Es otra de sus obras maestras: un diálogo sobre la guerra y la creación
artística entre el pintor Cándido López y el general Bartolomé Mitre,
desvelado el uno por la traducción de La Divina Comedia y
atormentado el otro por la torpeza con que su mano única, la izquierda,
vertía en el lienzo las imágenes de la batalla de Curupaytí. Le prometí
que escribiría sobre ese relato. Lo hago ahora, demasiado tarde.
Casi todos mis recuerdos de juventud están enlazados a la figura de Roa
Bastos. Durante casi dos años me rescató de la pobreza invitándome a
compartir los libretos de cine que le encargaban los productores y que él
completaba en menos de una semana, con una facilidad y una felicidad que
siempre me parecieron misteriosas. Una noche de 1963, el productor Sergio
Kogan nos dijo que estaba urgido por encontrar un guión "a la medida
de un boxeador y de una mujer infiel". Había contratado al boxeador
y no sabía qué hacer con él. Roa le dijo que yo tenía una novela con
ese tema y que podía llevársela al día siguiente. Lo miré extrañado,
imaginando que ya tenía listo el libro y que no podía presentarlo como
propio. Pero cuando estuvimos solos me insistió en que completara en una
noche lo que yo no era capaz de hacer en un año. "Vas a ver cómo la
necesidad te da fuerzas", me dijo. Tardé casi veinte horas en
componer las sesenta páginas que entregué cuando se vencía el plazo, y
aunque la película jamás se filmó aquella historia fue la semilla de la
primera novela que escribí. Jamás pude repetir la hazaña, pero la
experiencia me permitió aprender que la literatura es un fuego en el que
es preciso hundirse con libertad y sin miedo, tal como lo había hecho
Kafka cuando completó La condena en una noche que vale tanto como
toda una vida.
En 1978, Augusto llegó a Caracas con su esposa, Iris, y con Francisco,
Tikú, el hijo mayor de ambos. Iris estaba embarazada y hacía calor: el
calor húmedo, palpitante de los trópicos. A la hora del almuerzo, le
conté a Iris la luna de miel de los padres de Augusto -tal como se la había
oído a él mismo-, en un hotel junto a la laguna de Ipacaraí. Entonces
Ángel Rama, que andaba por ahí, nos acercó un grabador y nos incitó a
que registráramos la historia completa.
Las cintas se me perdieron en las cajas de una mudanza que trastornaba mi
vida en aquellos meses y no pude entregárselas a Iris cuando regresaron a
Toulouse ni publicar la trascripción. He vuelto a encontrarlas ahora,
cuando Augusto yace en Asunción, junto a los ejemplares de sus libros y a
las flores que la devoción de la gente va acercándole, y no me parece
importuno volver a oír el aire de su voz, evocando los días en que empezó
todo, porque el fin es, en verdad, siempre, un principio.
"Mi padre se llamaba Lucio; mi madre, Lucía. La semejanza de los
nombres es como una metáfora de la relación que vivieron: serena, armónica,
profunda. El matrimonio duró cincuenta años, sin que el tiempo del amor
pasara nunca. Mi padre era a la vez un hombre de lecturas y un hombre de
acción. Los primeros libros que yo leí eran sus libros: los clásicos
españoles (Quevedo, Cervantes) y las Confesiones de San Agustín, una
obra que él conocía de memoria y que había determinado el fin de su
vocación religiosa. Nunca te conté que mi padre fue seminarista y que
después de una crisis colgó la sotana y se fue al monte a talar madera.
La que me impulsó a escribir, sin embargo, fue mi madre. Hacia 1928,
miles de paraguayos murieron cerca de la frontera de Bolivia, a la espera
de una guerra que no había sido declarada. Algunos cayeron por hambre;
otros no pudieron regresar a sus casas a pie. Yo tenía entonces once años
y escribí una obra de teatro a dúo con mi madre. La representábamos de
pueblo en pueblo, recogiendo dinero para los soldados."
La conversación es larga, y oír otra vez la voz musical y sentenciosa de
Roa Bastos, complaciéndose en repetir a veces las consonantes musicales
de los guaraníes, que él pronunciaba con la lengua hacia adentro, deja
caer sobre esta página la respiración de una melancolía que no sé cómo
transmitir. La vasta obra que deja -menos vasta, sin embargo, que su
talento, que su entrañable ternura- es una reflexión única sobre los
dobleces del poder y sobre el duelo que la escritura entabla con él.
Tanto Yo el Supremo como Frente al frente argentino despliegan
una voz única que va abriéndose en incontables afluentes. El poder
devora a los personajes, los somete al imperio de su mayúscula identidad,
para terminar al fin vencido por la historia, sobre la que no ejerce
influencia alguna.
Desde El trueno entre las hojas , Roa Bastos se reveló como una
figura mayor de las letras latinoamericanas, un creador de voz tan única
como la de Juan Rulfo o Juan Carlos Onetti. Confirmó esa grandeza en Hijo
de hombre y en los cuentos de Moriencia (1969) y Cuerpo
presente (1971), que desaparecieron ante la sombra invencible de Yo
el Supremo . Sin embargo, la gloria se le mostró áspera, esquiva, y
sólo los laureles del Premio Cervantes, en 1989, le despejaron el camino.
"Todavía estoy aquí", me dijo la última vez que hablamos.
Como si supiera que siempre estuvo aquí, en este y en todos los mundos,
paraguayo y argentino a la vez, hasta la muerte. Como si supiera que nunca
lo dejaríamos ir.
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