Prólogo a "Panorama del cuento ecuatoriano" - 1

La narración breve y, en general, la narrativa, tiene sus primeras manifestaciones de importancia en Ecuador con la llamada generación de los años treinta, que surge, al decir de Jorge Enrique Adoum, "de manera repentina y bastante desamparada"(1). Efectivamente, si se echa una mirada sobre la literatura ecuatoriana anterior, sólo aparecen un par de figuras de relevancia continental: el poeta José Joaquin Olmedo (1780-1847), enfático imitador de Chateaubriand, Quintana y Meléndez Valdés, que alcanza, no obstante rasgos de calidad original en sus odas a "La Victoria de Junín" y "Al Gral. Flores, vencedor en Miñarica", y el ensayista Juan Montalvo (1832-1889).
Hasta la generación de 1930 se puede afirmar que no habían existido cuentistas en Ecuador, (2) ni novelistas, aunque sí algunos representantes del costumbrismo y unas pocas novelas aisladas, escritas, dice Adoum, "casi siempre como un ejercicio ocasional —a veces único— en medio de otras ocupaciones literarias de sus autores; crítica, ensayo, poesía, periodismo, y cuyo aporte al relato que vendría después iba a ser obviamente desigual y a veces nulo".
En el siglo XIX apenas puede citarse alguna novela que, más por sus intenciones que por sus logros, merezca un lugar en el desarrollo del género, siquiera como antecedente. "Cumandá", de Juan León Mera (1832-1894) es prácticamente una copia del Atala de Chateaubriand, con una visión idealizada y sentimentalmente falsa de personajes y situaciones y un lenguaje declamatorio y académico. Y en los "Capítulos que se le olvidaron a Cervantes", de Montalvo, la actitud del autor, como lo hace notar Anderson Imbert, es más de ensayista que de narrador y tal vez lo más original y rescatable sean los ensayos intercalados y puestos en boca de Don Quijote(3).
Recién en 1904, con "A la costa", de Luis A. Martínez (1868-1909), nos encontramos con una novela que, más allá de sus debilidades técnicas y de su obvia intención política, nos presenta ambientes y caracteres reconocibles y verosímiles en un lenguaje adecuado al país y al tiempo en que fue escrita, al punto que, de hecho, suele ser considerada por la crítica como la primera novela ecuatoriana.
Después, habrá que esperar hasta fines de la década del veinte. En 1927 Pablo Palacio sorprende al ambiente un tanto pueblerino de las letras ecuatorianas con un libro de relatos cáustico, agresivo y formalmente heterodoxo, que no reconoce antecedentes y que por cierto, no hará escuela: "Un hombre muerto a puntapiés". Y tres años después, Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert y Demetrio Aguilera Malta publican el libro que será considerado como fundacional del nuevo relato ecuatoriano: "Los que se van", con un total de veinticuatro cuentos, ocho por autor.(4) Estos tres autores, junto con José de la Cuadra y Alfredo Pareja Diezcanseco (que es exclusivamente novelista), constituyen el llamado Grupo de Guayaquil, en torno o a partir del cual se desarrollarán las dos décadas más fecundas del cuento ecuatoriano. Los relatos de estos escritores, a los que se suman los nombres de Jorge Icaza, Ángel F. Rojas, Eduardo Mora Moreno (1906), Arturo Montesinos Malo (1913), Adalberto Ortiz (1914), Pedro Jorge Vera (1914), Alejandro Carrión (1915), van a estar signados, en términos generales, por un realismo que será rasgo hegemónico del cuento y la novela ecuatorianos durante veinte años. En los dos grandes escenarios de la sierra andina y la costa tropical, con sus típicos personajes respectivos —el indio y el cholo o el montuvio— se desarrollarán historias que, más allá de sus rasgos diferenciales, tendrán como impronta común una caudalosa irrupción del habla popular a través de constantes imitaciones fonéticas, quichuismos serranos y modismos costeños, una "voluntad de populismo artístico", un carácter tremendista, todo ello dentro de un tipo de literatura que en la casi totalidad de los casos se inscribe cómodamente dentro del planteo telúrico hombre-naturaleza, característico de la novelística hispanoamericana de la época.
Los cuentos de "Los que se van" son un buen ejemplo de esas características a que nos hemos referido y también de algunas de las debilidades más comunes al relato ecuatoriano de esos años. Aunque los planteos de casi todos los relatos de ese libro evitan la denuncia explícita, la protesta exterior a la acción y a los caracteres, hay una truculencia de situaciones que nos resulta sobrecargada y contraproducente para la verosimilitud artística de los relatos, por más apegados a la realidad que hayan estado sus autores. El lenguaje es calificado por Adoum de "terrorista" y, con lo que pueda tener de positivo y negativo, nos parece un buen término para caracterizar la forma como asumen esos tres autores el habla popular, no sólo en los diálogos, sino también en los pasajes estrictamente narrativos. (No está demás recordar, a propósito de esta manera de enfrentarse al idioma, que por los mismos años en el Uruguay Juan José Morosoli estaba escribiendo sus cuentos de "Hombres", que publicaría en 1932).
Hay que esperar a José de la Cuadra para encontrarnos con obras que logran un mayor equilibrio artístico. En 1931 publica "Repisas", su primer libro de cuentos importante; en 1932, "Horno", donde incluye "Banda del pueblo", y en 1934 —el mismo año en que Jorge Icaza publica "Huasipungo"— aparece la obra maestra de de la Cuadra, "Los Sangurimas", un relato que supera largamente las limitaciones corrientes del realismo de la época y logra una dimensión mítica y poética que lo convierte en uno de los más valiosos antecedentes de la eclosión de la narrativa hispanoamericana que se produciría un par de décadas después.
Si la obra de de la Cuadra, en sus libros más logrados —entre los cuales debe incluirse "Guasinton", cuentos, 1938— se caracteriza por un tono mesurado y casi coloquial, por un fluir de la narración tranquilo y natural pero lleno de sabiduría para el detalle significativo y la gradación del tempo narrativo que nos recuerda el tono de los viejos narradores de fogón, con la de Jorge Icaza nos encontramos en pleno tremendismo, en medio de una constante desmesura que constituye su fuerza y su limitación. Es el novelista por antonomasia de esta generación y su obra más famosa, "Huasipungo", dice Adoum, "la novela más vilipendiada de toda la literatura latinoamericana, pero, en todo caso, de referencia obligada". Autor de varias novelas entre las cuales se destacan "El Chulla Romero y Flores" y "Media vida deslumbrados", escribió poco más de una docena de cuentos que fue incluyendo en sucesivas ediciones ampliadas. "Barranca Grande", incluido en "Seis relatos" (1952), "Viejos Cuentos" (1960) y "Relatos" (1969), es un buen ejemplo de la fuerza de su estilo así como de la sobrecarga de truculencias con que suele anegarlo. Sin embargo, como observa Hernán Rodríguez Castelo, hay una dimensión simbólica en todo lo que acorrala a los personajes, que logra superar simplificasiones de planteo y esquematismos de caracteres.(5)
Ángel F. Rojas es autor de una novela muy celebrada por la crítica, "Éxodo de Yangana", de un ensayo muy citado sobre "La novela ecuatoriana" y de quince cuentos que, escritos entre 1931 y 1937, recogió en 1946 en volumen con el título de "Un idilio bobo". En "Viento Grande", sin perjuicio de alguna insólita e inexplicable digresión, logra, a partir de un comienzo encuadrado en los moldes comunes al realismo criollista de la época, un poético clima mágico en base a la eficaz utilización de elementos de índole folklórica y tradicional.
La obra de Pablo Palacio (1903-1946) es totalmente marginal dentro de la literatura ecuatoriana. A su libro inicial le siguen "Débora" (1927), relato de no más de cuarenta páginas, y "Vida del ahorcado" (1932), producción extraña e inclasificable a la que el autor titula "novela subjetiva". Tan breve obra, inquietante en su propia inmadurez, amasada en un humor sarcástico y volcada en una filosa y corrosiva mirada de la realidad y de los seres humanos, queda como una especie de proyecto de lo que pudo ser si el autor no hubiera vivido los últimos años de su vida hundido en la locura.

Notas

(1) "Narradores ecuatorianos del 30", selección y cronología de Pedro Jorge Vera, prólogo de Jorge Enrique Adoum, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1980.
(2) En su "Cuento Ecuatoriano del siglo XIX", Hernán Rodríguez Castelo incluye los siguientes autores: Federico Proaño (1848-1894); Honorato Vázquez (1855-1933); Alfredo Baquerizo Moreno (1859-1951): Remigio Crespo Toral (1860-1939); José Antonio Campos (1868-1939); Luis A. Martínez (1868-1909); Eduardo Mera (1872-1926); Rafael María de Guzmán (1873); Luis Napoleón Dillon (1875-1929) y Carlos R. Tobar (1854-1920). La mayoría cultiva o bordea el relato costumbrista, hasta acercarse, hacia fines de siglo, a una tonalidad criollista, pero ninguno logra una proyección que le permita superar los límites del interés local.
(3) Enrique Anderson Imbert, "Historia de la Literatura Hispanoamericana", Tomo 1, F.C.U., México, 1977.
(4) Gallegos Lara y Gilbert estarán representados en el Tomo 2 de este Panorama. Hemos ordenado a los escritores seleccionados según su fecha de nacimiento, lo que nos ha permitido centrar cada uno de los tomitos en una figura fundamental: José de la Cuadra en el primero y César Dávila Andrade en el segundo.
(5) Para la composición de este Panorama del Cuento Ecuatoriano hemos tenido especialmente presentes las siguientes publicaciones de Hernán Rodríguez Castelo: "Cuento ecuatoriano del siglo XIX", Clásicos Ariel No 95, Guayaquil-Quito, s.t.; "Cuento de la Generación de los 30", 2 tomos, Clásicos Ariel Nos. 93 y 94, Guayaquil-Quito, 1975 y 1976; "Cuento ecuatoriano contemporáneo", 2 tomos. Clásicos Ariel Nos. 45 y 46, Guayaquil-Quito, s.f.

Heber Raviolo
Panorama del cuento ecuatoriano" - 1
Lectores de Banda Oriental
Montevideo, 1983

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