La cueva de Montesinos y el Aleph
Jorge Edwards

En los siguientes fragmentos del ensayo que Jorge Edwards leyó en el III Congreso Internacional de la Lengua Española, el escritor chileno se ocupa de uno de los temas más estudiados de la literatura en nuestro idioma: la relación de Miguel de Cervantes con los personajes ficticios del Quijote, una obra que considera, a diferencia de Unamuno y Nabokov, mucho más autobiográfica de lo que se supone.

El marco de esta sesión -Identidad, lengua y creación literaria- es tan amplio como la literatura misma. Son conceptos que encierran la clave y la esencial dificultad del problema literario. Los usaré aquí como un pretexto, casi como una excusa. Mi pretexto es aprovechar lecturas y relecturas recientes para aventurar un par de ideas, dos o tres propuestas, si se quiere, acerca de uno de los asuntos más complicados, estudiados y debatidos de la literatura de nuestra lengua: el de la identidad de Miguel de Cervantes, el de la relación del Miguel de Cervantes de la realidad con los personajes ficticios del Quijote.

Me encuentro en el medio de un curso que dicto en Chile sobre el Quijote como primera novela moderna. Y este curso me lleva a revivir experiencias literarias del pasado y a nuevos encuentros, a nuevas exploraciones y reflexiones. Puedo decir ahora, y con más claridad que antes, que mi primer Quijote, el de mi adolescencia, el de los años del descubrimiento de mi vocación de escritor, fue el de Miguel de Unamuno, el de Vida de don Quijote y Sancho. Comprendo hoy que era un Quijote con aires de Federico Nietszche y de Sören Kierkegaard, con fuertes elementos de voluntarismo, de algo que el propio Unamuno llamaba cristianismo agónico, y con una curiosa vertiente vasca, que ahora, en un período de agudos conflictos nacionalistas, me resulta más evidente, más decisiva que en aquellos tiempos: un Nietzsche, digamos, modificado por la perspectiva de Ignacio de Loyola, lo cual daba como resultado a un caballero andante de tintes apasionadamente regionales y religiosos. No me propongo entrar en el análisis del texto unamuniano, pero quiero, sí, consignar un aspecto importante. Para Unamuno, en líneas generales, el Quijote es más que Cervantes: es una criatura que entra en rebeldía contra su creador, un ser de fondo luciferino, pero que, en lugar de ser condenado, consigue imponerse y cabalgar por su cuenta. Cabalga don Quijote en compañía de Sancho Panza, mientras Miguel de Cervantes, sin caer por completo al infierno, queda relegado en una especie de limbo, en situación de identidad difusa, menguada. No es un disidente ilustrado, el gran humanista de su tiempo, como lo retrató años más tarde Américo Castro, sino un genio involuntario, el creador de una metáfora superior a él mismo.

He revisado mi viejo Unamuno, un tomo amarillento, despapelado, carcomido por los años, he releído el Quijote y me he conseguido, por fin, después de mucho buscarlo, un ejemplar del Curso sobre El Quijote de Vladimir Nabokov. Entiendo ahora a Nabokov como un ruso de influencia inglesa a quien el exilio convirtió en más anglosajón que los anglosajones. Su visión del Quijote y de su autor es ácida, irritada, de simpatía escasa o nula. Da la impresión de que ha puesto a batallar a Shakespeare contra Cervantes, a la cultura inglesa contra la española, y de que ha entrado en este juego con cartas marcadas. Sólo acepta al final de uno de sus capítulos, "Cuestiones de estructura", que el de la Mancha, caballero andante "bondadoso", con mucho de loco y algo de niño, se parece a otro loco creado en el mismo año en su lengua inglesa adoptiva:

Yo soy un viejo chocho y tonto, y, dicho llanamente,me parece que no estoy en mis cabales.

Esto lo dice, y qué otro podía decirlo, un viejo monarca destronado y extraviado, el rey Lear. En buenas cuentas, Nabokov se declara en muchas páginas de su Curso... impresionado por la crueldad y hasta la brutalidad de la vida española, tal como aparecen en la novela de Cervantes, aun cuando no deja de registrar también la bondad generosa y medio infantil del caballero andante. Pues bien, en más de algún sentido, la noción del novelista ruso coincide con la de Unamuno. El Cervantes de Nabokov es un escritor astuto, de verdadero genio literario, que ha escrito una novela descosida, con serias fallas de estructura, llena de páginas excesivas, pero de la que se desprende un personaje inmortal, una figura que ha entrado en el imaginario de Occidente y ha llegado hasta nosotros, don Quijote de la Mancha. Por otro lado, la incomprensión de Vladimir Nabokov frente a Sancho Panza es completa. En el primer capítulo de su Curso..., el que viene después de la introducción del autor -"Dos retratos: Don Quijote y Sancho Panza"-, sostiene en forma tajante que "los chascarrillos y los refranes de Sancho no suscitan gran hilaridad [?] El chiste moderno más gastado tiene más gracia". Después, como para rematar su visión, escribe: "El Caballero de la Triste Figura es un ser único; Sancho, el de la barba desaliñada y la nariz de porra, es, con algunas reservas, el payaso generalizado". Por suerte se refiere en el mismo párrafo a "la luz crepuscular de la traducción". En otras palabras, reconoce que sólo ha conocido el humor popular y peculiar de Sancho Panza en traducción inglesa, lo cual, dada la seguridad con que manifiesta su crítica, no deja de ser sorprendente. Tanto la identidad ficticia de Sancho, reflejo parcial de la de su creador, como su lenguaje, le han pasado por el lado. Uno también podría leer los diálogos cómicos de Shakespeare en mediocres traducciones al español y quedarse sin entender nada. Pero hay un elemento esencial de la personalidad de Sancho que Nabokov, al no conocerla en la versión original, pierde sin remisión. Sancho es un personaje que evoluciona. En párrafos culminantes del Quijote de 1615 ha adquirido una sabiduría socarrona que antes no tenía. Un ejemplo evidente es su versión del vuelo de Clavileño, en la que sin duda se ríe de sus burladores, gente de visión más burda, menos sutil que la suya. El único que entiende la broma, en último término, es don Quijote, ya que se acerca a Sancho y le dice al oído una de las frases más sutiles, más sabias, más complejas de todo el libro: "Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más". Es, en resumidas cuentas, una invención por otra; un vuelo imaginativo compensado y justificado por otro vuelo, y más, en todo este juego de espejos, de verdades inventadas, no se puede decir.

Mi impresión actual de relectura, y lo digo sin pretensiones críticas o teóricas, es exactamente inversa a la de Unamuno y la de Nabokov. Ellos son quijotistas y no toman demasiado en serio a Cervantes. Mi conclusión, exactamente inversa, coloca en el centro, en el eje del texto, a su propio creador. Mi lectura de hoy me lleva a pensar que el Quijote es una obra mucho más autobiográfica de lo que me imaginaba hasta aquí. El Quijote y Sancho son antípodas, figuras contrastadas, posibilidades opuestas y extremas, pero también son facetas, proyecciones parciales del espíritu de su creador. En la experiencia humana de Cervantes hubo un Quijote, quizá muchos Quijotes, y hubo también, y más de una vez, un Sancho Panza. El Cervantes quijotesco, por ejemplo, aparece en la mañana de la batalla de Lepanto y en sus intentos de huida del cautiverio de Argel. En su reciente recolección de ensayos cervantinos Para leer a Cervantes (2003), Martín De Riquer cita las palabras del alférez Gabriel de Castañeda en una información formal de 1578, es decir, de la época en que el escritor se encontraba cautivo. Castañeda, testigo directo de los hechos, cuenta que Cervantes estaba enfermo y con fiebre el día de la batalla y que su capitán le pidió que no pelease y se retirase bajo la cubierta. "Y entonces vio este testigo", dice la declaración, "que el dicho Miguel de Cervantes respondió al dicho capitán? muy enojado? más vale pelear en servicio de Dios y de su Majestad, y morir por ellos, que bajarme so cubierta." Agrega Castañeda que Cervantes le pidió a su capitán que "le pusiese en parte y lugar que fuese más peligrosa y que allí estaría o moriría peleando, como dicho tenía". En una circunstancia así, en víspera de una gran batalla contra los infieles, el Caballero de la Triste Figura no habría respondido de otra manera.

Se podría estudiar al mismo tiempo la identificación de Cervantes con la sabiduría popular y con el lenguaje de Sancho Panza. El que nos da una buena pista en esta materia es Américo Castro en su estudio clásico, aparecido por primera vez en España en 1925, El pensamiento de Cervantes, un ensayo cuyo título equivale ya a un desmentido. En el capítulo IV, en los apartados dedicados a los refranes y a la lengua vulgar, América Castro nos muestra que la idea renacentista de la naturaleza, asimilada a fondo por Cervantes, lo hacía sentirse más cerca de la sabiduría y hasta del lenguaje del escudero, a pesar de su fascinación frente a la espiritualidad enloquecida, desarraigada, desequilibrada, del caballero. Se podría aventurar, entonces, que Cervantes, gran narrador de peripecias, como lo demuestra a cada rato en las novelas ejemplares, en el Persiles y en largas páginas del Quijote, hizo a la vez una literatura del yo, como la hizo a conciencia su casi contemporáneo Michel de Montaigne. "Ainsi, lecteur, je suis moy-mesmes la matiere de mon livre", escribió Montaigne en la advertencia al lector de sus ensayos reunidos. Mi nueva lectura me induce a creer que Cervantes pudo declarar lo mismo, con la salvedad de que el escenario que proyectaba su imaginación era quizá más rico y más variado. Podríamos ver, entonces, a Cervantes, el español, como una síntesis de dos franceses un poco anteriores a él: la introspección fina, lúcida, única, de un Montaigne, junto a la fantasía desbordante y de raíz popular, carnavalesca, para citar a Mijail Bajtin, de François Rabelais.

Pero comprendo que estas propuestas, estas impresiones de lectura y relectura, nos pueden llevar a círculos demasiado enrarecidos, como ocurre con el vuelo y el no vuelo de Clavileño, narrado por Sancho con un sentido de broma que la filosofía de Vladimir Nabokov se negó a comprender. Siempre me llamó la atención en el mundo del Quijote y de las novelas ejemplares, y ahora me impresiona doblemente, la proliferación ficticia de poetas, escritores, escribidores, licenciados, bachilleres. Unamuno, escritor en conflicto con la escritura, los descarta en forma ostentosa. Por eso despacha el capítulo VI, el del "donoso y grande escrutinio" de los libros, de una plumada, como si fuera un error o una debilidad del novelista, ya que trata de libros y no de vida. Pero la autoconfesión de Cervantes, hombre que leía hasta los papeles que encontraba tirados en las calles, no podía excluir sus opiniones literarias: la vida de los libros estaba en el origen de toda su aventura humana, como le sucede a su personaje, como también le sucedía, por ejemplo, al licenciado Vidriera. Me voy a permitir, por lo tanto, otra propuesta.

Si Cervantes es un escritor esencialmente libresco, como era su contemporáneo un poco mayor, Michel de Montaigne, también podemos verlo desde la perspectiva de algunos latinoamericanos quizá atípicos, esencialmente apegados, en cualquier caso, a la letra impresa, la del brasileño Machado de Assis, por ejemplo, quien escribía, según su propia confesión, con la pluma de la broma y la tinta de la melancolía, o la del argentino Jorge Luis Borges, que tenía tendencia a mirar el mundo bajo la forma de una biblioteca. No tengo tiempo de comentar aquí el constante uso lúdico que hace Machado de Assis del Quijote, libro que coloca de repente en una repisa, encima de un aparador, como testigo mudo de algunas acciones secretas de sus personajes. Pero me voy a permitir un pequeño ejercicio de literatura comparada, lo cual nos permitiría sospechar que la identidad cervantina, plasmada en una lengua lejana y enormemente próxima, es parte de la identidad nuestra. Toda la obra de Cervantes, y en especial el Quijote, está llena, como ya dije, de lectores, de escritores y de escribidores. Son literatos extravagantes, suavemente obsesivos, agobiados por fijaciones mentales y propósitos absurdos, y tendemos a suponer que todo esto encierra una crítica del quehacer literario como tal, una autocrítica irónica, una forma de desengaño. El escritor confesional, el autor de autobiografías parciales, tiende y siempre ha tendido a poblar sus textos de ficción de otros escritores. Son representaciones sesgadas, autorretratos burlescos. Lo hace con frecuencia Marcel Proust en la Recherche, lo hace Jorge Luis Borges en sus cuentos y en sus historias, lo hacen muchos otros. Yo diría que James Joyce, Italo Svevo, Italo Calvino pertenecen a esta familia literaria. Sus obras son sistemas de espejos deliberadamente deformados y donde la deformación sirve para acentuar la fuerza de la metáfora. Si se quiere, la del retrato tramposo, incompleto. Son definiciones de sí mismo que proceden por un método de reducción al absurdo. Cervantes es don Quijote en alguna de sus actitudes vitales, pero sobre todo en el gran hecho de la lectura, que le ha derretido el seso no menos a él que a su personaje. Y la sugerencia de que la vocación literaria, el destino del escritor, tiene en su origen una locura de lector, no anda lejos. Algo parecido se puede sostener de los curiosos lectores-escritores de Jorge Luis Borges. Uno de ellos, precisamente, Pierre Menard, crea el Quijote en el extremo de un proceso de lectura apasionada, delirante, y no es casual que un personaje lector, inventado a su vez por un lector escritor, repita la historia de otro personaje trastornado por el acto de leer. Ahora bien, la relación de Pierre Menard con el Quijote y su creador, y con el Quijote y su antípoda, Sancho Panza, es obvia. Pero si se lee el episodio de la Cueva de Montesinos, en los capítulos XXII y XXIII del segundo Quijote, y si se lo lee, sobre todo, después de una relectura atenta de "El Aleph", las coincidencias, los juegos de espejo, los parentescos mentales resultan sorprendentes.

El personaje que se ofrece para guiar al caballero y a su escudero hasta la cueva de Montesinos, lugar legendario, objeto de rumores contradictorios en la región, recinto oscuro y mágico, el primo del licenciado pueblerino que habíamos conocido en las frustradas bodas de Camacho, es uno de los tantos escribidores disparatados de la literatura cervantina. Pertenece, desde luego, a la estirpe intelectual de un Pierre Menard o de un Carlos Argentino Daneri. Menard ha escrito numerosos textos literarios más bien ociosos. Carlos Argentino se propone "versificar toda la redondez del planeta". Cuando lo encontramos, en el año 1941, ya ha despachado algunas hectáreas del estado de Queensland, un gasómetro cercano a Veracruz, un establecimiento de baños turcos del sur de Inglaterra, entre otros lugares no menos heterogéneos. La calidad enumerativa y la radical inutilidad de las enumeraciones son propias de los escritores cervantinos y borgeanos. La coincidencia demuestra la necesidad y el significado decisivo del humor en ambas escrituras.

 

 

 

Por Jorge Edwards
LA NACION (Bs. As. - Argentina)
Suplemento Cultura Domingo 21 de noviembre de 2004

 

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