanura, desfilan grandemente los ocasos como maravilladores barcos enhiestos. Quien ha vivido en serranía no puede concebir esos ponientes, pavorosos como arrebatos de la carne y más apasionados que una guitarra (1994, 88-89).

En Borges, la tarde irradia sensaciones que no son periféricas sino “como arrebatos de la carne”; es una fuerza espacial inscrita en el mismo lugar donde el hombre dispone de las emociones que le permiten transformar el mundo. No es, entonces, que no haya erotismo en el primer Borges, sino que éste se alienta en figuraciones particulares, surgidas, sin embargo, de un entorno que tiene la intensidad de lo camal. Cuando escribe “retorcerse”, que la tarde “desmadeja”, “carcome”, “manosea”, y que los ponientes son como “arrebatos de la carne”, más “apasionados” que una guitarra, logra que el imaginario de tipo erótico se imponga y transmute la tarde en el lugar que disuelve el placer de los sentidos.

La tarde está dispersa entre formas de intensidad poética diferentes, no obstante su aura sensual:

He aquí una flor

llamada caña de ámbar.

Es recuerdo querido de una tarde

en que me dio su boca una palabra

dichosa como un beso.

(Fervor, “Caña de ámbar”)

 

El poniente que no se cicatriza

aún le duele a la tarde.

Los cobres temblando se acurrucan

en las entrañas de las cosas.

(Fervor, “Campos atardecidos”)

La tarde en un contexto erótico se prolongará en Lima de enfrente. La nitidez de las imágenes que Borges logra en su segundo libro tiene consecuencias admirables, pues legitima su poética como un mecanismo poderoso de percibir la escritura. El joven escritor se zambulle en la palabra esencial, sutil, con ello logra que el gozo, el dolor y la hermosura sean visibles desde “la llaneza criolla en el decir”, que rechaza la elocución elaborada o, por lo menos, las experimentaciones radicales. Luna de enfrente es un poemario amoroso: los lugares de Buenos Aires, los pensamientos, los adioses se consagran, a la vez, como irremediables, tristes, encendidos, inmensos. Así, Borges consigue que la simbiosis entre la tarde y el deseo provoque un éxtasis mayor, sin desligar esa emoción de la vida cotidiana:

Tarde que socavó nuestro adiós.

Tarde acerada y gustadora y monstruosa cual un Angel oscuro.

Tarde cuando vivieron nuestros labios en la desnuda y triste intimidá de los besos.

Nos adunó la perfección del sufrir.

El tiempo inevitable se divulgaba sobre el inútil tajamar del abrazo.

Prodigábamos pasión juntamente, no a nosotros tal vez sino a la venidera soledá.

Yo iba saqueando el porvenir en tus labios aun no amados de amor.

Nos rechazó la luz: la noche vino con urgencia de grito. [...]

Como quien vuelve de una pradería yo volví de tu abrazo.

Como quien vuelve de un país de espadas volví de tu sollozado querer.

Tarde que se alza como sueño notorio entre la errante soñación de otras tardes,

(“dualidá en una despedida”, 14)

La luna nueva se ha enroscado a un mástil.

La misma luna que dejamos bajo un arco de piedra y cuya luz agraciará los sauzales.

La tarde es una corazonada de orilla.

En la cubierta, quietamente, yo comparto la tarde con mi hermana como un trozo de pan.

(“singladura”, 20)

El poema habla de un viaje marítimo y, en ese sentido, trasformador; el último verso es enigmático, pero de ese “trozo de pan” compartido, se alza la luz sensual que, quizás, cumple con las condiciones para el desarrollo erótico. Pero hay más. En Luna de enfrente, y como parte de la vocación criollista, el joven Borges presenta la Pampa como el lugar que trasmite sensaciones imprevisibles, cercanas a la ansiedad y al deseo. Para identificar la relación que hay entre los seres y esa escenografía dilatada, el paisaje desolado cobrará existencia, una vivacidad múltiple que penetra los sentidos. Imagen de un cuerpo en furor que agita el cuerpo del poeta:

Pampa:

Yo diviso tu anchura que cava las afueras,

Yo me estoy desangrando en tus ponientes.

Pampa:

Como esa voz del agua que alzan los desplayados,

Así de tu silencio viene un silencio grande

Que me desbanda el pecho en cada bocacalle [...]

Pampa:

Eres buena y de siempre como un Avemaria;

La llaneza de un patio colorado me basta Para sentirte mía.

(“al horizonte de un suburbio”, 11)

La ligera melancolía que se trasluce al hablar de la Pampa, antecede a la palabra que proyecta un continuo intercambio de imágenes de connotación sensual: “Yo diviso tu anchura que cava las afueras, / Yo me estoy desangrando en tus ponientes”. No son prosopopeyas sino, mejor, las imágenes reservadas a una mirada limpia y concentrada, como si la Pampa fuera, más allá de ese ritmo de encuentros y de espejismos, la piel admirable donde se esfuman las sensaciones. La profundidad emocional de esta serie continúa en “Los llanos”; ahora Borges indaga acerca de la reducción de las vivencias por el desencantamiento paulatino del llano. Libre de seducciones, de intensidades que atrapan, la magnificencia de la Pampa sólo existe como una forma de nostalgia; aún así, persisten las imágenes frenéticas que sirven para medir el efecto total del espacio añorado:

Aquella torpe vida en su entereza se encabritó sobre los llanos

y fueron briosa intensidad la espera de los combates ágiles

y la licencia atestiguando victorias

y el saquear desbocado

y la estrella caliente que trazan el varón y la mujer en juntándose

todo ello se perdió como la tribu de un poniente se pierde

o como pasa la vehemencia de un beso

sin haber enriquecido los labios que lo consienten.

Borges no puede ocultar que al escribir está hablando de sí; este poema sería parte del diario que nunca escribió y, en ese sentido, la furia intuida, posiblemente, se deslice de un desencanto rea 1. Con todo o, quizás, por eso mismo, este verso: “Y Ja estrella caliente que trazan el varón y la hembra en juntándose”, muestra la energía sensual, desnuda, que se diluía en su ser.

Infelicidad amorosa

La dimensión erótica en la poesía del joven Borges hace que sus primeros escritos sean patéticos cuando hablan de la frustración o de la desgracia amorosa. Pero de un enunciado infeliz, acaso ingenuo, no se puede deducir que la poesía de Borges, como he tratado de mostrar, no tiene contenido erótico o que en ella se soslayen las pasiones humanas. Así cuando el joven escritor declara en Luna de enfrente:

La remembranza de una antigua vileza vuelve a mi corazón...

Como el caballo muerto que la marea inflige a la playa, vuelve a mi corazón.

A una muchacha traté mal; no se si ella era buena, pero yo si se que era 1 linda.

Pobre de amor yo fui.

Sin embargo, las calles y la luna aun están a mi lado.

El agua sigue siendo dulce en mi boca y las estrofas no me niegan su gracia.

Siento el pavor de la belleza: ¿quién se atreverá a condenarme si esta gran luna

de mi soledad me perdona?

(“casi Juicio Final”, 28)

Borges se muestra, entre otras cosas, fiel a su tono interior a partir del cual la perspectiva de la belleza y el amor vacila entre la afirmación y la negación. “El pavor de la belleza” está en el umbral, lugar que parece excluir la felicidad, pero que configura un espacio en el que se confunden el amor y el desamor, la aceptación y la abominación. La preocupación del primer Borges es, pues, buscar la sensualidad y explicar que su figuración no está libre de los residuos que vienen a representar el “pavor” mortal de la belleza. Con versos de parecido desconcierto añade:

Este lugar es semejante a la dicha;

y no soy feliz.

El cielo está viviendo en plenilunio

y un portalejo me declara una música

que en el amor se muere

y con alivio dolorido resurge.

Mi oscuridá difícil mortifica la calma.

Tenaces me suscitan

la afrenta de estar triste en la hermosura

y el deshonor de insatisfecha esperanza.

(“por los viales de Nimes”, 38)

La promesa del amor sigue en Cuaderno San Martín (1929). Borges reintroduce el retrato de Buenos Aires: portones, aldabas, callejones, arroyuelos, cementerios. Testigo de una presencia casi espectral, infinitamente quieta, el joven poeta arranca de un cuajo las imágenes desoladas de la ciudad que se escapa:

Muchachas comentadas por un vals de organito

o por los mayorales de corneta fiestera

de los 64,

sabían en las puertas la gracia de su espera.

(...)

Las noticias de amor de las guitarras

no se perdían entre las esquinas rosadas

porque las noches eran calmas.

(“Elegía de los portones”, 17)

Es una especie de tristeza sin fin. La ciudad se esfuma, pero aun así no puede escapar a la posesión del poeta, que la fija con desesperación. Borges percibe en cada silueta que se evapora en el tiempo, un leve, casi mudo pacto de amor:

Los carros de costado sentencioso

franqueaban tu mañana

y eran en las esquinas tiernos los almacenes

como esperando un ángel.

Estas imágenes seductoras, simples y maravillosas, que nombran los sucesos como si fueran el relato trágico de una época, repercuten sin pausa en este Cuaderno, mostrando la complicidad que hay entre las visiones entrevistas y las emociones. Sin embargo, cierta nostalgia irremediable que contagia al Cuaderno y los dos poemarios iniciales, motivó, quizás, su expurgación y su condena: “Los primeros poemas de Borges -después corregidos por él mismo- era y son, puesto que no vemos la necesidad de olvidarlos, poemas en los cuales a veces aparecía una sensibilidad que, más tarde, por temor a caer en la sensiblería, Borges ha modificado de raíz. Se trata de los poemas que, en Fervor de Buenos Aires o en Cuaderno San Martín remiten a un mundo que puede ser ‘lindo’, que puede ser ‘grato’, en el cual la Pampa es buena ‘como el Avemaria’” (Xirau, 38).

“Promesa de ventura”, “cariñosas lomas orientales”, “nochecitas”, “novias besadoras”, “balconcitos”, “parecitas”, “balaustraditas”, son imágenes extremas que afectaron decisivamente la conciencia poética del joven Borges. En su crítica del segundo poemario de O. Girando, Calcomanías (1923), con expectación y temor, dice: “Es innegable que la eficacia de Girando me asusta. Desde los arrabales de mi verso he llegado a su obra, desde ese largo verso mío donde hay puestas de sol y vereditas y una vaga niña que es clara junto a una balaustrada celeste. Lo he mirado tan hábil, tan apto para desgajarse de un tranvía en plena largada y para renacer sano y salvo entre una amenaza de klaxon y un apartarse de transeúntes, que me he sentido provinciano junto a él” (88). Borges no disimula que el espectáculo, los fuegos de artificio de la vanguardia aún lo conmueven; pero, de hecho, refleja a lo largo de los tres poemarios inaugurales -y en la poesía posterior- la fe casi sacra en la escritura sencilla, en cuyo horizonte traducirá la dimensión del amor. Así, “A la doctrina de pasión de tu voz” -texto “bastante flojo”, decía Borges- es un poema de Cuaderno San Martín dedicado a Wally Zenner. Es extraño; sin embargo, constituye el esfuerzo infinito por reconciliar la pasión y la ausencia de la pasión:

Tu voz a la que deberíamos creerle todo,

es el sonido de la pasión del amor

¡ay de nosotros que la hemos escuchado sin

merecerla

y de tu voz que sabe más que tu vida! (31).

¿Por qué dice “nosotros”? En estos versos hay una atracción mesurada, que de pronto se trasmuta en declaración amorosa impecable; es una especie de oración que, quizás, explica el uso del “nosotros”, adecuado para expresar la emoción casi religiosa que, dado el caso, pertenecería a todos los individuos. Desde el título, el ritmo del texto va proyectando una energía erótica incesante, labrada con rigor y solidez inflexibles:

tu belleza está fuera del destino

y no quiere ser el centro de un mundo,

pero tu voz es la del poderío de la pasión

y anega las palabras que dice.

Es un párrafo conmovedor, desgarrado, que está más allá de la sensiblería porque se nutre con una palabra viva y pura, que permite excavar en la pasión. Sin embargo, más allá de las palabras, la voz de la pasión parece la única justificación válida de la existencia, como si el amor tuviese un sedimento, un conjunto de nervaduras, que el cúmulo de las palabras del lenguaje no puede descifrar.

En definitiva, en Fervor de Buenos Aires, Luna de enfrente y Cuaderno San Martín, Borges declara su acuerdo con la devoción amorosa, centelleante, a veces, escueta. Que sus poemas no estén inmersos en la voluptuosidad explícita o, como se podría esperar, no usen la desesperación como un impulso para manifestar el suplicio de la ausencia del amor, resulta para los críticos evidentemente decepcionante: “Borges es -dice S. Yurkievich- un poeta púdico. Además, no cree que las alternativas de su vida cotidiana, carente de novedad, puedan constituir pasto de poesía perdurable. Toda su experiencia personal nos la comunica esquivamente, a través de alusiones, muy tamizada. Unos cuantos poemas homenajean a una o varias amantes innominadas (...)• Casi nunca Borges da indicaciones físicas de la mujer. Tampoco su amor, desgravado de erotismo, queda exento de la depuración idealista. Como buen conceptista, se preocupa más por la razón de amor que por la presencia camal de la amada” (132).

El criterio de Yurkievich es despreciable. ¿Cómo sostener, justamente, que la vida corriente y el temperamento erótico de uno de los “fundadores de la nueva poesía latinoamericana” hayan sido superficiales, opacos? Estas opiniones sintetizan los prejuicios cuando se trata de interpretar la visión amorosa de Borges. El hecho es motivo de desatinos, como si un poeta fuera más o menos erótico, de acuerdo a la cantidad de visiones camales, jadeos violentos y muecas de placer que haya conseguido en sus encuentros. Al final, sale una vez más a relucir el desconocimiento profundo que se tiene sobre el placer y la afirmación erótica de un individuo. “A la doctrina de pasión de tu voz” continúa, desechando cualquier exhibicionismo:

Vida sin tarea de amor y voz en que el amor está

prometiendo,

qué decir de esa vida sino que espera

y que somos los atentos a su esperanza

y de esa voz, sino que viene del porvenir.

Pero nosotros ya sabemos que hay en la tierra

vocación de amor y presencia entera de la dicha:

sólo por haber oído tu voz (32).

Epifanía de la pasión; en suma, su soberanía, su revelación, un despertar sin cesar renovado. Así, pues, el joven poeta se deja invadir por la emoción del amor, y es inmensamente generoso, ya que intenta instaurar en la tierra la inefabilidad de la pasión, y combatir los sentimientos aniquiladores de la vida.

Cuando Borges regresa a la poesía con El hacedor (1960), alcanza la transparencia básica; no sorprende sino que constata su afinidad con la palabra sencilla: “Otro recuerdo, en el que también había una noche y una inminencia de aventura, brotó de aquél. Una mujer, la primera que le depararon los dioses, lo había esperado en la sombra de un hipogeo, y él la buscó por galerías que eran como redes de piedra y por declives que se hundían en la sombra” (11). Conjurando el amor, Borges roza sus visiones eróticas, muestra su sedimento, sus recodos, la sustancia cristalina de que están hechas, y reinicia un periplo esencial que lo lleva a escribir, ya en su vejez, textos eróticos hermosos y escalofriantes como “El amenazado” de El oro de los tigres (1972):

Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.

         Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La hermosa

máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. ¿De qué me servirán mis

talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las

palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la

serena amistad, las galerías de la Biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el

joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal,

el sabor del sueño?

         Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.

         Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta

a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas, pero la

sombra no ha traído la paz.

         Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de opio tu voz, la

espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.

         Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.

         Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.

         Ya los ejércitos me cercan, las hordas.

         (Esta habitación es irreal; ella no la ha visto).

         El nombre de una mujer me delata.

         Me duele una mujer en todo el cuerpo.

En El hacedor, además de “Delia Elena San Marco” (poema con nombre de mujer y un sensualismo sin engaños, leve, entusiasmado: “Desde la otra vereda volví a mirar; usted se había / dado vuelta y me dijo adiós con la mano”), Borges escribe dos versos que revelan su conocimiento del erotismo; dos líneas poderosas, irrefutables, que trascriben la vitalidad y, al mismo tiempo, la energía luctuosa que acompaña al encuentro de dos seres en toda su conmoción y desdicha. Se trata de Le regret d’Heraclite: “Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca / Aquel en cuyo brazo desfallecía Matilde Urbach” (108). Borges, entonces, buscará el límite de sus emociones en la mesura, el autocontrol, la sobriedad, lo conocible; no en el exceso, el desborde, el delirio, lo inconcebible, pues un poema erótico, despojado de tensiones extremas, reconoce el instante vertiginoso del amor, más allá de la fiesta de los sentidos.

Obras citadas

Borges, Jorge Luis. Textos recobrados 1919-1929. Buenos Aires, Emecé, 1997.

_, El otro Borges: entrevistas, 1960-1986. Reunidas por Fernando Mateo. Buenos

Aires, Equis, 1997.

_, El tamaño de mi esperanza. Buenos Aires, Seix Barral, 1993.

_, Inquisiciones. México, Seix Barral, 1994.

_, El hacedor. Buenos Aires, Emecé, 1960.

_, Cuaderno San Martín. Buenos Aires, Proa, 1929.

_, Luna de Enfrente. Buenos Aires, Proa, 1925.

_, Fervor de Buenos Aires. Buenos Aires, Serrantes, 1923.

Borges, Jorge Luis y Osvaldo Ferrari. Reencuentro: diálogos inéditos. Buenos Aires, Sudamericana, 1999.

Canto. Estela. Borges a contraluz. Madrid, Espasa-Calpe, 1989.

García, Carlos. El joven Borges poeta. Buenos Aires, Corregidor, 2000.

Orbe, Juan. Borges abajo. Buenos Aires, Corregidor, 1993.

Olea Franco, Rafael. El otro Borges. El primer Borges. México, El Colegio de México/F. C. E., 1993.

Rodríguez Monegal, Emir. Borges una biografía literaria. México, F. C. E., 1987.

Sorrentino, Femando. Siete conversaciones con Jorge Luis Borges. Buenos Aires, El Ateneo, 1996.

Sucre, Guillermo. Borges, el poeta. Caracas, Monte Avila, 1967.

Xirau, Ramón. Poesía y conocimiento. México, El Colegio Nacional, 1993.

Yurkievich, Saúl. Fundadores de la nueva poesía latinoamericana. Barcelona, Barral, 1978.

Notas:

[1] Candidato a Doctor en Literatura Hispánica de El Colegio de México, donde también realizó su Maestría en Literatura Hispánica, además es Magíster en Literatura, Pontificia Universidad Javeriana y Licenciado en Literatura y Lengua Española de Universidad del Cauca. Este artículo hace parte de la investigación doctoral que esta realizando, y cuyo eje central es el estudio de la poesía argentina del siglo XX. E-mail: erasomario@hotmail.com

[2] “A quien leyere”, Fervor de Buenos Aires. (1923) -Edición de autor-. De aquí se toman las citas, señalando entre paréntesis el nombre del poema; respeto los acentos y la disposición tipográfica de los versos. La edición original de Fervor no tiene foliación. El prefacio está incluido en: Jorge Luis Borges, Textos recobrados 1919-1929 (1997).

[3] Esta opinión parece contradecir otras que hizo después. La anécdota más conocida habla de un diccionario de argentinismos que usó en la elaboración de sus primeros poemas: “Sí. La verdad -dice Borges a Femando Sorrentino- es que para llegar a escribir de un modo más o menos aseado, de un modo más o menos decoroso, he necesitado llegar a los setenta años. Porque hubo una época en que [...] pensé que tenía el deber de ser argentino. Entonces adquirí un diccionario de argentinismos, me dediqué a ser criollo profesionalmente, hasta tal punto, que mi madre me dijo que no entendía lo que yo había escrito, porque ella no conocía el diccionario ese y hablaba como una criolla normal” (Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, 1996,191). El comentario de Borges se refiere, en especial, a la escritura de dos poemas de Luna de enfrente: “La fundación mitológica de Buenos Aires” y “El general Quiroga va en coche al muere”. Sin embargo, en la mayoría de los poemas de la época es considerable la presencia de palabras comprensibles; está claro que Borges no pretendía sorprender al lector con metáforas ultraístas o exhibir su virtuosismo, sino que estaba convencido de la eficacia del lenguaje directo, aunque tampoco haya rechazado totalmente el aire vanguardista de la época. Por su parte, Carlos García comenta que el ejemplar del Diccionario de argentinismos de Segovia (1911) usado por Borges: “se conserva en la Colección Borges de la Fundación San Telmo” (El joven Borges poeta, 2000,119).

[4] Como en la obra poética de Borges no hay voluptuosidad explícita, parecería que el placer de los sentidos estuviera reducido al mínimo. Esto ha llevado a que los críticos acepten, como si de un lugar común se tratara, la completa falta del placer camal en su obra. Por esta razón, Juan Orbe analiza las líneas expresivas que relacionan la escritura de entreguerras de Borges, con diferentes partes del cuerpo: cerebro, boca, garganta, tronco, visceras, ano, buscando completar la imagen intelectual de Borges, con otra más cercana a la condición corporal: “En vida de Borges -dice Orbe-, escritores, críticos y lectores pueden diferir en otras áreas pero en una parecieran estar de acuerdo: a la poética de entreguerras hay que buscarla en las ‘orillas’, en las ‘máscaras’, en la práctica de la ‘anacronía’, en el ‘exceso textual’ o en un joven que de a poco comienza a madurar. ¿Una poética en laberintos fétidos o en el cuerpo de letrinas? Esto no tiene ninguna relevancia, al punto que ni siquiera hace falta mencionarlo” (Borges abajo, 1993:25).

[5] “Sábados” hace parte de Fervor. Quizás, la primera pareja importante para Borges fue Concepción Guerrero, a quien conoció en 1922. A pesar de la oposición de las dos familias, formalizaron un noviazgo que duró cerca de tres años. Cecilia Ingenieros, Estela Canto, Elsa Astete Millán, María Ester Vásquez y María Kodama, completan el cuadro de mujeres que compartieron el mundo sentimental de Borges. ¿Estuvo solo, Borges, entre tantos amores?

 

Mario Eraso
Publicado, originalmente, en Cuadernos de Literatura, Bogotá (Colombia), 11(21): julio - diciembre de 2006 (97-114)

Link del texto: http://revistas.javeriana.edu.co/index.php/cualit/article/view/6663

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