La visita de los peces
Jorge Edwards

 

Después de recorrer las salas de pintura se sacó los anteojos y la luz del día, en la explanada, la encegueció. Tuvo que tantear la superficie de concreto con la suela de los zapatos. Esas escalinatas interminables siempre le producían angustia. Le daban ganas de sentarse y ponerse a llorar a gritos. Pero el mundo se había petrificado, entre grandes estatuas que le daban la espalda. Tenían las cuencas de los ojos de bronce vacías, clavadas en los confines de la ciudad, más allá del río. Ella vislumbró, sobre los árboles, la torre roja, ardiendo, y el sol le cayó a plomo en la nuca, la derribó. Había perdido pie, más bien, en la traicionera grada inicial, y caía dando tumbos, quebrándose los huesos, los dientes contra las aristas, en un remolino vertiginoso, entre fierros retorcidos y piedras, espinas, punzones...

Separó los labios que se le habían pegado y trató de cambiar de posición. "¡No es nada! —se dijo—. ¡Cálmate!

Los neumáticos de los automóviles se arrastran por el asfalto caluroso, pegajoso de calor. Sábanas demasiado tibias. La espalda gruesa, inerte, llena de estúpida pesadez, te roba la libertad de movimiento indispensable. Los golpes adentro del pecho se han apaciguado, menos mal, y tu respiración, en la medida en que los golpes decrecen, como si tomara el paso de ellos... Ahora el ritmo es propicio, quieres avanzar en un vuelo suave. Las estatuas que habían interpuesto sus tridentes, la vara convertida en culebra, desaparecieron. Sobraría el espacio, el aire, el túnel desembocaría en la luz del sol, se abriría sin límites, si no fuera por aquella pared que no te deja el menor desahogo, esa pared que parece haberse acercado hace un segundo, ex profeso.

De pronto suena el timbre, empiezan a llegar los invitados y ella no está vestida. "¿Dónde se ha metido Andrés? ¡Andrés!", susurra, desesperada, y no está por ninguna parte. Abre a toda prisa, lastimándose los dedos, los cajones de la cómoda. El sostén negro, el que tiene en el centro una flor celeste, desapareció. Busca en otros cajones y su atolondramiento es tal que se atascan; trata de llamar a Andrés, pero la desesperación le impide sacar la voz; es un pescado que boquea en la orilla; a pesar de que se rompe los dedos, los cajones no ceden; desearía sentarse en la alfombra y golpear con los puños, llorar a gritos, aunque las grandes estatuas, con sus cuencas de bronce vacías... Se dirige a otra pieza donde puede estar, salvo que la muchacha alemana que vino la otra noche a cuidar a los niños... ¿No puedes usar cualquier otro sostén? Son tus obsesiones enfermizas, típicas. Vives paralizada por una red de obsesiones. Una mosca en una telaraña. Dice, y con la mano, en un gesto lleno de lánguida elegancia, dispersa el humo. ¿Dónde aprendiste esos gestos tan distinguidos? ¿Podrías explicarme?

Súbitamente descubre, sobresaltada, que las puertas del pasillo están abiertas de par en par, hace rato; los invitados vuelven la cabeza a medias, aquejados de repentina rigidez, cuando ella pasa con los senos desnudos. Acodado sobre la chimenea hay un señor bajo, rechoncho; detrás de su máscara de terciopelo negro brillan ojos fosforescentes. Ella no alcanza a ver si Andrés ha llegado. Abre el primer cajón y el sostén está ahí, en el sitio de costumbre, con la flor celeste... Tuviste la idea disparatada de que las manos sucias de algún melenudo, de esos que pululan por el barrio latino, podrían deshojar la flor, arrancar de cuajo los botones... ¡Qué idea disparatada!

Pero, ¿dónde dejó el anillo? Debe empujar a uno de los invitados, abrirse camino, que digan lo que quieran, voy a comprometer tu carrera vertiginosa, y el cajón, para colmo, también se atasca, la estatuilla china se bambolea peligrosamente. ¿Habrán preparado algo de comer? ¡Dios mío! Abrirse paso de regreso a la habitación, en sostén y portaligas, exige energías sobrehumanas. Los invitados son muñecos de trapo que flotan en un agua densa. Apartarlos cuesta un mundo; cada metro es una fatigosa conquista.

Después de largos minutos de forcejeo, llega al dormitorio y empieza a buscar el "ciré" blanco. Es la única vestimenta posible para esa noche: el impermeable de tela blanca encerada. Pero los niños, ¿qué hacen en la mesa? Sabina hunde la mano en una montaña de crema y se embadurna la cara. Dafne chilla porque no le sirven primero. El Jefe del Protocolo, impecable, golpea con una cucharilla en su copa de cristal y brinda por la dueña de casa. ¡"El 'ciré' le queda magnífico!", exclaman las señoras. El hombre de la máscara se inclina sobre el plato, dominado por un malestar súbito, y bota un hueso. "¿Qué pasará?", se dice ella, pensando que el pánico no arregla nada. Prueba la carne ocre, cubierta de una salsa color de barro, y empalidece. Procura decirles que no coman, para qué fingen, la cocinera debe de haberse trastornado. Pero la voz, no consigue que la voz le salga, no le alcanza a salir, y ellos, impasibles, continúan. El Jefe del Protocolo finge de tal modo, que no hay duda, ha llegado a gustarle. El señor de la máscara chupa los huesos con fruición antes de arrojarlos al plato. Y las señoras, con las espaldas descubiertas, las clavículas amarillas... "¡Riquísimo!", exclaman, sin darse por aludidas de que los niños derribaron la copa del Jefe del Protocolo, el cristal se hizo pedazos, el vino corre por la mesa y cae por la juntura. Manchará irremediablemente la alfombra. Ella se pone de pie, temblando. La nariz de tucán de la señora más chica se aproxima. "¡Déjalos! —dice—; si son encantadores..." El Jefe del Protocolo, con los labios llenos de vino y de miel, inclina la cabeza y sonríe.

"¡Qué buena idea!", dice la nariz de tucán, palpando la manga del "ciré" blanco. Los niños corren y gatean entre las piernas de la asistencia. El hombre de la máscara, con ostentosa mala educación, se hace la policía de la dentadura. "¿Quién será?", piensa ella, y en ese instante repara, mientras sigue con la vista las correrías de los niños, en que se le olvidó ponerse zapatos. ¡Estoy en zapatillas de dormir! Trata de separar los cuerpos y resulta imposible: son moles ancladas por una inercia de roca. Un señor respira con pausados aleteos de hipopótamo y levanta los brazos muy despacio, iniciando un gesto en cámara lenta. ¡Qué quieren ustedes! Los brazos, con igual lentitud, caen, y ella consigue entrar a su pieza. ¿Qué se hizo Andrés, a todo esto? Los zapatos están debajo de la cama, muy al fondo, y al agacharse le duele la cabeza, se ha dado un golpe contra el muro. Olor del aire encerrado. Brota de la espalda un silbido monótono. Después se hunde en la cavidad oscura, se desliza hacia el fondo, respira de nuevo en una atmósfera espesa, submarina. ¿Hace cuánto rato que abandoné a mis invitados? Andrés, desde el umbral, la llama con gestos de loco. Ella, antes de regresar al salón, necesita pasar por un cuarto donde estuvo muchos años atrás, en una casa de fundo. Ese cuarto es la única vía que conduce desde su dormitorio al salón. Es, por extraordinario que parezca, la única vía que conduce desde su dormitorio... El suelo está lleno de maíz y los pavos, pletóricos, solemnes, merodean, suben a los grandes sillones rotos, defecan sobre las espirales de alambre, entre las entrañas del cuero despedazado, bajo los retratos de los fundadores de la familia. Tiene que recorrer los muros con la yema de los dedos, en una interminable búsqueda a ciegas, hasta que una portezuela de cincuenta centímetros de altura se abre y el rumor de las conversaciones irrumpe bruscamente. Cruza en cuatro pies y aparece al nivel de las piernas del Jefe del Protocolo, que no demuestra sorpresa. Estábamos hablando de usted, dice el Jefe del Protocolo; de cuánto nos hará falta. ¿Por qué cree que les voy a hacer falta? No consigue obtener respuesta en esa confusión. Andrés ya emprendió la tarea de acompañar a las visitas hasta la salida. Todos, incluso Andrés, se han encerrado en la jaula, que sólo admite cuatro personas, un letrero indica que sólo cuatro personas, ¿no lo han visto...?

Ella, de pronto, no puede contenerse. "¡Váyanse a la mierda!", grita, en el instante exacto en que la jaula inicia el descenso. Divisa, durante un segundo, los innumerables ojos redondos, sumergidos, anonadados por la rápida intuición de una caída sin término. Del insulto le queda un resabio de angustia. Se despoja del "ciré" blanco y lo lanza a una esquina del sofá. En ese momento, a Dios gracias, suena el teléfono. Es una ráfaga que purifica el aire. Hay briznas de sol que aprovechan las fallas de las persianas y perforan la oscuridad. Si la muralla, con su irritante silbido, no se obstinara en cerrarle el paso, sería posible salir a la superficie, respirar la atmósfera tonificante a plenos pulmones...

Pero las sábanas se han vuelto más pegajosas, cuesta desprenderse, y el corazón, ¿por qué te palpita con tanta fuerza?, ¿qué motivo tienes? Palpas el suelo en busca de las zapatillas, mientras el teléfono suena con una insistencia verdaderamente inaudita. Son fieras desencadenadas, gente que te devoraría sin la menor compasión, entre palmoteos, besuquees, promesas de amistad eterna. Entre besuquees triturarían tus huesos y te chuparían hasta la postrera gota de sangre. A pesar de todo, corres, todavía sonámbula, y cuando alcanzas el fono, cortan. Retrocedes por el medio del salón, bostezando, y otra vez llaman.

«Lo que sucede es que no podemos —dices—; no tenemos quien cuide a los niños... Así es... La vida en Europa es así, ¿comprenden ustedes...?»

Ellos comprenden, pero su insistencia es verdaderamente inaudita, podrían triturar y tragar hasta el más pequeño de tus huesos, sin compasión ninguna; son antropófagos, concluyes, y disimulas un bostezo. ¡Qué dirían si te vieran con un melenudo del barrio latino, en el idilio más extravagante! ¡Qué cara pondrían! Quizá se te quitaría el sueño, la buena salud con que duermes, echado, ocupando en la cama mucho más sitio del que te corresponde, roncando mientras se te cae la baba... "La próxima semana, entonces. Porque, como ustedes comprenden..."

Hicieron falta gritos, carreras, balbuceos cercanos; el silencio de los niños ausentes rebotaba en el teléfono, era demasiado absoluto. Y capaz que llamen más tarde y cambies todo: no quieres perder un solo punto, un solo voto para qué, de qué crees que te podrá servir...
Los labios gruesos, los ojos velados, la molicie del cuerpo entre las sábanas, el olor ambiguo; bostezas y estiras los brazos con voluptuosidad feroz; me podrías tragar en uno de tus bostezos; hay que mantenerse a distancia. Y lo curioso es que ese insulto, cuando bajaba la jaula del ascensor y ellos clavaban en mí los ojos sumergidos, que parecían implorar algo, una ayuda que yo era incapaz de ofrecer... ¿Por qué a mí, cuando no existo, cuando tú decretaste desde el primer instante que no existo, que carezco de existencia? Lo curioso es que todavía lo tengo atravesado, ese insulto que no pude guardar. Después que lancé el insulto, los pescaditos encerrados en la jaula, condenados a desaparecer en un abismo negro... Los pescaditos encerrados, con sus ojos implorantes.

Jorge Edwards
Temas y narraciones, 1969

 

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