Iris estaba ávida por conocer las desventuras que habíamos vivido cuando
éramos libretistas de cine. Sobre todo, quería que me detuviera en los
tiempos en que su marido había escrito Yo el Supremo, sobre los cuales yo
nada prefería decir, porque quien más había sostenido entonces a Roa
Bastos era Amelia Hannois, su compañera anterior, y no iba a revelar
intimidades que no me pertenecían.
Iris estaba embarazada de su segundo hijo y le costaba desplazarse, de
modo que preferimos quedarnos en la suite de los Roa, en el hotel Avila,
al pie de la imponente cordillera caraqueña. Al mediodía descendió un
calor húmedo, de un espesor casi táctil. Sentados en las sillas de
mimbre del balcón, le conté a Iris la luna de miel de los padres de
Augusto en la laguna de Ipacaraí -tal como se la había oído contar a él-,
y desde allí fuimos abriéndonos a otras historias de la infancia de Roa,
sobre cuyas rodillas cabalgaba Tikú.
La conversación empezaba cuando Ángel Rama pasó a saludar y, enterado
de lo que estábamos hablando, hizo que nos trajeran un grabador. Le
prometí a Iris que transcribiría las cintas y se las enviaría a
Toulouse, pero por algún azar se confundieron con los papeles de la
mudanza y las perdí de vista. Las encontré hace pocos meses en una caja
de fotos viejas que yo había transportado de un lado a otro y que seguía
sin abrir. La voz de Roa Bastos vuelve a fluir allí, cálida y viva,
desmintiendo a la muerte.
-Mi padre se llamaba Lucio, mi madre Lucía. La semejanza entre los
nombres es como una metáfora de la relación que vivieron: serena, armónica,
profunda. El matrimonio duró cincuenta años, sin que el tiempo del amor
pasara nunca.
-Lucio murió en 1976, mucho más tarde que Lucía, pese a que le
llevaba veinte años, ¿no?
-Sí, mi padre tenía noventa y cinco al morir. ¿Les conté alguna vez
que llegó a recibir las órdenes menores en el seminario de Asunción?
Pues sí. Cuando descubrió que el sacerdocio no era su camino, colgó la
sotana y se metió en el obraje, en el monte, a talar la madera. Salió de
allí comido por la leishmaniosis, una especie de lepra parasitaria que
tardó mucho tiempo en curársele y que reapareció sesenta años después,
en vísperas de la muerte.
-Lucio era en cierto modo Gaspar Rodríguez de Francia, el Supremo:
seminarista apóstata y, como él, hombre tocado por las infecciones de la
selva. ¿Nunca pensaste que la literatura era un modo de vivir
vicariamente la vida de tu padre? La tala de la madera y el rigor de los
obrajes pertenecen tanto a Lucio Roa como a los personajes de El trueno
entre las hojas.
-Sí, puede ser. Pero el recuerdo del aroma de la madera y la idea de que
los árboles son personas me pertenecen a mí nomás. Cierta vez -tendría
yo cinco años- le pregunté a mi padre qué sentía cuando derribaba árboles
con el hacha. Nunca me contestó. Los árboles no hablan, y nadie oye el
lamento de las vetas y de las nervaduras. Traté de resolver el enigma en
Yo el Supremo, al sugerir que no hay peor encierro para un hombre que la médula
de un árbol.
-Otra de tus obsesiones, ¿no?: la inmovilidad como un afluente de la
muerte.
-Así es. Yo sentía la terrible inmovilidad de árboles como el mazaré,
especie ya casi extinguida en el Paraguay (como los sequoia de
California), que al ser golpeados con el hacha sonaban con la dureza de
los lingotes de hierro. Tal vez aquella fibra invencible del árbol (adviértase,
sin embargo, cómo los invencibles son los que se extinguen primero) y su
terrible quietud me indujeron, sí, a pensar en la muerte.
-Pero junto a la fijeza de los grandes árboles, el Paraguay tiene
también la movilidad de sus muchos ríos. Y las aguas, la muerte, los árboles
son figuras tan vivas en tu obra que hasta aparecen en los nombres de tus
libros: Madera quemada, El trueno entre las hojas, Moriencia, Los pies
sobre el agua.
-Es cierto. Aparte de la India, ningún país en el mundo es tan irrigado
como el Paraguay. Sobre todo la región oriental, que es la cara opuesta
del Chaco boreal, ese desierto prehistórico que alguna vez fue el techo
de un mar.
Días de escuela en Iturbe
-¿Tu padre era un hombre de lecturas o sólo un hombre de acción?
-Las dos cosas. Los primeros libros que leí eran sus libros: los clásicos
españoles (Quevedo, Cervantes) y las Confesiones de San Agustín, una
obra que él conocía de memoria y que había determinado el fin de su
vocación religiosa.
-Debías de ser un personaje extravagante para tus maestros paraguayos.
-No tuve maestros. No fui a la escuela. Mi padre no lo permitió. Uno de
los prejuicios equivocados de mi padre fue prohibirme que aprendiera el
guaraní. Por supuesto, lo primero que hice fue aprenderlo. Sucedió bañándome
en el río con los chicos de mi edad en Iturbe, el pueblito donde vivíamos.
-Naciste en Asunción. ¿Cuándo te llevaron a Iturbe?
-A los pocos meses. Iturbe era un amontonamiento de ranchos en la selva.
Hacia 1910 o 1912 se había instalado allí el ingenio azucarero donde mi
padre se enganchó como peón. Quiso conocer cualquier extremo de la vida,
desde la disciplina severa del seminario hasta la disipación de los prostíbulos.
Y era sagaz para medir a la gente. Cuando estaba de buen ánimo, solía
decirme: "Usted tiene dos caminos por delante, m´hijo. O va a ser un
gran hombre o un gran criminal".
-En cualquiera de los dos casos, confiaba en tu grandeza.
-Yo prefería ser un gran criminal. Podía identificarme con un asesino.
-Dijiste que tu padre había convertido la casa en una escuela. ¿Te
enseñaba siguiendo algún método?
-Mi hermana y yo debíamos someternos a un horario muy riguroso: después
de la siesta, de cinco a seis de la tarde. La clase duraba una hora. En
una habitación especial de la casa, mi padre, que era un excelente
ebanista, puso los bancos que él mismo había fabricado, con ranuras para
los lápices y pequeños fosos para los tinteros. Afuera había una
bandera que izábamos a la hora de clase y una campana hecha con un pedazo
de riel. Yo sentía que había nacido para no trabajar. Me gustaba estar
en un catre, a la intemperie, bajo las viñas y contemplar la limpieza del
cielo, las estrellas, el paseo de las nubes.
-Hasta ahora, no has nombrado a tu madre ni una sola vez.
-Ella no era un personaje opaco, para nada. Hija de un portugués y una
francesa, sigo viéndola en el recuerdo como una mujer bellísima, de ojos
azules y cabellos rubios: aérea, ingrávida. Antes de casarse había
tenido un buen pasar. Leía la Biblia infatigablemente, pero su libro
favorito era una versión condensada de las tragedias de Shakespeare hecha
por Charles Lamb. Lo tenía en la mesa de luz y yo, a escondidas, iba
devorando el libro, todos los días un poco. Así, en medio de la selva,
mi infancia se fue poblando con las voces del rey Lear, de Otelo, de
Cordelia, y sobre todo con la voz de Próspero, el protagonista de La
tempestad.
-Próspero, el amo y señor de una isla, como el Supremo.
-Eso lo vi más tarde: la afinidad entre Próspero y el doctor Francia.
-Así, en plena infancia, se te empezaron a confundir las fronteras
entre realidad y ficción.
-Y tanto, que yo veía a mi madre como una encarnación de todos los
personajes mitológicos. Fue ella quien me impulsó a escribir, ¿sabías?
En 1928, miles de paraguayos se concentraron cerca de la frontera con
Bolivia, movilizándose para una guerra que no había sido decretada.
Muchos murieron de hambre en el camino. Otros, los menos, consiguieron
volver a sus casas a pie. Yo tenía entonces once años y en colaboración
con mi madre escribí una obra de teatro que luego, a dúo, fuimos los dos
representando por los pueblos para recoger algún dinero y dárselo a los
soldados.
-Supongo que después debiste revalidar en Asunción lo que habías
aprendido en tu casa, ¿no? Te he oído decir que, cuando saliste de
Iturbe hacia la capital, te pusiste los primeros zapatos.
-Eran unos zapatos con suela de goma crêpe que yo andaba codiciando desde
hacía mucho. Como a mi padre nunca le alcanzaba para comprármelos, ahorré
durante más de tres años las monedas que me pagaban en casa por barrer o
lavar los platos. Hice el viaje a Asunción en compañía de una mujer a
la que me encomendó mi padre. De ella hablo en Hijo de hombre. Íbamos en
un tren que se paraba junto a un zanjón cavado por los explosivos de
alguna guerra. Desde ahí había que trasbordar a un segundo tren. La
mujer viajaba con un chiquito de pocos meses, al que daba de mamar. Para
el trasbordo tuvimos que esperar toda una noche a la intemperie. La mujer
le ofreció uno de los pechos al hijito y yo me prendí del otro. Fue la
primera vez que tuve una sensación erótica.
-¿No veías a tus padres durante todo el año?
-No los veía, pero estaba obligado a escribirles una carta por semana.
Era un suplicio insoportable, porque yo no siempre tenía noticias que
dar: algún dolor de muelas, alguna diarrea, alguna buena nota. Me
resultaba difícil encontrar tema. De paso, me ha quedado una gran
resistencia a la escritura de cartas.
-Lo que no parece haberte marcado es la vida de religión forzosa que
llevaste en la casa del obispo Hermenegildo Roa, en Asunción.
-Porque era una vida muy abierta. Unos veinte sobrinos de monseñor
compartíamos la casa: éramos muchachos de dieciocho a seis años, todos
con una beca del colegio San José. Pero el más pobre de todos los que
pasaron por allí fui yo. Tenía un solo par de medias y vivía muerto de
hambre. Les hacía los deberes a los compañeros ricos a cambio de un
quesito gruyère.
-El hambre, el ahogo, el encierro y la cercanía de la muerte son
sensaciones que aparecen a cada paso en Hijo de hombre y en tus cuentos.
¿Dirías que tu paso por la casa de obispo pudo haber influido sobre eso?
-La influencia viene más bien del río de Iturbe donde nos bañábamos
los muchachos. Siempre había troperos ahogados y uno de los juegos más
frecuentes era buscarlos en el lecho fangoso. La primera vez que toqué a
un muerto fue allí, en el fondo. Tendí las manos y palpé la cara del
hombre. No he conseguido todavía que la sensación de muerte se me retire
por completo de la yema de los dedos.
Contar historias
-Recuerdo cuánto temías a la muerte mientras escribías Yo el
Supremo. Se te desencadenaron enfermedades, melancolías, malos sueños.
¿Sentías miedo de no poder terminar el libro? ¿Pensabas que no
terminarlo era para vos una forma de muerte?
-Nadie muere antes de terminar su obra. Por lo tanto, si El Supremo iba en
verdad a ser "mi obra", yo estaba seguro de que no moriría
antes de escribir la última página o de que aun muerto la seguiría
escribiendo. Durante aquella época (1970 a 1974) se acumularon las
dificultades económicas, físicas y de relación de pareja. Fueron meses
muy duros.
-Pero no negros.
-Sí, muy negros. El personaje del Supremo se había convertido para mí
en un antagonista terrible. Habrás advertido que en la novela no hay
voces sino una sola voz multiplicada, infiltrada en otros, que proviene de
un ser al que jamás se retrata, salvo mediante el engaño de los espejos.
Ese personaje va reproduciendo las voces de los otros, como un ventrílocuo,
y es la sonoridad de lenguaje oral lo que va engendrando a las demás
criaturas de coro.
-Aunque creíste siempre en el poder transformador de la palabra,
desconfías del poder de la literatura.
-Es que hay poderes más contundentes y, sobre todo, menos
exhibicionistas. Son poderes que se rigen por intereses materiales y que,
por eso mismo, desdeñan la fuerza iluminadora de una literatura libre.
Como latinoamericano, no estoy dispuesto a aceptar la literatura como un
fin en sí mismo. Pienso que la literatura será siempre una mediación. Y
que yo, cuando cuento una historia, estoy en el medio de algo, no en la
cresta de la montaña. |