Yo, Augusto Roa Bastos
por Tomás Eloy Martínez

En esta entrevista inédita, realizada en 1978, el gran escritor paraguayo, fallecido el 26 de abril último, habla de su familia, su niñez y su obra

 

Entre mayo y junio de 1978, Ángel Rama -uno de los ensayistas fundamentales de América latina- convocó en Caracas a una reunión multitudinaria de escritores y críticos para lanzar una de las mayores empresas de su vida: la Biblioteca Ayacucho, destinada a publicar, con el patrocinio del gobierno de Venezuela, los clásicos de la literatura del continente.

Augusto Roa Bastos, que vivía entonces en Toulouse, Francia, llegó el segundo día de las reuniones con su esposa Iris Giménez y con Francisco, Tikú, su hijo de dos años. No nos veíamos desde al menos diez meses atrás, cuando nos habíamos encontrado en París, y yo aún no conocía a Iris.

Durante aquellos meses yo andaba perdido en los tumultos de una mudanza, entre cajas llenas de ropas desordenadas y libros que jamás aparecían cuando los buscaba, de modo que no tenía casa donde recibir a los Roa Bastos cuando decidimos pasar un domingo juntos, contándonos las historias del exilio.

Iris estaba ávida por conocer las desventuras que habíamos vivido cuando éramos libretistas de cine. Sobre todo, quería que me detuviera en los tiempos en que su marido había escrito Yo el Supremo, sobre los cuales yo nada prefería decir, porque quien más había sostenido entonces a Roa Bastos era Amelia Hannois, su compañera anterior, y no iba a revelar intimidades que no me pertenecían.

Iris estaba embarazada de su segundo hijo y le costaba desplazarse, de modo que preferimos quedarnos en la suite de los Roa, en el hotel Avila, al pie de la imponente cordillera caraqueña. Al mediodía descendió un calor húmedo, de un espesor casi táctil. Sentados en las sillas de mimbre del balcón, le conté a Iris la luna de miel de los padres de Augusto en la laguna de Ipacaraí -tal como se la había oído contar a él-, y desde allí fuimos abriéndonos a otras historias de la infancia de Roa, sobre cuyas rodillas cabalgaba Tikú.

La conversación empezaba cuando Ángel Rama pasó a saludar y, enterado de lo que estábamos hablando, hizo que nos trajeran un grabador. Le prometí a Iris que transcribiría las cintas y se las enviaría a Toulouse, pero por algún azar se confundieron con los papeles de la mudanza y las perdí de vista. Las encontré hace pocos meses en una caja de fotos viejas que yo había transportado de un lado a otro y que seguía sin abrir. La voz de Roa Bastos vuelve a fluir allí, cálida y viva, desmintiendo a la muerte.

-Mi padre se llamaba Lucio, mi madre Lucía. La semejanza entre los nombres es como una metáfora de la relación que vivieron: serena, armónica, profunda. El matrimonio duró cincuenta años, sin que el tiempo del amor pasara nunca.

-Lucio murió en 1976, mucho más tarde que Lucía, pese a que le llevaba veinte años, ¿no?

-Sí, mi padre tenía noventa y cinco al morir. ¿Les conté alguna vez que llegó a recibir las órdenes menores en el seminario de Asunción? Pues sí. Cuando descubrió que el sacerdocio no era su camino, colgó la sotana y se metió en el obraje, en el monte, a talar la madera. Salió de allí comido por la leishmaniosis, una especie de lepra parasitaria que tardó mucho tiempo en curársele y que reapareció sesenta años después, en vísperas de la muerte.

-Lucio era en cierto modo Gaspar Rodríguez de Francia, el Supremo: seminarista apóstata y, como él, hombre tocado por las infecciones de la selva. ¿Nunca pensaste que la literatura era un modo de vivir vicariamente la vida de tu padre? La tala de la madera y el rigor de los obrajes pertenecen tanto a Lucio Roa como a los personajes de El trueno entre las hojas.

-Sí, puede ser. Pero el recuerdo del aroma de la madera y la idea de que los árboles son personas me pertenecen a mí nomás. Cierta vez -tendría yo cinco años- le pregunté a mi padre qué sentía cuando derribaba árboles con el hacha. Nunca me contestó. Los árboles no hablan, y nadie oye el lamento de las vetas y de las nervaduras. Traté de resolver el enigma en Yo el Supremo, al sugerir que no hay peor encierro para un hombre que la médula de un árbol.

-Otra de tus obsesiones, ¿no?: la inmovilidad como un afluente de la muerte.

-Así es. Yo sentía la terrible inmovilidad de árboles como el mazaré, especie ya casi extinguida en el Paraguay (como los sequoia de California), que al ser golpeados con el hacha sonaban con la dureza de los lingotes de hierro. Tal vez aquella fibra invencible del árbol (adviértase, sin embargo, cómo los invencibles son los que se extinguen primero) y su terrible quietud me indujeron, sí, a pensar en la muerte.

-Pero junto a la fijeza de los grandes árboles, el Paraguay tiene también la movilidad de sus muchos ríos. Y las aguas, la muerte, los árboles son figuras tan vivas en tu obra que hasta aparecen en los nombres de tus libros: Madera quemada, El trueno entre las hojas, Moriencia, Los pies sobre el agua.

-Es cierto. Aparte de la India, ningún país en el mundo es tan irrigado como el Paraguay. Sobre todo la región oriental, que es la cara opuesta del Chaco boreal, ese desierto prehistórico que alguna vez fue el techo de un mar.

Días de escuela en Iturbe

-¿Tu padre era un hombre de lecturas o sólo un hombre de acción?

-Las dos cosas. Los primeros libros que leí eran sus libros: los clásicos españoles (Quevedo, Cervantes) y las Confesiones de San Agustín, una obra que él conocía de memoria y que había determinado el fin de su vocación religiosa.

-Debías de ser un personaje extravagante para tus maestros paraguayos.

-No tuve maestros. No fui a la escuela. Mi padre no lo permitió. Uno de los prejuicios equivocados de mi padre fue prohibirme que aprendiera el guaraní. Por supuesto, lo primero que hice fue aprenderlo. Sucedió bañándome en el río con los chicos de mi edad en Iturbe, el pueblito donde vivíamos.

-Naciste en Asunción. ¿Cuándo te llevaron a Iturbe?

-A los pocos meses. Iturbe era un amontonamiento de ranchos en la selva. Hacia 1910 o 1912 se había instalado allí el ingenio azucarero donde mi padre se enganchó como peón. Quiso conocer cualquier extremo de la vida, desde la disciplina severa del seminario hasta la disipación de los prostíbulos. Y era sagaz para medir a la gente. Cuando estaba de buen ánimo, solía decirme: "Usted tiene dos caminos por delante, m´hijo. O va a ser un gran hombre o un gran criminal".

-En cualquiera de los dos casos, confiaba en tu grandeza.

-Yo prefería ser un gran criminal. Podía identificarme con un asesino.

-Dijiste que tu padre había convertido la casa en una escuela. ¿Te enseñaba siguiendo algún método?

-Mi hermana y yo debíamos someternos a un horario muy riguroso: después de la siesta, de cinco a seis de la tarde. La clase duraba una hora. En una habitación especial de la casa, mi padre, que era un excelente ebanista, puso los bancos que él mismo había fabricado, con ranuras para los lápices y pequeños fosos para los tinteros. Afuera había una bandera que izábamos a la hora de clase y una campana hecha con un pedazo de riel. Yo sentía que había nacido para no trabajar. Me gustaba estar en un catre, a la intemperie, bajo las viñas y contemplar la limpieza del cielo, las estrellas, el paseo de las nubes.

-Hasta ahora, no has nombrado a tu madre ni una sola vez.

-Ella no era un personaje opaco, para nada. Hija de un portugués y una francesa, sigo viéndola en el recuerdo como una mujer bellísima, de ojos azules y cabellos rubios: aérea, ingrávida. Antes de casarse había tenido un buen pasar. Leía la Biblia infatigablemente, pero su libro favorito era una versión condensada de las tragedias de Shakespeare hecha por Charles Lamb. Lo tenía en la mesa de luz y yo, a escondidas, iba devorando el libro, todos los días un poco. Así, en medio de la selva, mi infancia se fue poblando con las voces del rey Lear, de Otelo, de Cordelia, y sobre todo con la voz de Próspero, el protagonista de La tempestad.

-Próspero, el amo y señor de una isla, como el Supremo.

-Eso lo vi más tarde: la afinidad entre Próspero y el doctor Francia.

-Así, en plena infancia, se te empezaron a confundir las fronteras entre realidad y ficción.

-Y tanto, que yo veía a mi madre como una encarnación de todos los personajes mitológicos. Fue ella quien me impulsó a escribir, ¿sabías? En 1928, miles de paraguayos se concentraron cerca de la frontera con Bolivia, movilizándose para una guerra que no había sido decretada. Muchos murieron de hambre en el camino. Otros, los menos, consiguieron volver a sus casas a pie. Yo tenía entonces once años y en colaboración con mi madre escribí una obra de teatro que luego, a dúo, fuimos los dos representando por los pueblos para recoger algún dinero y dárselo a los soldados.

-Supongo que después debiste revalidar en Asunción lo que habías aprendido en tu casa, ¿no? Te he oído decir que, cuando saliste de Iturbe hacia la capital, te pusiste los primeros zapatos.

-Eran unos zapatos con suela de goma crêpe que yo andaba codiciando desde hacía mucho. Como a mi padre nunca le alcanzaba para comprármelos, ahorré durante más de tres años las monedas que me pagaban en casa por barrer o lavar los platos. Hice el viaje a Asunción en compañía de una mujer a la que me encomendó mi padre. De ella hablo en Hijo de hombre. Íbamos en un tren que se paraba junto a un zanjón cavado por los explosivos de alguna guerra. Desde ahí había que trasbordar a un segundo tren. La mujer viajaba con un chiquito de pocos meses, al que daba de mamar. Para el trasbordo tuvimos que esperar toda una noche a la intemperie. La mujer le ofreció uno de los pechos al hijito y yo me prendí del otro. Fue la primera vez que tuve una sensación erótica.

-¿No veías a tus padres durante todo el año?

-No los veía, pero estaba obligado a escribirles una carta por semana. Era un suplicio insoportable, porque yo no siempre tenía noticias que dar: algún dolor de muelas, alguna diarrea, alguna buena nota. Me resultaba difícil encontrar tema. De paso, me ha quedado una gran resistencia a la escritura de cartas.

-Lo que no parece haberte marcado es la vida de religión forzosa que llevaste en la casa del obispo Hermenegildo Roa, en Asunción.

-Porque era una vida muy abierta. Unos veinte sobrinos de monseñor compartíamos la casa: éramos muchachos de dieciocho a seis años, todos con una beca del colegio San José. Pero el más pobre de todos los que pasaron por allí fui yo. Tenía un solo par de medias y vivía muerto de hambre. Les hacía los deberes a los compañeros ricos a cambio de un quesito gruyère.

-El hambre, el ahogo, el encierro y la cercanía de la muerte son sensaciones que aparecen a cada paso en Hijo de hombre y en tus cuentos. ¿Dirías que tu paso por la casa de obispo pudo haber influido sobre eso?

-La influencia viene más bien del río de Iturbe donde nos bañábamos los muchachos. Siempre había troperos ahogados y uno de los juegos más frecuentes era buscarlos en el lecho fangoso. La primera vez que toqué a un muerto fue allí, en el fondo. Tendí las manos y palpé la cara del hombre. No he conseguido todavía que la sensación de muerte se me retire por completo de la yema de los dedos.

Contar historias

-Recuerdo cuánto temías a la muerte mientras escribías Yo el Supremo. Se te desencadenaron enfermedades, melancolías, malos sueños. ¿Sentías miedo de no poder terminar el libro? ¿Pensabas que no terminarlo era para vos una forma de muerte?

-Nadie muere antes de terminar su obra. Por lo tanto, si El Supremo iba en verdad a ser "mi obra", yo estaba seguro de que no moriría antes de escribir la última página o de que aun muerto la seguiría escribiendo. Durante aquella época (1970 a 1974) se acumularon las dificultades económicas, físicas y de relación de pareja. Fueron meses muy duros.

-Pero no negros.

-Sí, muy negros. El personaje del Supremo se había convertido para mí en un antagonista terrible. Habrás advertido que en la novela no hay voces sino una sola voz multiplicada, infiltrada en otros, que proviene de un ser al que jamás se retrata, salvo mediante el engaño de los espejos. Ese personaje va reproduciendo las voces de los otros, como un ventrílocuo, y es la sonoridad de lenguaje oral lo que va engendrando a las demás criaturas de coro.

-Aunque creíste siempre en el poder transformador de la palabra, desconfías del poder de la literatura.

-Es que hay poderes más contundentes y, sobre todo, menos exhibicionistas. Son poderes que se rigen por intereses materiales y que, por eso mismo, desdeñan la fuerza iluminadora de una literatura libre. Como latinoamericano, no estoy dispuesto a aceptar la literatura como un fin en sí mismo. Pienso que la literatura será siempre una mediación. Y que yo, cuando cuento una historia, estoy en el medio de algo, no en la cresta de la montaña.

por Tomás Eloy Martínez 
LA NACION (Bs. As., Argentina)
8 de mayo de 2005

 

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