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Cuento de María Virginia Emma

La sutil ferocidad de lo ausente


Estas páginas le dan la bienvenida a esta autora local que se dedica desde hace años a su escritura sin desvelarse por publicar. El claroscuro y lo sugerente de este texto se ajustan al deseo devastador de aquello que está ausente. Una atmósfera envolvente que nos abraza a los lectores como una sombra; un contorno generado por esa luz lejana que tantas veces es el amor.

 

Poco a poco se vuelve del amor. Atravesando un territorio extenuante. Caminando sobre una bruma que se descorre y devela el mundo abrigado del alma propia. Yo retornaba, cansadamente, y deseando el final del viaje, con llanto aún y herido, como un animal salvaje condenado por instinto a librar una batalla implacable. Así volvía, sin armas ya y con el cuerpo aliviado de su peso. Brutal peso de la alegría y el encantamiento, brutal peso de la ausencia. Y fue entonces, en medio de aquella pesadumbre, que su sombra larga se perfiló sobre el fondo de la calle.

No hubiese querido verla jamás. Debí seguir mi camino, arrancarla de mis ojos, huir. Pero era tarde. Me detuve en medio de la calle y extendí la mano. Amparado en el inquietante artilugio de la distancia, toqué la sombra adorable. Era negra y precisa. Con la punta de los dedos recorrí el talle, la falda, la calavera redonda. Ella giró hacia mí. ¿Sintió acaso mi caricia, el deseo furtivo? Escondí la mano en el bolsillo de mi abrigo y caminé. Cuando llegué a su lado su cuerpo era tan intenso como su sombra. Me miraba recortada contra la luz de una vidriera y no tenía matices ni relieves. ¿Nos conocemos? preguntó, respondí que no, que nunca la había visto. Por cierto le mentí, yo había visto su silueta encantadora al final de la calle. Entonces acompáñeme al bar, invitó, y señaló el lugar del que provenía la luz que la ocultaba. La seguí sin responder y pidió vino tinto. Tráiganos una jarra, ordenó, y un vaso y una taza, blanca, con asa. Miré su cuerpo de sombra envuelto en el humo de un cigarrillo. Debí seguir mi camino, pensé y serví el vino. Llevó la taza hasta su boca y la vació de una sola vez. Tiene por hábito tocar sombras, dijo. Y volví a mentirle porque temí que pensara que no era capaz de ser feliz. Usted necesita bailar, afirmó y se puso de pie a mi lado. Corrí la silla y la tomé por la cintura, ella apoyó las manos sobre mis hombros y descansó su cabeza en mi pecho. Comenzamos a girar lentamente en medio del silencio y el humo y sentí su cadera delgada, balancearse bajo mi abrazo. Seguimos bebiendo y bailando la noche entera. Cada vez la envolví con más intensidad, como si fuese una ofrenda sustraída del sueño de otro, un gesto impune, descarado. Le dije que la amaba más de una vez y, cada vez, se enlazó a mí como un niño pequeño y leve. El amanecer la encontró en mi falda, dormida y liviana, ebrios los dos, como flores sumergidas en una botella de alcohol. Déjenos aquí, pedí al mesero y debió ser su cuerpo bajo un rayo de sol lo que lo conmovió. Cuando desperté la luz del bar alumbraba la mesa. Escuché ruido de voces, de vidrio y de líquido vertido. Ella ya no estaba sobre mi falda ni de pie junto a mí. Yo no he visto nada, respondió el mesero y pedí una jarra de vino tinto. La bebí toda, esperando. El tiempo se deshizo en mi cuerpo incrédulo y cansado. Me levanté dejando un billete bajo una taza, blanca, con asa. Salí a la calle y caminé. Atravesé un territorio extenuante, caminé bajo el peso brutal de la ausencia, como un animal salvaje condenado por instinto a librar una lucha implacable. Y fue entonces que una sombra, larga, adorable, se perfiló sobre el fondo de la calle. Yo no hubiese querido verla jamás, sin embargo, en el artilugio inquietante de la distancia, levanté los dedos y la toqué.

María Virginia Emma
La ciudad ficcional
Diario Puntal de Río Cuarto
20 de junio de 2010

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